La “Gran familia”: retrato social


ZAMORA | 17 de Jul de 2014 - 6:17 AM | Por: AGENCIAS

ZAMORA | 17 de Jul de 2014 - 6:17 AM | Por: AGENCIAS

Formar gente buena para una vida útil y también buena: con ser simple la fórmula, el Estado Mexicano ha sido incapaz de incluirla en sus deberes fundamentales. Dejar en manos de sindicalistas corruptos, de mujeres u hombres de caritativa o errática voluntad o del arbitrario lucro privado, ha sido uno de los mayores fracasos de los gobiernos de la República. Niños, etnias y condición femenina en general han sido las mayores víctimas de la injusticia social. Por consiguiente, los últimos en recibir los beneficios de nuestra deficiente democracia. Sin acceso a las condiciones de equidad instituidas por el derecho internacional, los hijos de la pobreza extrema están condenados a reproducir males no resueltos generación tras generación. Expuestos al principio de las excepciones, su realidad los condena a repetir el infortunio de sus progenitores: un destino que no puede ser más desalentador.

La traza del futuro está en el presente. Jamás demagogia alguna ha construido un porvenir promisorio. Ni las desigualdades extremas ni la descomposición de la sociedad son obra de la casualidad, sino de errores agravados por el sistema corrupto de gobernar. La lógica es inequívoca: si la estructura está degradada, lo que sostiene también, hasta que cae para dejar al desnudo las consecuencias de su debilidad. Si los poderes no cumplen ni las instituciones se rigen con normas y acciones confiables, no hay por qué suponer que albergues infantiles fundados y regentados por la libre y a excusa de que se ocupan de la población desatendida por el Estado, sean un modelo de orden y confiabilidad.

El caso de Rosa Verduzco y su controversial “familia”, que unos defienden con ahínco y otros consideran aberrante, ha hecho estallar, desde la michoacana ciudad de Zamora, la vergüenza nacional. Los hechos, colmados de irregularidades, trascienden la responsabilidad de su protagonista. Que una persona, por su fueros, “recoja” y se haga cargo de más de 600 menores de edad en estado de marginación  es, en cualquier pueblo que se respete, inaceptable, impensable y aberrante. Peor si, como se ha publicado inclusive en el extranjero, se entremezclan edades, sexos, problemas de conducta, drogadicción y cuanto se pueda una imaginar respecto del submundo que, en el siglo XIX, habría dejado sin aliento al mismísimo Dickens.

Nadie puede ni debe sustituir las obligaciones del Estado. Santa para unos, demonio para sus acusadores, la mujer que ahora desencadena versiones apasionadas no es más que hechura del medio que orientó su destino. Por virtuosa o vil que fuera desde que hace décadas comenzó a “ahijar” a niños y adolescentes rechazados por su entorno, una mujer sin formación, sin vigilancia oficial, “educadora” por instinto, madre sustituta y fiel practicante del “te quiero, te golpeo”, envejeció con la papa caliente que acabaría pudriéndose en sus manos.

Tarde y mal, la Procuraduría de la República intervino el albergue lanzando alharacas que evidencian la prolongada irresponsabilidad de las autoridades. El problema empeora al corroborar que en vez de investigar, actuar y resolver racional, legal y discretamente situación tan irregular, el Procurador se encargó personalmente de agitar a la opinión pública.  Inmersos en un galimatías judicial y por donde se examine el conflicto, el Estado es el único culpable de la situación de los albergados.

Para eso están las instituciones y los recursos que provienen de nuestros impuestos: para cubrir satisfactoriamente las necesidades de quienes, por orfandad, miseria o abandono se encuentran en condición de riesgo o desamparo. Zamora es punta de una realidad infantil miserable. Niños abusados sexualmente; adolescentes con historial delictivo, otros con problemas de drogadicción; cientos de maltratados, explotados o robados, incontables con experiencia en la mendicidad, por miles obligados a trabajar; embarazos, hambre, migración… No hay región de nuestro territorio cuya realidad infantil no esté afectada por las desigualdades extremas y la injusticia social.

Aunque en 1990 México ratificó las Directrices de Naciones Unidas sobre las modalidades alternativas de los cuidados de los niños, y acató los términos de la Convención sobre los Derechos del Niño, no cumplió el compromiso de resguardarlos y vigilar con registros y seguimientos profesionales los centros de acogida, dependientes de la caridad pública. Tal irresponsabilidad ha propiciado que, sin control, acaso sin historiales clínicos ni familiares, y aun con la complacencia social, cualquier voluntario sustituya, con deficiencias implícitas, el deber del Estado.

El fenómeno de niños privados de su medio familiar es una constante mexicana. UNICEF en vano ha insistido en la urgencia de revisar los procesos de institucionalización y cuidados alternativos de los menores. Que el Estado no los proteja es inaceptable y profundamente inmoral. Que entre las prioridades de la justicia no se contemple la observancia de sus derechos, es prueba fehaciente no de la ausencia de democracia, sino de algo peor: el abandono, de la cuna a la mortaja, de un capital humano que debería participar activamente en la construcción de una sociedad digna, multicultural y unificada por ideales de bienestar y justicia.

Si, como dijera Rosa Verduzco en entrevista a El País, se trata de niños que “nadie quiere”, de antemano tendríamos que aceptar la existencia de sobrantes de humanidad: es decir, personas sin presencia jurídica, desamorados, infelices y sin garantías vitales. Lo publicado en el diario español no tiene desperdicio. Al enterarnos de que gente “influyente” relacionada con el poder, así como de la burguesía local y del ámbito cultural protege e inclusive otorga dádivas a la obra de la tristemente célebre Mamá Rosa, se hace aún más gravosa la conducta de las autoridades. Durante años se prefirió hacer la vista gorda ante el montón de denuncias que realizar las investigaciones pertinentes para actuar conforme a derecho. El disimulo y el encubrimiento, como todos sabemos, no se sustraen de las prácticas corruptas.

No contar con un inventario de los albergues ni con registros clínicos, fiscales, presupuestales, sanitarios, psicológicos, escolares, administrativos ni de parentesco equivale a dejar a su aire organizaciones que dependen de caridades y/o subsidios discrecionales. La generosidad puede valorarse en términos religiosos y espirituales, pero es intolerable como sustituto de lo establecido legalmente.

Por extensión, hay mar de fondo en las adopciones en cubierto de infantes no deseados. Avalada por el disimulo judicial, esta práctica a cielo abierto, permite que extranjeros se lleven del país a niños previamente registrados como propios. En ocasiones vendidos por sus padres, las víctimas del desamor familiar lo son también del repudio de su patria, que los priva del derecho a crecer y formar parte de su comunidad de origen, como es frecuente en estados como Oaxaca.

Agitado el avispero, se ha dejado en libertad el griterío. Así son las cosas en nuestro pobre México. Al fin y al cabo, somos los reyes del coheterío y del olvido. Mañana será otro día y todo seguirá igual. Ayer Elba Esther, hoy Mamá Rosa y pasado mañana, Dios dirá. Niños migrantes, niños de la calle, hijos abandonados, menores envilecidos: todo da igual. Ya crecerán y México continuará arrastrando el estigma de su desgracia.

Del origen de las palabras: La Torre de Babel


El mito de la  torre de Babel es uno de los más sugestivos. Llegar al Cielo, escudriñar el aposento de Dios o descubrir lo que las alturas ocultaban, fue  aspiración de los sobrevivientes del Diluvio. Al saltar de la paja a la argamasa, se atrevieron con la construcción del zigurat: una estructura escalonada, con terrazas, bases circulares, rampas y cámaras alternas. No fue el deseo de ser recordados lo que inspiró el proyecto inconcluso en la remota Babilonia, sino la necesidad de librarse del azote de las tormentas.  En esta hazaña hubo un hombre que más que el poder amaba el progreso: Nemrod, bisnieto de Noé, primer guerrero y monarca de que se tenga noticia.

Ni en el Edén pudo resignarse el Hombre a permanecer pasivo. Y desde el Edén, algo quedó en claro: más mueve al hombre lo que ignora que lo que sabe. Fuera por desafiar lo desconocido, por explorar los humanos alcances o por dejar una huella en el mundo, lo cierto es que los súbditos de Nemrod desafiaron a Dios por segunda vez: tenían que inconformarse, experimentar y arriesgarse para construir un horizonte distinto e ilusoriamente mejor a lo que tenían. Quizá el rechazo a su pasado dramático animó la osadía de un dirigente con apetito de eternidad.  Pudo ser también que al reproducirse las tribus y emigrar por grupos después del Diluvio, los más avezados fueran maldecidos por el Creador, porque la confusión de los sistemas verbales no puede ser más que otra expresión de la Caída. Lo cierto es que al verse amenazados por las aguas, los abuelos supieron que había que nombrar, de modos distintos, lo que entre ellos los iba diferenciando.

Por inmensa que fuera la nave de Noé, cuesta imaginar en calma a la muchedumbre en un zoológico hacinado, pestilente y cada vez más saturado de desechos putrefactos. Las aguas subieron rápidamente por encima de árboles y cerros. No había colores ni vestigios de vida. Atenidos a la gracia suprema, los elegidos quedaron a la deriva sobre las montañas de Ararat. Al cuidado de su carga vital, pasaron semanas esperando que los vientos se llevaran quién sabe a dónde las aguas. Nada sería igual después de la tempestad. Ni siquiera la vida cuando todo se hubiera secado y la gente pudiera establecerse en sus tiendas: no la Tierra ni el paisaje; tampoco los animales que consiguieron salvarse. Es de creer, sin embargo, que la pérdida de sus bienes primitivos no fue total.  Después de la trayectoria infructuosa del cuervo o de la paloma que Noé echó a volar por la ventana del arca en busca de indicios de vida, reinó la desesperanza. Todo cambió cuando el ave regresó con una rama de olivo en el pico: señal de que de hambre no habrían de morirse en la humedad remanente.

Hay que repasar el relato del Diluvio para imaginar la incertidumbre entre la parentela de Noé. Apretujados en el arca, gastaban sus días librando el zarandeo provocado por la tormenta. Tenían que cuidarse y cuidar a cientos o miles de animales que se arrastraban, nadaban  o volaban. Separaban a los domésticos y a los salvajes, a los puros y a los impuros. Muchas cosas debieron fantasear durante cuarenta días con sus noches que duraron las lluvias. Seguramente los hombres, encargados del bienestar de mujeres y niños, pensaron en cómo organizarse, cultivar en su beneficio la tierra y construir viviendas seguras a partir de que se acomodaran en la región de Senaar. Allí el patriarca Noé, que fuera labrador, plantó la primera viña. En aquella llanura sufrió la subsecuente embriaguez con el fermento de las uvas. Y de este episodio se desprendió la ruptura entre su descendencia.

Que al entrar a la tienda Cam vio desnudo a su padre, y en vez de cubrirlo con discreción salió a contárselo a sus dos hermanos. Lejos de burlarse de su estado, los devotos Sem y Jafet, caminaron de espaldas para evitar mirarlo y envolvieron al anciano con una capa. Al despertar de su borrachera y enterarse de lo sucedido, Noé bendijo a Sem y pidió a Dios que hiciera fecundo a Jafet, en tanto y a Cam –buen cazador- lo maldijo para que se convirtiera en siervo de sus hermanos.

En breves líneas, aunque colmadas de claves, en el capítulo 11 del Génesis leemos que los sobrevivientes del Diluvio hablaban la misma lengua. Siendo familia, mal podría ser de otra manera. La transformación vendría cuando, al bajar las aguas, se dirigieron desde el Monte Ararat hacia el este hasta encontrar una llanura en la región de Senaar, donde decidieron construir una ciudad. Que podían comer todos los animales y verduras que quisieran, les indicó el Señor, menos la carne con sangre, “porque en la sangre está la vida”. Dios era su protector y nada habría de faltarles, salvo el indispensable y humano remedio para mitigar su pavor, después de haber quedado marcados por tan terrible experiencia.

Precisamente Nemrod, hijo de Cos, nieto de Cam, bisnieto de Noé y primer soldado del mundo, sería el impulsor del colosal proyecto en las orillas de Babel. A él se atribuye el acierto de fabricar ladrillos y cocerlos al fuego. Al ver que podían agruparse uno junto a otro y en hileras de arriba abajo, hizo pegarlos entre sí con betún de argamasa.  Después ordenó construir plataformas y muros “por si se desperdigaran por todo el haz de la Tierra”, como habría de ocurrir.  La idea era trepar, ascender hasta lo posible, pero bien escribió Kafka en su diario: “Si hubiera sido posible construir la Torre de Babel sin trepar a ella, habría sido permitida”. Por consiguiente, tratar de alcanzar el cielo y rivalizar con el supremo poder desató la ira divina. Al ganar en altura, lo nuevo tenía que nombrarse. Y las lenguas están hechas de nombres que aparecen, se transforman y fluyen entre descubrimientos y aspiraciones. En el peor de los casos, las lenguas desaparecen con la memoria de sus hablantes.

En La ciudad de las palabras, Alberto Manguel escribió que, según una exégesis medieval judía, la ambición de Nemrod era invadir el reino de Dios. Su pueblo estaba dividido en tres grupos: “el primero quería hacer la guerra al Cielo; el segundo, erigir allí sus ídolos y adorarlos; el tercero, atacar a las huestes celestiales con arcos y flechas.” Mientras que un motivo superaba a los otros,  avanzaron juntos en esta empresa. Tan hermosa historia sobre el origen de las palabras no podía menos que corresponder a los dominios sagrados. Verbo Él mismo, Dios envió a sus ángeles para castigar la osadía confundiendo su lengua, “de forma que no se entendieran los unos con los otros.” El caos fue total: “ninguno sabía lo que el otro decía; uno pedía argamasa y el otro le daba un ladrillo; el primero, enfurecido, tiraba el ladrillo a su compañero y lo mataba. Muchos perecieron de ese modo, y el resto fueron castigados de acuerdo con la naturaleza de su conducta rebelde.”

Para la exégesis medieval judía, el castigo fue más allá de las lenguas y de la destrucción de la Torre: entre sí se enfrentaron con hachas y espadas los que pretendieron atacar al Cielo. Los idólatras fueron convertidos en monos o en fantasmas y los miembros del tercer grupo, que desearon guerrear contra Dios, “fueron dispersados por toda la tierra y olvidaron que los había unido alguna vez una lengua común.” Si esta condena no fuera suficiente por haber atentado contra el Supremo, los comentaristas medievales agregaron lo terrible que no podría faltar en cualquier mito: la doble relación entre el conflicto y el olvido. Si  de lo primero derivaría la formidable diferenciación del lenguaje, el olvido perduraría asociado a la incapacidad de trasmitir la experiencia. Tan grave como la confusión de las voces, el lugar donde se construyó conservaría su poder de “hacer olvidar todo lo que alguna vez supieron los que pasan por allí.”

Con la mítica e inacabada Torre se puso de manifiesto la frustración que sigue al fracaso. También quedó la certeza de que la indagación debe avanzar, a pesar de que en la búsqueda de la verdad y lo nuevo, la humanidad desencadene impulsos de autodestrucción. De acatar la orden de pasividad, no habrían perdurado las generaciones. Y acaso tampoco la vida: el conflicto es necesario hasta cierto punto, hasta que el progreso se revierte. No hay modo de saber cómo habría sido el mundo de no haberse dividido y ensanchado el Verbo del origen. Sólo sabemos que miles de lenguas han cursado el planeta como el más claro testimonio de que los pueblos se distinguen por sus dioses, pero especialmente por sus palabras. Pero éstas no bastan para que la humanidad consiga entenderse, aun en los casos de hablar en el mismo idioma.

Quizá el más caro relato para cualquier escritor, éste conserva intacto el misterio del Verbo, el poder de las voces. La tentación de nombrar ha prosperado con la invención de las cosas y la apertura del pensamiento. Sin embargo, ni con millones de términos se explican la visión de Dios ni el dolor de los hombres. Después de la Caída del mítico Paraíso, la osadía de los babilonios dejó en herencia la confusión. Sólo al Señor se le pudo ocurrir tremendo castigo, pues si llegaran a cumplir su propósito, nada de lo que discurrieran los hombres hubiera sido imposible.

A la voz de “Tengan muchos hijos y pueblen la Tierra”, el Señor anunció a Noé que nunca más volvería a maldecir la Tierra por culpa del hombre ni a destruir a todos los animales, como lo hizo con el Diluvio. Dijo también que, desde joven, el hombre sólo piensa en hacer lo malo. Afirmación que demostraría, desde la desobediencia de Eva y la oscura complicidad de Adán, que algo torcido marcó a nuestra especie desde el momento de su creación. Tanto los hijos de Noé como la muchedumbre de descendientes se aplicaron con tal eficacia a reproducirse que formaron clanes, poblaron costas y vastas regiones, fundaron numerosas ciudades y al tiempo se extendieron y dispersaron hasta hacerse incontables los pueblos que poco a poco olvidaron sus orígenes.

Hasta consignar el fracaso de la  Torre, nadie sabía más que los otros. El idioma era uno, claro y suficiente para nombrar cuanto podía distinguirse. Voces y pensamientos fluían con una correspondencia cabal entre los hablantes. Por pequeño o inmenso que fuera el mundo, se iba ensanchando en las mentes al ritmo de su vocabulario. No obstante, si atendemos la parte oculta del mito, la comunicación no bastaba: los hombres querían más, querían aventurarse en lo que ignoraban, probar sus límites, “subir” y progresar, a pesar del daño concomitante.

Cuando hubo memoria escrita, Josefo escribió que Nemrod, “un hombre atrevido y de gran fortaleza de manos”, consideró que someterse a Dios era un acto de cobardía. Convenció a su gente de que la felicidad dependía de su esfuerzo, no de la gracia divina.  Incitó a la multitud a construir la torre de ladrillos que fueron pegando con mezcla de brea, de manera que no permitiera la infiltración del agua. Pronto resultó tan sólida, ancha y alta que, a la vista de todos, parecía menor a lo que realmente era. Al calificar de  tonto su proceder, el Señor no quiso destruirlos, sino castigar su ausencia de sabiduría provocando un tumulto entre ellos. Al lugar se le nombró Babilonia por derivar de Babel –confusión entre los hebreos-, y nunca más los pueblos disfrutaron el privilegio de compartir y entenderse con un solo Verbo.

La lección es actual: sin temeridad la realidad carecería de sentido. Tan necesaria como comer, dormir o alimentarse, inventar es una de las funciones para sobrevivir y enriquecer la existencia.  Por ella la vida ha podido sortear los poderes oscuros; sin ella, nuestra profunda y ancestral sensación de orfandad nos habría impedido discurrir dioses, idiomas y religiones. Así fue en el pasado remoto y también es así en nuestros días: para reconocer su naturaleza y situarse en un mundo colmado de incógnitas, el hombre ha discurrido sucesos extraordinarios y versiones magníficas; pero, sobre todo, jamás ha renunciado a su tarea de multiplicar las voces.

Analfabetos y el sistema


Imagen cortesía de radio tezulutlan

Imagen cortesía de radio tezulutlan

El doctor José Narro, rector de la UNAM, pone el dedo en la llaga: de 118 millones de habitantes, 5 millones son analfabetos, sin incluir indocumentados en los Estados Unidos. Se quedó corto, porque la situación es peor: depende de cómo se interprete la escala de cero escolaridad a la ignorancia progresiva de la población mayoritaria.  Para determinar cuán tremendo es el atraso, habría que calcular el contraste; es decir, a las personas instruidas. En vez de deficiencias, lo cual es relativamente sencillo, se deberían medir categorías básicas como capacidad de expresarse y estar en aptitud de conocer la realidad, emitir juicios, tomar decisiones y plantear y resolver problemas. Se confirmaría cuán pequeña es la minoría de mexicanos a la altura de estándares mundiales.

Sería un milagro saber que hay más de un millón con conocimientos básicos (elementales) en ciencia, arte, política, literatura, historia, economía y gramática. Un millón, cuando menos un millón entre los 115 millones, que puede leer, entender, analizar, criticar y recordar lo esencial de un libro completo, siquiera de ficción, para no complicarnos con el desafío del ensayo ni con la poesía. Con optimismo, pues, hay un millón de coterruños educados, en el estricto significado del término.

Esta pobre cifra, desde luego supuesta, podría ser todavía más pequeña si la población se sometiera a un examen de cultura general. Si nos escandalizan los resultados de la OCDE, el de la mayoría que no excluye a los universitarios nos dejaría la cara roja de vergüenza. Debemos decirlo, aunque duela:  hay país por las individualidades. Son los hombres y mujeres que pese a los gobernantes, por encima de los partidos políticos y no obstante el sin fin de obstáculos escolares, religiosos, sociales, sindicales, económicos, institucionales y de varia índole, persisten con responsabilidad en su tarea de hacer lo que saben con lo mejor que pueden y tienen.

Hay que medir al revés el analfabetismo real, para enterarnos de sus alcances: la mayoría no ha superado su condición primitiva. Así que la estadística de los mexicanos formados sería el único indicador confiable y válido del desarrollo nacional. Con ediciones de mil o dos mil ejemplares que tardan años en venderse, con tirajes de periódicos como recados de familia, con una población que tartajea, insulta y repite porque desconoce el idioma, no es un atrevimiento suponer que la inteligencia educada es cinco o seis veces menor a la población de muchas delegaciones del Distrito Federal; Tlalpan, por ejemplo.

