El laberinto de la crisis


El Lábaro Patrio se encuentra desgarrado. FOTO: ÁNGEL ALBA

El Lábaro Patrio se encuentra desgarrado. FOTO: ÁNGEL ALBA

“En tiempo de crisis, no mudanza”, pregonaba Ignacio de Loyola, quizá a los atribulados que se apegaban al principio esperanza para encontrar sosiego, al menos por virtud de la fe. No que los gobernantes atiendan la recomendación jesuítica, sino que de suyo, por costumbre viciada y porque así lo hemos tolerado, dejan a su aire las situaciones críticas para volverlas papa caliente que no saben a quién arrojar. En política y respecto de la ilegalidad, no hacer equivale a hacer la vista gorda o hacerlo mal, mientras otros hacen lo que les viene en gana. Esto se llama complicidad en connivencia y repercute tanto en la degradación social como en la del Estado.

La crisis se manifiesta cuando se rompe la estabilidad entre subordinados y la autoridad gobernante. El imperio de la criminalidad no es un hecho aislado, tampoco la pésima actuación de las instituciones. Ambos son síntomas de una cultura enferma –muy enferma- de tiempo atrás. Sin embargo, la tragedia guerrerense nos ha situado en un punto sin retorno: continuar tolerando la corrupción, infiltrada hasta el hueso, anticipa la africanización del Estado; abatirla en bien del país, exige un saneamiento radical que daría al traste el modo “estructurado” de gobernar. Anudado a lo anterior, no pueden quedarse atrás los actos vandálicos abanderados por alguna facción ni los usos anárquicos de protestar, causantes de daños colaterales. Tampoco los poderes de la República ni los partidos políticos pueden seguir así, porque de arriba abajo y de lado a lado el cáncer está en todas partes.

Sobre el deber de resguardar derechos, los gobiernos optaron, discrecional y progresivamente, por extremar desigualdades e institucionalizar la injusticia. La gran población fue despojada de garantías hasta condenar a la ignominia a millones de marginados. Entre la precariedad educativa, el hambre, el fracaso agrícola, el crecimiento demográfico, la ausencia de oportunidades y los rigores del capitalismo salvaje, la prole depauperada exploró cauces de la emigración, la criminalidad y los “trabajos” aleatorios, que, con lujo de mañas y malos oficios, engrosaron el “capital político” de la partidocracia: un fenómeno que paradójicamente y en vista de la corrupción que los dota de presencia, presupuesto y sentido, más y peor nos aleja de la democracia. Es decir, en vez de contribuir desde los peldaños del municipio al cultivo de una participación responsable, los partidos se apoyan en el atraso social para avalar sus aspiraciones de poder.

El caos superó los recursos ordenadores del Estado. La realidad, por consiguiente, impuso el dilema de ceder al mando a la delincuencia o restaurar las instituciones. Si lo primero es un hecho, lo segundo depende de abatir la corrupción y recobrar la credibilidad judicial: logro  titánico porque, según principios del orden y el caos, el  equilibro indispensable al desarrollo con progreso requiere una energía tremenda y sostenida; es decir, mayor a la del sentido contrario. A cambio de un crecimiento socioeconómico regulado, la podredumbre pública y privada se aparejó a la criminalidad hasta anular el impulso restaurador de la ingeniería social. Dicho de otro modo: surgió un abismo imprudencial entre problemas graves –ya descontrolados- y la posibilidad efectiva de remediarlos con las instancias existentes. Cuando la inconformidad se desborda, la mal llamada autoridad, partícipe del conflicto, no puede ni sabe cómo subsanar el desbarajuste, agravado por la paupérrima cultura cívica de la sociedad. Ése, de tal magnitud, es nuestro drama; un drama que tambalea entre el estallido social y el narcopoder, mientras el gobierno y los partidos se queman las manos con las papas al rojo.

Las crisis entrañan una inestabilidad radical, acompañada de abatimiento. Si en lo individual el desesperado tiende a tomar malas decisiones, en lo político la incertidumbre crea escenarios de alta peligrosidad, proclives al terrorismo, la subversión y abusos de poder, tanto por parte de los gobernantes como de gobernados. Somos rehenes por partida doble: del mal gobierno y de quienes, con impunidad, se atribuyen el derecho de violentar a los demás. Sea por temor a los excesos del PRD y facciones colaterales, por ineptitud y complicidad del sector público o porque la ingobernabilidad ha alcanzado dimensiones alarmantes, lo cierto es que la ilegalidad y el miedo se han instaurado en complicidad con los poderes públicos y, para colmo, también en espacios que trascienden los cotos del crimen organizado.

¿Por qué permitir que las escuelas normales actúen como semilleros de violencia? Más barato, productivo y benéfico sería sanear sus establecimientos y dotarlos de condiciones educativas, cívicas y morales que dignifiquen, desde las aulas, la realidad del magisterio. Hacer la vista gorda en los desmanes es inaceptable. Todo se enreda en una sucesión de anomalías: la actuación del gobierno y la de los transgresores, la de los criminales y partidos políticos involucrados… Tal es el laberinto manifiesto desde Iguala y el que desenmascara cómo están entrampadas todas las partes.   Ningún funcionario es ajeno al conflicto. Tampoco vale la tolerancia ciudadana ante marchas cada vez más violentas que secuestran a la sociedad y desencadenan nuevos conflictos. “Botear”, extorsionar, secuestrar y quemar camiones, tomar calles y carreteras, romper vidrieras, saquear comercios y destruir propiedades públicas o privadas son delitos enmascarados de ideología. Inseparables de intereses facciosos, los cada vez más frecuentes actos de anarquía dejan al descubierto la impotencia de una sociedad que solo atina a repudiar a los gobernantes para mal satisfacer su enojo acumulado.

El prolongado abandono de lo fundamental a favor de lo secundario ha quebrantado al Estado. Si de un día para otro no se puede resolver la desigualdad extrema, al menos debemos exigir protocolos ordenadores, empezando por el pandillerismo comandado por las mal llamadas izquierdas. La población afectada ya no tolera demagogias ni paliativos. Entre criminales organizados para matar, imponer el terror y multiplicar el sufrimiento en un población castigada de antemano y una tremenda torpeza gubernativa y el laberinto del caos, el pobre México se está desintegrando.

Nos irrita la partidocracia, repudiamos su irracional subsidio, abominamos de su irresponsabilidad y ya nadie cree que sus torceduras ayuden a democratizar al país. Agréguese un sistema político inoperante para calar el pozo de la desesperanza: estamos en las peores manos y supeditados a la perversión facciosa. ¿Qué hacer en situación tan aciaga? Si no es posible ni deseable “barrerlo todo y barrerlo bien”, la sensatez indica comenzar por lo elemental, sin abandonar lo principal: crear protocolos de orden y civilidad, tanto para el ejército, las policías, los partidos y el Poder Judicial. Hay que regular a los funcionarios y sancionarlos legalmente.  Ni que decir respecto de los grupos que, con la complacencia oficial, causan desmanes, imponen el terror y contribuyen al caos.

Ante el abuso o la anarquía de inconformes y marchistas, siempre hay víctimas ignoradas y desprotegidas por el Estado. El Código Civil debe aplicarse a todos los que delinquen, tengan el puesto que tengan. Pero no a balazos ni trancazos ni con trampas, sino bajo el imperativo de que a la incivilidad se responde con mayor civilidad. Y a la sinrazón con más inteligencia. Que no se hable de amar o de no amar al país: más valiosa y fructífera es la decencia conducida por la razón. ¿Seremos las actuales generaciones capaces de incorporar algo de dignidad a este México tan mancillado? Esperemos que la disolución social no nos alcance antes.

Huitzilopochtli, hoy


La naturaleza del mexicano es intrincada. Lo supieron Samuel Ramos y Octavio Paz, pero antes que ellos los cronistas se dieron cuenta de que no era de desdeñar este universo de dioses y calendarios. Aprendieron a convivir con engaños, culebras, designios, pirámides, ofrendas de sangre, ritos tremendos, retorcidas fórmulas de cortesanía y una severa complejidad que abarcaba del calmécac a los templos y de estos a los recintos guerreros, pero nunca los descifraron ni consiguieron eliminarlos como deseaban. Ninguna de las plumas que con más o menos fidelidad recogieron nuestro pasado prehispánico dejó de señalar, sin embargo, dos características de los aborígenes: su natural taimado, que desquiciaba al colonizador, y una feroz manera de ensañarse, humillar y aniquilar al otro, al grado de desollarlo y lucirse o comerciar con la piel, sin ninguna dificultad.

A propósito de la brutalidad que nos cerca, recordé que con la sin par Historia de las Indias de Nueva España emprendí la difícil tarea –inconclusa aún- de entender la dualidad mexicana, su cifra serpentina y “ese algo” que provoca recelo. Estuve tentada a transcribir el capítulo IV, “De lo que sucedió a los mexicanos después de llegados a Chapultepec”, pero me decidí por comentar fragmentos, porque esta es una de las obras que todo mexicano debe leer siquiera una vez, y en especial por el torbellino que nos habita: hay que ir hasta la raíz, deslindar, elegir y, con suerte, precisar nuestra pesada carga ancestral, que los orientales consideran karma.

En el relato de fray Diego Durán, no hay desperdicio: la supremacía de Huitzilopochtli, dios de los mexicanos, perdura sin que ningún credo, amenaza o presagio la debilite. Hechicero, embaucador y perverso, sus malas artes reptan en libertad. Hay que tener hígado para sobreponerse a la descripción del reguero de miembros, cabezas y cueros de víctimas desolladas después de los sacrificios o las batallas instigados por él. También debemos templar el alma para ver, en tan rico muestrario, cómo se parece la crueldad de los remotos abuelos a la de los criminales de hoy. Para nuestra desgracia y como si de una plaga se tratara, continúa atacando la enfermedad del taimado que no ve, no sabe, no entiende, no actúa ni se conmueve, aunque el desfile de horrores esté en sus narices.

 

Después de ires y venires mexicas, cuando peregrinaban en pos de un lugar propio, Durán refirió cómo se doblegó el rey de Colhuacan al oír los amañados ruegos de los ya desde entonces temidísimos y tramposos mexicanos. Asentados temporalmente en Tizapán, donde solo había serpientes y alimañas que aprendieron a comer, recibieron el mensaje de su dios y la orden de cumplirlo al detalle:  visitar al adversario a  excusa de relacionarse, comerciar libremente y emparentar por vías del casamiento, “para tratarse como hermanos y como parientes”, ya que, como enemigos, la presión era insostenible. No que fuera ingenuo o inofensivo Achitometl, es que los adoradores de Huitzilopochtli superaban en perversidad a cualquiera.

Enemigo de la paz, Huitzilopochtli reveló a sus prelados que requerían a la mujer de la discordia para conseguir, a partir del conflicto subsecuente, el lugar que les tenía reservado para fundar su ciudad. En vista de que “no es éste el asiento que os tengo prometido (…)”, es necesario “dejar este donde ahora moramos. Y no lo haremos con paz, sino con guerra y muerte de muchos”. Por consiguiente, había que hacerse de una noble doncella para acatar el mandato. Los obedientes mexicas enviaron mensajeros con regalos y elogios a pedir a Achitometl, rey de Colhuacan, nada menos que a su hija amada “para señora de los mexicanos y mujer de su dios”. Y él la entregó creyendo que la muchacha  iba a reinar y a ser diosa de la tierra, tal y como se prometió y como sería trasladada por ambas partes, “con toda la honra del mundo”, hasta el asentamiento de los rivales.

En la orden siguiente del dios quedaría sellado el destino de la nación: “Ya os avisé que esta mujer había de ser la mujer de la discordia y enemistad entre vosotros y los de Colhuacan, y para lo que yo tengo determinado se cumpla, matad esa moza y sacrificádmela a mi nombre, a la cual desde hoy la tomo por mi madre. Después de muerta la desollaréis toda y el cuero vestídselo a uno de los principales mancebos, y encima vestirse ha los demás vestidos mujeriles de la moza, y convidaréis al rey Achitometl que venga a adorar a la diosa, su hija, y a ofrecerle sacrificio.”

Todo ocurrió en Tizapán, según lo indicado: los mexicanos matan a la princesa, la desuellan, visten a un principal con su piel y, concluido el proceso, mandan llamar al rey, su padre, para presidir un convite “donde su hija había de quedar por diosa de los mexicanos y esposa de su yerno, el dios Huitzilopochtli”. Reinaba un ánimo festivo y eran abundantes las ofrendas de pluma, mantas, papel, copal, comidas, piedras y muchos géneros de aves y peces. Entre consabidas fórmulas de cortesanía y parabienes, Achitometl comió, departió y aguardó con cierta impaciencia  la aparición de su hija para celebrar los esponsales… Pero, la tragedia estaba dada:

“Después de aposentados y de haber descansado los mexicanos –escribió Durán-, metieron al indio que estaba vestido con el cuero de la hija del rey en el aposento junto al ídolo y le dijeron. <<Señor, si eres servido, podrás entrar y ver a nuestro dios y a la diosa tu hija, y hacerle reverencia y hacer tus ofrendas.>> El rey, teniéndolo por bien, se levantó y fuese al templo que les tenían edificado, y entrando en la pieza donde estaba el ídolo, empezó a hacer grandes ceremonias y a cortar las cabezas a las codornices y a las demás aves,  y a ofrecer sacrificio y a poner aquella comida delante de los ídolos y ofrecer copal y rosas y de todo lo que para aquel efecto llevaba. Y por estar la pieza algo oscura, no veía a quién ni delante de quién hacía aquel sacrificio. Y tomando un brasero con lumbre en la mano, según la industria que le dieron, echó incienso en él y empezó a incensar los bultos, y aclarándose la pieza con el fuego, vio al que estaba junto al ídolo sentado, vestido con el cuero de su hija, una cosa tan fea y horrenda, que cobrando grandísimo temor y espanto, soltó el incensario que en las manos tenía, salió dando grandes voces y diciendo: <<Aquí, aquí mis vasallos los de Colhuacan, venid a socorrer una maldad tan grande como estos mexicanos han cometido. Que sabed que han muerto a mi hija y la han desollado y vestido el cuero a un mancebo y me lo han hecho adorar. Mueran y sean destruidos hombres tan malos y de tan malas costumbres y mañas; no quede rastro ni memoria de ellos. Demos, vasallos míos, fin y cabo de ellos.>>

Lo que siguió lo llevamos como insignia del destino: alboroto, hombres, mujeres y niños en fuga, varas arrojadizas, carrizales, la huida de un pueblo hacia Iztapalapa, después a Acatzintitlan, Mexicatzinco…, hasta que el dios se apiadó del padecer de su gente, el día que parió la hija de un principal. En ese “lugar del parto” o Mixiuhtlan, los  mexicanos encontraron un hermoso ojo de agua, en cuya fuente los sacerdotes interpretaron el deseo del dios: “Lo primero que hallaron fue una sabina, blanca toda, muy hermosa, al pie de la cual salía aquella fuente. Lo segundo que vieron fue que todos los sauces que aquella fuente alrededor tenía eran blancos, sin tener una sola hoja verde, todas las cañas de aquel sitio eran blancas y todas las espadañas de alrededor. Empezaron a salir del agua ranas todas blancas y pescado todo blanco, y entre ellos algunas culebras del agua, blancas y vistosas. Salía esta agua de entre dos peñas grandes, la cual salía tan clara y linda que daba sumo contento. Los sacerdotes y viejos, acordándose de lo que su dios les había dicho, empezaron a llorar de gozo y alegría y a hacer grandes extremos de placer y alegría, diciendo: <<Ya hemos hallado el lugar que nos ha sido prometido; ya hemos visto el consuelo y descanso de este cansado pueblo mexicano; ya no hay más que desear (…)>>

A la noche siguiente apareció Huitzilopochtli en sueños a un tal Cuauhtloquezqui y le dijo: ya estaréis satisfechos cómo yo no os he dicho cosa que no haya salido verdadera. Y habéis visto y conocido las cosas que prometí ver en este lugar, a donde yo os he traído. Pues esperad, que aún más os falta por ver. Ya os acordaréis cómo os mandé matar a un sobrino mío que se llamaba Cópil y os mandé que le sacases el corazón y lo arrojases entre los carrizales y las espadañas, lo cual hicisteis. Pues sabed que ese corazón cayó encima de una piedra del cual nació un tunal, y está tan grande y hermoso, que un águila hace en él su habitación y morada. Cada día y encima de él se apacienta y come de los mejores y más galanos pájaros que halla. Encima de él extiende su hermosas y grandes alas y recibe el calor del sol y el frescor de la mañana. Encima de este tunal, procedido del corazón de mi sobrino Cópil, la hallaréis a la hora que fuere de día y alrededor de él veréis mucha cantidad de plumas verdes, azules y coloradas, amarillas y blancas de los galanos pájaros con que esa águila se sustenta. Pues a ese lugar donde hallaran el tunal con el águila encima le pongo por nombre Tenochtitlan.”

De tanto en tanto, a partir de entonces, los dioses abuelos se dejan notar y, poderosos aún, se asientan en sus dominios causando un inmenso terror. ¿Son las señales de sangre designios que no sabemos interpretar? De que Huitzilopochtli gobierna otra vez, no tengo duda. En atención a la historia, no son buenos ni alentadores los signos como traídos del pasado remoto.

DIATRIBA

Leerlo estremece. Nos espetan las noticias más brutales como si de algo irremisible se tratara. Las cuencas huecas del joven desollado están en mis pesadillas. Un alcalde en fuga. El guerrerense que se dice gobernante. Criminales que viajan en patrullas. Funcionarios coludidos con los narcos. Narcos que se reproducen como cucarachas. Policías/verdugos que asesinan, extorsionan e intimidan. El obispo que arremete contra homosexuales y dice con la fresca que solo falta permitir la unión con animales. Un Euriviel que gasta fortunas en publicitar sus idioteces. El presidente atareado en demostrar que la bonanza toca las puertas del progreso. Reformas que empobrecen y pobres tan pobres que “botean” airados para sacarle unas monedas a infelices carreteros que tienen la desgracia de transitar en mala hora por los caminos de la muerte: el infierno está en este país. La indignación me escuece el alma…

No más: dan ganas de gritar en pleno rostro a la mal llamada autoridad. No más sangre ni muchachos malogrados. No más fosas clandestinas. No más discursos ni pregones triunfalistas. No más abusos, fraudes, mentiras ni recompensas espurias. No más dinero malgastado en partidos políticos corruptos. No más Oaxaca que arde, niños despojados de futuro, madres dolientes, hambre en los pueblos, congresistas sinvergüenzas, patrulleros asaltantes, concursos amañados, trampas y más trampas en toda la República: el país, señores, está desintegrado.

Y nosotros, impotentes ciudadanos que caímos en el juego de las urnas, toleramos con la boca abierta y la cara roja de vergüenza la mayor injusticia de la historia. Nosotros, los de a pie, miramos pasar el horror con la piedad que pide al cielo clemencia, convencidos de que no hay ángel guardián, guadalupana ni ángel exterminador que limpie el río de sangre que serpentea por las calles de Morelos, Michoacán, Guerrero, el Norte, el Sur, el Este y el Oeste. Somos “los otros”, los de abajo, “los condenados de la tierra” que dijera Fannon hace siglos, cuando el mundo no probaba aún el furor de la crueldad abyecta, cuando las ideologías intimidaban y las buenas gentes se distraían con karidades recogidas en los bailes. Nosotros, los del “despertar de la conciencia”, caímos hasta abajo, donde los pisotones no son nada comparados con el yugo de una realidad que pone a temblar a nuestros padres en sus tumbas.

 

50 años de Tláloc y el Museo Nacional de Antropología


Se respiraba un aire de provincia amodorrada, pero era La Capital. Ernesto P. Uruchurtu la cuidaba como si de una joya preciosa se tratara. Lo apodaban “Regente de hierro”, por comprobadas razones. En nombre de la decencia la arremetía contra carpas, teatros, cines y espectáculos que en vez de ponderar el pudor se atrevían con el erotismo, mujeres semidesnudas y temas “de mal gusto”. No que le preocupara que las ombliguistas pillaran un resfrío; lo grave era que las chicas de la noche incitaban al pecado. Germanófilo, ultraconservador, soltero, de raíces profundamente católicas y laborioso como el que más, dormía con un ojo abierto para vigilar a la urbe. Recato, orden y modernidad eran sus prioridades. Aseguraba que, sin control, las buenas costumbres se pierden y dejan campo abierto a vicios, pornografía, procacidad y a cuanta mugre es capaz de prodigar la gente abusiva, malhablada y crápula por naturaleza.

Esfuerzo tan sostenido durante 14 años de regencia (1952-66), no impedía un libre curso de contradicciones. Fuera de su “Cruzada de la decencia teatral”, jefaturada por un Luis Spota  ocupado en censurar a  Tongolele, María Victoria o Jodorovski, además de clausurar locales como el Waikiki y el Salón México, el sin rival regente toleraba cabarets frecuentados por “gente de bien”, que sabía dónde y cómo gastar sus jornadas nocturnas. Implacable con pulquerías, cantinas con aserrín en el piso y locales que ostentaban letreros como el célebre: “se prohíbe la entrada a mujeres, curas, toreros y perros”,  Uruchurtu tenía fobias tan claras que sin chistar impidió que se presentaran los Beatles en la ciudad.  Prohibió películas como Viridiana, de Buñuel. Consideraba fastidiosas las protestas de intelectuales y artistas, pero no pestañeaba al volcar su desprecio al “peladaje” ni desperdiciaba ocasión de abatir a los invasores de predios: asunto que finalmente le costaría el puesto en el régimen de Díaz Ordaz.

En contrapunto de la moralina, Uruchurtu sacó al Distrito Federal de su postración decimonónica. Procuró una infraestructura urbana propia del siglo XX y no le tembló la mano al abrir vialidades y acometer problemas como el del agua.  Si la construcción de mercados, parques y jardines lo caracterizó, Chapultepec coronó sus fantasías al hacerlo núcleo cultural, recreativo y ecológico de un México que crecía por segundos. Su obsesión por engalanar la Capital contrastaba sus prejuicios. No fue de extrañar que las mayores empresas civilizadoras de la época provinieran de su feliz correspondencia con Jaime Torres Bodet, Secretario de Educación Pública.

Ampliado y modificado como el Paseo de la Reforma, el bosque de Chapultepec selló a lo grande el lopezmateísmo. Alojó desde entonces varios museos para concentrar desde vestigios de nuestra memoria remota hasta el arte moderno y contemporáneo. A partir de la primera piedra y hasta su inauguración un año después, el 17 de septiembre de 1964, el Nacional de Antropología, diseñado por Pedro Ramírez Vázquez, no solo superó con creces las expectativas, también se reconoció entre los más bellos del mundo.  Mientras los recintos construidos a la par no resistirían el paso del tiempo,  tanto el proyecto como los materiales y su cuidada edificación mantendrían al MNA a la vanguardia de la mejor arquitectura del siglo XX.

Como prueba de lo que era capaz el sistema cuando valoraba el talento, Torres Bodet convocó a un gran número de artistas plásticos para realizar  murales, esculturas y pinturas alusivas al contenido. El resultado fue la magnificencia del conjunto. La distribución de salas y talleres, la biblioteca o los auditorios; areas abiertas, fuentes, el estanque de lirios, celosías y, en particular, la columna central bañada por una cascada artifical que se precipita desde el memorable paraguas… Todo fue  tan rigurosamente logrado que el Museo continúa siendo motivo de admiración por propios y extraños.

Eran años en que niños y púberes vagaban en libertad, por pequeños que fueran. La ciudad se vivía como extensión de las casas, no obstante su desmesurado crecimiento. Nos transportábamos solos en uno, dos o tres camiones “de línea” a la escuela y de regreso, sin más riesgo que el de quedarnos dormidos por el calor hiriente del mediodía. Los escolares nos deteníamos a mitad del viaje para observar el paso a paso de la construcción, iniciada a velocidad supersónica, en 1963.  Así conocería en plena actividad a los arquitectos Pedro Ramírez Vázquez, Rafael Mijares y Jorge Campuzano, planos en mano, quienes sin petulancia ni complejo de estatua, se tomaban la molestia de explicarme esto o aquello, quizá conmovidos por mi ignorancia, mi edad o mi atrevimiento.

Hay en la historia de México muchos episodios intensos, pero el relacionado al Museo Nacional de Antropología es uno de los más felices y emblemáticos.  La apertura indirecta que suscitó una acertada reforma urbana, todavía me estremece. Tanta belleza, aunada a la expectación, fue un aire fresco en el ámbito ensombrecido por la Iglesia y pronto atenazado por el mal carácter y la brutalidad de Díaz Ordaz: la peor herencia de López Mateos que, de haberlo sospechado, se habría muerto otra vez.

Al diseñar los espacios destinados al Calendario Azteca, la Coatlicue y deidades y símbolos que los acompañan, no podía faltar el aporte mágico, inesperado, que tanto fascina de nuestra cultura. Por semanas o tal vez meses, la prensa se ocupó de una discusión que cayó en las familias, en la academia y en la burocracia como agua de mayo: la existencia, en sabe Dios dónde, de un “ídolo” imponente que, como recado del cielo, se dio a notar, semienterrado, en un pequeño poblado que lo tenía como parte del paisaje y sus apegos devocionales. Era obvio que, por manifestarse al público en general, el dios  pedía mayores merecimientos. Y así se consideró por nahuatlatos, antropólogos y arqueólogos que salieron al quite con deslumbrantes explicaciones.