Solo la gran minoría está enterada de los asuntos nacionales e internacionales. Es también la que defiende y valora el sentido ético de la existencia. La que comprende la trascendencia de la dignidad y la democracia, no obstante sus limitaciones. Gracias a este puñado de personas pensantes, formadas y conscientes, las cosas no han sido peores. Únicamente los seres educados comprenden la diferencia entre ser esclavo de la ignorancia y la capacidad de gobernar el  propio destino. En fin, no hay más que abrir los ojos para comprobar que no existe la claridad ni la gente puede comunicarse. Los hechos son inocultables:  cuando menos 114 millones de habitantes desconoce los sustantivos, las preposiciones, los adverbios… y no se diga lo relativo a sinónimos, antónimos y conjugaciones. Esos y no otros, son registros del analfabetismo, con o sin escolaridad.

Durante décadas hemos soportado estoicamente el fraude educativo. No somos un pueblo con ímpetu de superación; todo lo contrario. De ahí que triunfaran la chapuza y la componenda desde los antecedentes sindicales de los años veinte hasta la consolidación del SNTE como un gremio adherido a la Confederación de Trabajadores de México (CTM). Su historia es tan sucia como larga desde que, en 1939, quedó establecida la alianza electoral entre obreros, maestros, campesinos y el “sector popular” para fortalecer el presidencialismo fundado por Lázaro Cárdenas.

Inseparable de la historia del poder, el régimen educativo ha repetido la doble vertiente pública y privada de la economía nacional. Imposible examinar un fenómeno masivo de consecuencias brutales sin considerar que, desde sus orígenes, fue obra de una política de complicidades, encubrimientos y componendas. Cumplir con el deber de educar habría aniquilado al “Sistema”: un modelo de control absoluto que ha subsistido con su esencia intacta, no obstante mínimos ajustes democratizadores y graduales. 

Fiel reflejo de nuestras desigualdades, en las aulas se finca el modelo de privilegios y en ellas se distribuyen, en rigurosa aritmética, la marginación y la hegemonía. No es casual, por consiguiente, que haya más de cincuenta millones de personas en límites de miseria extrema. Tampoco que entre los más ricos del mundo actual destaquen empresarios mexicanos que no se distinguen por ser los mejor formados, sino los que mejor aprovechan los vicios del sistema. Educar, en consecuencia, no ha sido prioridad ni de los gobiernos ni de la sociedad en su conjunto. De ahí que sin freno y con la complacencia colectiva se instituyera la ignorancia como un modo de ser nacional.

Y toda esta gramática del horror ha venido a estallar -¡quién lo dijera!- por obra y gracia del neoliberalismo global. Se nos impuso el límite en que las democracias requieren un punto de partida y otro de llegada. Para la circunstancia mexicana, este requisito es imposible de cumplir en ésta, en la otra y sabe Dios en cuántas generaciones. ¿Cómo educar sin destruir el  sistema? He ahí el reto. ¿Cómo y con cuál prodigio desaparecerán corruptelas y fraudes para ser un país confiable y mínimamente justo? ¿Cómo valorar la dignidad desde la indignidad? ¿Cómo acabar con la batalla del tiburón y las sardinas?

No nos compliquemos: la verdadera educación, desde los días de los griegos, es inseparable de la paideia; es decir, de las fuerzas formativas de la sociedad.  Civismo, congruencia, ética, un ideal de Estado, rectitud, ajuste socioeconómico con miras al equilibrio social y maestros que en verdad lo sean: eso es lo fundamental. La calidad de los gobiernos y los poderes es correlativa a la de sus educadores y, por tanto, a la del tejido social. Lo demás se cultiva familiar e individualmente. Hay que tener una cultura básica para enriquecer la formación con lecturas sistemáticas. Nunca hubo en la histora la riqueza de recursos que nos han tocado en suerte: libros, miles de centros de documentación e investigación, acceso a prácticamente todas las lenguas y, por supuesto, el milagro de nuestra época: la internet. Lo que no se ve, todavía, es el voluntarismo pregonado por Vasconcelos como condición inaplazable si es que se pretender vencer la condición primitiva.

Niños migrantes: víctimas de la injusticia


Niños migrantes

Niños migrantes

Niños de nadie: sin padres ni patria ni garantías ni dios que los salve. Más de 52 mil menores, en inmensa mayoría sin acompañante, han saturado los establecimientos de acogida temporal tanto en California como en el estado de Texas. Con ser un fenómeno regular, de octubre a la fecha las cifras de llegada de los migrantes se duplicaron respecto de los meses anteriores. La que para el presidente Obama es una “crisis humanitaria” que exige una gran inversión en infraestructura se ha convertido, en cuestión de días, en bomba política y compromiso inaplazable para cinco naciones implicadas: México, Honduras, El Salvador, Guatemala y los Estados Unidos.

Estamos ante el eslabón más frágil de la  movilización de la miseria: una manera dramática de revertir, contra el Norte, siglos de saqueo y codicia que dejaron a los territorios del Sur sin riquezas naturales, sin alternativas de prevención, sin sociedades estables ni gobiernos confiables. La migración sistemática de jóvenes y adultos se toleró mientras los intereses de los países de acogida demandaron mano de obra barata. El fracaso del modelo neoliberal, sin embargo, extremó añosos desequilibrios hasta desencadenar la desesperación de millones de marginados que, expulsados de sus países de origen por la falta de esperanzas activas, se convirtieron en el mayor desafío de los poderes fortalecidos a sus expensas.

La historia no perdona y no se atiende, hasta que un nuevo estallido crítico se revierte contra falsos estándares de bienestar. Tarde o temprano se repiten ciclos aleccionadores que, desde la Edad Media, provocan desplazamientos multitudinarios que desnudan una verdad, válida para todos los tiempos: la acumulación desmesurada de las minorías proviene de una irracional explotación de los más. Cualquier sociólogo lo sabe: las fuentes de riqueza son las mismas y limitadas. Para que uno tenga en demasía tiene que despojar a muchos. Para que este imperativo del capitalismo salvaje imponga sus leyes deben violarse los derechos humanos.

De haber considerado requisitos de equilibrio, los ideales democráticos habrían situado a las personas en el centro de sus intereses. La existencia del puñado de ricos mundiales es prueba fehaciente del gran fracaso de la República y de las democracias contemporáneas. Para serlo, la justicia es equitativa o no es. La situación de los niños, por consiguiente, radicaliza del dilema –ahora global- de los derechos, obligaciones y libertades. Es inminente, por tanto, consensuar una acción inaplazable: modificar el modelo económico/social imperante. Cualquier otra medida es inútil y errática.

Despojados de protección, garantías y derechos, estos miles de niños no pueden ni deber ser sujetos de caridades ni remedios superficiales. Por apreciable que sea la intervención de agrupaciones civiles, ningún paliativo sustituye el deber de los gobiernos implicados. Como si escasearan motivos  de violencia, preocupación e inestabilidad en las fronteras norte y sur, la africanización de una parte de nuestra América exige una cirugía mayor. Parece increíble que apenas comience a considerarse la urgencia de realizar, oficialmente, un registro de origen, identidad, estado de salud y vínculos familiares.  Indocumentados los padres e “ilegales” los infantes, estamos ante “hijos de nadie” reducidos a la papa caliente de gobiernos que no saben qué hacer con una muchedumbre sin vínculos ni destino. En mayoría son “ninguno”. Y como ninguno han sido tratados inclusive al transitar por nuestro país hacia la tierra prometida.

Como en la Edad Media o peor: así se echan al camino a ciegas y, en ocasiones, en manos de “polleros”, traficantes, delincuentes y abusadores, sin sospechar el infierno que les aguarda a lo largo de miles de kilómetros.  Expuestos al azar, inclusive los bebés sedados van siendo sacudidos por los malos y peores vientos hasta dejar a éste aquí y a aquél donde menos lo hubiera imaginado el pariente que, en su comunidad, ilusoriamente pretendió enviar a los más pequeños al lado de sus padres.

Sin atreverse con la red de criminales que lucran con la migración, el problema cambiará de aspecto, pero no podrá resolverse en las condiciones actuales. Deben flexibilizarse las leyes relacionadas con el tránsito de personas y, a la par, modificar políticas internas a favor del desarrollo social, familiar y económico de los países implicados. Hasta el momento no hay para el éxodo infantil propuesta social, política, diplomática ni económica confiable que dignifique su presente y su porvenir. Las medidas que apenas se están esbozando son superficiales e insuficientes. Solo responden al estallido mediático que ha escandalizado a la opinión pública. Las organizaciones civiles carecen de medios jurídicos y materiales para subsanar los horrores a los que están expuestas estas criaturas: hambre, enfermedades, abusos, explotación, violaciones sexuales, persecuciones, maltrato, insultos, miedo y daños psicológicos irreversibles.

De hecho y de tiempo atrás, son un problema para el vientre que los parió, para el país que los expulsa, para el territorio/puente hacia el sueño americano y también para los Estados Unidos. En esta cadena de desgracias, México lleva la peor parte: recibe a la gente, pero carece de sensibilidad, normas, educación e infraestructura para atenderla, tanto de ida como de regreso. Para “la Migra”, en cambio, el conflicto de los indeseados se va subsanando al echarlos o “deportarlos” de su territorio por la puerta trasera de manera indiscriminada.

Es antiguo el lamento mexicano sobre el mal trato que reciben los indocumentados en el país vecino. Buen cuidado tiene la demagogia, en cambio, de ocultar el rosario de sufrimientos que propinamos a los sudamericanos en tránsito. La brutalidad determina su capacidad de sobrevivencia y solo los más fuertes y audaces se libran de mayores consecuencias. Es innegable que México no puede ni debe hacer suyo este grueso eslabón de una conflictiva cadena internacional relacionada con el fracaso de las sociedades modernas. Sin embargo, nada libra al país de su obligación moral y política en un problema que afecta a millones de conciudadanos.

Niños de la calle, niños del camino o niños confinados en albergues inhóspitos, para ellos no valen las clasificaciones ociosas porque son víctimas de una desigualdad que no reconoce fronteras. La historia no es nueva ni única, pero es la que nos atañe. Enterarnos de movimientos masivos de hambrientos, perseguidos o desesperados en Siria, Paquistán, Afganistán o en varias regiones africanas puede o no conmovernos, pero la distancia geográfica contribuye a no sacudir en demasía nuestra buena conciencia. Otra cosa es que nuestros niños estén en el pozo de una atroz injusticia. Estremece que los más pequeños vayan drogados, como lo hacen los pordioseros con los bebés sin que intervengan las autoridades.

Sobrantes de humanidad, su situación los expuso a lo peor que puede ocurrir a un ser humano: carecer de destino. No es el rostro más ingrato de la “crisis humanitaria” en los Estados Unidos. Es la evidencia de una infernal injusticia social en la que México, por supuesto, no tiene las manos limpias.  Grave cosa, para empezar, que aquí se haya amasado la mayor fortuna personal del mundo contemporáneo y que en la exclusiva lista de ricos mundiales  destaquen cuando menos diez mexicanos. Estas no son casualidades ni obra de buenos negocios. Es la causa de la pavorosa desigualdad fusionada a la falta de ética que padecemos.

Detrás de las páginas


Sir Francis Richard Burton 

Sir Francis Richard Burton

 

Como quien mira dos mundos: el del revés y el derecho. Así se muestra la vida cuando la curiosidad del lector no se detiene en la página impresa. Encontrar lo que un escritor calla, omite u oculta sobre sí mismo enriquece el placer del texto. Me refiero a los autores que atesoramos en nuestro Canon particular. Lo demás: lo malo y mediano que se vende a puños, se celebra a voces, se institucionaliza o se pretende de “fácil lectura”, carece de lo esencial: el misterio. Ir más allá de lo aparente exige afinar una óptica especial, aunque hay casos, como la identidad de Shakespeare, que triunfan sobre la más pertinaz voluntad. Pese a las excepciones, no existe esfuerzo sin recompensa ni fisgón satisfecho con una sola respuesta.  

Quitar “la máscara” al colosal André Malraux dejó al desnudo al tipo mal encarado y peor amante, mitómano y ladrón de joyas arqueológicas en Indochina que se inventó un pasado a la altura de sus aspiraciones. Consciente de que la panadería del modesto poblado francés, a cargo de la madre abandonada y las tías, era tan poca cosa como el padre suicida y un abuelo aún más oscuro, el genial aventurero no escapó al escalpelo de los biógrafos. Si no el que más, fue uno de los más influyentes ministros del gaullismo. Por eso hay que ver cómo sus detractores parecen relamerse los bigotes cuando pillan al genio en un tropiezo. Si sus Antimemorias contrastan al hombre que fue con el talentosísimo que quiso ser, no hay duda de que la miga más fértil de su ficción verdadera quedó en lo que repudió y pretendió esconder sobre sí mismo.

Al leer por primera vez Pasado en claro de Octavio Paz, supe que en la estremecedora muerte del padre alcohólico había una historia detrás de la historia. Celoso de su imagen y de los tránsitos privados de su agitado destino, Paz fue de los que prefirieron cubrir agujeros incómodos con letras selladas a piedra y lodo. Vidas tortuosas, secretos bien resguardados, temperamentos insufribles, temores insospechados… Eso y más he descubierto al explorar al que Fama disfraza, lo que demuestra que se puede ser un gran escritor y una mala persona o talentoso, transgresor, aventurero y/o con locuras geniales sin afectar la calidad de la obra. Lo inusual e impensable, en contrapunto, es el anodino capaz no digamos de una página deslumbrante, sino de atrapar nuestra curiosidad. Hasta donde se, no hay mediocre que pueda crear una obra excepcional, por una sola causa: nadie puede saltar sobre sí mismo; es decir, sobre su naturaleza.

Todo empezó cuando, fascinada con la inteligencia y la osadía del explorador, escritor, aventurero, genio y lingüista Sir  Richard Francis Burton, quise conocer al hombre que una noche se acostaba con una gitana y amanecía hablando romaní. Su pasión por los disfraces le permitió pasar por nativo tanto en la India como en amplias regiones de África.  Registraba tan puntillosamente conceptos sobre la sexualidad, el erotismo y costumbres sexuales que la sociedad victoriana no tardó en amarlo o despreciarlo a discreción, por la misma causa: su invaluable, fecundísima e ilimitada curiosidad intelectual.

Además de primer traductor al inglés de Las mil y una noches, tanto el Kama Sutra como El jardín perfumado dieron cuenta de sus alcances.  Describió las hasta entonces inescrutables culturas de una amplísima franja entre India y África, que llegó a conocer mejor que cualquier nativo. Reunió miles de páginas con anotaciones antropológicas, geográficas, topográficas e inclusive militares y diplomáticas que pese a controversias explicables, lo acreditan como el verdadero descubridor de las fuentes del Nilo. Incluidos el hindi, el guyaratí, el maratí, el persa y el árabe, Burton dejó estudios y pruebas fehacientes de su fluido dominio de más de 29 lenguas que asimilaba, según dijeran testigos, “de manera sobrenatural”. 

Representante sin par de la Inglaterra decimonónica que por un lado atiborraba la Royal Geographical Society para escuchar relatos casi fantásticos de colonialistas, científicos, cartógrafos y exploradores y por otro exacerbaba su puritanismo, “Dick el rufián” o el “Blanco negro”, como lo apodaban, no se libró de ataques ni estuvo exento de contradicciones. Domesticó a un montón de monos para aprender su lenguaje. Con nueve años de vivencias en la India profunda, consumó su notoriedad en la capital del Imperio por haber vencido a más enemigos en combate que ningún otro hombre de su tiempo. Ese mismo rebelde y erudito genial, sin embargo, vino a caer en los brazos de la católica Isabel Arundell quien, nada más convertirse en la rígida e intolerante Mrs. Burton, decidió echar al fuego cientos de manuscritos por considerarlos pecaminosos. Se hacia pasar por nativo en burdeles proscritos, harems y secretísimos espacios homosexuales que mantenían intactos placeres descritos en el Kama Sutra y El jardín perfumado. Llegó al extremo de medir los penes para clasificarlos por región, raza o cultura, tanto en reposo como en plena erección. Como si su legado escrito no fuera bastante, además se atrevió con expediciones y desafíos nunca antes probados por hombres occidentales.

Con apenas indicios de sus hazañas me apliqué a buscar al hombre detrás de las páginas. Cuanto más avanzaba en detalles de su biografía más anodinos me parecían mis coetáneos. Bajo la lógica de que lo semejante llama a lo semejante, uno tras otro fueron llegando nombres, historias y revelaciones que completaban las mías o, al menos, aliviaban mis fantasías más persistentes: Herodoto, la Reina de Saba, Marco Polo, Abelardo y Eloísa, Luis de Camoes, Giordano Bruno, Thomas Edward Lawrence (el de Arabia), Malraux… Cuando cayó en mis manos un ejemplar de Magic and Mystery in Tibet di un primer paso para, en adelante, seguir las huellas de Alexandra David Nèel: primera occidental en entrar en Llasa, cuando la capital del Tíbet estaba prohibida a los extranjeros. Su contagiosa pasión por las religiones, los viajes difíciles y los misterios orientales no únicamente aniquiló el prejuicio sobre la incapacidad femenina para atreverse con exploraciones geográficas, místicas e intelectuales, también, al leer hasta la última línea de su diario, quedé convencida de que los grandes retos templan el espíritu, aguzan la mente, dotan de sentido a la existencia y revelan cuán hondo y trascendental puede ser el camino en sí, cuando fusionado a la ancestral y sagrada idea del destino.

No fue extraño que sus hallazgos orientales fascinaran a mentalidades tan transgresoras y emblemáticas como Allen Ginsberg, Jack Kerouac o Alan Watts ni que los años sesenta, especialmente californianos, recibieran su influjo como aire benéfico. Precisamente en 1968, al cumplir cien años de edad y uno antes de su fallecimiento, Alexandra peregrinó a los Himalaya en busca de la iluminación. Hazaña que no extrañó a quienes sabíamos que durante dos años –en la más pura austeridad, por lo que estuvo a punto de morir congelada- se apartó con su maestro en una cueva, a 4 mil metros de altitud, para meditar, dominar la lengua y estudiar el tantrismo tibetano. Para ella, la edad nunca representó un problema ni se planteó la conformidad pasiva como consecuencia inevitable de la vejez. Solía caminar unos 40 kilómetros diarios para que ninguna limitación física entorpeciera sus prácticas espirituales. Que su vida no tenía desperdicio y que para quien supiera mirar y sentir cada minuto de libertad esa vida vagabunda era la auténtica gloria.

Historias de tal calibre han sido nutriente infaltable en la mía. Así como hay épocas más literarias, deslumbrantes y proclives a plantar ideales en mentes de excepción, también se derrama en las conciencias el sello nefasto de las oscuras, como la que nos ha tocado en suerte. Es cierto que nadie escapa al signo de su tiempo, ni siquiera las individualidades que subsisten a contracorriente y persisten a pesar de incontables obstáculos. Pero nadie podrá negar que lo mejor de la historia se debe a los más rebeldes, inconformes, pertinaces y talentosos. Son los hombres y mujeres de excepción que, de preferencia a contracorriente, han contribuido a ennoblecer la vida con su sola voluntad de no ceder ni conceder para ir más allá, no obstante el yugo de la mediocridad.

Hay días en que el crimen, la violencia y la espantosa mezquindad adueñada de la cultura institucionalizada caen sobre nuestras cabezas como plomo insoportable. Es el momento de acudir al revés de las páginas para conocer hasta dónde la adversidad ha sido inseparable de grandes destinos. Y hasta podría creerse, ante historias que se antojan fantásticas, que México tiene remedio y que la obra, la voluntad y el tesón de algunos, contra cualquier evidencia, impondrá sus frutos a pesar de obstáculos inauditos.

Sixties… ¿Qué es eso?

Una ola que se formó en los cuarenta, llegó a su clímax en los sesenta y reventó tristemente en los albores del neoconservadurismo de los ochenta: a grosso modo, tal fue el fenómeno de masas que marcó un antes y un después en las formas de ser, entender el mundo y relacionarse con los demás. Entre el hallazgo de los antibióticos, la proliferación de vacunas, el posterior uso de anticonceptivos y las mejoras en los sistemas asistenciales, la población mundial se incrementó como nunca antes. Ningún gobernante supo qué hacer ante los efectos del baby boom, protagonistas de los sixties: uno de los mayores desafíos de la posguerra mundial; y, a la voz de “amor y paz” y de la “revolución de la flor”, grandes ciudades se vieron sorprendidas por la novedad de que lo que habían construido y anhelado “con tanto sacrificio” era rechazado con virulencia por los jóvenes.

Demasiados nacimientos, menores índices de mortalidad, incremento de los promedios de vida, déficit de aulas, viviendas, alimentos, comunicaciones, hospitales… Para la influyente, imperialista y ultranacionalista mentalidad norteamericana, una fue la respuesta: hacia fuera invadir, saquear y entrometerse; en lo interno, activación de capitales y producción en serie mediante una imparable industrialización, hipotecas, préstamos, universidades, viviendas y consumo a plazos vitalicios de la sagrada propiedad privada. Toda acción, inclusive para cientos de miles que emigraban anualmente hacia los promisorios Estados Unidos, se realizaba bajo el mismo lema/guía del sueño colectivo: There is no way of life like the american way of life.

La muchedumbre de niños que creció a la sombra de sociedades cerradas probó, a partir de su adolescencia, el efecto diversificado y nefasto de la Guerra Fría. Si a cada opresor tocó una respuesta popular a su medida –como el peculiar ejemplo estadunidense, cuyos jóvenes sumaron a la inconformidad general la negativa de continuar batallando en territorio asiático-, para los oprimidos y víctimas del autoritarismo, como los mexicanos, se aplicaron medidas más radicales y perversas para contener la insatisfacción que confrontó pero no eliminó el poder absoluto del Presidente.