Convertido en un casus belli porque, tras “descubrirlo”, “alguien” propuso trasladarlo al futuro museo con las piedras hermanas, el asunto de la deidad sin nombre atrajo la atención de propios y extraños.  Como sería de esperar, aun el clero, imbuido de sublime autoridad, tuvo algo que aportar respecto de la concepción de lo sagrado y lo profano, lo falso y lo verdadero. Para no sustraernos de semejante encuentro con la historia, a los escolares nos ordenaron “investigar” atributos y peculiaridades del monolito. Lamento no haber conservado aquellas tareas ingenuas: espejo del ánimo y el chismorreo reinantes.

Entre dimes y diretes, la decisión fue infalible: el bloque labrado, de identificación imprecisa, abandonaría su lecho ancestral. Por sus características, se colocaría sobre una superficie adecuada, donde en adelante sería custodio simbólico de la riqueza prehispánica. El traslado desde Coatlinchán, Estado de México, de la en principio llamada “Piedra de los Tecomates”, hasta la casi esquina de Ghandi y el Paseo de la Reforma, fue un espectáculo sin par.  Los guardianes legítimos de la mole de 168 toneladas y siete metros de altura se opusieron hasta agotar resistencias.  En el mejor estilo priísta, las autoridades la sustrajeron de su sede, donde estuvo cara arriba y semi enterrada desde tiempos inmemoriales. Se cumplió al detalle el plan previsto y, como real e inequívoca peregrinación, quedó fechado su nuevo destino donde reluce magnífica, porque “ni Dios padre puede moverla de allí”.

Sacar del pueblo al renombrado Tláloc fue una hazaña equivalente a su fatigoso y espectacular transporte. Se requirió una complicada estructura de acero, capaz de soportar su peso y volumen. El desafío de levantarla con grúas y cables no tuvo parangón. Intervino una muchedumbre de técnicos para subirla a una doble plataforma, tirada por dos tractocamiones: uno por delante y otro atrás.  Bajo una lluvia innusual en aquel anochecer del 16 de abril de 1964, el monolito recorrió con lentitud parte del Distrito Federal, hasta su nuevo hogar. La gente aguardaba en las banquetas, como si del desfile de septiembre se tratara. Maravillados por el número de llantas y el despliegue de extravagancias que rompían con la rutina, los más entusiastas aplaudían.

A partir de ese día se comenzó a hablar con familiaridad de Tláloc, de su relación con el agua, el rayo, los truenos y las fuerzas destructoras. Tláloc y su aparición en nuestras vidas. Tláloc y su supremacía en el vasto panteón de los antiguos mexicanos; Tláloc, custodio del Museo. Tláloc, venerado en el Templo Mayor de los aztecas… 50 años transcurrieron. Medio siglo, casi una gavilla o atadura de los años: otro ciclo, nuevas cuentas y un México que se antoja más alejado de aquel espíritu que los propios abuelos nahuas. Sagrada, sin duda, la piedra nos obliga a rendirle tributo cada vez que, en coche o a pie, pasamos frente a ella.

Camino de Santiago, 2

Desde que la criatura da sus primeros pasos prefigura un camino. Varían el ritual, la distancia, la forma y el sentido con que se recorre de un punto a otro. Se puede confirmar o evitar el sendero, pero cada uno ha de andar lo que le ha sido dado. Lo importante es comprender qué y para qué se busca algo o nada con tanto ahínco. Y si nadie escapa al propio destino, de acuerdo a los griegos remotos, es mejor valorar sus avisos. Las caminatas enseñan que la Naturaleza, como la vida, tiene sus reglas: las respetamos o nos volvemos contra ellas. Cuando esto sucede, el medio, la mente y el cuerpo saben cómo cobrarse.

Excepto la sensación de que mi destino estaba en pausa o como dormido, nada podía vincularme a la flecha amarilla ni al dibujo del peregrino que guían el sendero. Consciente de mi condición fantasmal, intuí que algo debía esclarecer entre los Pirineos y Galicia. Cerré mis páginas, estudié la geografía y lo que tenía que saber y, sin expectativas ni pretensión de pertenecer a la raza de los que se creen importantes, me aventuré a lo desconocido. Nunca supuse que los vestigios románicos y renacentistas me provocarían tal estado de encantamiento. Subir y bajar montes a pie, sólo tuvo un propósito: confirmar el valor de la libertad y el silencio.  No pedí más.

 Estar dispuesta a lo que el camino depara no significa que las costumbres no pesen al pernoctar en albergues más incómodos que modestos y algunos con pulgas y rateros furtivos.  Sin embargo, desapego y un buen cobijo causan milagros.  Mal comer y dormir durante semanas de errar por pueblos pequeños o deshabitados, en viñedos, huertos, bosques, carreteras y villas, se compensa con el talante español y el novedoso interés de recuperar sus paisajes. Y a eso se va, a fin de cuentas: a probar lo ajeno y, con suerte, a descifrar lo vivido con estupefacción y cansancio.

Gente hay, aunque no en todas partes ni en los mismos horarios. Unos hablan de más; otros se agrupan por temor a la soledad.  No faltan los que suponen que cambiarán del negro al blanco en sus vidas solo por caminar o que su tedio se acabará como por arte de magia. Si algo se aprende es que no hay madurez: la enfermedad del siglo es el tedio. Durante kilómetros, solo escuchaba el chaz chaz de mis propias pisadas. De repente, un riachuelo, pájaros en vuelo, el jabalí a lo  lejos,  vacas o corderos: la otra expresión de la vida sin fantasías ni dudas existenciales. Aparecen mujeres de manos rudas y rostros surcados de arrugas que atizan fogones frente al portal. Perros que ladran, viejos sentados al sol, construcciones de siglos y bebederos que quizá conoció Francisco de Asís al peregrinar por aquí.  Por momentos la palabra es puente entre dos orillas y se queda ahí, suspendida, en hablantes que algo quieren y buscan, pero no saben qué. La palabra también es luz y su ausencia: la sentía, a menudo la tocaba y en dos o tres ocasiones, en pausa sagrada, era poesía que pedía ser nombrada. A más avanzaba, mejor se aclaraba el mensaje de que para ser feliz es el sendero y no el de Santiago, sino cualquiera y de ahí en adelante.

En Navarra, todo era húmedo, nebuloso y tan frío que calaba hasta el hueso.  Luego, hiriente el calor en León, nevada como regaño del cielo en el idílico Cebreiro, templado después, aunque variaba a capricho... El clima otoñal era espejo del alma. Antes del alborear emprendía en soledad mi jornada.  Atenta al oriente, aguardaba la aurora. La amanecida era hermosa, tan quieta y cabal que la felicidad me colmaba.  Por ir absorta en el estallido de luz,  en una ocasión tardé en percatarme de que no estaba sola.  Me acompañaban otras pisadas, el picoteo de bastones sobre la tierra y  el peculiar sonido de la respiración masculina. Reinaba un silencio hondo, como de meditación nocturna o expectación, que me hizo girarme para ver a tres hombres que caminaban en fila cerca de mí. Sonreí y avanzamos en paralelo sin mencionar una frase.

Pasados unos kilómetros, en plena mañana, nos detuvimos en la cima de una colina frente a una ermita románica del siglo XII, que en Torres del Río se anunciaba idéntica a la del Santo Sepulcro. Intercambiamos las primeras palabras al lado de un cementerio y una iglesia muy bella y cercana a la Ermita de Nuestra Señora del Poyo. El que hacía de guía me miró de fijo y repitió sonriendo: L’amore que muove el sole e l’altre stelle…  Comprendí que estuvo atento a mi fascinación por el alba. Nos preguntamos por qué hacer el Camino: “para situarme entre el silencio y la palabra”, respondí; y él, a su vez, me dijo que por causas religiosas, que por cierto también abundan. Hacía tiempo los tres deseaban peregrinar a Santiago desde Saint-Jean-Pied-de-Port. Que dos de ellos eran misioneros; el tercero, italiano también, era su hermano mayor –laico, casado y con hijos- y estaba ciego, aunque me costara creerlo. Por eso marchaban uno detrás de otro, para iluminar la senda, indicar la presencia de piedras, agujeros u obstáculos y evitarle traspiés o alguna caída.

Francesco tuvo la gentileza de aclararme que su hermano es músico e independiente desde niño. En Italia se le reconoce por sus habilidades extraordinarias para sortear escollos, reales y simbólicos. Para ellos era un privilegio hacer juntos y en silencio el Camino. Viajaban como perfectos peregrinos: sin dinero y “atenidos a la Providencia”, por lo que llegar al sepulcro del apóstol Santiago sería una gran bendición. En ese momento la “Providencia” recayó en mí, así que les invité el desayuno, nos colocamos mochilas, gorras y bastones y continuamos la marcha por una campiña más pedregosa, cuesta arriba y pesada cuanto más nos aproximamos a Viana.  En Logroño vendría a descubrir que el segundo hermano era especialista en  Dante y que el destino me reservaba uno de los encuentros más fructíferos y felices de esta experiencia.

Compartimos jornadas hasta llegar a senderos llanos. Aparecieron más cuestas, desniveles, arroyos, peñascos y descensos tortuosos que veía con terror pensando en el caminante ciego. A veces lo veía titubear. Cerca de un coto de caza, la vereda se estrechó en terreno montañoso y difícil. Había que descender poco a poco, auxiliados por piolas, pues la vía era reducida y erraba al filo de una cañada para ponerse a temblar. A la izquierda, allá lejos y abajo, divisaba un hermoso valle cercado por franjas verdes en desniveles; nada preciso al frente, y a la derecha sólo la cima. Apareció un grupo de jóvenes que, a voces, celebraba la juerga de la noche anterior. Entre su barullo y la confusión, el invidente perdió la concentración y cayó doblado por el peso de la mochila. Quedó atorado con uno de sus bastones. Ni siquiera emitió un quejido. Se hizo el silencio. Nadie se movió. Me acerqué a ayudarlo, le tendí la mano y se levantó por él mismo con las rodillas ensangrentadas. Otro asombro, nuevas lecciones: el hombre bromeó y atribuyó los raspones a la inconveniencia de traer pantalones cortos. No se dijo más y seguimos andando. La palabra, la actitud meditativa, la voluntad del invidente, la oscuridad, una amanecida brumosa y penetrada por la flecha de luz, la Aurora: como atravesada por un rayo entendí la cifra de mi camino.

Los nostálgicos de las carreteras se vuelven peregrinos apresurados que rebasan a pie. Otros, más confortables, comen queso, pan y vino sentados  a cielo abierto. Pese a largas jornadas en solitario, lo que se escucha de manera furtiva suele ser exaltado y autobiográfico. Y es que Santiago, o el mito del apóstol que continúa atrayendo a viajeros de todo el mundo, anda mezclado no solo al símbolo fundador de la hispanidad, sino a la secreta esperanza de experimentar un cambio radical en la vida. Su leyenda refleja la rica imaginación de la antigüedad, mucho más viva y diversa de lo que cualquier credo es capaz de prodigar para atraer feligreses. Hay que reconocer que la versión religiosa sobre la vida, la muerte y los sucesos póstumos relacionados con este oscuro discípulo de Jesús es pródiga y atrayente. No hay indicios de que fuera sabio, tampoco piadoso ni buen orador, pero la fe obra milagros y lo que menos importa es la carga de realidad. Nadie da cuenta de su presencia en el vía crucis ni de los medios que le permitieron desplazarse desde el medio Oriente hasta el confín del occidente peninsular; no obstante su memoria renace bajo el deseo de creer que siempre hay algo más y de raíz antigua; algo teñido de amor, voluntad o misericordia. Eje del peregrinaje inclusive entre indiferentes, lo cierto es que, a querer o no, el santo acaba por convertirse en tema central de los caminantes.

Uno de los doce apóstoles de Jesús, hijo de Zebedeo y hermano menor de Juan, Santiago comenzó a interesarme desde que lo descubrí en la mitología medieval. Pescadores de oficio, los hermanos echaban sus redes en el lago Genesaret cuando Cristo los apodó “Boanerges” –hijos del trueno-, por su natural impetuoso. Los Hechos de los Apóstoles relatan que participó en el milagro de la hija de Jairo, que atestiguó la Transfiguración y, con Pedro, acompañó a su Maestro a orar en el Campo de los Olivos. Tras la tragedia de la Crucifixión, los apóstoles se dispersaron para divulgar por el mundo la Buena Nueva. Santiago marchó hasta los reinos de España. Estableció una comunidad en Galicia y luego se dirigió a la ciudad romana de César Augusto, hoy Zaragoza. Cuenta asimismo la tradición que como solo siete personas se convirtieron al cristianismo, se le apareció la Virgen Santísima en esa ciudad para facilitar la evangelización e iniciar el culto a una nueva advocación, la Virgen del Pilar, que a la fecha disfruta de un enorme prestigio.

Primer apóstol martirizado, otra de las versiones asegura que a su regreso de España fue decapitado por orden de Herodes Agripa I quien, arrepentido, compartió el mismo fin por su propio deseo. Conocido como El Mayor para distinguirlo del apóstol Santiago el Menor, comienza su fábula a partir de que, supuestamente, sus discípulos recogieron su cuerpo mutilado y se embarcaron con él con rumbo a Galicia.  Mitificado siglos después por su conveniente cercanía con Cristo, se entroniza como Santo Patrón de la Hispanidad, gracias a que lo elevan a protector durante las gestas cristianas contra los moros. Así lo encumbra Isabel de Castilla como católica y monarca absoluta tras expulsar al Islam, cuando peregrina ella misma al santuario para agradecer sus favores.

Como ocurre con las buenas historias de la Antigüedad, la suya es insólita. Por sus andanzas sobre el agua, su don de la ubicuidad, las apariciones, el hallazgo de su tumba y los incontables milagros que se le atribuyen, Santiago el Mayor es mucho más que mensajero del Verbo, aunque el arameo fuera su lengua. Con él se instituye el albor de una patria espiritual, pero sobre todo del español: idioma en ciernes durante la Edad Media, pero fusionada al evangelio por obra y gracia del Espíritu Santo.

 El hecho es que los peregrinos acuden a Compostela por las causas que sean. Si bien hay quienes aseguran algo muy hondo les dejó el Camino en el alma, lo común es que nadie regresa como llegó, aunque sea por fastidio. Respecto de lo religioso, el ritual concluye al posar la mano sobre la mano supuestamente marcada por el mismísimo apóstol en la columna de mármol, tras el umbral del santuario.  Luego, juntar la cabeza a la del santo esculpido en piedra. Visitar la cripta bajo el altar, donde se resguarda el mítico féretro trabajado en plata. Finalmente, subir por un pasadizo para acceder al altar mayor y allí, desde un estrecho recinto, abrazar ante la vigilante mirada de un guardia ataviado al uso medieval, la espectacular, dorada y enjoyada figura de bulto del Señor don Santiago.

Al término de una misa solemne, con suerte se podrá disfrutar del espectáculo a cargo del Botafumeiro. Ocho hombres con túnica medieval mecen de lado a lado, mediante un sistema de poleas activadas por sendas cuerdas, el impresionante incensario de  plata que a oleadas perfuma el templo. El influjo oriental cubre los sentidos y un general sentimiento de santidad o de fe consigue, al menos por un instante, la sensación de experimentar lo sagrado. Se cierran entonces lo ojos y se sabe lo que se sabe: el Camino está ahí, sin cesar y adelante.

Camino de Santiago, 1

Por devoción o por voto, hay indicios de que los cristianos comenzaron a peregrinar en la Baja Edad Media hacia sitios consagrados. Jerusalén fue durante siglos el sagrario por excelencia. Sin idea del regreso, carentes de bienes y expuestos a lo que la fe o el destino les deparara, los palmeros sobrevivientes consumaban su largo vía crucis arrodillados frente al Santo Sepulcro. El día después quedaba en manos de Dios. Cuanto más se agotaban las tierras y asolaban los males, mayores y más frecuentes eran los desplazamientos masivos, de preferencia liderados por figuras mesiánicas que entremezclaban religiosidad y conflictos sociales.

Ante la necesidad de multiplicar referentes sacrosantos, la tumba de san Pedro convirtió a Roma en meta occidental del peregrinaje. Los romeros eran acreedores de las mismas indulgencias plenarias otorgadas a los palmeros en los santos lugares. Se podía lucrar para sí mismo o aplicar a los muertos la remisión ante Dios de las culpas cometidas.  Se esperaba, además, que ocurriera siquiera un milagro, aunque no morir en la aventura ya fuera de suyo un prodigio. En tiempos en que el catolicismo se encontraba amenazado por el Islam y luchas territoriales, los beneficios prometidos eran infinitos: expiaciones súbitas, vías de redención, manifestaciones divinas o de santidad y arrebatos místicos tan memorables como los de Joaquín de Fiore.

Debido a las malas condiciones reinantes, solo la escatología milenarista podía atreverse con tales desplazamientos multitudinarios. Por analogía de los grandes movimientos migratorios actuales y con la relatividad obligada,  no es difícil imaginar los peligros que acechaban a cientos o miles de harapientos entregados a la mendicidad y a la rapiña, mientras avanzaban esperanzados en experimentar lo sagrado. En el mejor de los casos recibían el auxilio caritativo de monjes y aldeanos, pero los albergues eran insuficientes y pobres los recursos disponibles, aun para los lugareños. Desde los primeros pasos quedaban expuestos a tremendas vicisitudes durante meses y a veces años de vagar por rutas inhóspitas. Agréguense los efectos de las Cruzadas, las supersticiones, problemas lingüísticos aunados a la ignorancia, enfermedades, embarazos y nacimiento. Era sin embargo tan apreciada la recompensa prometida que, igual que la práctica respectiva de otros credos, no se concebía la espiritualidad sin peregrinar siquiera una vez en la vida.

El mercadeo de reliquias, distintivo de todo el Medievo, estaba en apogeo. Podían comprarse gotas de la leche de la Virgen María o de la sangre de Cristo. Eso, por decir lo menos, porque lo común eran astillas de la cruz, espinas, pañales del Niño Jesús, fragmentos del Santo Sudario, uñas, dientes o partes del cuerpo de santos, restos del pan de la Última Cena y Santos Griales por montones: solo la codicia de los mercachifles se equiparaba a la fe ciega de peregrinos que, nada más por seguir con vida, ya podían tomarlo como milagro. 

En andaduras en las que todo era posible, no podían faltar el sinfín de historias de conversión, estallidos emocionales ni transformaciones radicales de la personalidad. Como nunca se acreditó el poder de la oración y, más que meditar o valorar el silencio, los caminantes cantaban, peleaban, realizaban mortificaciones del cuerpo y hacían cuanto, en escala, se observa entre nosotros durante las peregrinaciones anuales hacia el santuario de la Guadalupana. El prolongado encarnizamiento de las Cruzadas hizo sin embargo insostenible la hazaña de siquiera aproximarse a los lugares sagrados. Aunque escoltados por caballeros templarios y protegidos en hospitales, refugios y monasterios construidos para esos fines, los fieles devotos eran atacados por  bandoleros, infieles y hasta por combatientes afamados por su ferocidad. Así que no quedó más remedio a la jerarquía eclesial que discurrir alguna alternativa simbólica para que no se afectara el culto ni los fieles devotos tuvieran que renunciar a los peregrinajes rituales.

Y allí estaba el referente del apóstol Santiago, “el primer peregrino de la historia”, con todos los elementos, sagrados y profanos, para crear una ruta que no solamente atrajera la atención de los creyentes, sino que consolidara la resistencia armada al poder musulmán de Al-Andalus que tanto preocupaba a los reinos cristianos de la Península. En la abultada población de advocaciones y santos que presiden cultos inamovibles a lo largo de siglos, pocos en el mundo podrían competir con las atribuciones del Señor don Santiago, Jacobo o Jaime, según los usos y lenguas locales.

No es casual que durante la regencia de Alfonso II El Casto, en la primera mitad del siglo IX, se produjera el milagroso descubrimiento de su tumba. Inmersos en las luchas internas contra “los moros” que, como se sabe, no concluirían hasta la caída de Granada, en el simbólico 1492, era inminente alentar a la feligresía con algo extraordinario y capaz de elevar la religiosidad. Según datos consignados en la Concordia de Antealtares (fechado en 1077), primer documento sobre el hallazgo y sus subsecuentes prodigios, el suceso ocurrió en Solovio, en el bosque de Libredón, donde Pelayo, un humilde ermitaño, observó resplandores misteriosos durante varias noches. Al describir lo sucedido a Teodomiro, obispo de Iria Flavia, éste determinó –y así lo informó al rey Alfonso- que “el Campo de Estrellas” indicaba el sitio donde estaba el Arca Marmárea en la que yacían los restos de Santiago el Mayor y sus discípulos Teodoro y Anastasio, a quienes en breve se honraría con la construcción de una iglesia.

Señalada por la revelación de rigor, la tumba del discípulo preferido de Jesús se localizó en un punto ideal, entre la magia y el simbolismo astronómico que, de tan perfecto para transformarse en santuario, era de creer que solo el Señor pudo haberlo elegido. Renombrado Compostela (Campo de Estrellas) desde ese momento, el lugar era lo más cercano a Finisterre, el extremo occidental de Europa, y precisamente la Vía Láctea sería el indicador inequívoco del camino para la cristiandad, desde cualquier rumbo del Continente.

Desde los agitados siglos IX y X, en los que no faltaron enfrentamientos políticos ni religiosos, el santuario asturleonés de Santiago de Compostela se consideró uno de los puntos con mayor magnetismo de la Tierra. Tal fue la atracción que ejerció desde sus orígenes, que en el año 899 Alfonso III el Magno ordenó la construcción de una gran catedral para alojar las reliquias del apóstol. Hábil si las hubo, tal decisión compartida por sendos monarcas leonés y asturiano contribuyó a hacer del santo patrón el abanderado de las fuerzas cristianas en contra del dominio de Al-Andaluz. En torno de su nombre proliferaron mitos y leyendas insólitas que, por sentado, contribuyeron a extender su prestigio como el gran unificador de España. Precisamente a la voz de “Santiago y cierra España”, de él llegó a asegurarse que siempre armado sobre el caballo, tal como se le representa hasta la fecha, intervino en la sangrienta batalla de Clavijo y no paró de abatir “infieles” hasta la última contienda.

A partir de 977, cuando Almanzor destruyó Santiago en pleno dominio del califato de Córdoba, aunque respetara la tumba por su alto valor espiritual, se hizo tan expansiva la fama milagrera del santo que la afluencia de peregrinos obligó a los reyes a construir no solamente una catedral románica que reflejara la significación del sitio, sino puentes, hospitales y hasta una ruta consagrada por el Papa Calixto II. El sagrario se hizo invaluable para la cristiandad y un privilegio tutelado por la jerarquía eclesial. De ahí que el Papa Alejandro III concediera en 1179 la bula Regis Aeterna,  que determina Años Santos o Jubilares a aquéllos en los que el 25 de julio, día de Santiago, caiga en domingo; es decir, cada seis años.

La traza primitiva de aquella ruta, olvidada durante siglos, se recobró en 1993 para habilitarla, gracias al fondo de la Comunidad Europea, como alternativa económico-religiosa para compensar a los campesinos afectados por las nuevas reglas del mercado.  Desde entonces identificado como “Camino Francés” o “Ruta Jacobea”, este es uno de los peregrinajes más frecuentados, importantes y mejor diseñados de la modernidad.

Llena de anécdotas antiguas y modernas, la historia del Camino de Santiago es tan fascinante como la experiencia de realizarlo a pie y despojada de todo artificio, como los remotos creyentes. Aunque las otrora codiciadas indulgencias plenarias hayan perdido valor, en la actualidad no hay peregrino que no se aventure con un propósito espiritual, aunque no por necesidad religioso. Para el budismo, el camino implica una progresión hacia el despertar mediante la práctica de perfecciones tales como disciplina, paciencia, energía o meditación: justo lo que, a querer o no, se va manifestando al ritmo del paso a paso de quien decide poner una pausa en su vida para mirarse y mirar sin expectativas, abierto a lo que el trayecto le dicte.

En mi caso, la fidelidad al Medievo me hizo elegir esta ruta que une cualquier sendero de la vieja Europa hasta el Atlántico o “Tumba del Sol”, que ilumina la maravillosa geografía de Finisterre. Deseaba además conocer la senda romana de Burdeos a Astorga, colmada aún de vestigios relacionados con la acción expansiva de Carlomagno; y, muy especialmente, ir en pos de un mito diverso, múltiple y sembrado de huellas enriquecidas durante casi 900 kilómetros que, iluminados por la vía láctea, separan Saint-Jean-Pied-de-Port y Roncesvalles de Compostela; y, de ahí, tras asistir a la infaltable ceremonia de bienvenida en la Catedral, al Finisterre obligado; es decir, una andadura de Este a Oeste, desde los Pirineos hasta el término territorial de Galicia: fin occidental de la Península y del Continente, del que los celtas afirmaran que era el sitio más próximo a la remota y mítica Atlantis.

Nostálgicos y herederos de su legendario esplendor, fueron precisamente los celtas quienes indicaron, con el auxilio de las estrellas, el lugar dónde supuestamente subyace la Atlántida. Que de ahí procede una poderosa fuente de energía cuyos signos de agua, tierra, cielo, horizonte y civilización perdida convergen donde el ocaso y la aurora se juntan. Eso explica que, centro y eje radial, la luz en Finisterre produzca un deslumbramiento poético: resplandor que lenta y premonitoriamente, como adueñado de lo sagrado, se disipa entre la claridad y la bruma empecinada en mostrar -y paradójicamente velar- un verdadero portento.  De pronto se van, se pierden el albor y el color, pero en nada disminuye la plenitud que vivifica y transforma el ser interior.