El ejemplo de Francia, que por su parte arrojó en 1968 signos de insurrección contra Charles de Gaulle, tuvo la singularidad de integrar tres fuerzas poderosas contra el gobierno y la sociedad de consumo: el estudiantado, el Partido Comunista y las causas laborales.  En cuestión de semanas, París se convirtió en campo de batalla. Se encaramaron  a las demandas juveniles las presiones sindicales y obreras y, en horas, las trincheras modificaron el paisaje urbano. El movimiento de Mayo derivaría en la mayor huelga general de la historia occidental, con nueve millones de trabajadores comprometidos, y la subsecuente derrota del gaullismo, obligado a convocar a elecciones.

Los sixties pues, tuvieron expresiones diversas.  Empero, 1968 fue el clímax que durante medio siglo ha perdurado en el imaginario colectivo no solo  por el hippismo, sino por hechos de sangre, persecuciones y políticas brutales. Hay que insistir en que este formidable movimiento de masas provocó notables cambios religiosos, ideológicos, artísticos, sociales, alimenticios, espirituales, académicos, políticos e inclusive sanitarios que determinaron el rumbo de la modernidad. Son muchas, variadas y no necesariamente fieles a su curiosidad y espíritu liberador las formas de entenderlo y de referirse a aquella experiencia internacional cifrada por la provocación, el desafío, el vanguardismo, la inconformidad, la experimentación, la rebeldía y el cuestionamiento a lo establecido.

Si Contracultura es la voz que identifica su búsqueda de libertades, expresiones estéticas, denuncias e improvisaciones gestuales, Generation Gap es la versión del revés que más y peor incomodó a los conservadores.

Lo innegable es que fue un fenómeno único en la historia.  Involucró a millones de jóvenes en varios países y, aunque con móviles y antecedentes distintos, en todos los casos estremeció estructuras que se creyeron sólidas. De su riqueza implícita se desprende, además, un amplio vocabulario plástico, musical, sociológico y literario que refleja el carácter totalizador, consciente y simbólico del síndrome Baby Boom.

Sus detractores atribuyen los hechos de sangre a la inconformidad juvenil. Mientras más se pedía reprimir, perseguir, someter, silenciar e inmovilizar, mayores reacciones en contra del abrumador predominio de prejuicios, políticas autoritarias y cancelación de derechos y libertades. La lucha generacional, sin embargo, no conoció límites en su fecundidad: creó una revolución del arte, del orden social y del pensamiento aunado a actitudes visionarias con brotes de heroísmo individual. Todo, bajo el móvil del repudio a la pasividad de los conformistas.  La contracultura, además, generó un debate activo sobre problemas como la segregación, el belicismo, la homofobia, la situación femenina, las dictaduras y la intolerancia general. Fue estallido generacional, aunque en lo fundamental transgresor, irreverente, liberador. Se distinguió por su espíritu pacifista, anti intervencionista, feminista y  pro derechos civiles. Nutrió y se nutrió del impulso rockero, del consumo de drogas, del amor libre y de un rechazo sin precedentes a cualquier fanatismo, empezando por el nacionalismo, el racismo y cualquier discriminación sexual o social.

Como se sabe, el hippismo plantó el rostro más visible de los sesenta. Los Beatles unificaron su ritmo vital. Los Happenings espejeaban el repudio a lo establecido. El arte Pop, los Collages y legados interpretativos de la generación beat -Jasper Johns, Andy Warhol, Robert Frank, Jess, Robert Duncan, etc.- conjugaron ironía, experimentación y desafío al espectador con elementos banales y efectistas del cine, los comerciales, las tiras cómicas y cualquier material gráfico, sonoro o visual asociado al estilo de vida dominante. Psicotrópicos y anfetaminas como el LSD, los hongos alucinógenos, el peyote y la mariguana aportaron el ilusionismo eufórico que contrastaba el sentimiento de vaciedad que, no exactamente nihilista, se asociaba al desencanto reinante. Discusiones y reuniones públicas respondían a la sequedad del debate verbal que imperaba en todos los ámbitos, empezando por el académico y sin descontar los domésticos, los culturales ni los políticos.

Contrapuntos entre minimalismo de enorme contenido poético, como el del escultor Isamu Noguchi y el neo barroco; entre el arte geométrico al modo de Piet Mondrian y una contaminación visual poblada de excesos tan incisivos como las gigantescas melenas rizadas de los pregoneros del Black is beautiful, eran inseparables del caos implícito en una revuelta, nunca mejor dicha, a la que no faltaban complicadas decoraciones floridas y psicodélicas en coches y combies adaptadas como vivienda, faldones, medallones, muros, etc. Más allá, las minifaldas, cabellos cortos, grandes aportaciones de la moda,  diseños a lo Ludwig Mies Van Der Rohe, poesía concreta y ascenso de una literatura que de menos, podría considerarse revolucionaria, como las obras de los emblemáticos Allen Ginsberg, Jack Kerouac o Neal Kassidy, entre otros. Amor libre, liberación femenina, ecologismo, guerrillas tercermundistas, conciencia ambiental, defensa de los derechos civiles,  expansión de las doctrinas orientales, pacifismo, ansiedad rebelde en torno de la homosexualidad, convivencias comunitarias, exploración del vegetarianismo y del retorno a la vida campirana como reacción a los símbolos urbanos…

No hubo espacio vital, estético, social o intelectual sin tocar ni expresión o postura política, técnica, gráfica, sexual, orientalista, ambientalista o científica que no fuera sacudida hasta la raíz por el lenguaje transgresor que encumbraron  los sixties. Y todo ese alegre desafío se tuvo por heroico e inclusive teñido de romanticismo hasta que el hachazo neoliberal dejó al descubierto sus lados oscuros.  Entre indudables logros, comenzó a brotar un saldo de cenizas, porque nadie ni nada se libra de contradicciones. Rebeldes e inconformes ellos mismos, de hippies pasaron a ser yuppies. Abiertos defensores de las libertades, engendraron a los monetaristas que han consagrado el consumismo y el individualismo de manera más feroz que sus detractores.

En cierta forma, sus vástagos serían más semejantes a los abuelos que  los modelos revolucionarios de su juventud. Los ideales de las izquierdas declinaron en burdo populismo, inseparable de una vergonzosa partidocracia subsidiada. Los independentistas que se atrevieron a combatir el mercantilismo formaron grupos de peticionarios o beneficiarios de las finanzas públicas y, de cualquier modo, de la tutela oficial de la cultura…. Y la lista sigue

No obstante su alto contenido cromático y fascinante, los sixties no se sustrajeron de la tentación de los extremos: mucho blanco, mucho negro… Oposiciones a sus peculiaridades nunca faltan; empero, nadie podrá negar que lo mejor de aquel estremecimiento fue su alegría, su desenfado y la certeza de que es posible un mundo mejor. La intensa gama de color, sonido, formas y lenguajes que legó hizo un poco más leve y llevadera la existencia. Tanta fue su riqueza que inclusive los niños pequeños, nietos de aquellos infatigables transgresores, continúan nutriendo su curiosidad, su lenguaje y su interés general con briznas de aquellos maravillosos sesentas que, en realidad, para millones de personas representaría otra manera de ser y de vivir .

Francisco: con la Iglesia te has topado


Jorge Mario Bergoglio

Jorge Mario Bergoglio

Tuvieron que estallar los escándalos sexuales del clero para ventilar el pudridero de la Iglesia católica. El efecto financiero, ético y político de éste, el mayor fracaso de la confiabilidad sacerdotal, superó sacudidas milenaristas. La gravedad de obispos involucrados no fue asunto menor. Peor si tenemos en cuenta que en vez de contribuir a la causa de la justicia, los jerarcas difamaron a las víctimas para proteger a los delincuentes mediante fórmulas abominables, como cambiar de sede a los acusados. El golpe mediático que desenmascaró tanto a Marcial Maciel como la red de complicidades que lo encubrió desde el papado de Pablo VI hasta su propia muerte, con la venia de Juan Pablo II, no solo fue demoledor para una Iglesia en crisis, sino determinante para su descrédito al vulnerar gravemente la autoridad moral del Vaticano.

Una tras otra y desde varios países a partir de entonces,  se multiplicaron las denuncias judiciales  hasta mermar las arcas sagradas y poner en grave riesgo la situación judicial, religiosa y económica de una Iglesia que, desde la segunda mitad del siglo pasado, arrojó síntomas del cáncer letal que se pretendió disfrazar con la “falta de vocaciones” y el ascenso del materialismo en la sociedad. Rebasado por la hondura y complejidad de conflictos relacionados con el controversial celibato, un fatigado, senil y archiconservador Benedicto XVI optó por la graciosa huida dejando tras de si uno de los mayores cochineros de que se tenga noticia en la Santa Sede.

Hay que insistir en que ni la añosa corrupción teñida de intriga del Banco Ambrosiano, ni sus alianzas con la Mafia ni la publicación de una vergonzosa lista de negocios sucios y sangrientos –incluidos los inmobiliarios- empujaron a la institución al borde del abismo como lo han hecho los delitos sexuales. Faltaba, sin embargo, la intervención sin precedentes del gobierno irlandés para investigar los centros católicos donde, durante décadas de actuar en completa impunidad, recluían a las madres solteras y a sus hijos bajo condiciones de esclavitud violatorias de todos los derechos. Solo en uno de esos recintos, regentados por religiosas, murieron y fueron enterrados en una fosa común unos 800 niños en 35 años. Lo sucedido en el resto de los demás no es menos desalentador.

De no ser por la estremecedora revelación de la película estrenada en 2002, el mundo no se habría enterado de lo que ocurría en el terrorífico Asilo de las Magdalenas, dedicado a explotar a “mujeres caídas”: prostitutas rehabilitadas, jóvenes violadas o simplemente “coquetas”, así como a madres solteras y muchachas que “representaban un peligro para la sociedad”. El sadismo del grupo de monjas que castigaban física y psicológicamente a las infelices cautivas, condenadas a lavar de sol a sol sábanas y todo tipo prendas sin paga alguna y en medio de un tremendo ostracismo, de menos nos deja sin aliento. Muchas de ellas tenían además que atender, incluida la vía oral, los delirios sexuales del cura local, como consta en los archivos el caso de Elieen Walsh, la joven con retraso mental cuyo hijo, producto de tales abusos, le fue arrebatado desde el momento de su nacimiento.

En un acto sin precedentes en la Irlanda reconocida por su catolicismo recalcitrante, Charlie Flannagan, Ministro de Infancia y Juventud, informó hace unos días a la prensa que era “absolutamente esencial” revelar la verdad oculta en tales establecimientos de la Iglesia conocidos como Mother and Baby Homes. Cuando los niños no eran dados en adopción bajo engaño o de manera forzada (como se ilustra en la reciente película Philomena, candidata a varios Óscar), se utilizaban para ensayos clínicos o simplemente se les dejaba morir por hambre y falta de atención. El historial de crueldades cometidas en el mundo en nombre de Dios es inabarcable…

Temblores hubo y de varios decibeles en épocas distintas, pero invariablemente triunfó la presunción de que si el Papa era infalible, la Iglesia un bloque infranqueable por los poderes civiles. De pontífices infames y hasta criminales, como Alejandro VI, está llena la historia. Emperatriz de la intriga, maestra de la confabulación, del secretismo y los ardides, la Iglesia refinó estratagemas de dominio “espiritual” durante siglos de ejercer el poder absoluto. Aplicada a tretas cardenalicias desde los días de los Medici, la metáfora “daga florentina” se convirtió en emblema del sigilo, la conspiración y la insidia consagrados como “arte política” entre los oficios eclesiales que perduraron hasta la elección de un valiente y reformista Papa Francisco quien, en pocos meses, no ha dudado en limpiar, hasta lo posible, el sumidero que deformó la esencia del cristianismo sostenido, a pesar de todo, por la buena fe de millones de creyentes que, por desgracia, en mayoría ignoran e incluso niegan la verdad verdadera que subyace velada por los pregones de la ortodoxia. Falta por ver el destino que le aguarda…

Entre burlas, veras y no pocas intimidaciones, los autoproclamados legítimos representantes de Dios en la Tierra hicieron uso discrecional del supuesto amparo divino al grado de que ni las simpatías fascistas de Pío XII obligaron al Vaticano a enfrentar el dilema de renovarse o morir. No obstante y sabiendas de lo que era capaz el ultraconservadurismo dominante, su sucesor Juan XXIII se aventuró en 1962 con el Concilio Vaticano II, cuyas propuestas liberadoras, en mayoría,  permanecerían en la más santa y paciente espera durante décadas concentradas en las aún vigentes batallas ideológicas y materiales alrededor de la Santa Sede.

De entonces proceden las primeras posturas discrepantes que entre el extremo intolerante e integrista de Marcel Lefevbre, líder del movimiento Ultramontano europeo, el origen latinoamericano de la Teología de la Liberación y las denuncias sobre la represión sexual de los sacerdotes, la consiguiente neurosis y las inconveniencias del celibato encabezadas por Joseph Lemercier, prior y fundador (1955, tres años después de la consagración de don Sergio Méndez Arceo como obispo) del Monasterio de Santa María de la Resurrección de Ahuacatlán. Defensor y practicante del psicoanálisis en la vida monástica, quedaría en claro que ante un “dogma anticuado”, como dijera, la Iglesia solo podía salvarse ajustando su visión a las exigencias inaplazables de la realidad. Y, para empezar, lo real consistía en la represión sexual extremada por la intolerancia religiosa desde el interior de conventos, seminarios y monasterios.

La controversia suscitada desde el corazón morelense del vanguardista  benedictino que finalmente abandonó la vida monacal, medio siglo antes de conocerse públicamente el caso Maciel, culminó con la clausura del monasterio, el subsecuente repudio de sus propuestas apoyadas, como se sabe, por dos inteligencias críticas de excepción: un asimismo acosado Iván Ilich –fundador del CIDOC- y el Obispo de Cuernavaca Sergio Méndez Arceo, también impugnado desde que, en 1959, osó pedir la intervención disciplinaria del Vaticano a los abusos contra menores cometidos por  el “Legionario de Cristo”. Sellada como secreto de Estado, su carta dirigida a Arcadio Larraona, a cargo de la Congregación de Religiosos de la Santa Sede, es un testimonio invaluable para demostrar que si “las cosas del palacio van despacio”, peor se complican cuando comprometen el supuesto prestigio de un psicópata religioso apreciado no por sus virtudes, sino por sus negocios lucrativos disfrazados de escuelas y seminarios “al servicio del Señor”.

Muchos valoramos en su momento la invaluable contribución del belga Lemercier –egresado de la Universidad de Lovaina-, Ilich (políglota austro-croata-sefaradita-americano) y Méndez Arceo, a quienes conocí personalmente cuando durante los setenta me escapaba de la atribulada UNAM para recibir sus maravillosas lecciones vivas. Su herencia no se limitó a poner el dedo en la llaga eclesial. En CIDOC, por cuya amplitud de miras comencé a estudiar el mejor legado de la Residencia de Estudiantes de Madrid,  aprendí a valorar otras líneas de pensamiento. De McLuhan a Paolo Freire, las conferencias regulares atraían a las mentes más connotadas: nada qué ver con lo que podía aprender entonces en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, donde también los maestros se entretenían acosando alumnas. Allí descubrí el yoga y el valor de la meditación. También, el salto revolucionario de las ideas al diseño gráfico, a la concepción arquitectónica desde un minimalismo que se anticipó décadas a su reconocimiento y a otras maneras de vivir la espiritualidad, cuyo mejor testimonio quedaría en la renovación de la hermosa catedral de Cuernavaca, a cargo de un Méndez Arceo a quien no arredraron las críticas airadas por su postura social a favor de los pobres y los indios ni las amenazas de los conservacionistas.

Si la Iglesia llegara a salvarse no será, por consiguiente, por los defensores del pudridero, sino por teólogos como Leonard Boff o Helder Câmara; por papas como Francisco y, por supuesto, por mentes tan avanzadas como las congregadas entonces en un estado de Morelos que brilló con la luz de lo posible y deseable hasta que el hachazo de la intolerancia convirtió a la región en sede de secuestradores, narcotraficantes y criminales en vez de haber apostado por la continuidad de sus invaluables y aún insuperadas propuestas educativas, estéticas y de investigación.

Clitemnestra

Clitemnestra y Egisto a punto de matar a Agamenón. Pintura de Pierre Narcisse Guérin. Museo del Louvre.

Clitemnestra y Egisto a punto de matar a Agamenón. Pintura de Pierre Narcisse Guérin. Museo del Louvre.

Con los ojos desorbitados de espanto y el hacha escurriendo la sangre de Agamenón, Clitemnestra se quedó frente a la bañera mirando los estertores de su marido.  Temblorosa, esperó a que la Muerte recogiera su último aliento. Antes de que las Furias provocaran arrepentimiento en su alma, se miró en el bronce bruñido y, con las señales del crimen surcándole el rostro, advirtió que su cuerpo no ocultaba la huella del tiempo. "¡Vieja... Una vieja repudiada...! ¡Oh, tú, protector de la patria! ¿Cuántas veces te abrazaste a mis piernas llorando y yo te cobijé como si fueras un niño? ¡Ay de ti, infortunado! Ignoraste que nuestras vidas estaban selladas con sangre inocente. Desafiaste a los dioses, humillaste al sacerdote de Apolo y no hiciste caso de los presagios… ¡Mírate ahora, convertido en piltrafa! De las hogueras que encendiste en mi alma, ninguna se iguala a la del dolor que causaste.”

A media luz, donde mejor se movía el sobrino y amante de Clitemnestra, se ocultaba Egisto. El muchacho tenía razones para vengarse de Agamenón, héroe y señor de Micenas. Hijo del incestuoso Tiestes y de Pelopia, se decía que su madre/hermana lo abandonó al nacer en un monte, donde sobrevivió amamantado por una cabra. Al volver a su patria y enterarse de que su tío y padre de Agamenón asesinó a sus hermanos por rivalidades dinásticas, Egisto masculló su revancha. Esperó la ocasión de cobrarse los crímenes. Instigado por Tiestes, asesinó al primogénito Atreo para apropiarse del cetro. Agamenón y su hermano Menelao tuvieron entonces que refugiarse en Esparta donde formaron su ejército para expulsar a los parientes y usurpadores del reino. Desde que fuera entronizado en Argos, la fatalidad  sin embargo, lo acompañaría no sólo por el conflicto con Troya, sino por la sangre que derramó para casarse con Clitemnestra y, para colmo, por la envidiosa rivalidad del joven y codicioso primo que al final desencadenaría la tragedia.

A la sombra, Egisto vigilaba sus pasos. Celaba sus triunfos mientras Agamenón guerreaba contra los valerosos troyanos. Incapaz de igualarse en hombría, se deslizó durante su ausencia hasta el lecho de Clitemnestra.  La sedujo no por amor, sino para que el adulterio activara su respectiva insatisfacción. Sabía sin embargo que nada ni nadie se antepone a la Necesidad y que en su hora él mismo también sería víctima de la interminable tragedia de los Pelópidas. Y aún así persistió porque nunca hubo mortal que no se creyera capaz de burlar al Destino. Enterado de que los combatientes venían de regreso a casa, Egisto tramó con su amante la muerte de Agamenón creyendo que al abatirlo, él compartiría con la adúltera el cetro vacío de Micenas. Y allí estaban los dos en los baños fatídicos. Él, con el odio mordido entre dientes; ella, con los celos ardiendo en su entraña y el recuerdo de su hija Ifigenia, sacrificada diez años atrás.  Y aunque en esta ocasión su brazo dudara al descargar el hacha en manos de la mujer, el joven endurecería su voluntad criminal con su deseo de reinar.

A Clitemnestra no le importaba la cobarde impericia del pretendiente; tampoco su apocamiento, porque seguramente lo despreciaba. Lo había detestado siempre. Pero la soledad era horrible y peor padecía la añoranza del héroe, amado a pesar de todo. Su ausencia le enseñó el dulce sabor del poder. Aceptó los abrazos de Egisto para distraer la pasión. Compensaba su cobardía con dosis de vanidad: era la tía mayor, mujer a cargo del trono, dueña de los establos y los corrales, señora de las despensas, guardiana de mujeres y niños que aguardaban el regreso triunfal de sus protectores. Así que en tanto y el cobarde dudaba, Clitemnestra se aplicó a cortarle los pies al difunto para que su sombra no pudiera escapar de la tumba. No fuera a ser que desde el Hades su alma atizara a las Furias para infligirle un castigo atroz y ella quedara vagando presa de la locura.

Nacida para sufrir, recordaba a la doncella que fue cuando sus padres la entregaron en matrimonio. Hacha en mano, volvió a mirar su reflejo: buscaba algo que iluminara sus ojos, pero el espejo sólo mostraba rencor. Sintió la emoción del amor y la piedad con que solía tributar a los dioses. Cuando joven era obediente y dulce. Aceptaba el Dictado porque no imaginaba que tras tanto penar, dioses, hijos y hombres se volverían contra ella. Jamás reclamó a Agamenón que hubiera asesinado a su primer esposo y a sus dos hijos pequeños para hacerse del trono. Se plegó al mandato de los Dioscuros, y por segunda vez ignorante de su destino, se paró en el tálamo nupcial para engendrar a Ifigenia, Orestes, Electra y Crisótemis. Héroe y señor de Micenas, sabía que para Agamenón era indigno caer abatido en el interior de su casa.  Infame fin, asesinado por la mujer mientras lo bañaba, para quien batalló contra verdaderos guerreros.