En los peñascos de Finisterre y ante el paisaje marino, vi la luz sin cobijo, como inmensidad sin horizonte. Término, continuidad y comienzo, el Camino –o el mito de este camino-  se manifestó como un des-nacer; algo parecido a un proceso de ser no nuevo ni distinto, sino renovado por el andar de atrás adelante, de Este a Oeste y de orilla a orilla.  En mezcla de coraje, curiosidad, deleite y sensatez, me entregué no al esfuerzo físico, sino al valor que, paso a paso, debí acumular para avanzar sin caer y sin confundir el sendero en recodos y puntos tortuosos. El miedo a lo desconocido, la incomodidad de la mochila y la tentación de acortar la etapa prevista no fueron los únicos y ni siquiera los principales obstáculos porque en casos así, donde priva el silencio, la mente se encarga de atenazar por donde menos se espera.

Lo que se dice miedo, casi nunca lo tuve, salvo en una jornada en que, sin trazas de amanecida, sin Luna ni parpadeo de luceros, me aventuré fuera de las murallas de un pequeño poblado con olor a pimiento asado llamado Los Arcos. Linterna en mano, salí del pueblo creyendo que no me intimidaba oscuridad tan cerrada; sin embargo, antes de transcurrir el primer kilómetro, el cuerpo resintió las malformaciones de mi cultura femenina y mexicana, aunque mi propia naturaleza me impeliera a seguir, convencida de que nada habría de ocurrirme. “Nunca desafiar mis límites”, me dije en susurro. Luego, atenta al recuerdo de lápidas, sepulcros, nombres con fechas y nichos funerarios de muertos en el camino, agregué que ninguna temeridad me convertiría en uno de ellos. Y seguí…

Noticias del infierno


Llevamos la idea del infierno pegada a la piel como segunda naturaleza. Al crecer, la angustia supera las fantasías dantescas de creyentes azuzados por demonios que atizan llamas eternas. Lugar o no-lugar, es la pesadilla que iguala al hombre moderno con culturas remotas. Más allá, ultratumba, averno, abismo, antro, tártaro: ninguno de sus nombres mitiga el efecto del miedo ni de la tiniebla en almas afectadas por una íntima vergüenza, la incertidumbre o el remordimiento que sube a la superficie después de haber sufrido o cometido faltas extremas.

Si para Sartre el infierno “es el otro”, hoy sabemos que su reino subyace en las honduras del ser. Lo llevamos en la memoria con la misma eficacia con que las Erinias, en la remota Grecia, perseguían desde dentro a los culpables de ciertos crímenes, para hacerles pagar el daño causado en su propia conciencia, hasta reducirlos a piltrafa. Tan prolongada creencia en un poder justiciero y tremendo nos lleva a suponer que, sin tales amenazas, administradas con habilidad por las religiones, nada detendría el impulso de una humanidad inclinada al Mal. Y es de creer que algo fallido hay en nuestra naturaleza, pues si la infamia es de pies ligeros, el Bien exige siglos y enormes esfuerzos civilizadores, siquiera para lograr pequeños avances.

Lo cierto es que si los pueblos se conocen por sus dioses, el lado oscuro proyecta el poder que lo ignoto, el terror y la crueldad ejercen en la conducta. En la historia de las creencias, el infierno es un traslado sin retorno hacia más allá del ser, a la región de los muertos; sin embargo, ninguna ficción se compara al padecimiento real de los vivos. Para unos, el averno es desgarrador, sombrío y en incesante lucha contra el absurdo y el sufrimiento. Para otros simboliza el vacío, la nada o el peso insoportable del remordimiento. En mayoría carentes de luz, los submundos figurados derrochan desesperanza, tristeza o melancolía. Ciertas pinturas los representan con aberturas para mostrar el infortunio de los vivos-sin vida y sin vía de expiación. Su íntima turbación se proyecta en el  espejismo “creado” mediante ilusiones que, con puntualidad, resaltan el carácter de cada época. De ahí la abundancia de ejemplos que ilustran el angustioso poder del Miedo, con o sin mediación de la fe religiosa.

Para que el infierno lo sea, se requieren demonios o agentes perversos para ejecutar las condenas correspondientes. Enkidú, el primero de todos, fue amigo y servidor del heroico Gilgamés. A él se atribuye la supuesta existencia, en Mesopotamia, de espíritus con mala suerte: tropa de réprobos, los edimú, encargados de atormentar a otros que, en su común amargura, emponzoñan cuanto tocan.

Desde 50.000 años a.C, los entierros rituales dejaron constancia de la necesidad de creer en algo después de la muerte. El tránsito hacia lo inanimado sugiere un vacío que ni mitos ni credos pudieron llenar. Antiguo como la maldad, el infierno es por ello una de las figuras más sugestivas y permanentes del proceso cultural. Las versiones primitivas carecen de retribución o condena. De atmósfera enrarecida, para los ancestros los infiernos fueron solo lugares de muerte: lo más allá de la vida; algo exánime para alojar a la nada. Con los  indicios éticos en el orden comunitario, sin embargo, prosperó la idea del castigo en un reino de sombras: fantasmas errantes, sin alegría, marcados por la nostalgia. Según Enkidú, “ahí el cuerpo está roído por la polilla, como un viejo vestido”. Sus huéspedes no son perversos, pero tuvieron en vida tan mala suerte que quedaron sin sepultura y sin dejar tras de sí una buena memoria. Por consiguiente, los “condenados al olvido” abandonaron el mundo de los vivos sin nadie que se ocupara de su espíritu.

La mitología babilónica, heredera de Sumer y Akkad, muestra hacia el segundo milenio a.C, el primer código de exigencia moral –el Hamurabi-, que regula el orden social con penas proporcionales a los delitos. Otros textos sumerios o acadios demuestran que así sea de polvo o tinieblas, la estancia en los infiernos no ofrece remanso. Los espíritus desnudos vuelan al azar, alimentados con barro. Carecen de opción y de juicio y permanecen atrapados en un sufrimiento intemporal. No hay salida ni esperanza de redención. La diosa Ereshkigal, dueña de los lugares siniestros, jamás otorga reposo a sus víctimas. Otras versiones agregan a los espíritus alados una cohorte de dioses monstruosos, que tampoco paran de prodigar castigos.

De Mesopotamia es la fuente inspiradora de la demonología medieval absorbida por varios credos, incluido el cristianismo. No falta en tan rica mitología un “defensor del mal”, abuelo del temible y también alado Satanás, solo que con la cabeza de un ave zu y humanoides sus cuatro pies y sus cuatro manos. Es decir que, desde sus orígenes, cualquier infierno o demonio manifiesta la humanización perversa de la vida.

El nombre del demonio primordial o agente perverso de la Muerte significa “lleva rápido”: “Tenía un cuerpo negro como la brea y su rostro era como el de un zu; llevaba una capa roja, un arco en la mano izquierda y una espada en la derecha: Su pie izquierdo pisaba una serpiente...” Amo del terror, tal estampa simboliza execración y fealdad. Es chillido violento, crueldad reconcentrada y verdugo sobrenatural, encargado de distribuir condenas entre seres inferiores. Arquetipo de la sevicia, el demonio encarna el rechazo deliberado de Dios al ser, él mismo, una fuerza contraria al Bien.  En sus orígenes alejado de la versión bíblica, este ser no incita a los humanos a imitarlo, como en su hora lo haría Lucifer/Satanás con los residentes del Paraíso.

La instauración de normas coincide, según la época y la geografía, con  el Tártaro griego, el Mictlán de los remotos mexicanos, el seol de los antiguos hebreos, el karta (hoyo), vavra (prisión) o parshana (sima) o morada subterránea de los muertos, correspondiente al periodo védico de la India. Por su parte, el Walhalla evolucionó de morada tenebrosa para guerreros vikingos a palacio, donde a los espíritus privilegiados les aguarda una vida espléndida al lado de Odín. Así surgieron también el Hel (lugar oculto) entre los germánicos, el inferum (lugar de abajo) en alusiones monoteístas y el inferi: término reservado por los cristianos para referirse a los infiernos “paganos”, especialmente en las traducciones de la Biblia.

Tanto los monumentos funerarios, la pintura mural, la escultura y la literatura como la estructura política del poder faraónico, contienen elementos metafísicos, propios de un refinado y complejo sistema escatológico. Arquetipo de la vida después de la vida, en el remoto Egipto los muertos reproducen “en negativo” la existencia de este mundo de luz, salvo que en el reino de Osiris su experiencia no corpórea queda expuesta a degradaciones sucesivas, según el veredicto de los dioses. De ahí la perfección adquirida en la técnica para embalsamar cadáveres.

El más allá es el viaje por excelencia. Guiados por el mapa grabado en el sarcófago, los yacentes “entran” a la muerte mediante una complicadísima travesía hacia el Oeste. Según el Libro de los muertos, el difunto, guiado por Anubis, debe enfrentarse a un tribunal implacable. De pie ante Osiris, asistido por cuarenta jueces inmortales, el alma debe examinar la letanía de malas acciones y deslindar, una por una, las cometidas de las no cometidas. Esta es la última oportunidad de arrepentirse y purificarse o, en su defecto, sobre el Ba o alma caerá la sentencia de una segunda muerte.  Si así fuera, el enjuiciado habrá de penar sus faltas con mayor intensidad. Generoso aunque justo en cierta forma, el procedimiento anticipa el valor expiatorio y contrito de la confesión.

El juicio divino entraña numerosos enigmas desde el imperio faraónico hasta nuestros días. Bajo el supuesto de que el mentiroso, tentado por un temor sobrenatural, también pretenderá engañar a sus jueces, algunos egiptólogos suponen que la escena no se realiza frente al alma del difunto, sino que el acusado conserva aún vestigios de vida cuando los dioses lo llaman a cuentas. De tal modo, el moribundo o “muerto” en tránsito tiene una última oportunidad de purificarse mediante el auxilio de sortilegios. Debe no obstante renunciar a faltas tan graves como la ira, la codicia, el orgullo, la envidia, el robo, el asesinato y, desde luego, la mentira.  En caso contrario, por persistir en la negación de la verdad, recibe la condena de la “segunda muerte”, emparentada a la idea moderna del infierno, donde sufrirá una eterna degradación hacia la nada. El castigo es pavoroso para que, al menos por miedo, los vivos elijan la virtud sobre la malicia. Sin duda, la escatología medieval se inspiró en estos modelos al discurrir sanciones correlativas a los pecados capitales.

La esencia del infierno, en cualquier caso, sugiere una frustración radical, un fracaso irremisible de la vida. En tanto y la angustia se entroniza bajo la quimera del progreso, las figuras dantescas se minimizan en el inconsciente colectivo. El mal sueño de los ancestros palidece frente a lo que Freud tuviera por malestar de la cultura y sus sucesores como el tormento interior que, de manera insidiosa y de preferencia expansiva, se exterioriza hasta convertirse en expresión del pensamiento contemporáneo. De este modo, ya no es “el otro” sartreano el infierno de la angustia, sino el yo la causa del verdadero tormento.

Entrevista al hombre de la historia

André Malraux se lamentó en La hoguera de encinas de que un gran artista, pintor, escritor, filósofo o músico no hubiera publicado un diálogo con “un hombre de la historia”. Pensó en registros de primera mano sobre encuentros y desencuentros entre, por ejemplo, Miguel Ángel y Julio II, Alejandro y los filósofos de la India, Goethe o Chateaubriand y Napoleón u otros que, aunque rodeados de testigos, carecieron del informante culto y digno de crédito, capaz de cavar en el carácter, el entorno y la significación del entrevistado.

Para no desatender el llamado, conversó a profundidad con el general de Gaulle, ya alejado del Élysée, para desvelar al Charles que, a sus 76 años de edad y en su retiro de Colombey, ya no podía decir “Francia soy yo”, aunque lo había sido inclusive a pesar de los franceses y en ocasiones también con ellos. Apasionantes, como la totalidad de sus Antimemorias, estos “fragmentos” sobre uno de los capítulos inseparables de la Europa moderna muestran al lector otro modo de interpretar la política. Hombre de mando y acción uno y aventurero y de pensamiento el otro, los dos coincidieron en más de un aspecto al “resucitar a Francia”. Un hecho, sobre lo demás, hizo imposible referirse al gaullismo sin la empresa civilizadora del que fuera su Ministro de Asuntos Culturales: su común certeza de cuán indispensable es la inteligencia educada en la construcción de una sociedad abatida.

En nuestras letras hay varios faltantes, pero el capítulo sobre las complejas no obstante estrechas relaciones entre escritores y políticos es un pozo, intocado aún, de asombros y revelaciones. Alfonso Reyes, Octavio Paz, Carlos Fuentes y Gastón García Cantú, entre tantos escritores vinculados al poder, no registraron su trato con gobernantes, miembros del clero ni hombres del o contra el sistema. Fieles al secreto, antes que a la memoria, se llevaron a la tumba testimonios, lapsus y frutos del lado oscuro. Por lealtad al confidente y no valorar este depósito de saber, la historia está llena de agujeros. Desatendieron que el escritor completa y recrea lo que el historiador apunta o con suerte intuye. Un tartamudeo aquí, un adjetivo allá, la mirada esquiva, el temblor que traiciona, la pausa, el desafío, una presencia inesperada o cuanto escapa al control del observado: todo, de preferencia el detalle,  define al hombre solo que, frente al espejo de la palabra, dice lo que el habla disfraza.  Sin embargo, no obstante ejercer la crítica en cuestiones públicas, estos observadores tocados por la curiosidad política, no se atrevieron directamente con el “rey desnudo”.