Tras el conflicto causado por Paris y Helena y estando la flota griega detenida en Áulide, el adivino Calcas advirtió a Agamenón que no aplacaría las iras de Artemis ni los Inmortales enviarían vientos propicios para que las naves emprendieran su rumbo a Troya si no sacrificaba a su hija Ifigenia. El hombre gimió bajo el yugo de la temible Necesidad: como jefe debía animar a la flota atracada en el puerto, pero como padre no podía inmolar a su hija por el honor de la patria.  Miró las lágrimas en los ojos de los atridas que hundían su escudo y la espada en el suelo exigiéndole el sacrifico y suplicó fortaleza a los dioses para cumplir su misión. Engañada, Clitemnestra hizo viajar a la hermosa Ifigenia creyendo que la desposarían con Aquiles, como le habían anunciado. Al enterarse de que la muchacha sería inmolada, anidó la carcoma en su alma. De nada sirvieron sus ruegos de madre herida porque Agamenón finalmente accedió a honrar a la diosa a cambio del viento. Maldijo al esposo y maldijo la guerra. Lloró a su pequeña y lloró por las infelices mujeres. Arañando su rostro con impotencia pidió a Hera paciencia y valor para vengarse de tan brutal despojo.

Con el vientre tres veces rasgado por el dolor, esperó a su marido cuidando  las tierras, los bienes, los hijos pequeños y el honor familiar. Diez largos años en que dejó de contar las greñas que iban blanqueando su cabellera. Años en que la ausencia de las caricias la apartaba del sueño y alimentaban su ira. Años de hilar, tejer y vigilar el ganado mascullando su antigua desgracia. Años de padecer el rencor de la abandonada y mitigar la pasión con ascuas de placeres perdidos. Enamorada a pesar de todo, había días en que aguardando el regreso espiaba el camino en busca de buenas nuevas. Dispuso que los vigías se apostaran en el techo de su palacio para esperar la señal del fuego que, de monte a monte, anunciaría a los habitantes de Argos la caída de Troya y la proximidad de los buques con los guerreros sobrevivientes.

Las ausencias, no obstante, son arriesgadas. Poco a poco iba ocupando el lugar del hombre y probando el sabor del mando. Le entristecía la belleza perdida al advertir la gracia de las sirvientas que aún sonreían. Se daba cuenta de que su amante ya alcanzaba la edad en que debía reunirse a combatir con los veteranos. Así como ella recibía noticias de su lujuria, anhelaba que Agamenón conociera sus distracciones furtivas, aunque su adulterio le costara la vida. Al menos la cólera enredada a los celos lo llevaría a otorgarle algún lugar en su pensamiento. Se acostumbró a afinar el oído, a vivir con el ojo en alerta y a recorrer el puerto de Nauplia para ver si divisaba las naves con los héroes saludando desde la proa. Pero así como la nostalgia muerde el espíritu, también el olvido aparece a enmendar las lágrimas. Las de Clitemnestra estarían condenadas a continuar teñidas con sangre cuando el guerrero reapareciera en Micenas enamorado de una esclava troyana que, entre sus múltiples bienes, ostentaría como botín de guerra.

Cierta mañana, cuando despuntaba la aurora, el fanal encendido y los gritos de centinelas la hicieron medir el peligro que la acechaba: finalmente Agamenón y sus hombres regresaban presumiendo sus glorias. Esposa otra vez, su infidelidad se mezcló a un extraño presentimiento. Escuchó que habían atracado las naves en medio del júbilo y corrió a vestirse con sus mejores galas. No imaginó que al pisar tierra firme y subirse al carro tirado por hermosos caballos, el victorioso marido marcaría su regreso exigiéndole extender cuidados reales a la troyana Casandra, la joven amante de la que su marido se había enamorado.

El recién llegado la saludó con frialdad, como si entre esposo y esposa no hubiera una historia de sacrificios; como si entre ellos no existiera el vínculo conyugal. Parada entre ambos, la esclava extranjera previó la tragedia.  Sujeta no obstante al dominio del amo, vino a acurrucarse a su lado a la hora de los convites. Allí, cuando los coperos vertían el vino y los hombres narraban hazañas, desventuras y listas de los caídos, Clitemnestra y la preñada Casandra se miraron de fijo y, rehenes las dos por causas distintas, supieron que compartían una misma fatalidad. Hija de Príamo y Hécuba, nacida de buena cuna y destinada a ser despreciada por propios y extraños,  Casandra tocó con desaliento su vientre al sentir que Apolo ponía una vez más en su lengua palabras proféticas que nadie atendía. Repitió en vano el designio fatídico, pero nadie escuchó. Mujer al fin, sólo Clitemnestra sabía lo que sabía su rival y, tendidos los celos entre las dos, por igual  intuyeron que pronto se desencadenaría la tragedia.

Con la falsa intención de agradarlo, Clitemnestra condujo forzadamente al esposo ya ebrio a los baños. Lo metió como pudo a la funesta tina con agua caliente y cediendo a la tentación, le acarició con suavidad todo el cuerpo. El odio superaba su capacidad de perdón y no se dejó llevar por la debilidad reflejada en el temblor de sus labios. Pasados los escarceos, sacó del escondite el hacha y la camisa con mangas cosidas que le impedirían moverse cuando descargara sobre su cuello el primer golpe. Siguieron otro y otro para prolongar su agonía. Herido de muerte, Agamenón resollaba como toro vencido. Igual que a ella, el tiempo también lo había transformado. Vivo o muerto sería sin embargo un héroe y señor de la casa al que ninguna mujer podía levantar la mano. Los Inmortales, por tanto, se encargarían de preparar un castigo ejemplar.

Al enterarse de lo ocurrido, Orestes, el hijo mayor, huyó de Micenas y del acoso de Egisto. En medio de un gran sufrimiento, durante su exilio discurrió vengar a su padre. No bien acabaron los funerales cuando Clitemnestra y su vil amante se hicieron del cetro y engendraron a Erígene. Siete años reinaron en paz, aunque atenazados por el temor. Todo parecía marchar según lo planeado, hasta que Orestes, de manera furtiva y en complicidad con Electra, entró sin ser visto a las cámaras reales, descargó la espada y abatió a los traidores. Lo que siguió determinaría para siempre la Ley ateniense.

Al enjuiciar al vengador de su padre por asesinar a su madre, el primer tribunal de Atenas, fundado y presidido por la diosa Atenea, perdonó a Orestes por honrar la memoria del héroe y, aunque muerta, condenó doblemente a  Clitemnestra por haber sido una mujer de baja condición que pretendió igualarse a sus superiores. Nunca entendió la desdichada asesina las leyes dictadas por Zeus, en cuyo nombre se debe guardar el orden y mantener la sagrada costumbre de acatar las disposiciones del mando y las jerarquías masculinas. 

El último libro

Pintura miniatura del imperio Mogol

Pintura miniatura del imperio Mogol

Cuenta una antigua leyenda Oriental que, al ascender al trono, el legendario príncipe Zemire, quien sería recordado por sus enormes dudas, prometió evitar errores que causan la desesperación de los pueblos. “Fíjate en los que se acercan a ti; y luego…” Sin terminar la frase, su padre expiró. El joven monarca, que poco sabía de la vida y menos aún de las flaquezas humanas, deseaba fundar un gobierno próspero y justo. Preguntó a los profetas si podría reinar sin ser despreciado; y ellos sonrieron. Preguntó después si haría feliz a su gente. Con los brazos cruzados entre las mangas, los hombres miraron al cielo. Que si lograría moderar a banqueros y comerciantes; “será más fácil amansar a los tigres”, respondieron a coro.  Y la paz, ¿será posible?  “Véalo por sí mismo”, le dijeron apuntando en dirección de grupos armados. Más allá, caballos, carros, pertrechos amontonados…; y, en el patio, soldados jugando a las cartas, a los dados o a las pruebas de fuerza. Finalmente Zemire se refirió a la justicia. Miró a uno y a otro y a otro, pero ninguno emitió palabra.  Ante el silencio  cortante, el bufón intervino: “Ni los dioses son justos Señor. ¿Por qué habrían de serlo los jueces?”  

“Si buscas el secreto del buen gobierno mira atrás, camina adelante y escucha tu corazón, resonó una voz temblorosa. “Haz lo que puedas con lo que eres, pero no desdeñes a los que saben ni a los que no saben…”, clamó un anciano con voz apenas audible, mientras el bufón bailaba entre carcajadas a sabiendas de que nadie podría resolver las dudas de su monarca.

Desconcertado, Zemire convocó entonces a los sabios del reino para que le indicaran aciertos y errores de sus antecesores. No fuera a ser que por ignorar de qué estaba hecho el poder y cómo ejercerlo con justa prudencia él mismo se convirtiera en uno de tantos tiranos que solo dejan dolor y, en el mejor de los casos, un puñado de hazañas dignas de recordarse.

-Escríbanme una historia completa del mundo, ordenó. Quiero conocer lo mejor y lo peor de los hombres. Y ellos, con el estupor en el gesto, salieron del palacio sin saber por dónde empezar: si por la necia repetición de debilidades o por las muestras de bondad de los menos; por el cúmulo de pasiones que desencadenan desastres o por actos heroicos que consagran la vida y las libertades. Enlistaron entre ellos tantos  sucesos, sueños y guerras que concluyeron que todo recae en el proceder de los gobernantes. ¿Emprender la aventura con ejemplos de estupidez que multiplican el sufrimiento evitable? ¡No!, indicó un experimentado estudioso. Iniciaremos esta obra monumental con lo más obvio y abultado de todo: los errores que se repiten sin jerarquía y consiguen la única democracia posible: la infelicidad compartida. Desde ahí nos detendremos a examinar los caprichos de quienes, sin aceptar sus limitaciones, se hacen del poder para extender el infierno en la tierra.

Así transcurrieron veinte años. Ellos, viajando entre lo conocido y lo desconocido en busca de datos que más y peor se multiplicaban. El rey, sorteando los días con el cetro en la mano y observando a los otros, como le había aconsejado su padre. Concentrado en resolver problemas que sucedían a tormentas, malas cosechas, intrigas internas, invasiones y cuanto se enredaba a la codicia de ministros, prelados, prestamistas y mercaderes, Zemire formó carácter, se ajustó la corona y como pudo ejerció el poder. Cuando los sabios se presentaron ante él a la cabeza de una caravana de 100 camellos, cada uno con 100 enormes atados de manuscritos colgando pesadamente a los lados de sus jorobas, el monarca les dijo que no había nacido el hombre capaz de reinar y estudiar al mismo tiempo tantos millares de documentos.

-Ya no soy joven –les dijo-. Aun si me fuera dada una larga vida, no tendré tiempo para leer toda la historia. Ni siquiera podré saber qué es lo mejor o lo peor de los hombres. Vuelvan al trabajo. Realicen un resumen de lo que hay que saber, al menos sobre el arte del gobernar.

Quince años más tarde reapareció un número menor de estudiosos con versiones disminuidas de sus hallazgos. Unos envejecidos y otros con la respiración trabajosa, informaron a Zemire con lágrimas en los ojos que varios sabios habían fallecido y, aunque jóvenes elegidos se habían convertido en discípulos, lo que más consiguieron fue reducir sus logros a trescientos volúmenes que venían a lomo de tres camellos:

-He aquí, mi Señor, el resultado de nuestro empeño –le dijo el más anciano con cierta humildad-. Creemos que nada esencial ha sido omitido… 

También envejecido, cansado y enfermo, el rey protestó una vez más por el exceso de testimonios que le sería imposible estudiar. “Reduzcan, reduzcan… No puede ser que el destino me esté negando el conocimiento para ser recordado como un verdadero monarca...”

Pasados diez años la escena se repitió, salvo que ya eran menos los manuscritos, más ancianos los sabios y, aunque rodeados de los que fueran sus aprendices, ya no llevaban ningún camello.  En esta ocasión, los eruditos traían consigo cien mamotretos sobre un elefante guiado por un muchacho desnudo. La leyenda cuenta que con estos libros se fundaría la Biblioteca de  Persépolis, pero de eso nada se podría asegurar; si, en cambio, se tuvo por seguro que el rey, cuya edad ya se le notaba en el cuerpo, exigió esforzarse a los sobrevivientes para que condensaran aún más, de preferencia en un solo libro, lo que todo buen gobernante y hombre digno de serlo debe saber antes de que lo sorprenda la muerte.

Cinco años después, apareció en palacio un viejo tan viejo, tan viejo, cegatón y maltrecho que, además de apoyarse en dos bastones, requería del cuidado de sus sirvientes para leer, pasar las páginas o siquiera para sentarse o mantenerse en pie. Con las manos temblorosas y entre frases apenas audibles extendió a los ministros un fajo de manuscritos que cosidos con hilos finos y engastados en cuero formaban lo más parecido al libro esperado.

-Háganlo pasar a las cámaras reales, ordenó uno de los principales. El rey está agonizando…

La escena no podía ser más triste: postrado en su lecho de moribundo, Zemire aguardaba con ansia la llegada del sabio quien, a su vez, en cualquier momento también podía despedirse del mundo.

-Estoy muriendo como rey –susurró apenas Zemire-, sin haber conocido qué es el hombre.

-Excelencia, el hombre no es gran cosa: apenas un montón de secretos y fantasías que se desvanecen como sal en el agua. Se lo puedo resumir en tres palabras: el hombre nace, sufre y muere…

-Y acumula olvidos y muchos errores, alcanzó a decir el monarca antes de exhalar su último aliento.

En ese instante, el anciano comprendió que lo único que había deseado Zemire era no dañar a sus gobernados y, de preferencia, procurar su felicidad hasta lo posible. Requería un compendio de advertencias para no repetir bajezas. Pero eso no se consigna en los libros, pensó el viejo, porque tanto la desdicha como la desesperanza caminan con los errores propios y ajenos. Tampoco se enteró Zemire de que lo último que aprenden a su pesar los hombres es a ver de frente a la muerte, tras haber tropezado una y mil veces con la misma piedra.

Durante los funerales reales, la historia del mundo se repitió con precisión asombrosa: el empujón de los ambiciosos, la intriga en los corredores, jaleos en pos del poder y la eterna duda sobre la esclavitud compartida por gobernantes y gobernados.  A fin de cuentas, el hombre es el hombre, es el hombre que no cesa de preguntarse qué es el hombre…

 

 

De seños, damitas y madrecitas

Que me llamen damita en la calle me pone los pelos de punta. Ya teníamos bastante con los que gritan pinche vieja o vieja pendeja en la línea peatonal. La retahíla empeora al conducir. Seguir en nuestro carril en vez de arriesgar la vida para que den vueltas prohibidas, se pasen la luz roja, rebasen viboreando o alimentando la fantasía de que los insultos a las mujeres desaparecen embotellamientos les desata una furia asesina.  Más piadosos no obstante complementarios de igual machismo están los taimados que, a propósito de pum, le dicen madrecita a la que ya no consideran objeto de su deseo: curiosa manera de contrastar el archiconocido mamacita, dirigido a las muchachas que parecen contentas con su cuerpo.

Muchas veces he estado tentada a elaborar un diccionario del machismo mexicano. Me lo ha impedido el enojo de una vida de padecer agresiones gratuitas por el hecho de ser mujer. A diferencia de la relación de hombre a hombre de acuerdo al rango y posición social, en general a las mujeres se nos trata como desclasadas. De lumpen para arriba cualquiera es más que nosotras. Así lo demuestran choferes de autobuses, cargadores y cuanto pelafustán se atribuye el derecho de denostarnos. Agregar al abultado léxico antifemenino adefesios como damita, señito o madrecita confirma una vez más que aquí la forma es fondo. Y en el fondo pervive un menosprecio brutal que nos deja sin aliento porque la equidad es puro cuento. En esto no caben interpretaciones: el lenguaje habla por sí mismo.

El diminutivo desmerece a la mujer experimentada que, de preferencia distinguida, ostenta cualidades bien ganadas por su trato con las personas, su educación, su edad o posición social: atributos apreciados especialmente en las monarquías al elegir acompañantes femeninas para servir, formar u orientar a la realeza. Aplicado también  a las actrices principales o primeras damas, en ningún caso –ni siquiera en el del poeta que canta a la “dueña de su corazón”-, el término damita cabría para referirse a una mujer, madura de preferencia y casada o no, como sinónimo de señora. Da la impresión, sin embargo, que anteponer el título de señora a quien lo es conlleva una imposibilidad psicológica que a todas luces indica que el machismo  no es solamente un problema cultural, sino una grave deficiencia íntima y racional.

Con ser añeja la costumbre mexicana del diminutivo, tanto el machismo como los prejuicios religiosos contribuyeron a deformar términos relacionados con la sexualidad y especialmente con las mujeres. De reciente proliferación en el habla que no habla, la voz damita conlleva una aberración humillante que de ninguna manera debemos aceptar. Son de preferencia hombres de baja extracción social y menos escolaridad quienes creen acentuar su consideración al modificar el sustantivo con este horror degradante.

De hecho y por extensión, a nadie se le ocurre decirle caballerito, señorcito o padrecito al hombre maduro. El colmo de esta tendencia a menospreciar la condición femenina acentuando su inferioridad alcanza el lenguaje de los ginecólogos. Más de una vez, a su pregunta de cómo está mi vaginita he tenido que responder, indignada, que gozando de buena salud, quizá como su penecito: palabra proscrita, si las hay, toda vez que el orgullo masculino comienza por el tamaño de su miembro. Creer que por disminuir nuestra fisiología y tratarnos como bobas están demostrándonos amabilidad es una de tantas falsedades que se cultivan en nuestra cultura. Hay que insistir en que el lenguaje no se equivoca: los giros verbales, enmascarados o no, confirman  el profundo desprecio popular a nuestra feminidad.

La imposibilidad de que los mexicanos llamen a las cosas y a las personas por su nombre atrajo poderosamente la atención de José Moreno Villa al llegar como expatriado a nuestro país. Lo consignó, asombrado, en Cornucopia mexicana. Y no es para menos: ¿cómo se puede estar medio embarazada? ¿Cómo ser medio puta o medio ladrón? ¿Medio enfermo, quizá? Absurdamente se cree que, por añadidura, señito suaviza el trato con señoritas, muchachas, mujeres jóvenes que han perdido la virginidad o adultas de cualquier edad. Algo por cierto tan falso como el prejuicio de deformar las palabras para eludir el incómodo “compromiso” de sugerir su sexualidad o su estado. Así el abominable señito, supuestamente, sirve para dirigirse a cualquiera sin correr el riesgo de suponer su estado, que de manera irracional consideran ofensivo.

Abrumado por vicios lingüísticos equivalentes a los citados, Ignacio Ramírez elaboró una lista para “traducir” términos pecaminosos en el siglo XIX. Propios del peor conservadurismo que aún nos domina advirtió, por ejemplo, que ante el peligro de mencionar las nalgas las buenas conciencias dieron en decirles asentaderas. Al culo (de uso corriente en España) no solo lo redujeron a insulto sino que devino en trasero. Por su alusión al pene, se eligió uno tras otro en vez de chorizo, pechos  en vez de tetas; blanquillos por huevos, estar en estado por preñada o embarazada; aliviarse para no mencionar parir; estar en esos días en vez de menstruar, oiga por el invaluable doña; señoritas galantes o picos pardos a las prostitutas ahora renombradas sexoservidoras; rabo verde al anciano pederasta o acosador de jóvenes y así sucesivamente…

No contentos con enmascarar la identidad, disfrazar el lenguaje encumbra la gran mentira mexicana. La enorme desigualdad social empeora la discriminación mediante los usos del habla. Aunque sabemos hasta cuáles honduras llegan las diferencias entre personas y situaciones sociales, la tendencia es negarlas con palabras que agravan la confusión, aunque se pretenda lo contrario. Enredo verbal y engaño corresponden a una y la misma cosa: incapacidad de entender y aceptar la realidad aunada al miedo a ser rechazado. Así lo advierte no únicamente  el extranjero que de ningún modo puede arrancarle precisión ni claridad a un mexicano, sino los que sabemos que nuestro pueblo es incapaz de aceptar que lo que es es como es.

Por consiguiente, hablar en torcedura tiene mar de fondo, como el montón de expresiones vejatorias  contra la mujer. Si voces como señito, damita, mamacita y madrecita ponen de manifiesto deficiencias de la vida en común, el renglón de los insultos antifemeninos no tiene parangón. La lista llega a ser dramáticamente ofensiva. Basta repasarla para confirmar que la situación femenina  sigue en el subsuelo del respeto, inclusive por debajo de la homosexualidad y de los animales.

Cuesta aceptar que seguimos entrampados en el lenguaje de los siervos, pero la evidencia nos sobrepasa. Pensemos, por ejemplo, que si lo correcto es decir mesero o mozo a quien sirve alimentos, aquí se acude al socorrido joven para que quien desempeña este oficio no se llame a ofendido. Ni qué decir de las criadas o sirvientas porque, aunque hagan lo mismo que las muchachas o empleadas domésticas, no está bien visto aplicarles el término consignado el diccionario para tales fines. No vaya a ser que el sustantivo acentúe la condición de inferioridad social del que sirve al señor o a la señora que paga por ser atendido.

¿ Alcanzaremos alguna vez la dignidad anhelada? Esta es una de varias dudas que nos hacen creer a las actuales generaciones que moriremos sin conocer un México justo. Sin idioma no hay justicia, no puede haberla. Las palabras nombran, sitúan, ordenan el pensamiento; pero  la lista de yerros lingüísticos que abundan en la injusticia es inabarcable. Lo importante es cobrar conciencia de la verdad que se oculta detrás  de estas máscaras. 

Felicidad


© Peter Frey / Survival

© Peter Frey / Survival

Si la felicidad no se aprecia como un fin en sí mismo, la vida carecería de sentido. Digan lo que digan las religiones sobre los mitos edénicos y el valle de lágrimas, no hay bien que en la actualidad supere la saludable sensación de armonía y libertad que nos permite sonreír inclusive en la adversidad. A pesar de su duración variable y por encima de artificios  fomentados por el consumismo, ser feliz es la aspiración más frecuentada en todas las lenguas. Nadie está dispuesto a renunciar al sentimiento de dicha, bienestar real, ausencia de miedo, plenitud y satisfacción que apaga el abatimiento, disminuye la incertidumbre y refina nuestra humanidad. La felicidad, pues, es la corona de la salud mental en nuestra civilización.

Abstracta en cuanto a sus definiciones y móvil de grandes doctrinas como el budismo, el hedonismo y el epicureísmo, la idea de felicidad ha cambiado en el curso del tiempo. De coincidir con la carga del destino regida por los dioses a conquista de logros humanos aparejados al desarrollo con progreso, el sentimiento de bienestar con alegría entraña la complejidad de cada cultura al grado de atraer el interés de la ciencia contemporánea. No obstante, la mayoría coincide en que es un estado vital tan concreto que se reconoce por oposición del infortunio, la amargura y el desaliento.  Se ilustra como un camino hacia sí mismo, hacia la autenticidad del yo en plenitud y conformidad con lo que se es, con lo que se tiene y lo que se anhela.

Indiviso de la capacidad amorosa, la solidaridad y la aptitud para cultivar relaciones gratas, el sentimiento de felicidad allana obstáculos internos y externos que suelen transformarse en patologías sociales o personales. De este modo, el bienestar ciudadano, por ejemplo, contribuye a mejorar la vida en común hasta hacer de la obra política un compromiso para garantizar seguridades, derechos y obligaciones de los pueblos. Está demostrado que el orden progresivo en el cumplimiento expedito de servicios a la comunidad repercute en niveles de confianza que disminuyen la causa esencial del infortunio: el miedo. Miedo a la violencia, al hambre, al engaño, a la improductividad, al aislamiento, a la pobreza, al rechazo, a la falta de protección y, en suma, al mal vivir aunado a la sombra de la muerte... A la sombra del mal morir.

Los estudiosos aseguran que la felicidad coincide con el ideal de realización que ni teme exponerse al riesgo ni elude el compromiso de actuar, sin el cual es imposible enfrentar amarguras, dificultades e incomodidades.  De ahí que sobre los pueblos y las personas más infelices e indotadas para resolver problemas recaigan las peores consecuencias de la adversidad. Inmersos en un círculo vicioso entre  el temor al fracaso, los yerros y la fantasía de un futuro amenazante, los infelices son más proclives a multiplicar a su alrededor causas del sufrimiento de una parte y, de otra, a empeorar su desasosiego a efecto de malas decisiones.

En el caso de quienes acuden al divorcio temprano, durante el proceso de adaptación de la pareja, o a la renuncia prematura de trabajos que plantean desafíos, las investigaciones desvelan que tales rupturas evitables reflejan la incapacidad de los desdichados para asumir riesgos que al final podrían recompensarlos con la satisfacción del acierto: precisamente lo que dispone el carácter a la alegre aceptación de uno mismo, del otro y de su circunstancia. En síntesis: ver el lado bueno de la gente y de la vida redunda en el bienestar armónico en el que se funda la felicidad.

Es más sencillo referirse a situaciones que a pueblos y personas felices. Precisamente por eso los científicos –neurólogos y filósofos sociales incluidos- han tomado por su cuenta el embrollo actual de sus peculiaridades. El optimismo ayuda, cierto, pero estamos expuestos a un sinnúmero de presiones que embrutecen, enajenan y lastiman a las mejores voluntades. Consideremos, por ejemplo, que en la medida en que se elevó el promedio de vida, la senectud arrojó dilemas respecto de su calidad, sus expectativas y  la productividad que la mayor parte de las sociedades aún no puede resolver. Que los ancianos son más infelices que los jóvenes es un hecho innegable. Que sufren aislamiento, exclusión y limitaciones fisiológicas que merman su presencia social, también. El costo político y generacional de su manutención representa una carga para las personas económicamente activas. Esta realidad se agrega a otros alegatos en torno de la felicidad que, por necesidad inaplazable, determinan el reto de un futuro inmediato que se prefigura nefasto de no modificar los términos brutales y discriminadores del actual modelo económico.

Aun así y a pesar de la violencia imperante en muchas partes del mundo, la humana naturaleza se aferra al principio esperanza y sobrevive a experiencias terroríficas mediante esfuerzos de autoafirmación que permiten prefigurar una existencia mejor. Si el ideal de felicidad no estuviera en la mira de esclavos, presos, humillados, hambrientos, enfermos, ancianos, condenados y sufrientes los índices de mortalidad superarían a los del nacimiento. Con esta hebra delgada entre la conciencia de la derrota y la esperanza se ha anudado la historia. Cualquier experiencia gratificante  activa reservas de energía para buscar fórmulas –inclusive mágicas, espirituales, terapéuticas o religiosas- para subsanar desgracias. Sin tal proyección hacia la salud, las mejoras materiales y un estado mejor no se explicarían los trabajos monumentales que emprende la gente en situaciones límite.

Justamente una pequeña dosis de felicidad llevaba a los griegos a sacrificar al Miedo antes de la batalla, para que no los cegara la perversa visión de la Muerte. Por corto que fuera, en su destino impreciso se prefiguraba la recompensa del placer. ¿Y qué otra cosa animaba a Odiseo a realizar hazañas extraordinarias y vencer tentaciones letales si ni fuera su vehemente voluntad de “regresar a la patria”, donde lo aguardaba la felicidad del hogar?

La riqueza literaria en torno de la dicha y la desdicha es inagotable. Cada época y cada cultura, sin embargo, establece sus propias categorías sobre lo grato y lo ingrato, así como de lo soportable, lo deseable y lo insoportable. En esta edad de la ciencia, del monetarismo, del culto a la reconstrucción de la belleza o de la juventud perdida nos ha tomado por sorpresa la aventura de la felicidad y aún no sabemos qué hacer con ella.

Entre sus contradicciones exacerbadas, el progreso arroja medicamentos, objetos de consumo y clínicas del dolor para suavizar o enmascarar otro enemigo mayor de lo placentero: el sufrimiento. Ya nadie duda de que la infelicidad causa enfermedades físicas y psíquicas. Empezando por las depresiones que han enriquecido a la industria farmacéutica de manera escandalosa, una enorme lista de patologías se relaciona con la soledad, la angustia, la frustración, problemas no resueltos y la incapacidad de ser útiles a los demás. Si la compasión se fusiona a la actitud positiva de la vida, el egocentrismo, en cambio, expone sus aspectos oscuros y agrava la melancolía.

La abundancia acumulativa que nos diferencia sustancialmente del pasado, tiende a hacernos más infelices por esta carga artificiosa de motivos fugaces que presuponen lo que debería agradarnos, como las compras sin sentido. Más pronto que tarde desaparece la euforia del consumidor y se manifiesta la frustración con  síntomas de ansiedad. Ante el fenómeno del malestar de la cultura, uno es el pregón para recobrar la salud mental: estar en posesión de la suficiente paz interior para ver, apreciar y disfrutar la enorme belleza que existe aún entre tanta fealdad perversa.

La literatura, finalmente, está poblada de personajes embrollados, víctimas de trampas familiares, económicas, políticas y amorosas que inducen al suicidio o a cometer actos tremendos. De esclavos de la desdicha  está llena la galería de obras maestras desde Shakespeare hasta Goethe, de Tolstoi y Dovstoievski a Flaubert y Somerset Maughan; del nauseabundo Antoine Roquentin de Sartre al estremecedor universo de Sandor Marai…  La cumbre del fracaso de la vida, no obstante, continúa presidida por Kafka. Este genio del absurdo puso de manifiesto el laberinto del terror que se extrema cuando la alienación hace insalvables los conflictos entre el hombre y la sociedad, entre padres e hijos, entre la religión y la burocracia o entre la política y la realidad.  Si alguna reserva de energía queda al lector para explorar la infelicidad, no tiene más que acudir a Anna karenina y Mme. Bovary para confirmar que, paso a paso, se van anunciando las derrotas de la sociedad burguesa con los engaños de una felicidad ficticia.

Tiene razón Eduardo Punzet al afirmar que por primera vez la humanidad tiene futuro y se plantea, lógicamente, cómo ser feliz aquí y ahora. Nos hemos sumergido en esas aguas desconocidas, prácticamente, sin la ayuda de nadie. Iluminar el camino es el reto y lograrlo la gracia que habrá de encarecer no solo nuestras vidas, sino la condición humana.

10 de mayo: de la memoria involuntaria


Tongolele

Tongolele

Cuando yo era niña en mi Guadalajara natal, buena parte del país carecía de agua potable, electricidad, estufas de gas, medicinas y viviendas decorosas. La mortalidad infantil era altísima y escandalosa la de los malos partos. Las escuelas encabezan la lista de lujos, no obstante sus deficiencias públicas o privadas. Para conseguir un cubo de agua o un aula agreste las criaturas caminaban kilómetros, como en muchas regiones sigue ocurriendo en la actualidad. El promedio de escolaridad nacional no superaba el segundo año de primaria; oficialmente se cubre ahora hasta un vergonzoso sexto grado el saldo que arroja un número incalculable de analfabetos y semiletrados.

En los pueblos las mujeres hacían a mano el nixtamal y las tortillas. El alimento básico constaba de chile, cebolla, frijoles y maíz. Una minoría masculina atesoraba el poder, la autoridad y las profesiones, mientras que para las mujeres no solo era impensable acceder a estudios medios y superiores, sino que crecían y morían sometidas a la consigna religiosa de la resignación y el espíritu de sacrificio.  Los malos tratos y humillantes ejemplos de discriminación femenina e infantil, dentro y fuera de los hogares, se daban por sentado. La Iglesia dominaba las conciencias en complicidad con los gobiernos corruptos. Una gran parte de la población rural y monolingüe calzaba huaraches con suela de llanta o simplemente andaba descalza. De arriba abajo se aborrecía lo distinto y ajeno. “Las niñas pobres”, de preferencia indígenas o campesinas, eran traídas por sus padres a las ciudades para convertirse en criadas de las clases medias y cuando “la señora” descubría que los hijos o el marido abusaban sexualmente de ellas e inclusive las preñaban simplemente las corrían por “indecentes y malagradecidas”.

No existían los anticonceptivos, comercializados hasta fines de los años sesenta, pero Agustín Lara endulzaba las delicias del amor idílico y tanto los boleros como las canciones rancheras consagraban un machismo que, por melódico en apariencia, se tenía por inofensivo. Más allá, Tongolele bailaba sin parar en un ámbito completamente esquizoide. El clero insistía en que las madres debían aceptar los hijos que Dios les mandara –de preferencia mediante coitos forzados- y la vida, en general, transcurría como si los libros, la historia, los derechos, la justicia y el resto del mundo no existieran.

El diario Excélsior se afamó por instituir el concurso de “Carta a la madre” que en el puntual 10 de mayo de cada año ponía en evidencia la mascarada del símbolo de abnegación y amor incondicional encarnado en “las cabecitas blancas”. “Reinas por un día”, las madres eran recompensadas anualmente con una lluvia de adjetivos abominables que acentuaban su nula presencia social, su verdadera insignificancia. De entonces data la costumbre de agradar a las “madrecitas” con planchas, licuadoras y cualquier aparato inventado para facilitar sus labores domésticas.

En este cuadro sentimentaloide y a tono con la cursilería de las fiestas de quince años sería infaltable el recuerdo de Sara García –la abuelita del cine mexicano-, cuya mezcla de viuda regañona, feminidad asexuada y autoritarismo senil llegaría a fascinar a quienes consideraban que las mujeres eran “reinas del hogar” que asumían a plenitud sus poderes a partir de la menopausia y de preferencia una vez enterrado el marido.

Las huellas de la poliomelitis exhibían imágenes dolientes en las calles. Vacunas, antibióticos y servicios sanitarios en general mal cubrían la demanda de las clases urbanas privilegiadas. Carreteras y transportes públicos reflejaban el estado de un  subdesarrollo que, lejos de limitarse a deficiencias materiales, se alojaba en las mentalidades supeditadas a la superstición y al imperio de los prejuicios. El lado más visible del autoritarismo recaía en  el sindicalismo charro, en el atraso agrario y en el señorío absoluto del PRI, aunque abarcaba disidencia, crítica e inconformidad. Persecuciones, torturas, chapuzas electorales, demagogia y un sin fin de fórmulas vejatorias, destinadas a mantener el carácter cerrado de la sociedad, se practicaban con la naturalidad con se asentaba un régimen de componendas, alianzas discrecionales, castigos y recompensas sin los cuales hubiera sido imposible fortalecer la estructura institucional del sistema presidencialista.

El lenguaje oficial alardeaba, sexenio a sexenio, “avances históricos” en todos los sectores. Se subsidiaba a los empresarios y la dependencia de los Estados Unidos determinaba el rumbo económico del país. La reforma agraria era uno de los temas infaltables en los informes presidenciales; sin embargo, a nadie interesaba el cuidado ambiental ni la indispensable planeación demográfica y urbana.

Espejo puntual de nuestra realidad intrincada, el palabrerío de “Cantinflas” causaba la felicidad de las masas. El gusto popular se negaba a aceptar las muertes de Pedro Infante y Jorge Negrete, aunque espacio emocional tenía el pueblo/pueblo para admirar a María Félix, Rita Macedo, María Victoria, Dolores del Río, Gloria Marín, Elsa Cárdenas, Pedro Vargas, Toña la Negra, Lola Beltrán, Cuco Sánchez, José Alfredo Jiménez, María de Lourdes, Juan Mendoza “El Tariácuri”, Javier Solís, Miguel Aceves Mejía…

La televisión significó en los años sesenta un salto al mejor de los mundos: con programas en blanco y negro comenzó la invasión de chabacanerías gringas, a modo de comedias especialmente de temas domésticos como Yo quiero a Lucy, protagonizada por una afectada y boba Lucille Ball, quien, además de celebrar la inferioridad femenina incrementó el culto a la fayuca en cantidades industriales. El “sueño americano” se enquistó en el imaginario colectivo en tanto y los jóvenes emigraban por miles al otro lado de la frontera en busca de oportunidades.

Yo asimilaba mis cambios biológicos mirando todo, atenta a lo grande y lo pequeño, con los ojos, la mente y el oído bien abiertos. Entre hogares “decentes” y “casas chicas”, la vida iba depurando el estilo mojigato y ridículo de las mujeres “acomodadas” que en pleno verano se dejaban ver completamente enjoyadas, revestidas con prendas de contrabando y cubiertas con estolas y abrigos de visón, de chinchilla, de colas de zorro y de cuanto bicho se pudiera transformar en artículo de lujo en los escaparates de las calles de Madero o Cinco de Mayo.

Para las muchachas bien, “en edad de merecer”, se organizaban bailes de debutantes o etiquetados de Blanco y Negro en el Country y el Jockey Club, profusamente publicitados en la exclusiva revista Social, abuela del Hola! A quienes “les había hecho justicia la revolución” les dio por ataviarse con trajes acharolados y zapatos picudos y los favorecidos por el arribismo se entretenían acumulando bienes y muebles pinchendale para salir de su postración en la nueva sociedad de prestigio, marcada con el signo del oropel y concentrada –antes de la construcción de El pedregal de san ángel, en  mansiones ubicadas en colonias de lujo, como las Lomas de Chapultepec y Polanco.

Este fue el mundo que deleitó la imaginación novelera de Carlos Fuentes cuando  los beneficiarios del alemanismo circulaban por el Distrito Federal metidos en sus coches enormes, cargados de brillos, de voces, de música al fondo…  Mientras Luis Spota recreaba los enredos del Sistema y Rulfo y Arreola renovaban espléndidamente la narrativa, Fuentes reinventaba con sarcasmo ese México en el que la gente, en su afán de dominar y divertirse,  tenía miedo de vivir y también de morir. Urgidos de seguridad y agarrados a la tablita de los objetos, del dinero o de las tierras en ese país donde-todo-estaba-por-hacerse, se gastaba la vida espiando a los demás y, de manera simultánea, dando brincos para sobresalir, aunque solo fuera en el acontecer de la noche. Maledicentes y chismosos, la infamia era su alimento…

Todo estaba prohibido: leer, pensar, preguntar “cómo nacen los niños”, ejercer la crítica, hablar o siquiera acercarse al sexo contrario, tener curiosidad intelectual, cuestionar la realidad, inconformarse, dudar, bailar, divertirse, escuchar música, viajar… A la vez, todo estaba permitido a condición de que no se notara, de no ser descubierto ni de cometer el error de aceptar el socorrido adulterio o siquiera mencionarlo. Para los maridos infieles una era la máxima trasmitida de padres a hijos: niégalo aunque te maten.

Minoritario no obstante efectivo, el ascenso del feminismo fue como un viento maloliente que enfureció a liberales y conservadores. “Qué ¿no les basta con lo que tienen?” Si bien mi realidad estuvo poblada de ejemplos que me enseñaron que ser mujer y aspirar a una vida digna era más difícil que conquistar el Éverest, el multicelebrado Fernando Benítez se encargaría de apresurar mi batalla contra la inequidad de género. Lo hizo con una de sus habituales majaderías cuando intenté publicar un ensayo en el suplemento cultural que él dirigía. Sin molestarse siquiera a mirar mis páginas, me observó de arriba abajo y lápiz en mano, alzando la cara sin moverse de su silla, dijo en voz alta, con su característico despotismo ilustrado: “Bonita, muy bonita. Tú debes ser una idiota… Todas las mujeres bonitas son idiotas.”

Lo demás no es historia. Es la batalla femenina de todos los días.

De premios, distinciones y otras mañas


Elena Poniatowska, premio Cervantes de Literatura

Elena Poniatowska, premio Cervantes de Literatura

Ni premiando a Dios padre se conseguiría consenso. ¡Ni hablar! Hasta a la “monedita de oro” le brincan detractores, ascetas, renunciantes y evangelistas del desapego. En nombre del darma y de cuanto se vincule a la rueda de la vida, el influjo oriental nos conmina a repudiar lo “ilusorio”: la mayor plaga de este mundo, de donde proceden todas las frustraciones. Es ley lacaniana que lo que tiene uno el otro lo desea y, más allá, mucho antes que él, san Agustín dictaminó en su inamovible, milenaria e intransigente reflexión sobre el pecado, que la envidia es la enfermedad por el bien ajeno. Esto y más es cierto: somos la única especie no solo capaz de inconformidad, sino de quejarse incesantemente de lo que tiene o de lo que carece.

Hay que considerar, sin embargo, que toda verdad contiene dos lados y que en la parte oscura, cultural, de las distinciones y del reparto oficial de premios, becas y preferencias subyace una sucia costumbre de encumbrar y/o privilegiar a artistas, intelectuales y figuras públicas que, a discreción y al margen de sus atributos, espejean el carácter de una época: sus miedos, sueños y pesadillas, sus contradicciones e intereses reinantes. El controversial Cervantes otorgado a Elena Poniatowska, sobre quien llueven críticas airadas tanto en la prensa y la radio de España como en México, ofrece la oportunidad de examinar este enredo de méritos personales y conveniencias institucionales que deja en un frágil hilo la función de la crítica.  Imposible negar que el rigor electivo de un premio que desde sus orígenes estableció un alto nivel de exigencia internacional ha quedado en entredicho y que se ha vulnerado la confianza que inspiraban los fallos del Jurado.

Una elección en tiempos de crisis, esta de otorgar la más alta distinción en nuestra lengua a una escritora/periodista que no ha cultivado el arte de la palabra ni se ha caracterizado por la originalidad de su pensamiento o por posturas esclarecedoras sobre una realidad compleja, ciertamente provoca suspicacia; sobre todo, porque aun en su peculiar y oscilante izquierdismo emocional, nunca ha trascendido el lugar común ni sugerido algo comprometedor que la sacara de la categoría de “intelectuales cómodos y orgánicos”, establecida por Gramsci y examinada, desde la perspectiva de la ética en política, por el filósofo español José Luis López Aranguren.

Para no andarnos con rodeos, hay que decir que estamos ante un ejemplo de conveniencia circunstancial entre dos gobiernos conservadores que, en concordato –uno por proponer, el otro por acceder- destacan a una inofensiva aunque ruidosa representante de la conciencia airada que pulula alrededor de un lumpen proletariado legítimamente insatisfecho, que se ha constituido en el capital humano de un líder que no cesa de perseguir el poder personal. Como su brazo femenino e intelectual, López Obrador también domina el efectismo mediante el alegato emocional para mover a las masas que en absoluto acceden al lenguaje de la legalidad, al mundo transformador de las ideas y a la lucha organizada. Que es indispensable el avance de los derechos humanos en una sociedad plural, aún desintegrada, afectada por la criminalidad y urgida de una verdadera democracia, es innegable.  No será sin embargo con una partidocracia subsidiada y teñida de terribles deficiencias morales, educativas y políticas como se acceda al régimen de justicia y a la dignidad ciudadana que todos deseamos.