De un  López Portillo atenazado por el sentimiento de culpa al De la Madrid fumador compulsivo, de habla cancaneada y lleno de tics o del insolente Salinas que gustaba tender trampas y enredar a incautos hasta el anodino Zedillo, y de la borrosa presencia de ese Ernesto sin sustancia al par de sucesores panistas que no ofrecen desperdicio, el México contemporáneo es un manjar para narradores, ensayistas y psicoanalistas. No que los antecesores no dejaran una larga sombra durante su paso por las codiciadas viñas del poder, sino que la memoria de los mexicanos es de corto espectro y hay que agitarla con baños de verdad.

Ignoro si los escritores citados consideraron que, precisamente por calibrar su estatura y pobre herencia política y social, no se interesaron en describirlos ni en crear un retrato para las generaciones venideras. Hay que reconocer que nuestro país no es pródigo en “hombres de la historia”. Tampoco tenemos equivalentes o siquiera emparentados a los que, desde el intrépido Alejandro de Macedonia y sin descontar a Mao Zedong, Sukharno, Nehru, Kennedy y otros que atraparon la curiosidad de Malraux, fueran considerados sus pares. Lo interesante es destacar que La hoguera de encinas trasmite equidad entre el apasionado del saber y el hombre de poder: algo que, por cierto, se antoja impensable en nuestro entorno.

Malraux vislumbró la trama sutil entre pasado y presente y la siguió con asociaciones felices. Deslindó el fervor religioso de la pasión política. Sensible a la presencia y al significado del héroe, supo que en la acción existen contingencias irreproducibles. Varias veces coincidió con Einstein, aunque dos observaciones suyas lo influyeron poderosamente: una, “La palabra progreso no tendrá sentido mientras existan niños desgraciados”; otra, a propósito de Gandhi, “El ejemplo de una vida moralmente superior es invencible”. Sembrado de frases que no dejan indiferente a nadie, entre su voz y la de De Gaulle, no siempre definidas, aparecen verdades/daga, como ésta: “los gigantes políticos nunca lo son”. Distintivo de su obra, persigue de un tema a otro la huella del destino inclusive entre quienes, como su interlocutor, escapaban de él. 

Varias veces he releído las Antimemorias. Hay pasajes que podría repetir casi de memoria. En ningún caso he dejado de descubrir atisbos y logros singulares. Su agudeza descriptiva, según consta en el estremecedor capítulo sobre la marcha fúnebre de las cenizas de Jean Moulin, logra niveles insuperables. En cierta forma, entraña una de sus preocupaciones más permanentes: el dialogo entre el ser humano y el suplicio, quizá porque es más profundo que el dialogo entre el hombre y la muerte. En esa ocasión, como en su entrevista con De Gaulle, confirmó que la gente quiere que la historia se parezca a sus sueños. Aunque la palabra grandeza ha acabado por significar el fausto y una expresión teatral de las historia, el dolor, la tortura o la guerra demuestran que es el Mal y no la Muerte lo que cifra la duda de Dios.

Fabulador, enemigo de la confesión, constructor de su propia leyenda, incapaz de mostrar debilidades y testigo privilegiado de los grandes acontecimientos del siglo pasado, Malraux tuvo el acierto de retratar de cuerpo entero “una voluntad que mantuvo en vilo a toda Francia”. En Les chênes qu’on abat… casi se toca el sentimiento de eternidad compartido por su admirado De Gaulle. Su retiro durante los últimos meses de su vida y hasta su muerte, el 9 de noviembre de 1970, facilitaron que  el héroe de la II Guerra Mundial e instaurador de la V República hablara en libertad no con el que fuera colaborador, sino con el escritor que, en su hora, hizo decir a Camus que no podía recibir el Nobel porque le correspondía al autor de La condición humana, a quien consideró un talento de excepción.

Desmesuradamente alto y ya tocado por el desaliento y la sensación de abandono, Charles/Francia por fin exhibió un gesto fatigado al mirar la nieve tras la ventana. Cuando sentado en su sillón de cuero, acariciaba distraídamente al gato mientras hablaba de la muerte. La muerte de uno y la de las personas que hemos querido. La muerte que solo tiene importancia en la medida en que nos hace pensar en la vida. La muerte como acto de fe y ajuste de cuentas. Y, como en susurro, como si estuviera solo, aquel monumental De Gaulle, reducido al hombre que finalmente era, dijo:

“No es cierto que las experiencias más profundas dominen nuestras vidas. En la acción, sí. Pero no fuera de ella…”

Yerro del director del FCE


El Fondo de Cultura Económica se ha convertido en un organismo del Estado de frágil independencia moral. Expuesto a caprichos sexenales, en varias ocasiones y de modos distintos ha vulnerado su misión editorial cediendo y concediendo a presiones gubernamentales. Sobre presencias memorables que han contribuido a su prestigio, también ha tenido directores ajenos al mundo del libro y del pensamiento, como el expresidente De la Madrid y otros y otra de triste memoria, que no han dudado en exhibir indiferencia o desprecio a los escritores. Sin embargo, nunca un periodista del sistema, ex jefe de prensa de la Presidencia de Carlos Salinas, había dirigido esta gran casa editorial que desde su creación, en 1934-5, estableció los principios de su autonomía para que ni funcionarios ni particulares desvirtuaran criterios internos ni sus líneas de acción.

José Carreño Carlón no es el primer “hombre del sistema” a la cabeza del FCE, pero sí el único que ha puesto en duda la imparcialidad del organismo al utilizarlo como “plataforma publicitaria” de los intereses políticos del mandatario. De la inteligente e irrefutable crítica de Jesús Silva Herzog Márquez, publicada el pasado lunes en Reforma, se infiere que “servir” a su jefe Peña Nieto mediante una entrevista pública es, de menos, un atropello al Fondo a su cargo. Que no dispuso el programa televisado con el Presidente como director del Fondo, refutó Carreño, sino como ¿qué?: ¿jefe de prensa, priísta, periodista independiente…? No hay argumento que lo salve.

La cuestión es que es difícil, por no decir imposible, mantener la disposición de agradar a Los Pinos y, al mismo tiempo, situarse como cabeza imperturbable en un puesto ideal o supuestamente identificado con intelectuales y voces críticas. Ambos quehaceres son incompatibles entre sí, como demuestra el paso, casi imperceptible, de Antonio Carrillo Flores por estos corredores colmados de anécdotas. Como salida de algún problema, Echeverría puso al entonces joven economista Francisco Javier Alejo al frente del FCE. A poco, el destino se encargó de demostrar que el político lo es de tiempo completo y que aceptar el Fondo era un compás de espera, como al fin ocurrió. Arnoldo Orfila, Cosío Villegas, José Luis Martínez y pocos más dejaron una gran huella en la historia de la institución. Otros han pasado por ahí cual sombras imperceptibles o, en el peor de los casos, aferrados a sus defectos. En todo caso, no sería un mal ejercicio estudiar hasta dónde la mayor empresa editorial del Estado espejea ires y venires entre el presidencialismo y el complejo universo del libro y de la cultura en general en este México que no deja de asombrarnos.

A pesar de que José Carreño cuente con los recursos de su oficio para salir airado de las protestas, ya demostró quién y por qué lo nombró en el FCE; algo que, dada su trayectoria profesional vinculada al PRI, resulta obvio. Responder a la crítica como si de dos personalidades se tratara y una no fuera excluyente de la otra, agrava sin embargo el entuerto. Lo cierto es que su programa “Conversaciones a fondo”, fue el gran error del director de FCE y el tributo personal o partidista del periodista al gobernante.

 Con razón esta torcedura ha provocado protestas que, de menos, deben llegar al fondo, si, pero no nada más por lo que nacional e internacionalmente representa esta casa editorial, también por los accesorios y desafortunados comentarios de Peña Nieto sobre “la cultura de la corrupción”. Por llovido sobre mojado, sus prejuicios comprometen tanto al mundo de la cultura como al propio FCE. Luego, protegido por su anfitrión, acabó considerando la dicha corrupción como “un tema casi humano, que ha estado en la historia de la humanidad”. De que es humano, ni quién lo dude, pero no se trata de dar por sentada una debilidad facilitada por el gobierno, sino de combatir el delito mediante la  intervención efectiva de las instituciones para reprimirla, controlarla y sancionarla, como ocurre en otros países.

En vez de defender la cultura y su misión implícita, Carreño se concentró en el propósito encubierto por la pantalla de la casa editorial a su cargo: los debatidos cambios constitucionales. No es que sean otros tiempos, como se dice, es que los compromisos éticos son implícitos e incuestionables. Transgredirlos o siquiera ignorarlos es uno de muchos actos de corrupción que se cometen impunemente, como si de un derecho adquirido e inofensivo se tratara. No hay modo de conciliar el compromiso ético de la razón, inseparable de esta gran empresa editorial, con muestras de servilismo, distintivas de los priístas y en particular de los hombres del Presidente.

Un periodista orgánico en funciones y al servicio del gobierno tarde o temprano tendría que chocar con lo que representa el FCE en la historia editorial de México e Iberoamérica. Para Carreño, no hay contradicción; para los demás, es obvia. Y eso fue lo que observamos durante 90 minutos reveladores: el director del FCE actuó como agente publicitario de los intereses del Presidente.  El tema del libro, de las publicaciones o los proyectos editoriales brilló por su ausencia. Mal podría haberse tocado, por cierto, con los allí presentes. Al convocar “comentaristas” como Denise Maerker, León Krauze, Ciro Gómez Leyva, Pablo Hiriart, Lilly Téllez y Pascal Beltrán para que hicieran preguntas comedidas al Presidente, Carreño con seguridad  supuso que Maerker y Krauze darían el toque “conveniente” de pluralidad o crítica. Después de todo, uno era el asunto a tratar y el fundamental en los empeños persuasivos del régimen: las reformas estructurales. Si fuera el jefe de prensa de Peña Nieto, Carreño no le habría hecho mejor propaganda. Pero insisto: es el director del Fondo de Cultura Económica, el órgano editorial más importante de la historia de México...

Este es uno de tanto ejemplos en los que se ve cuán difícil es que las personas sepan cuál es su lugar, qué es lo que les corresponde y lo que, a toda costa, deben evitar. Confundir y/o fusionar deberes y compromisos implícitos con intereses circunstanciales es, sobre lo que todos sabemos, otra característica de la corrupción impulsada, tutelada y tolerada por el propio sistema de poder. Moral, decencia básica, congruencia y dignidad son atributos (desde luego trasmitidos por la cultura) que tienden a repudiarse, evitarse o ignorarse porque recuerdan lo que es y debe ser un hombre, un verdadero Hombre; es decir, una persona íntegra, cuya conducta no se presta a suspicacias. No dar importancia a lo que verdaderamente la tiene conduce al cinismo, y a lo que le sigue. Y eso, a fin de cuentas, es lo lamentable.

De Gutenberg al blog: Pasión por la palabra

Jack StauffacherPhotography by Maggie Lee.&nbsp;Rights reserved

Jack Stauffacher

Photography by Maggie Lee. Rights reserved

El culto a la prensa, a las formas y a la impresión con tipos móviles ha perdurado, desde la genial invención de Gutenberg, en el siglo XV, como sagrario del espíritu renacentista. Representantes de la tipografía pura como el legendario Alberto Tallone, creador, en 1949, del Carattere Tallone, así como su maestro parisino en Châtenay-Malabry, Maurice Darantière, y su discípulo Jack W. Stauffacher, fundador, en 1969, de The Greenwood Press en San Francisco, destacan entre los altos ejemplos de amantes del libro, de la letra y la palabra, que elevaron a obras de arte la tipografía, el diseño, la imprenta y la publicación de libros notables, en pequeñas o medianas ediciones hechas a mano.

Desde hojas sueltas, cartas, plaquetas y diseños gráficos hasta libros de singular belleza, como Phaedrus  a dialogue by Plato, en el que se ve tanto el silencio como la voz de Sócrates en las páginas de la derecha y de Phaedrus, en la izquierda, algunas composiciones experimentales con madera y metal del californiano Stauffacher, no solo están en las colecciones permanentes del Museo de Arte Moderno de San Francisco y de la Biblioteca de la Universidad de Stanford, sino que han sido acreedoras de varias distinciones internacionales.