Si seriedad se buscara sobre el tema social, ahí está vivo aún Miguel León Portilla, con una sólida y documentada obra –traducciones del náhuatl incluidas-, imprescindible para el conocimiento de una larga injusticia, desde los días coloniales. Inseparable del despojo en connivencia de la cruz, la espada, la corona y el régimen de encomienda que ha dejado a los indios latinoamericanos en general y mexicanos en particular en tan complicada situación de supervivencia, el legado de León Portilla contiene claves, elementos históricos y filosóficos esenciales para valorar, desde la inteligencia educada (que es la que compete al muy académico ámbito cervantino), el significado y la presencia social de las etnias desaparecidas o aún en lucha por subsistir en medios que, como el nuestro, siguen siendo brutalmente agresivos contra los más débiles.

Empero y a todas luces, no sería tan monumental aportación cultural y específica lo que pretendió reconocerse a nivel internacional, sino la forma caricaturizada del lenguaje de protesta, incluidos la vestimenta de la galardonada y un discurso sembrado de desaciertos y evidencias de su prosa y peor conocimiento de la historia y la política. Lo demás: que si “la princesa”, como la dio en llamar su protector y pretendiente Fernando Benítez, tan dado como era a los excesos caprichosos, que si feminista, que si ingenua entrevistadora, que si amiga de los pobres, que si Sancha Panza y cuantas boberías y figuras retóricas se multiplican a su alrededor al paso de los días, resulta intrascendente porque lo que queda es lo que hay: la materia impresa de una expresión inferior a las grandes voces que ha dado el país, como pueden corroborarlo quienes leen, estudian, cultivan el saber y la crítica y saben, por consiguiente, de qué consiste la materia literaria.

Es de suponer que ante la terrible situación económica y social por la que atraviesa España, México representa una geografía idónea para las inversiones peninsulares. Enterados por voces “desde dentro del CONACULTA”, desde la “regencia” de Consuelo Sáizar se venía pujando a favor de su candidatura. No que se carezca de hombres y mujeres dignos de recibir el galardón, pero Elena reunía popularidad, apoyo tanto del régimen vigente como del lópezobradorismo y la simpatía irrestricta de algunas minorías activas que, supuestamente, gracias al galardón y a la satisfacción otorgada en su nombre, contribuirían a allanar el camino de acceso a los capitales, al menos no inconformándose.

Está de más insistir en que hay de lecturas a lecturas y que cada clase, gobierno o grupo social elige las voces que los representan y las que les ofrecen elementos para identificarse. Si no fuera así las telenovelas no existirían, tampoco los best sellers, el género del esoterismo encaramado a la astrología ni un lucrativo mercado en torno de la superación personal, incluidas las ramas anexas al espiritualismo “para todos”. Ya lo escribió Levin L. Schücking: el gusto literario es ondulante y caprichoso, aunque invariablemente fiel al carácter de la época. En términos sociológicos, refleja con indudable claridad las relaciones que existen entre la sociedad, el artista y el público.

En Elena Poniatowska debemos ver y reconocer al México que la aplaude, la admira, la sigue y la consagra, lo que no es mérito menor. Con Cervantes o sin él, su sintaxis y su lenguaje en general están más cerca del habla de los más que de esa belleza sin par de que son capaces las palabras y la música, pero que, como los vinos fuertes, no todos pueden ni quieren disfrutar ni paladear. La pregunta esencial, sin embargo, continúa en el aire: ¿Por qué el Cervantes?

¡Qué recuerdo! Una experiencia única

Llegué llena de palabras.
Al ver al público, me quedé sin habla.
M.R

Toda presentación en público es una moneda al aire. Nada, sin embargo, como la innenarrable conmemoración de “1539-1989, 450 años de Imprenta en México”. Un “melífluo” (como lo calificó Octavio Paz) Víctor Flores Olea, investido con las luces fundadoras del CONACULTA, me invitó entre fórmulas estrambóticas y con anticipación a impartir la última de “4 conferencias magistrales”, que se llevarían al cabo en la Pinacoteca Virreinal del Exconvento de San Diego los martes 5, 12, 19 y 26 de septiembre de ese año. Guillermo Tovar y De Teresa, Miguel León Portilla y Efraín Castro completaban la lista de “prestigiosísimos” intelectuales que “desplegarían su erudición” sobre un tema inseparable del desarrollo de la doctrina cristiana y del español en esta tierra. Está de más insistir en la solemnidad con que la que el pastoso Víctor me advirtió que sería “un ciclo de lujo” para afianzar los innovadores bríos de su política cultural. Así que no podía desmerecer ante competencia tan ruda.

Durante un mes febril me concentré en la escritura del ensayo. Los “Nuevos papeles” era de suyo un texto difícil y, a petición de Víctor, pensado para especialistas, historiadores y “un público exigente”, aunque ya se sabe que, según la mala costumbre de menospreciar el trabajo intelectual, no causaría honorarios. La paga consistió en el honor de ver mi nombre en invitaciones ostentosas que quién sabe a dónde fueron enviadas. Así que corregido hasta en pormenores, editado, impreso, cuidado, repasado y dispuesto en la carpeta que llevaría esa tarde con la responsabilidad de ser la que cerrara el ciclo, hice lo propio con mi arreglo personal para estar bañadita, perfumada y bien presentada ante la selecta concurrencia.

Acompañada del entonces esposo, mi hija y tres o cuatro amigas suyas, llegamos antes de la hora señalada.  Nos recibió Virginia Armella, directora de la Pinacoteca y a la sazón madre del Pedro Aspe, poderosísimo Secretario de Hacienda. Al punto anunció que Pedro estaría presente con otros funcionarios “de primer nivel”. Por supuesto, nunca llegaron los tales funcionarios, ni siquiera los obligados del CONACULTA; tampoco los llamados especialistas, académicos o equivalentes. La escena era una fiesta de equivocaciones y ni el más incauto podría suponer que alguien se había tomado la molestia de organizar el evento.

Aquello era un correo de mentiras. Llovía desde temprano. El frío calaba en un recinto solitario, cuyas piedras se antojaban más piedras y más heladas ante la ausencia de luz. No había piso ni cuadros ni gente que entibiaran tan tremenda soledad. Virginia nos condujo a su oficina, donde nos pidió esperar en un figón vecino “mientras llegaban los técnicos de Televisa e Imevisión, el público y los invitados (“más de cien personas confirmadas por el interés que despertaba mi presencia”). “Ya saben, agregó, cómo se complica la ciudad con la lluvia…” Con una de sus hijas, se apersonó Yolanda Mercader, encargada del evento,  y un sujeto de modales exquisitos que preguntó mis generales “para presentarme al público”. El interrogatorio comenzó con una pregunta que me puso a temblar: “A qué se dedica usted…?”

Pasamos casi una hora en el figón aledaño. “Lo que sea, debo enfrentarlo”, les dije a mis acompañantes, a pesar de que los enviados de Virginia Armella insistían en que aguardara afuera un poco más porque los de la televisión ya venían en camino. En la entrada de la Pinacoteca había dos señoras muy repingadas que creí conocer, pero nunca identifiqué.  Lo que me aguardaba era más bizarro que surrealista y, en eso, Antonin Artaud se quedaba corto: tragafuegos, prostitutas, viejos desdentados, ciegos, cojos y acaso sordos, pordioseros, pepenadores, malabaristas callejeros, teporochos…  la Corte de los Milagros de La Alameda Central y sus alrededores.

Unas velas esmirriadas iluminaban la excapilla de San Diego. Nuncá llegó la luz, literalmente. La lluvia se convirtió en tormenta. En penumbra se sentían con violencia los goterones y rayos relampagueantes que, por instantes, alumbraban las caras del “respetable”. Los acarreados aguardaban expectantes en sus asientos. Bajo un murmullo extraño percibí el peso del silencio.  Al punto me di cuenta de que lo importante para ellos era que aquello terminara para atacar charolas y mesas dispuestas con las viandas. Pasé al estrado. Observé… La concurrencia me miraba abrazada a bolsitas de plástico muy bien dobladas en el regazo. El hedor era casi insoportable: gestos del hambre y picaresca pura atraída por la oferta de “vino de honor y ambigú”.  En los ojos inmensamente abiertos de Sofía, mi hija, leí una mezcla de asombro y desafío a vencer. Imposible negar que, al principio, se me puso la cara roja de vergüenza. La adrenalina me invadió de punta  punta. Gastón García Cantú, a excusa de su “mal estado de salud”, se sentó en la última fila, seguramente para salir huyendo.

Puse mis páginas al lado de mi bolso. Inhalé y exhalé. A sabiendas de que se trataba de una prueba de humildad, decidí improvisar porque de ningún modo les faltaría al respeto al negarme a hablar. La situación era difícil. Virginia desapareció. Me armé de valor y poco a poco comencé a contar una especie de historia para niños sobre el viaje de las palabras traídas por mar, la magia de la escritura, la fabricación del papel, el mito de Quetzalcóatl y la sabiduría de los antiguos toltecas. Reiteré el orgullo de su pasado, lo que cada uno compartía con una historia de dioses, de lenguas y prodigios. En la actitud respetuosa de esa gente que apenas parpadeaba y de vez en vez aplaudía a rabiar, como en las funciones de títeres en los parques, iba midiendo los tiempos y el rumbo del mensaje. Concluí con el relato del espejo humeante y los engaños de Huitzilopochtli…

Silencio total. Nadie se movía.

“Cuenta más…. Cuenta más”, se oyó un grito por ahí, salido de la penumbra. Luego, a coro: “sí, sí, cuenta más…” Y rocé la magia de la imprenta y el poder transformador de las letras…

Al final, todos contentos. La picaresca se apelotonó alrededor de los meseros y, a puños, comenzaron a llenar sus bolsas del súper con galletas, bocadillos y pastelitos, como fueran cayendo. Distinta a los tragones burgueses pintados en su mural por Diego Rivera, la Corte de los Milagros se hacía del vino blanco o apuraba el tinto intercalado de coca colas que bebían de corrido y cambiaban por la siguiente copa hasta agotar el último sorbo. Sin tardanza, corrían después a rodearme entre empujones con su bastimento bien surtido y mejor resguardado. En segundos las charolas se vaciaron. Inclusive ayudé a algunos a servirse. Un chimuelo de gorrita tejida llena de agujeros que exhalaba los humores de las cloacas me dijo, conmovido, que nadie, “ni los otros que vinieron antes” les “había platicado cuentos tan bonitos”. Con trapitos o falditas que mal y poco cubrían su pubis, un trío de prostitutas pechugonas con las medias rotas, escotes pronunciados y tacones pelados quiso sacarse “unas fotos con la señorita” para enseñarlas a sus amigas. “Ándale, Manita, no seas malita: arrímate para acá…” Y “Manita” se arrimaba, y sonreía y saludaba de mano o platicaba, según lo fueran pidiendo.

La “conferencia magistral” concluyó con una lección que me dejó llorando toda la noche. Sentí vergüenza por mi vanidad, por creerme superior, por mi falta de compasión, por tonta... A su vez me indignaba la farsa institucional. Al mismo tiempo experimenté un extraño alivio por haber hecho lo que hice y haber permanecido hasta el final sin correr al baño para lavarme las manos cada vez que alguien me tocaba.

Por su orden, a partir del día siguiente busqué a Guillermo Tovar, a Efraín Castro y a Miguel León Portillo. Les pregunté cómo les había ido. Los tres, entre evasivas y lugares comunes que revelan el supiritaco compartido, ni siquiera reconocieron que huyeron a tiempo al toparse con idéntico espectáculo. Los tres suspendieron su lectura y se fueron como llegaron: con sus papeles en mano, decididos a mantener en secreto la experiencia. Ninguno quiso hablar más del asunto. Le narré a Miguel lo sucedido y fue el único que lamentó no haber hecho lo propio. Al mes siguiente, Efraín publicó en un folleto mis Primeros papeles y Excélsior destacó el ensayo en Primera Plana.

Días después vino a casa Víctor Flores Olea. Con tamaña cachiza se disculpó por “no haber podido llegar; pero me informaron que tu conferencia estuvo muy concurrida y fue un éxito”. Sonreí: ¡los burócratas son increíbles! Sí, repuse, “el respetable agradeció como pocos. Los invitados comieron y bebieron muy bien y no me fui hasta despedir al último. Te agradezco la deferencia.” La vida es una broma y la política cultural, una mascarada. Esto de creerse intelectual es pura fantasía.

Si bien la conmemoración “oficial” de los 450 años de la imprenta en México se redujo a una experiencia inaudita, el mundo de las conferencias deja mucho qué desear en este medio: sabemos cómo comienzan, nunca cómo y entre quiénes terminan. Así como descubro auditorios llenos cuando especialmente en provincia publicitan el evento, otras veces los estrategos discurren hacerse en el momento de alumnos de secundaria y preparatoria para evitar que el conferenciante “se sienta como en casa”; es decir, en la soledad de su mesa de trabajo. Lo raro es tener que dirigirse al batallón de pordioseros, putas, cirqueritos callejeros y teporochos que, a cambio del “vino de honor”, estén dispuestos a participar de un espectáculo bizarro.

Invitaciones, sin embargo, nunca faltan. Tampoco la sorpresa habitual del anfitrión cuando le hago saber mis honorarios. “Cómo, maestra, usted cobra?” “¿Y usted no?” Contesto con ironía sin ignorar la respuesta, aplicable por extensión a colaboraciones periódicas y entrevistas: “Ya sabe usted cómo son las cosas… No tenemos presupuesto... Pero, por única vez, háganos usted ese favor…” Así es el surtidor de la cultura subsidiada que corre en paralelo a la oficial y sujeta al presupuesto proveniente del erario del Estado.

Gabriel García Márquez*

Getty Images/Archivo

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Latinoamérica, “primer productor mundial de imaginación creadora”,  necesitaba un relato que la sacara del desaliento. Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Alejo Carpentier y Juan José Arreola comenzaron a innovar nuestra lengua a partir del medio siglo pasado, pero faltaban fábulas, signos, mitos y símbolos para contrarrestar con ficciones la inseguridad interna y el menosprecio exterior, cifrados por una historia de intervenciones y sufrimiento. La presión burocrática enfriaba el afán de aventura y el espíritu del cambio se confundía con la explosión demográfica que llenaba de hambrientos y desesperados regiones antes paradisíacas y gradualmente devastadas. Ideales como los de Bolívar y Martí cayeron en desgracia de tiempo atrás, a pesar de tentativas inútiles por recobrar su memoria.

Pesaban los insaciables olvidos de un montón de tiranuelos. La retórica oficial enmascaraba la verdad verdadera durante un siglo XX atormentado con episodios oscuros, por no decir criminales, que arrojaban a las mayorías a la necia costumbre de refugiarse en sueños jamás causados. De lo grato y noble de sus múltiples culturas nada o muy poco se sabía más allá de ámbitos académicos, a pesar de que la imaginación y el ingenio popular se han multiplicado como la injusticia o la pobreza. El mundo era menos mundo sin la voz ni la presencia de millones de indígenas, mestizos, negros, criollos y otros tantos representantes de mezclas raciales, producto del furor sexual de colonizadores, esclavistas, aventureros y “huéspedes de paso” que regaron la simiente del silencio para que los vencidos borraran su rostro, su lengua y su pasado.

Desde la hora de las independencias, algo fétido se fue extendiendo por el Caribe y desde el Río Bravo hasta la Patagonia. Viejos y jóvenes compartían la misma opresión secular, igual desesperanza e idéntica sensación de oquedad que arrojaban a unos a la muerte asegurada durante levantamientos armados y, a los más, a la certeza de que nunca, nada, habría de redimirlos. Por infames o sosos que fueran los gobernantes, los dictadores y un desfile inabarcable de tiranos, caudillos y caciques, en común creían que sus ocurrencias quedarían inscritas en mármol. Así lo fantaseó el gorila cruel y uniformado de El otoño del patriarca de García Márquez y así también, desde su fortaleza de La Ferriére y el Palacio de Sans-Souci, el haitiano emperador negro Henri Christophe, quien sería derrocado por la magia y el vudú del prodigioso Ti Noel: esclavo que Alejo Carpentier inmortalizaría en El reino de este mundo, novela fundadora de lo real maravilloso que encumbraría, por fin, el poder de nuestras letras.

Hasta entonces, la empecinada repetición del tribalismo dramatizaba diferencias de clase, de género, de educación, de lo aparente o especulado. Latinoamericanos y caribeños vagaban alrededor de un vacío sin espejos ni entendederas, como ánimas en pena, despojados de identidad y perdidos en palabras apropiadas, escasamente comprendidas. Eso ocurría hasta pasado el medio siglo XX: la mitad de los cien en la genealogía de los Buendía; y por desgracia sigue así principalmente entre las etnias, aunque con nuevos atavíos.

Pero entonces, de pronto, en un significativo año 1967, apareció en las librerías un torrente de imágenes y relatos deslumbrantes. Como caída del cielo, la literatura sacudió la modorra que afectó a decenas de generaciones sumidas en un sopor equivalente al de la travesía de Bolívar en ruta hacia la muerte. Los lectores encontramos en sus páginas la belleza tejida con metáforas y cuentos inspirados por dios o por el diablo. Cien años de soledad, novela/cifra, nos dio la afectividad compartida. Gabriel García Márquez estaba ahí, con la épica de la soledad.  Un libro no cambió el mundo, pero el arte de la palabra lo aligeró mientras crecíamos asidos al poder de un nuevo lenguaje: el de la narrativa de nuestro mayores.

Inmerso en una pasión hasta entonces oculta, Gabo derramó en sus lectores –minoritarios en principio- el sentimiento de libertad que animaría la patria espiritual del idioma. Dividido en naciones y muchas lenguas, no tenía el continente un pasado, un presente ni un futuro en común. Las diferencias superaban la urgencia de identidad de los hispanohablantes americanos. Una misma desesperación impedía reconocerse en el otro. Afectados por su semblanza imprecisa, los latinoamericanos se sentían alejados de lo que pasaba más allá de sus narices, en “el mundo ancho y ajeno” que un puñado de escritores empezaría a estrechar. Nuestros pueblos no se miraban a sí mismos. Si algo los reflejaba, no lo notaban. Tampoco nombraban un saber que sabiéndolo, ignoraban que lo sabían. El español de la mayoría ocultaba más de lo que decía. El habla era un hipo intercalado con monosílabos. Y nadie, al parecer, entendía nada de nada: tampoco importaba, porque la miseria ciega y analfabeta era uno de tantos hechos que se daban por sentados.

Feliz herencia la del exilio español, cuando abrir una librería o una editorial en nuestros países era lanzar una moneda al aire. Nos trajeron el aire fresco, los espejos, las traducciones, las voces y los títulos con otros modos de ver, entender, nombrar e interpretar la vida. Igual que a Cortázar, Fuentes y Vargas Llosa, Faulkner fascinó al joven García Márquez. Influido por el ficticio condado de Yoknapatawpha, quiso recorrer el Misisipi, donde transcurren la mayor parte de sus relatos y Macondo fue el fruto tropical de su oportuna influencia.

Antes del ascenso de la nueva novela latinoamericana, nuestros escritores desdeñaban tradiciones y símbolos que podrían unificarnos. Creían que su realidad apagaba, más que iluminar e inspirar a las letras. Se desdeñaban peculiaridades y mitos sin darse cuenta de su potencial vivificante. A los novelistas les atraían el anecdotario del campo, los amores rurales y las faenas en los corrales. Generaciones enteras sólo conocieron antagonismos. La Revolución Mexicana aportó la violencia, el caudillismo y las huestes de violadores, mentecatos y borrachos que romperían con la escritura a media luz y con el miedo de describir la realidad que pugnaba por hacerse visible. Sería un principio; el tranco inicial de una carrera larga, de obstáculos, y con entradas y salidas de muchos participantes que poco a poco fueron creando los “sedimentos culturales” referidos por Alfonso Reyes.

Los temas, la épica, el revés del poder, fábulas, recuerdos y cuanto hace a la gente ser como es permanecía a buen seguro: no fuera a ser que la tinta corriera y se desvelaran los rostros múltiples de un continente que, a ojos del Conquistador, ocultaba más riquezas de las que mostraba, que eran bastantes. Los colonizadores saquearon cuanto pudieron. En las  venas ocultas se refundieron los muertos, el dolor y la melancolía. Al contar su historia y narrar bellamente las peripecias de los Buendía, García Márquez realizó la hazaña anhelada: remover siglos de búsqueda de un territorio enfermo de soledad, con las tripas llenas de fantasmas y agobiado por el Poder, por el poder absoluto, que no acaba de renunciar a la tentación de eternizarse.

Lo suyo es contar la vida. No explica. Tampoco interpreta, recrea. García Márquez ha visto y narrado su humanidad de un solo golpe, sin divisiones. Soñar, pensar e imaginar ha sido lo mismo en su mente global, en su golem particular. Por intuición o por genio, supo que la realidad todo lo abarca: la vida y la muerte, el mito y la épica; el drama y la tragedia, la ficción y la crónica. Trasmite, no inventa el habla ni los asuntos de sus mayores. Ha dicho a quien pregunta sobre las peculiaridades de su método que así son las cosas en su Caribe natal. Que para eso están los ensayistas, para analizar el por qué; para prever y entender. Al escribir no discute ni se pregunta las causas de una manera de ser. Su audacia expresiva es emocional, afectiva. Ve, oye y ha escrito artículos periodísticos, crónicas, novelas o cuentos con la eficacia del saber trasmitido por los abuelos y la soltura aparente del repentista. Su pensamiento es viajero. Su vocabulario trasciende la magia del diccionario porque el suyo es el puro don de contar. No hay complejos ni himnos ni banderas ni celebraciones; tampoco en su prosa se advierte un problema insalvable: ahí están los difuntos para dialogar con los vivos y ofrecer respuestas asombrosas a lo cotidiano y posible. Están las voces del diario, las propias de su región y las que, ignorantes de su raíz, circulan en el Caribe en libre invención; también por el Altiplano. Cuando falla el folclore, acude a la magia del alquimista. Si la desesperanza entorpece el rumbo, el amor lo resuelve. Si el mundo se cierra, un encantamiento lo abre. Si no existen techos, sobran mujeres para construirlos mediante relatos. Levitaciones, magos, ríos de semen, gallos, putas, el hielo… El universo apretado en la ficción verdadera. Macondo es la casa y el huracán la arremetida que acabaría con un páramo alucinado.

Muerto él, apenas hace unas horas, miro uno a uno en el anaquel sus libros leídos y releídos. Gracias a él nuestras letras dieron un salto gigantesco a la cima del arte de la palabra. La levedad se infiltró a la escritura y por la gracia de su talento Latinoamérica entró por la puerta grande al cerrado cenáculo de los clásicos de la hora. Repaso una línea, reconozco un pasaje y de una historia evocada a otra mi memoria me regresa al día en que, sentado junto a mí durante una comida, sonriente, Gabo me dijo a boca de jarro: “tienes una vida para contarla… No le tengas miedo.”

 

*Fragmento editado de “GM: La épica de la soledad”, en Voces de su tiempo, de próxima publicación.

Una difunta singular


Me dicen que hay que “soltar” a los muertos para que se vayan de una vez por todas. Que no hay que extrañarlos demasiado porque corren el riesgo de seguir “amarrados” a este mundo. Yo oigo con mi escepticismo habitual. “Soltar”, “desapegarse” y “romper ataduras” son voces que, a ciencia cierta, significan todo o nada; es decir, están sujetas a la fe de cada quien.  Ahora resulta que los muertos se quedan o se van a voluntad y que, en cierto modo, de mi depende la liberación definitiva de cuando menos dos personas que echo en falta cuando siento que la vida se quedó como vacía sin sus humoradas maliciosas, sin la amistad que profesábamos.

Rica, simpática, sofisticada, culta, guapísima, elegante, ocurrente y tacaña si las hay, mi amiga rompía todos los esquemas. Gustaba lucir sus numerosos sombreros borsalinos, que le quedaban de maravilla. Así se daba a notar en las bodas, en los toros, en las fiestas y a pleno sol. Transgredía como si nada, como si no se diera cuenta o si en verdad creyera que con llamarse Norma era suficiente para no observar las verdaderas normas. Anarquista natural, actuaba una indefensión “muy femenina” para que cualquiera a su alrededor cargara sus maletas, agilizara trámites, le dieran mesa en restaurantes exigentes, la pasaran a primera clase en los aviones o resolviera cualquier tipo de problemas. Con la fresca se metía por la libre al Lincoln Center, saludando con las de rigor y con la cachiza de hacerse ayudar, en atención a su edad y a cierta cojera tardía, hasta ocupar el mejor asiento. Para colmo, los burlados inclusive agradecían la oportunidad de conocer a señora tan encantadora, “aristócrata seguramente” o una de esas millonarias extravagantes siempre en viaje que ostentan en el rostro su muy apretada biografía.

Pelirroja y asidua de la henna, sus ojos inmensamente azules eran acta de fe de sus raíces escocesas. Además, su inglés era impecable. Al invitarme al mediodía para comer iba desplegando estratagemas para alargar la despedida. A excusa de la anochecida, del tránsito infernal o de lo bien que la pasábamos entre floretes literarios y juegos de palabras, con boberías que nos hacían reír hasta las lágrimas, con el  intercambio de poemas y recetas de cocina, sin omitir ficcionarios extraídos de nuestros pasados amorosos y cuentos sin cuento sobre lados oscuros de los respectivos conocidos, de preferencia intelectuales o políticos, sacaba del cajón un camisón de seda y me aclaraba que “por casualidad” tenía dispuesta la habitación de las visitas. A no querer queriendo me quedaba a seguir la ronda hasta después del desayuno que ella misma preparaba como buen gourmet que era.

Así era Norma Wanless: caprichosa y sabia en lo esencial, aunque su lado más oscuro se antojaba inescrutable. Con frecuencia me enojaban sus abusos, pero igual tenía escondida una sorpresa amable, invariablemente divertida, que me hacía quererla aunque a veces no quisiera. Su inteligencia la salvaba inclusive de los desencuentros con sus hijos. Quizá fui de las pocas que conoció a fondo sus deslices. Me aconsejó cosas tan útiles como tener siempre a la mano un amigo “de enseñar” para las fiestas porque las mujeres solas somos vulnerables. Conocía remedios para el alma y para el cuerpo. Practicaba el don de la amistad, pero mejor se deslizaba con abierto coqueteo con hombres jóvenes, lo que resultaba incómodo para quienes teníamos que aguantar indiscreciones. Era, en fin, un verdadero personaje que podría haber fascinado a Proust, a Flaubert y a algún embajador ávido de relaciones peligrosas.

Casó en primeras nupcias y de manera clandestina con Ernesto de la Peña. Era joven y atrevida a pesar de que nunca renunció al conservadurismo que defendía como conquista de su clase. Procreó con él un hijo de mi edad, primogénito de ambos, que creció sin conocerlo. Un segundo matrimonio con un divorciado mayor la introdujo a los tortuosos no obstante lucrativos caminos de la publicidad en los que volcó su temprana pasión por la poesía. Entre “tus hijos, mi hijo y nuestro hijo”, Norma practicó la charrería que la afamó por sus destrezas a caballo y hermosos atavíos. Trasmutó en abeja reina hasta gobernar el entorno familiar, el social y es de creer que también el económico.

Al enviudar, cuando aún no llegaba a los cincuenta, adquirió la madurez distintiva de los que han probado el sufrimiento, pero sin dejar de comerse la vida a grandes trozos. La conocí por esas fechas y, a pesar de que mediaban dos décadas entre nosotras, su espíritu jovial y su desorden irredento disipaban cualquier distancia entre nosotras. Se tumbaba a llorar dos o tres veces por semana en el diván de un psicoanalista que se llevó a la tumba sus secretos. Al concluir la sesión se reacomodaba las joyas, doblaba su pañuelito bordado, se pintaba los labios y salía a la calle sonriendo a esperar al chofer para que la llevara en el asiento de atrás de su inmenso y demodée cochazo blanco que se negó a cambiar por uno más moderno, “porque ninguno es tan confortable y amplio como éste”.

Fumadora irredenta, igual que su hermana Sylvia, a la que visitábamos juntas todos los sábados de años y años porque vivía enchufada al oxígeno, envejeció como ella con severos problemas respiratorios. Si Sylvia era inmensamente gorda a causa del enfisema que primero la inmovilizó y al fin la acabó, Norma era tan delgada y a veces frágil que se fue consumiendo al tiempo hasta volverse casi una niña. Nunca perdió el glamour ni dejó de hacer travesuras.

Entre enojada y solidaria, la acompañé en su agonía. Antes de que se adelantara en su fase final, los hijos la hicieron dejar su casona de Tlalpan, cuyo jardín adoraba, igual que a su perro, su piano, sus obras de arte, su cocina, sus libros, su independencia, sus amigos, su libertad… La cambiaron a un departamento en la Torre de Palmas, donde padeció cada minuto y sin duda se entregó a la tristeza. Atrás quedaron nuestros viajes a Nueva York, a Nuevo Orleans… Su vida declinó de feo modo: nada qué ver con su talante alegre y ese afán tan suyo de probarlo todo, de conocerlo y disfrutarlo todo. Sin chofer y sin cochazo, atenida a la buena voluntad de los demás, me llamaba para ir al cine, a exposiciones y conciertos; luego, el restaurante, la cena, la copa de vino, los postres y la plática vivísima que la revivía como milagro. Durante sus últimos años extremó sus defectos, aunque nunca perdió el tipo. Cometió errores de los que en ocasiones se arrepintió, pero los asumió con valentía.

No me extrañó que muriera sentada o quizá recostada, pero vestida y despeinada. Llevaba días inmersa en sí misma. Sospeché que se iba cuando dejó de telefonearme a cualquier hora, aunque varias veces al día, pero no hice caso a la intuición y esa tarde me negué a visitarla. Durante sus funerales sentí que me hablaba. No me extrañó: todo podía esperarse de ella. Nunca quiso ser incinerada. Según instruyó, deseaba reposar con su hermana y sus padres en la capilla familiar del Panteón Francés. Y en eso estábamos… Los sepultureros bajaron trabajosamente el ataúd para acomodarlo en un espació en el que a todas luces apenas cabía. Situada con “los dolientes de primer grado”, al frente del grupo que atestiguaba la despedida, sentí la hondura de lo que perdía. Los hombres prepararon la mezcla. Solo se oían las paladas, el movimiento de los ladrillos y, alrededor, un silencio que calaba hasta el hueso. El sol de diciembre quemaba sin calentar y un vientecillo helado me lastimaba más de la cuenta. De pronto, lo inesperado: el ring, ring, ring del teléfono celular llamando desde la fosa. Todos nos miramos. Era obvio que el sonido provenía de la tumba. Los albañiles se espantaron. Ring, ring, ring… otra vez… Con cara de “yo no fui” cada uno revisaba en sus bolsillos, por si acaso. Al corroborar que el sonido provenía del féretro se rompió la solemnidad y reímos a carcajadas.

Así era Norma: se llevó el teléfono móvil en el bolsillo de su chaqueta. No dudo de que fue ella la que llamó, a modo de despedida.

La soñé varias veces tendida en su féretro, como la vi por última vez. No estaba amortajada. Llevaba lo puesto: una blusa estampada, sin aliños y una chaquetita descuidada. Seguramente traía en los bolsillos las bolitas de kleenex que tiraba por todas partes. Después, su nuera me contó que la tarde anterior bajó a la peluquería situada en el sótano de la Torre para que la peinaran. Al final, su hija Margarita depositó sobre su cuerpo un hermoso ejemplar de los Requiems, sus poemas mejor logrados. Yo miré. Todo lo miré con ojos llorosos, inclusive el tránsito fugaz de Ernesto de la Peña quien ya llevaba la muerte dibujada en el rostro. Pensé que después de todo esa historia se cerraba. En ese momento, sin dilación, comencé a extrañarla

Nuestras ciudades: moradas desamoradas

Cortesía www.imagenesaereasdemexico.com

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Por su naturaleza cambiante, los problemas sociales no aceptan soluciones definitivas, aunque sus efectos recaen en el sueño y la pesadilla de los logros humanos: las ciudades. Vivir en comunidad obedeció a la necesidad de convivencia, bienestar y seguridad de grupos que, amenazados por invasiones, ataques animales y desastres naturales, descubrieron que sus asentamientos, además de resguardo, los dotaba de un sentimiento de identidad, cooperación y pertenencia que se extendería a la idea nacional.   Los antiguos abuelos crearon sitios coordinados para limitar el efecto de hambrunas, violencia y un sufrimiento colectivo evitable en un mundo mal repartido.

Con el impulso primitivo del orden institucional, ceñido a  ligas religiosas y conductas civilizadoras, el hombre maduró con la traza amurallada de fortificaciones que, además de su función vigilante, consideró la división del trabajo, los mercados y la unidad popular sin desatender el vínculo entre la historia, la autoridad y la geografía.

El desarrollo del urbanismo correspondió al crecimiento de la población jerarquizada que además de coexistir y cumplir con ritos, deberes y devociones, demandaba leyes, espacios de entretenimiento, culto, reposo, reunión y distribución de servicios.  Coronar el esfuerzo trajo consigo la construcción de plazas y obras estéticas para responder, primero, al tránsito del estatismo al dinamismo urbano; luego, al avance acumulativo de una jerarquía social celosa de ideales y certezas lanzadas al porvenir. Correlacionado al régimen de poder,  el urbanismo redundó en la conciencia política y su complementaria ciudadanía.

 Si durante el Renacimiento las ciudades europeas alcanzaron su mayor esplendor al fusionar arte, apego al futuro y talento urbano, no menos admirables serían las conquistas de la Antigüedad, de donde se aprendería que la estética alimenta la armonía, el enriquecimiento del espíritu, el orden social y el orgullo de los pueblos. Persas, griegos, egipcios, helenos y numerosos asentamientos arcaicos, incluidos mayas, teotihuacanos, incas o los jóvenes aztecas cifraron el fundamento de su ser en la arquitectura: la importancia de sus dioses, su poderío y la significación de su presencia en el mundo. Sobre tales bases el hombre ha enriquecido la diversidad cultural.

En la actualidad, el carácter de cada sociedad y de cada país se refleja en la razón o la sin razón de urbes complejas en las que economía, producción y arquitectura obedecen más a la desigualdad que a las aspiraciones de pacífica convivencia, dignidad y bienestar de sus habitantes. De este modo observamos que así como abundan zonas de miseria en las que el paso del infrahombre al hombre no se ha realizado, otras son ejemplos abyectos de hasta dónde el individualismo y el lucro fomentados por el capitalismo salvaje remontan vicios tribales y discriminadores que se revierten contra el sentido de humanidad, abominan del mejor pasado  e instauran la idea de que en la desigualdad divisoria y privilegiada se finca el progreso.

Reducidas a conglomerados inhumanos y expuestas a las peores condiciones de coexistencia, la mayoría de las ciudades mexicanas han perdido el decoro que, acaso hasta los años sesenta del pasado siglo, celebraban nuestros antepasados. Sin planos reguladores, indiferentes a la función social y ecológica de parques, monumentos, jardines y espacios abiertos; sucias, sembradas de adefesios y anuncios espectaculares que agreden a la población indefensa; hacinadas, ruidosas, entregadas a las atrocidades engendradas por la codicia y en general dominadas por la presión de automovilistas adueñados de las calles -ya que el transporte público es tan deficiente como la educación y los servicios asistenciales-, nuestras urbes espetan el cáncer cultural.

Contrario al espíritu de la ciudad, que consiste en civilizar la vida en común, el mexicano se encierra en sí mismo, evita comprometerse con el otro y perpetúa su condición de isla al suponer que, incomunicado, se librará de agresiones. El miedo es motor de su acción y la desconfianza guía que determina un egocentrismo peligroso y contrario al sentimiento unificador de la ciudadanía. Un abatido y sufriente Distrito Federal es la peor víctima del centralismo desenfrenado y devastador. Cercado por cinturones de miseria, foco de atracción de migrantes provenientes del resto del territorio, sediento, conflictivo y superpoblado, el que fuera motivo de admiración por propios y extraños sería cercenado y maltrecho hasta aniquilar el sentido vivificante de nuestra morada colectiva.

Cada uno de los millones de personas que habitamos en esta megalópolis del diablo sorteamos  el riesgo de morir o padecer peligros incontables.  Amanecemos expuestos a ataques delictivos, sin dejar de sufrir la fatalidad de una corrupción tan expansiva y arraigada que, por impune, contaminó hasta la entraña el deber regulador de la justicia. Al cúmulo de malas decisiones, permisos de construcción indebidos y gobernantes ineptos se debe la degradación de los barrios y la subsecuente pérdida de la dignidad urbana. Agréguese a la ausencia de civismo y áreas verdes la destrucción sistemática de joyas arquitectónicas, plazas, fuentes, casas y monumentos que fueran registros de la memoria, sin los cuales ninguna sociedad cifra su identidad cultural.

La presión demográfica determina la moderna formación de urbes verticales; sin embargo, desde Le Corbusier e inclusive antes la arquitectura es un punto de partida para crear una humanidad mejor, más racional y dispuesta a establecerse en complejos dotados con hospitales, escuelas, comercios, parques, sistemas de vigilancia, etc. Lección que, a todas luces, se descuida en ciudades, delegaciones y municipios que crecen a su aire y a poco arrojan las consecuencias de sus yerros.

Nadie puede negar que el arte en general, y la arquitectura concretamente,  refleja la calidad espiritual del hombre. Eso es lo que debemos reflexionar: la correlación entre el fondo que lo nutre y la forma visible del entorno. Si Mies Van der Rohe afirmó que “la arquitectura es la voluntad de la época traducida a espacio”, no nos queda más que lamentarnos por lo que nos define. La sociología demuestra que, hasta hoy, no existe indicador más fiel del carácter social que el estilo, el acomodo y la aportación o el retroceso de sus edificaciones y modos de subsistir en comunidad. Si disolución, enfrentamientos, violencia, estrechez de esperanzas vitales y carencia de garantías cívicas significan un tejido social que hace tiempo transgredió el principio armonía, el impacto psicológico, político y moral de nuestras infortunadas ciudades no es menos gravoso.

Encumbradas en el pasado por su estética, su funcionalidad y un equilibrio mayor o menor entre la idea del futuro, logros modernos y la conservación del legado de nuestros mayores, las metrópolis mexicanas cedieron sin resistencia, sin imaginación, sin decencia política ni amor por la morada más visible y compartida de sus residentes, al peso devastador de la corrupción y la ignorancia. Reina el mal gusto apareado al descenso de la calidad de vida. Podrán multiplicarse los insanos indicios nacionalistas, pero en nada contribuye el Estado para fomentar el patriotismo. Desamoradas, adversas, sembradas de adefesios, enfermas e irracionales: en eso se ha convertido la mayor parte de las urbes en nuestro país, por una causa:  el drama de no saber quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, qué anhelamos ni cuál es el significado de nuestra presencia en el mundo, siquiera en nuestro pequeño mundo, al que ya podríamos cuidar con un poco de amor. 

Paz en la cultura


Octavio Paz

Octavio Paz

Todo hombre es producto de su tiempo, pero pocos lo transforman. Octavio Paz fue uno de ellos. Hijo de zapatista, nieto de porfirista, nació bajo el terror de Victoriano Huerta.  Creció en Mixcoac, alejado del bullicio de las balas. Lector temprano, observó el ascenso de los gobiernos de la Revolución. Le tomó el pulso a la “dictadura perfecta” y cultivó una ambivalencia de distancia/proximidad con ella. Asimiló para sí los deslices del presidencialismo y construyó un poder personal equivalente al sistema. Un caso sin antecedentes ni continuidad en la historia se constituyó, hasta el fin de sus días, en lo que mejor lo definiría: presidente de la república de las letras.

 Si el presidencialismo repartía alianzas, canonjías, premios, castigos, ninguneos y muertes civiles, la reproducción en paralelo del genio estratégico de Paz haría lo propio en el cerrado ámbito de la cultura. Durante su mayor gloria ninguna hoja se publicaba, nadie brillaba, se opacaba, accedía a los sagrados cotos de academias y distinciones ni avanzaba, se marginaba o retrocedía sin su fallo. Su personalidad imprimía carácter al arte y al pensamiento. Coordinaba su agudo cancaneo con el sube/baja de una mano cuando sus juicios iluminaban la atmósfera de una sociedad más urgida de asimilarse al Norte que de elevar su espíritu.

Mientras que la mayoría escuchaba su nombre como el de alguien que era, aunque no supiera quién era, la minoría que sí lo sabía tambaleaba entre el reconocimiento, el culto a su personalidad o el rechazo a su natural excluyente. Empezando por la cohorte que lo rodeaba, imperaba el deseo de ser visto y aceptado por él, pero nadie ocultaba el enojo provocado por su desdén o su indiferencia. En su obra abundan testimonios de su pasión por el poder, indivisible de su capacidad crítica. Sobre enormes diferencias entre ambos, únicamente André Malraux, en la Francia de De Gaulle, equipara la potestad ejercida por un escritor en una sociedad moderna.

Malraux fue el más fecundo ministro de Cultura de la posguerra. En los diez años de su gestión (1959-69) creó museos, colecciones, parques, monumentos, bibliotecas, exposiciones, conciertos, actividades académicas…  Lo que contribuyera a enriquecer el arte y el pensamiento de Francia y desde Francia. Emprendió su hazaña con la misma prodigalidad con la que se inventó un pasado a la altura de su vanidad y la inteligencia que lo situó entre los notables del siglo XX. No le fue difícil convencer a su amigo e instaurador de la V República de que el hombre nuevo, el de un porvenir europeo abierto y libre, dependía de la responsabilidad del Estado en la formación de las generaciones. Pugnó por la comunicación entre artistas y pensadores con la gente común, de donde surgieron sus Maisons de Jeunes et de la Culture, que hicieron brillar a la cultura francesa. Y De Gaulle, ávido de gloria, lo dejó hacer.

Paz no ignoró la importancia los intelectuales en la pre y la posguerra. Empezando por la aventura de los surrealistas y sin desdoro de la creciente actividad editorial y artística que tendría por complementaria de la escritura,  Francia era capital de las vanguardias y París la ciudad en la que había que estar si es que se deseaba ser alguien cuando mérito, talento y prestigio ensombrecían los intereses capitalistas. Así, cuando el intrépido Malraux acumulaba frutos, un Paz en plena madurez caló hasta dónde y cómo puede llegar el poder persuasivo de la inteligencia al poder/poder de la acción y las decisiones.

Malraux perteneció a la élite entre el poder y las letras. Octavio, consciente de la contrastante realidad mexicana, optó por el servicio exterior como Alfonso Reyes, Antonio Gómez Robledo, la mayoría de Contemporáneos y muchos escritores que, hasta el ascenso del neoliberalismo, practicaron una distante atracción con gobiernos en boga. Eran los años en que París derramaba oportunidades que México no estaba en aptitud de ofrecer. Los escritores/diplomáticos cumplían la doble función de beneficiarse intelectualmente y mostrar un rostro digno del país en el exterior. Nunca mejor ilustrados, los vasos comunicantes ponderados por Reyes arrojaron frutos tan invaluables –sin descontar al exilio español-, como los sedimentos de una cultura intelectual en varias lenguas en la que descansarían las siguientes generaciones.