Hay días en que, abrumada por la falta de sensibilidad que se ha incrementado de manera lastimosa en torno de la palabra y del libro, acudo a joyas tipográficas para recobrarme con muestras bellas del trabajo escritural. Desde la fabricación artesanal del papel hasta la selección de tipos, textos y cuanto se relaciona con la transparencia artística de la letra, incluidas fundas y camisas, la simplicidad refinada de algunos tipógrafos e impresores se equipara al contenido poético de obras que, como las de Dante, empezó a realizar Tallone, durante cinco años de aprendiz en el taller parisino de Darantière, en el Hôtel de Sagonne, un hermoso edificio del siglo XVII, diseñado por Mansart, el arquitecto de Versalles.

A su regreso a Italia, en 1957, Tallone abrió su atelier en la propiedad materna de Alpignano, cerca de Torino, donde publicó tres inéditos de su amigo y admirador, Pablo Neruda.  Sus descendientes conservan el sitio, el oficio y principios clásicos de la tipografía que, sin renunciar a sus raíces culturales, encumbran las formas geométricas del alfabeto romano, su densidad y colorido, que espejean “los signos invisibles de la memoria”, que harían decir a Franco Maria Ricci que “sintetizan su comprensión mágica del pensamiento”, como señalara el también genial Stauffacher en su Homage to Alberto Tallone, 1898-1968: un testimonio publicado en Visible Language: V I Winter 1972, que releo como lección de calidad moral al reconocer un legado que, de menos, contribuyó a que el propio Jack encontrara en su oficio la fuente cotidiana de verdadera felicidad. Sus observaciones, por contraste, me recuerdan que no importa cuán mezquino nos parezca el medio ni hasta dónde se extienda el desprecio por la obra del espíritu, porque siempre ha habido y habrá espíritus superiores que se cruzan por nuestras vidas para llenarnos de beneficios.

A mi amigo Jack Stauffacher debo, precisamente, el amor que profeso por este oficio que congrega visión gráfica, proporción clásica en la formación y la elegancia indispensable para atraer a los lectores y bibliófilos más exigentes. Desde que lo conocí en su legendario taller de Broadway 300, en San Francisco, supe que estaba ante un hombre de atributos excepcionales. Concentrado en la elaboración para coleccionistas del Homage to Quevedo de José Luis Cuevas, observaba cada pliego recién sacado de la prensa y extendido por su orden en una larga mesa de trabajo. Lupa en mano, cubierto con delantal de impresor y las gafas en la punta de la nariz, al punto me introdujo con generosidad a su espacio consagrado. Me mostró tipos, cajas de impresión, planchas, tintas y papeles, cuya finura aterciopelada le hizo evocar los fabricados a mano en el Cartiere Enrico Magnani, en la toscana Pescia, que su maestro Tallone consideraba “aristocráticos”.

Al tiempo  y por fotografías me daría cuenta de que su taller era muy parecido al de Tallone en Alpignano. Gradualmente descubriría numerosas afinidades entre ellos hasta confirmar, en su Homage to Tallone, que entre discípulo y maestro fluía el mismo aliento poético de las antiguas escuelas europeas de esta artesanía. Amigo de artistas, arquitectos, cineastas y poetas como Sam Francis o Kenneth Rexroth, a quienes conocí por él, Jack convirtió su Greenwood Press en catedral de la amistad y punto de reunión de inteligencias notables que, entre jóvenes y mayores, hacían creer que el conocimiento era un aire fresco traído desde la remota Grecia para iluminar el área de la Bahía. Si sus conversaciones eran excitantes mientras trabajaba con pasión contagiosa, al compartir el café o el vino con pequeños grupos, no ocultaba su alegría al enterarse de logros de los demás.

 Con frecuencia extendía la cordialidad hasta su casa donde, con su familia y dos o tres invitados, entre los que me contaba, él mismo cocinaba pasta mientras presidía, al calor de la estufa, reuniones que todavía añoro como ejemplo de felicidad perfecta. A la fecha, con 94 años de edad,  mantiene vivo el raro don de apreciar la naturaleza y al Hombre desde su raíz ética y estética. Quizá ya no se transporta en bicicleta ni recoge en el camino ramilletes de romero o lavanda, como me dicen que solía hacerlo hasta hace poco, sin que lo arredraran cuestas ni distancias, pero no dudo de que Jack seguirá encarnando el carácter renacentista que tanta falta hace en nuestra sociedad enferma.

La tecnología no ha eliminado el trabajo del impresor, solo modificó su expresión. Ni la mejor pantalla, sin embargo, trasmite el olor, la textura y la belleza del trabajo artesanal. Podemos escribir un blog con el mismo amor con que el lenguaje comunica significados en el papel. Sabemos que las palabras perviven en la espaciosa y no menos enigmática “nube”. Las reencontramos en la memoria de un USB e inclusive letra e imagen, con suerte y expuestas a sucesivas correcciones, van a sumarse a los depósitos de “servidores”, como Google o Yahoo. De ningún modo se pierde el placer del texto ni los lenguajes gráfico y escritural tienen por qué caer en el limbo de lo arcaico. La creación artística siempre tendrá su lugar, su sagrario irrenunciable, como esos hombres privilegiados que han vivido para hacer un poco mejores nuestras vidas. Lo confirmamos al percibir el efecto de la belleza cuando, por ejemplo, un libro/objeto abre nuestros sentidos a los logros más nobles de una humanidad empeñada en degradarse. Entonces decimos que sí, la palabra es sagrada y la impresión su sagrario.

Pachanga panista: advertencia oportuna

Luis Alberto Villarreal, ex coordinador de la bancada del PAN en la Cámara de Diputados. (Tomada de Facebook / camaradediputados)

Luis Alberto Villarreal, ex coordinador de la bancada del PAN en la Cámara de Diputados. (Tomada de Facebook / camaradediputados)

La fiestecita de los panistas, con buenas razones, da mucho qué pensar y más que especular. Quizá a la espera de una “coyuntura”, el video en poder de Reporte Índigo se publica ocho meses después de ocurrida la “reunión privada” de parlamentarios, en el licencioso Puerto Vallarta. Como es de suponer, hay mar de fondo al exhibir distracciones de estos relamidos muchachos, a la sazón dedicados a “la política”, y con seguridad concentrados en dignificar este generoso país, tan habituado a dar a manos llenas a sus “mejores y disciplinados hombres”, sean de la facción que sean.

Por prejuicio o por vicio, desde los días de Manuel Gómez Morín y Efraín González Luna, el PAN, aún sin registro entonces y constituido como principal opositor y discrepante del sistema presidencialista, presumió decencia, incorruptibilidad, vocación democrática, amor patrio y cuanto cupiera en su conservadurismo no solo teñido de religiosidad, sino afín a la doctrina jesuítica, cultivada por las primeras generaciones fundadoras del Partido. Los tiempos cambian, como se sabe, y de aquellos abuelos no quedaría ni la foto de familia que las buenas gentes, mejor de provincia cual corresponde, gustan colgar en las salas de sus casas. Lo de hoy no es la fidelidad a un ideario ya extinto; lo de hoy es renunciar a los ideales, a las presiones de conciencia, al compromiso ético y a la inteligencia política, a cambio de arrojarse con todo para hacerse del poder, cultivar componendas y disfrutar sus beneficios absolutos.

Lejos están los días que hicieron afirmar al “Caudillo”, Álvaro Obregón, que “nadie resiste un cañonazo de cincuenta mil pesos”. Ahora hay cheques de quince millones o más para los comprensivos legisladores que levantan la mano a tiempo para aprobar reformas y modernizar al país. Nuestro “Ogro filantrópico”, al democratizarse, amplió sus habilidades persuasivas: ya no es necesario “arreglarse en lo oscurito” ni repartir castigos, congelamientos y muertes civiles a discreción. Gracias a la tecnología, los desobedientes o mal portados no deben cuidarse de ir en la procesión, sino de que meseros, “señoritas galantes” o vivos anónimos les quiten el palio y aparezcan, cuando menos lo esperan, como figuras estelares del Facebook. Nunca mejor dicho, el problema no está “en hacerlo” ni en ser bribones, sino en que los cachen y exhiban su verdadera naturaleza.

Dejaron de ser rentables la casa chica y los adulterios que dotaban de sentido y autoridad a confesores y confesionarios. Si bien la religión y el propósito de enmienda perdieron clientela en este país maltrecho, los pecados capitales sentaron en cambio sus reales, desde arriba y hasta abajo, en la mente y la conducta de los autonombrados intachables neoconservadores creyentes, mismos que prometieron “limpiar” el cochinero priísta. Decirse de Guanajuato, San Luis Potosí, Querétaro y Jalisco, donde florecieron los cristerios “defensores de la probidad, la decencia, la moral y la fe”, era algo así como mostrarse bueno e incorruptible, justiciero, decente y a prueba de las tentaciones del poder absoluto. Abiertos representantes de la intolerancia y estrechez de miras, al paladear las mieles gubernamentales, los panistas, desde el régimen de Fox, no han hecho más que dejar constancia de su pequeñez, su fascinación por el dinero y su incapacidad de siquiera aproximarse a los oficios políticos del PRI. Ineptos inclusive para sobrellevar la herencia de sus mayores, estos representantes de las derechas resultaron peores a sus rivales históricos y ni siquiera pueden ponerse de acuerdo entre ellos.

De que el panismo está en crisis, ni sus correligionarios lo dudan. De que los machines de siempre dan rienda suelta a su sexualidad primitiva, cuando pueden y como y con quienes pueden –mejor si al ritmo de “la quebradita”-, tampoco es cuestión que se ignore. No son las fantasías elementales de pobres diablos con ambiciones de poder y acceso a las bondades del erario lo que preocupa en lo fundamental, porque así es nuestra mísera democracia subsidiada. Tampoco la hipocresía de los mochos es tema inédito en la historia oral de la población. Es el declive político, moral, intelectual y social la medida de una sociedad tocada por el síndrome de la derrota. Y es que cada vez más y con mayor desvergüenza, se entroniza la medianía en esta infortunada República, donde brillan por su ausencia no solo las mentes lúcidas, sino hombres y mujeres mínimamente pensantes, responsables, congruentes o cuando menos conscientes de lo que significa igualarse hacia arriba en  esta tierra de vencidos.

No que nos escandalicemos de sus distracciones a la sombra ni que su contacto con señoritas de compañía -como ahora se llama a putas, meretrices, prostitutas, rameras, zorras; y, más recientemente, sexoservidoras, trabajadoras sexuales, tabledancers, bailarinas  o scorts entre “catrines”-, amerite golpes de pecho, aullidos contritos o lamentos por haber sido “víctimas” de una supuesta “celada”, según se quejara el repatingado y ya destituido coordinador de la bancada panista. Es que estamos hartos de bonos y sueldos millonarios, así como de abusos, engaños y simulación. Hartos del pudridero y de enredos que espejean el carácter y los negocios de quienes pretenden dirigir el destino del país, mientras se enriquecen y pagan veleidades con nuestros impuestos.

El tal Luis Alberto Villarreal y su hermano Ricardo, exhibidos por el periódico Reforma y guanajuatenses, “como Dios manda”, están relacionados con el grupo de los Rojas Cardona, conocidos “casineros”. De él se dice, además, que estuvo involucrado “en el escándalo de las extorsiones que hacían los diputados a los alcaldes”, como ya es del dominio público. Una finísima persona, pues, que como al diputado Martín López Cisneros, le gusta “quitar una pelusa de la espalda” a las “animadoras sociales” que amablemente acuden a sus pachangas, “estrictamente privadas”.

Del listado de miembros de la cúpula panista, “incondicionales a Madero”, que aparecieron en el video de la exclusiva y carísima Villa Balboa, destacan el también removido vice coordinador de la bancada y lugarteniente de Madero, Jorge Villalobos, Martín López Cisneros, diputado por Nuevo León e integrante del Comité de Administración del Poder Legislativo, Alejandro Zapata Perogordo, miembro del Consejo Rector del Pacto por México y José Alfredo Labastida Cuadra, secretario técnico del Grupo Parlamentario; es decir, finísimos sujetos, “cráneos privilegiados”, como gustaría llamarlos a Valle Inclán y parlamentarios ejemplares, en quienes podemos depositar la esperanza de subsanar la corrupción que ahoga al infortunado país al que le llueve de todo, menos decencia, calidad política y justicia social.

No será con esta cáfila de vividores con quienes se construya una democracia digna, como la merecemos y por la que trabajamos quienes aún creemos en que es posible un México que no nos avergüence ni nos destaque en los primeros puestos de los corruptos mundiales. ¡Cuidado con los conservadores y los fanáticos!, me decía un difunto simpatizante de la Teología de la Liberación: “son gente peligrosa: llevan en el alma al demonio agazapado”.

Donjuanismo

Don Juan Tenorio

Don Juan Tenorio

Si amar a la elegida por la sola razón de desearla fuera bastante para colmar una vida, las cosas para un don Juan a quien sólo alegra la seducción peregrina, serían demasiado sencillas. Conquistador arquetípico, equipara el amor a la guerra. La resistencia lo excita, pero consuma su triunfo repudiando a la que, enamorada por fin, se le entrega sin condiciones. Desear, siempre desear lo difícil o inalcanzable y perder el interés al lograrlo. No hay fin ni emoción intermedia porque el amor se idealiza de rostro en rostro y salta, con atavíos renovados, de una persona a otra.