Fechada por los acontecimientos de 1968, la vida pública y privada de Paz dio un giro radical, igual que el país. De embajador distante en India y escritor apenas conocido y peor leído en su patria, con su poema Blanco adquirió una popularidad inusitada. Nada más conocer su renuncia y la crítica al presidente Díaz Ordaz para que los universitarios lo hicieran suyo y lo consagraran como cabeza y autoridad moral. A diferencia de Malraux, quien declinó a la par de De Gaulle por sus posturas contrarias al espíritu del ´68 parisino, Paz se convirtió en un gigante sin rival en espacios dominados por el priísmo.

Como lo observó y aprendió de los mejores durante su intensa vida parisina, ejerció con maestría la tarea editorial.  Si desde joven fundó y colaboró en revistas, con la creación de Plural y la subsecuente Vuelta impuso en México un antes y un después en la curiosidad de los lectores.  Incluyó nombres e intereses que respondían a la apertura de los representantes del Baby Boom. Practicó la ruptura con un pasado sin continuidad e hizo suyo el impulso democratizador por el que sería perseguido e impugnado por fanáticos de las izquierdas.

No se equivocó: las ideologías fracasaron, las izquierdas acabaron presas de su incapacidad para evolucionar y las democracias, no obstante enormes limitaciones, fueron desplazando a los totalitarismos. Entre sus lectores destacaban los descreídos  de la deificación de Castro y la Revolución cubana así como del rumbo de las guerrillas, especialmente en Nicaragua: uno de los hitos por el que sería más atacado. Su imperio en la vida cultural fue correlativo al incremento de su prestigio, hasta coronar con el Nobel una obra excepcional. Jamás construyó monumentos literarios a la Revolución ni se inclinó ante gobernantes que se encumbraban honrándolo. Abominó de la “literatura comprometida” y solo fue fiel a sí mismo. Al fortalecer sus relaciones tanto con los protagonistas de la política como con el poderoso Emilio Azcárraga, fundador y dueño de Televisa, su poder personal se consolidó con sorprendente destreza.

Cuando muere en abril 10 de 1998, el sistema de poder que lo dotó de una indudable presencia social agonizaba en paralelo. Nada sería igual a partir de que a la sombra de sus funerales, dignos de un hombre de Estado, la democracia emprendió una transformación sustancial que recayó en otro modo de concebir y apoyar la cultura institucionalizada. Sin él, el poder de las individualidades se disipó. El neoliberalismo arrastró a los intelectuales a una lucha feroz por la subsistencia y la difusión de sus obras.  Las élites dejaron de serlo de manera ostensible o al menos directa. El gobierno amplió sus actividades culturales en los estados de la República y lo que se ha perdido en culto a la personalidad, en trascendencia de “la alta cultura” y aportaciones singulares se ha ganado en espacios medios que quizá con el tiempo contribuyan a elevar, con la educación, el bajísimo nivel de la sociedad.

Octavio Paz

Octavio Paz

Al conmemorar el centenario de su natalicio -marzo 31 de 1914- su nombre, su poesía y su prolífica ensayística vuelven a brillar entre festejos, publicaciones y medios de comunicación. Más allá de la herencia de un Alfonso Reyes poco leído y casi olvidado, la figura y el legado de Octavio Paz se encumbran con renovados bríos. Poco se dice aunque hay que reflexionar en ello, sin embargo, de su relación con el poder y su peculiar asimilación personal de lo mejor y peor de un siglo XX mexicano. Las consecuencias respecto de la discriminación, el atraso que iguala a la mayoría hacia abajo y las dificultades que aún enfrentan los autores independientes recaen directamente en la calidad de una cultura intelectual, artística y científica a la que falta de todo, empezando por la democratización del saber y el subsecuente respeto a obras y creadores que dignifican al país y nuestra existencia.

Misterios del amor


Dibujo por Burdge-bug

Dibujo por Burdge-bug

Todos –o casi- conocemos el estallido de un arrebato enceguecedor que identificamos con el enamoramiento. Enigmático y huidizo, es un fenómeno efervescente de preferencia compartido entre dos. Su intensidad duele, fascina, exalta, alegra y se expande por los sentidos hasta obnubilar la conciencia. Experimentarlo no solo hechiza y crea un territorio excluyente de lo cotidiano, además aviva el deseo sexual y despierta el afán de exclusividad y trascendencia que suele acompañarse de preocupaciones egoístas que, en el mejor de los casos, conduce a lo que Alberoni llama “estado naciente”; es decir, el que genera una peculiar fusión de individuos separados que incita a crear un destino juntos, a compartirlo todo, a sacrificarse por el amado y  abrirse a una peculiar sinceridad.

Aunque el enamoramiento homosexual no es en esencia distinto, en la mayoría de los casos el de las parejas en edad de procrear se complementa con el acto reproductivo, donde comienza otra forma de ver, aceptar y apreciar al amado en una situación que rebasa el propósito excluyente de “vivir en el otro” para vivir con él al dar vida, forma y sentido a una identificación primitiva.

La felicidad del enamorado no tiene rival. Eterniza el presente. Consagra el instante. Allana el futuro. Vuelve transgresor, arrojadizo y aventurado al más tímido. Diviniza al objeto de su pasión y encuentra cauces para expresar la necesidad de introducirse a una situación nueva, revolucionaria si las hay, a la altura de una verdadera historia de amor. El amante/amado, por simple que sea, acude a la poesía para ilustrar por sí mismo o en palabras ajenas la transfiguración de su espíritu. Cupido se encarga de borrar defectos y debilidades de quien se vuelve único y especial por el hecho de ser “el elegido de su corazón”. Bajo el influjo de Venus las imperfecciones se vuelven graciosas, la piel, los gestos, los movimientos, las palabras e inclusive tonterías y rutinas se agregan a una continuidad placentera. Antes diversa, la vida se concentra en  una sola persona, la que causa esta “herida” transfigurada en una dulce alegría. Una dual seguridad/inseguridad acecha sin embargo a los amantes. Es la presencia invisible  del temor a que “eso” –su entusiasmo implícito- disminuya o desparezca, sea por la envidia de los demás, por los impedimentos externos que se interponen en el cumplimiento de sus deseos o por el riesgo de que la relación derive a un apagamiento tan súbito como su estallido inicial. 

El uno, al fundirse en “nosotros”, despliega fuerzas que ponen en juego los alcances de la energía vital. El enamoramiento nos lanza a la aventura de creernos capaces de las hazañas más temerarias. Imaginamos más de la cuenta, fantaseamos, percibimos olores, colores y sensaciones que irrumpen en el erotismo. Una luz desconocida irradia cuanto fuera opaco y el anhelo de dar y tener placer agita la entraña con la intención de estar en el cuerpo del otro. Desprovistos de sexualidad, los amores platónicos parecen condenados a la imposibilidad de adquirir forma, trascendencia y sentido. Sin embargo, la existencia de una barrera, real o imaginaria, se vuelve acicate para mantener en vilo esa ilusión peculiar que mantiene en estado puro las fuerzas que lo alimentan.

Tal es la explosión de emociones y sensaciones del alma enamorada que los especialistas en la materia, cuyas interpretaciones por cierto son múltiples, diversas y no necesariamente coincidentes, aseguran que si bien es una de las experiencias más enriquecedoras, felices y anheladas por la mayoría, solo es soportable porque no es un estado lineal ni permanente. Si tanto fuego quema, no sentirlo siquiera una vez entristece al grado de ensombrecer la existencia. Se requiere sabiduría para conservar sus ascuas y estar en disposición de atizarlas para que la relación fluya en tránsitos de enamoramiento y amor, lo cual resulta difícil cuando los amantes descuidan el nutriente de la generosidad, la comprensión, la simpatía mutua, el sacrificio, el respeto y el reconocimiento a la individualidad del otro.

Nada como la amistad que se va construyendo durante periodos de declive, rutina o pasividad para reiniciar etapas de nuevos descubrimientos recíprocos. La procreación y el cuidado de los hijos es uno de esos periodos/cifra en que el enamoramiento disminuye a cambio de explorar otras formas de amor solidario y sólido. Hay múltiples factores que comprometen e involucran a la unidad de la pareja en situaciones que ponen a prueba su resistencia a lo distinto y externo.  Inmersos en un ámbito familiar, laboral o social, los enamorados se dan cuenta  de que a su pesar hay algo que tiende a separar lo que antes parecía indivisible. Por eso los enamorados, intuitivamente, se apartan de los demás, porque la exclusividad es de suyo excluyente como recurso de protección. Y no solo eso: está suficientemente estudiado que los no enamorados se sienten intimidados por este estado naciente que conmociona, agita fanatismos, remueve intereses, sacude supersticiones y prejuicios y atenta contra las categorías establecidas de la vida cotidiana.

 Toda pasión -y ésta antes que las demás-, espeta las potencias que la alimentan. De ahí su riesgo mortal. Así lo ejemplifican desde los mitos hasta las historias de amor  proscritas como la de Tristán e Isolda, Abelardo y Eloísa y ni que decir de Romeo y Julieta, a quienes bastó coincidir unos días en el reconocimiento mutuo para que, en el fervor de la adolescencia y el natural hervidero hormonal, prefirieran morir antes que renunciar a la dulzura encarnada por el amado/amante. A sabiendas de que eran mutuamente insustituibles y que los obstáculos familiares superaban su intención de “permanecer unidos para siempre”, eligieron la muerte antes que enfrentarse al vacío que significaba vivir sin el nutriente de su efusión compartida y fantástica. Por sobre el romanticismo que encumbra a esta pareja de jóvenes legendarios, en ellos se advierte la profundidad de que es capaz el estallido del enamoramiento.

No es extraño que la sociedad asocie ciertos estados de enamoramiento “no convencionales” con la locura, la transgresión y la insensatez. Motivo de burla y escarnio, el apego desmesurado de un viejo por una muchacha se tiene por grotesco, ridículo y fuera de lugar, toda vez que la disparidad también lo es de las energías vitales y de actitudes que desencadenan el impulso natural de crear una reciprocidad compartida. Inevitablemente el adulto enamorado de  un o una joven se expone a sufrir un delirio teñido de muecas, caprichos y conductas que extreman los riesgos de un montaje romántico condenado no únicamente a la censura y a las desventajas implícitas en tal inequidad generacional, sino al choque de expectativas diferentes que tarde o temprano demuestran que, para que el enamoramiento trascienda inclusive entre miembros de culturas y religiones distintas, requiere que la pareja cumpla con la posibilidad de convertirse en espejo, complemento solidario del otro y disponibilidad para renunciar a cosas esenciales a cambio de otras quizá satisfactorias para ambos.

Desde tiempos inmemoriales se ha demostrado que la humanidad está hecha para reconocerse en los ojos, en el deseo, en la aceptación y en la simpatía de quien le regresa la emoción del amor para dotarlo de identidad, fuerza, sentido y sobre todo certidumbre: algo que, ciertamente, cursa situaciones y provoca reacciones completamente distintas al solo llamado de la sexualidad que comienza y concluye con el atractivo y la satisfacción de conquistar el objeto del deseo. Lo cierto, en asunto tan ardiente, es que de no cegarse a las imperfecciones del otro, nadie aspiraría a probarse en este afán de encantamiento y felicidad que, con suerte, enriquece nuestro sentimiento de humanidad.

El poder del Padre

Saturno devorando a un hijoFrancisco de Goya

Saturno devorando a un hijo

Francisco de Goya

La figura del padre es asunto serio. Unos más que otros, y desde los tiempos bíblicos, saben en qué consiste su Ley y de lo que es capaz su poder. Si su presencia es indivisa del sentimiento de lo Absoluto, basta sentir el hachazo emocional de su ausencia para que los espectros se multipliquen desde el pozo insondable del sentimiento de orfandad hasta la recóndita región de lo inescrutable. Si su solo nombre -el nombre del padre- administra la hebra de identidad que, para bien o para mal, reconocemos como guía del destino, a su sombra el hijo se queda como vacío, expectante y urgido de la palabra que lo dote de realidad, trascendencia y sentido.  Sin él, la vida transcurre en una lucha forzada entre la aceptación, el rechazo y el ir y venir del régimen de autoridad imperante al sentimiento de culpa que determina el comportamiento en toda sociedad patriarcal. Con él, el mundo se delimita, se nombra y aun en la opción de la rebeldía el padre subsiste en el eje oscilante de lo que somos, lo que podemos o no queremos y lo que aspiramos a ser.

En una obligada batalla de fuerzas opositoras, en cuyo núcleo se encuentra la naturaleza del ser que podríamos llamar individualidad, el destino encuentra su curso a partir de esta figura, la más tremenda de todas. Nadie, hasta ahora, puede ir en contra del Dios todopoderoso que está en el cielo, en la tierra y en todo lugar, empezando por su proyección en la mente inclinada tanto a ampararse en la protección absoluta como a identificarse con las divinidades que ella misma discurre, inclusive con la intención de resguardarse de sus alcances nefastos. El ciclo de atadura e independencia se complica hasta que el afortunado mortal atina con cierto equilibrio que lo preserve del desamparo y le permita actuar entre la ruptura y la continuidad de lo que lo identifica y le permite reconocerse. Situado a mitad del referente paterno y su anhelo de libertad, el hijo/criatura que logra desanudar una relación expansiva desde la cuna hasta la mortaja debe enfrentarse a las fuerzas oscuras para cumplir victoriosamente, como Hércules, los trabajos impuestos como condición de cordura.  Esta lucha, sin embargo, cifra la independencia del hijo que habrá de repetir la maldición de las sociedades patriarcales que, como la nuestra, no dejan lugar a dudas: el Padre, su palabra y su Ley son tan sagrados como invencibles e intransferibles.

Esto se antoja una condena igual o peor a la padecida por Sísifo porque, de todos los modos y hagamos lo que hagamos, el Padre/padre, ausente o presente, es indivisible de nuestra naturaleza. Anodino, piadoso, cruel, amoroso, abandonador o monumental, el patriarca –o su símbolo- gobierna el espacio reservado al secreto/guía del Orden por excelencia, donde subyace el miedo que nos impulsa a actuar para ir tras él, contra él, en pos de su protección, contra su autoridad o a la sombra de su indeclinable capacidad de construir o destruir al ser que somos o al huérfano que vaga entre el delirio, el sueño y la vigilia fragmentada al modo de un Hamlet atenazado por el espíritu paterno o un Juan Preciado perseguido como muerto/vivo por las visiones fantasmales de Comala y sus habitantes; pero, todas ellas, invariablemente, supeditadas a la figura del Pedro/padre a quien ni la muerte despojó de poder y palabra.

Desde la noche de los tiempos y a partir de las edades del mito y la tragedia hasta las más intrincadas novelas, relatos y biografías, la literatura se ha poblado de padres para ilustrar la complejidad existencial. Si queremos vislumbrar de qué está hecho el hombre, tenemos que comenzar por descifrar el misterio del Padre y el principio de lo absoluto que lo mantiene en su Olimpo desde que existen la memoria y el sentimiento de indefensión que define a toda criatura. Y es que, supeditado a la potestad divinizada por excelencia, por el hecho de su origen el vástago carece de jurisdicción propia, por una causa: el creador está por encima de la criatura. Como de manera genial lo representa el movimiento trágico, no hay clamor de misericordia ni ansia de libertad ni afán de independencia que mitigue la determinación suprema. Si acaso, al hijo estará dado acatar la tensión entre la voluntad y la Necesidad, justo donde el destino adquiere su nombre. En juego queda la pugna del pasado con la inseguridad de un presente difuso, pero obligado a orientar una y otra vez el peso de la memoria convertida en sentimiento de culpa como guía del porvenir.

Más allá del implacable Saturno, devorador de sus vástagos, en el mundo siguen reinando los Zeus implacables que, portadores del rayo, lo mismo engendran héroes que mortales condenados a batallar contra el infortunio, las fuerzas superiores, el miedo y la pasión que obnubila al grado de convertir al emblemático Gregorio Samsa en un insecto monstruoso. Siempre estará Kafka en nuestro inconsciente para ilustrar la metamorfosis del hijo que, tras un sueño intranquilo, se encuentra una mañana cualquiera “echado sobre el duro caparazón de su espalda”. No soñaba, no, asegura el genio del absurdo en una descripción sin rival en las letras modernas. La habitación era la misma del día anterior, iguales los objetos, aunque el espacio parecía reducido en contraste con el repugnante animal de vientre oscuro e innumerables patas “lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas (que) ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.” Confinado en su indefensión, incapacitado para asumir las responsabilidades impuestas por un Orden sin concesiones, Gregorio, quien solo podía soñar pesadillas que la realidad se encargó de fabricar, dejó de ser Gregorio/Franz al sentirse cucaracha en un escenario doméstico sembrado de situaciones intolerables que lo aniquilarían para siempre.

Borges no se equivocó al afirmar que entre las mayores novelas del siglo XX destacan La metamorfosis y Pedro Páramo. En ambas es aplastante -por no decir aniquiladora- la autoridad del padre. Tanto Juan Preciado como Gregorio Samsa son víctimas de una crueldad invisible e indivisa del orden social; peor si en ese orden anda mezclada la religión, lo absoluto sella de antemano cualquier tentativa liberadora. La supremacía masculina elevada a norma es el rasero de la debilidad. Este proceso es tan real e infalible que después de pretender huir o tratar de entender una situación sin fisuras ni explicaciones, el subyugado enloquece, trasmuta en insecto repugnante, cede a la dinámica del absurdo y finalmente muere de manera horrible, como Josef K, sin sustraerse de la Ley que de antemano lo condena.  Colmada de alusiones alegóricas que refuerzan la sensación de espanto y misterio, la obra kafkiana arroja metáforas espléndidas sobre los desafíos supremos en sociedades que no otorgan consuelo ni ofrecen salida a las víctimas de las figuras paternas totalizadoras. Así lo confirmó este genio sin par en sus obras y en sus diarios: “Estoy condenado, y no solo estoy condenado hasta el final, también estoy condenado a defenderme hasta el final.”

Desde los días en que los griegos discurrieron al Zeus lujurioso, humanizado y monumental, los hombres probaron el alcance de su debilidad. Ir contra él, tras él, a su sombra o a por él  -como ejemplifican los casos de Electra, Antígona e inclusive de la mismísima Atenea, la “prudente” inmortal nacida de la cabeza del Padre-, equivale a quedar supeditado a la persecución de un mismo propósito: de una parte, plegarse al mandato instituido y, de otra, tomarle el pulso al miedo, asumir el latigazo del sentimiento de culpabilidad  y reconocer que cada uno, como el memorable Josef K, es sujeto de un proceso en el que se habla de muchas cosas a las que no basta la razón para contrarrestar la sentencia de un tribunal que se va convirtiendo paulatinamente en la sentencia irremisible. En síntesis, el padre es El Padre, lo que impide que el vástago se vuelva Hijo en un mismo espacio. Nada ilustra mejor esta imposibilidad y el proceso de transformación de la autoridad que las edades fundadoras de la Grecia arcaica, cuya condición de cambio y progreso dependía de que el hijo matara al padre para asumir él mismo un nuevo y poderosísimo patriarcado. El símbolo de esta ruptura necesaria es uno de los ejes intransferibles del moderno psicoanálisis.

 En las honduras del ser se inscribe no solamente la supeditación distintiva de nuestra condición de criaturas, sino el impulso liberador y de ruptura necesaria que habrá de definir nuestra individualidad o nuestra fatal supeditación.  Las religiones entienden y administran esta potestad superior de manera magistral: de ahí su poder y su permanencia como símbolo de lo tremendo. Maestro del secreto motor que activa el poder/poder, Shakespeare puso nombre, rostro y escenario a la dificultad que entraña la relación con el padre y, por extensión del mando, del tirano, como suprema figura política y psicológica. Impotentes ante el hachazo emocional que provoca su ausencia algunos, como Malraux, crearon una ficción verdadera para hacer soportable su existencia mediante la invención de una historia mejor a la autobiografía verdadera. Más sinceros, otros como Joseph Roth se atrevieron con el ajuste de cuentas, no obstante su levedad.  Aun a los escritores más valientes, sin embargo, lanzan destellos de culpa en sus páginas al dejar que la palabra explore no los claros, sino las regiones tenebrosas del padre.

En mi caso, al verlo yacente hace varios años medí su dimensión exacta, pero también la rendija por la cual escaparme. Frente a su cadáver entendí a cabalidad -inclusive a mi pesar- cuán hondo puede ser el sentimiento de orfandad. Temor y temblor: era la patria. Imposible sustraerme de su influencia, del alcance del rayo, de su significación, de su palabra: el nombre del Padre. Entonces, ya sin él, busqué mi lugar y mi libertad, su reflejo y palabras para nombrar cuanto se negaba a ser mencionado. Como si fuera mortaja, me incliné sobre la página en blanco y dejé que el lenguaje trazara el mapa de mi debatida orfandad, que tanto y por tan largo tiempo me había esclavizado. Desde el pozo de lo que sabía sin saber que lo sabía desperté una mañana bañada por el lenguaje. Reducido a ceniza, todos los días confirmo que la Ley del Padre es La Ley, es La Ley… Y sin embargo, la Palabra es la Palabra, llave liberadora.