Precisamente en eso consiste el secreto de la publicidad para vender mercancías: hacerlas deseables, insustituibles y después tirarlas. La complejidad que vivimos confirma la actualidad del mito al hacerlo extensivo al consumismo voraz de cosas, símbolos y personas. Adquirir, poseer y después desechar desencadena sentimientos que van de la ansiedad al vacío; pero no en un don Juan porque, como todo psicópata, para él no existen la culpa ni el remordimiento.  Nunca, nada, puede satisfacer el ideal o la fantasía que lo incita a seducir, ser aceptado y continuar la fuga no de la otra o del otro, sino de sí mismo.

Cuanto más cree amar, o en su caso poseer incautas sucesivas, mayor su absurdo, porque nunca encuentra la saciedad. Con ojo clínico atisba a la presa, de preferencia virgen, inclusive monja, casada o comprometida y mejor estando aún con la otra: así paladea mejor la conquista. No es que no suspire por la que tiene; tampoco  que no la encuentre atractiva, es que lo desconocido y por venir se le vuelve irresistible. Tal impulso activa sus habilidades de seducción y, rostro afuera, despliega al hombre simpático, adulador, atractivo y en apariencia dueño de sí que enamora a la doña Inés de cada ocasión. La presa cae, él la usa y, al sustituirla, despliega la cruel realidad que oculta en su verdadera naturaleza que, según algunos, es esquizoide, en tanto y otros especialistas la consideran histérica.

La atracción ilusoria va ascendiendo en la escala de un amador para quien, según sus códices, todo está permitido. Sustraído de la idea de cualquier dios que lo contenga, sólo valora su propio juicio. Nada lo liga a nadie ni lo libera de nada. De antemano don Juan ha renunciado a la esperanza en el porvenir; es decir, carece de memoria y de prospectiva. Sus expectativas comienzan y concluyen en el aquí y ahora. Vive sin apelación y sin contentarse con lo que tiene. Es un irreverente sucesor de Zeus que gasta sus días fanfarroneado, engañando, despreciando a la muerte, porque de hecho la teme. Repetir una misma actitud lo hace sentir vivo, dueño de la situación y superior a sus rivales. Es tan ocurrente que no hay disfraz que no le funcione, crimen que lo detenga ni sexualidad que se iguale a la manera que tiene de dar nada, pues nada tiene en su corazón seco, en su cabal estado de vacuidad.

Para el “burlador”, como lo llamó Tirso de Molina, no hay ley humana ni divina que frene su fatuidad, su falta de escrúpulos ni sus apetitos sexuales.   El pasado no existe en el registro de su conducta ni la memoria lo hace consciente de la estéril repetición de una búsqueda de gozo. Don Juan es un vividor, no un coleccionista, de ahí que decir donjuanismo equivalga a la renuncia de cualquier atadura moral, afectiva o de conciencia.  A pesar de sus alardes, en sus propósitos predomina el seductor sobre el mujeriego, aunque resulte difícil separarlos, inclusive al hacer extensivo el fenómeno entre homosexuales. Por el poco valor que le reconoce a la vida está dispuesto  a jugarse la suya en un duelo o mantenerla en la orilla del riesgo, lo que le resulta todavía más placentero.

La muerte aparece desde los primeros indicios de un supuestamente real Juan Tenorio, miembro de una familia noble de Sevilla, que asesinó al Conde de Ulloa para raptar a su hija, engañarla, deshonrarla y no dejarle más salida que el convento o casarse con otro para encubrir su vergüenza.  Desde las primeras dramatizaciones del personaje,  lo representan como un libertino inconmovible a quien ni siquiera afecta el ridículo. Su móvil es la insolencia victoriosa, la afición a lo teatral y la fugaz felicidad que experimenta al ir saltando de uno a otro flirteo para cumplir la terrible sanción que invariablemente, lo conduce a destruir lo que ama o a la que desea. 

Sobre la carga religiosa con que se ha pretendido castigar en éste y en otro mundo las perfidias del conquistador irresistible, el de don Juan es el único mito literario que ha reflorecido constantemente en casi todas las expresiones artísticas desde el siglo XVI e, inclusive, en versiones sucesivamente adaptadas para ilustrar la banalidad de las relaciones modernas. El donjuanismo ha transitado del drama a la comedia y a la ópera, de la leyenda al recurso anecdótico y de la curiosidad del ensayista al análisis sociológico y social para incorporarse, a partir del siglo XX, al repertorio del psicoanálisis. Por encima del Quijote y más allá de la popularidad simbólica de Fausto, el carácter disipado y esencialmente grotesco de don Juan excede cualquier freno moralizante.

Cada vez más complejo y sin embargo adaptable, el modelo ha encontrado un acomodo perfecto en el individualismo engendrado por la sociedad de consumo.  Comprar, adquirir o poseer, alimenta el deseo, pero nunca garantiza satisfacción. Es un enajenado que renace fortalecido de fechorías cada vez más complejas y crueles. Más moderno y actual se antoja cuanto más desatiende las normas y transgrede lo que los demás más aprecian. Quienes procuraron para él un castigo ejemplar, en cambio, borraron de la memoria social e inclusive literaria porque ninguno de aquellos justicieros logró unificar características paradigmáticas. Cayó también un lastimoso olvido sobre los franciscanos que lo amenazaron con el infierno. Ni sombra quedó de los que, en nombre del honor, lo asesinan secretamente para mandarlo al averno. Y es que los vengadores, como los castigos religiosos, cayeron en descrédito en nuestro tiempo, quizá porque a cambio de la idea del pecado creció el interés por desentrañar los vericuetos de la conducta.

Nadie mejor que el Burlador de Sevilla para reelaborar histriónicamente su inclinación juguetona e invariablemente mentirosa. Y aunque el proceso de repetirse es infecundo, a él lo colma de sentido. Su naturaleza es muy obvia: no hay misterio en sus patrañas ni complejidad en la rutina de aparecer, seducir y desaparecer de preferencia emboscado, por lo que sus víctimas comparten la responsabilidad del timo, a menos de que se trate del modelo de mujer incauta, ingenua e ignorante de los enredos de la seducción. Así fueron seguramente las confinadas en los conventos o en sus hogares en los siglos XVI y XVII, pero no obstante los avances de género, la evidencia demuestra que ni profesionistas ni feministas se libran de las engañosas redes del seductor embustero.

Precisamente por sus defectos, nunca por sus virtudes, don Juan es amado y odiado por las mismas causas que se le admira o se envidia.  Profesional del escapismo, de preferencia apuesto, galante hasta el ridículo e invariablemente adulador, es arquetipo del seductor que ignora la tristeza. No sólo la suya propia, sino la que siembra a su alrededor. Egoísta a ultranza, de vivir, solo vive multiplicándose en su goce absurdo. El don Juan que prolifera entre nosotros ostenta peculiaridades de la cultura que lo recrea como símbolo infalible. Practicante del úselo y tírelo, el donjuanismo es, entre nosotros, representación viva y vacía de la fugacidad del instante.

Desde su profundo ser busca un ideal imposible: la madre, el padre, la emblemática Helena de Troya o cualquier fijación que arrastra desde la cuna. Atado como Sísifo a la condena de multiplicar una misma obsesión, don Juan se imita a sí mismo al cautivar y luchar por el objeto de su deseo; luego estruja, castiga la esperanza a cambio de un aquí y ahora sin redención, aunque adorna su fantasía de lo eterno renunciado a la añoranza. En realidad no conquista nada, más bien incrementa el enorme vacío que lo habita. De ahí que sólo pueda ser fiel a lo que nadie podrá darle nunca: el gusto amargo de una respuesta única y totalizadora de todos los rostros del mundo.

Lo que ya procede es examinar la parte correspondiente, la que cede y se rinde a los delirios donjuanescos, quizá por una misma ilusión de banalidad compartida

De la grilla y otras voces

Es cosa sabida que en eso de inventar términos que dicen sin decir lo que se quiere decir, los mexicanos se pintan solos. José Moreno Villa tuvo que reaprender español para entendernos y darse a entender aquí, en su tierra de acogida. Como al resto de exiliados, le pareció inconcebible que alguien fuera medio ladrón, estuviera medio enfermo o medio embarazada. Entre el lenguaje de señas y la profusión de diminutivos e imprecisiones, se sintió perdido, hasta dar con el hilo negro: “no es que no hablen castellano, es que encubren la verdad de todos los modos posibles”.

Si el habla común es rica en giros incomprensibles, la clase política no tiene rival a la hora de hacer del idioma un complemento de su costal de mañas. Cuesta aceptarlo, pero es cierto: es ancestral la incapacidad del mexicano para decir las cosas por su nombre. Moreno Villa se dio cuenta de que nadie dice NO en México, aunque da vueltas y revueltas para evitar comprometerse. Tuvo que afinar sus sentidos para adivinar evasivas y fórmulas retorcidas. Le asombraban los barroquismos, inclusive al ordenar un simple vaso con agua. ¿A qué tanto enredo? -se preguntaba-, si nada más se requieren dos palabras: “Mesero, agua”. Yo le hablo, le decían a modo de despedida; y él lo creía, pero se quedaba esperando. No se preocupe, y resulta que tenía todo de qué preocuparse. Tanto se preguntó si españoles y mexicanos compartíamos idioma que acabó escribiendo Cornucopia mexicana. De haber reparado en las complicaciones lingüísticas de los políticos, nos habría legado un tesoro.

Eso, sin desdeñar el principio de eternidad en voces como al ratito o la semana que entra, que lo mismo sirven para quitarse de encima a un cobrador que para dejar colgada una acción o un compromiso. Los laberintos verbales nos impiden saber con quién estamos tratado. Que todo empieza y acaba en el vicio de mentir, me espetaba una airada Ikram Antaki, convencida de que el mexicano miente como respira. Lo proclamaba en público y en privado, y aun añadía que solo en este país la gente repite sin cesar no es cierto, no es cierto… Con la historia de su Siria natal en mente, yo la escuchaba sin ánimo de polemizar, pero su agresividad empeoraba.

Que priva un carácter evasivo en nuestra cultura, ya lo sabemos. Que las máscaras están en el mapa genético, también. Fray Diego Durán fue de los primeros en advertir que los mexicanos se ocultan, son taimados.  Quizá porque suponen que serán rechazados tal como son. Sea cual sea la causa, lo cierto es que es obvio el deseo de ser otro. De ahí se desprenden actitudes como encubrir, simular, aparentar, disimular, engañar y, en síntesis, mentir y abusar del otro. En tal aspecto nuestra herencia no solo sigue siendo una red de agujeros, como se lamentara el anónimo de Tlatelolco, también ha producido frutos lingüísticos invaluables, al menos en política y a partir del revelador madruguete que, consignado por Martín Luis Guzmán, daría pie al socorrido y metafórico verbo madrugar: adelantarse, chingar al contrincante, timarlo y, a fin de cuentas, sorprenderlo con lo inesperado.

A partir de que Porfirio Díaz comenzó a referirse al Sistema, se creó la imagen de una estructura sólida que le vino como anillo al dedo a la familia revolucionaria.  El PRI y El sistema formarían una estructura de poder tan cerrada que de ella derivarían las condiciones implícitas para ser, parecer, conducirse y ser reconocido como un hombre del sistema. Es una lástima que, no obstante su riqueza, el vocabulario de la grilla y su correlativa tranza no hayan trascendido el coto coloquial.  Vivimos rodeados de grillos: confunden, no son de fiar y su discurso aturrulla; sin embargo, se reproducen en libertad en las curules, en las calles, en la burocracia y en los partidos políticos. Demagogos en lo esencial, alardean triunfos inexistentes y, como pocos, saben que el que no tranza no avanza. Hábiles al pendejear, dar largas y esquivar sin mojarse, viven enchufados a cualquier facción partidista o sindical. Todo lo contrario de la chucha cuerera, que se sabe de todas, todas, empezando por los tiempos y los tejemanejes.

Indispensables en los engranajes del poder, las chuchas cuereras han sido pocas, pero invaluables en la estructura institucional.  Podría decirse que si el sistema es un cuerpo, como pensaba Porfirio Díaz, ellos serían el cerebro. Desgraciadamente, esta es una de las especies en extinción en los nuevos estilos de gobernar: Fidel Velázquez, Carlos Madrazo, Jesús Reyes Heroles, Porfirio Muñoz Ledo… Pragmáticos o ideólogos, al saber de experiencia agregaban una singular intuición para “dar en el blanco”. Además de conocer al dedillo tiempos y signos del sistema, dominaban el arte de hablar, sugerir, adelantarse, retroceder o callar a discreción. En sus cotos se cocinaban propuestas, ajustes y soluciones en horas críticas. Mejor que los demás conocían lo prohibido y lo permitido, lo conveniente y lo inconveniente. Que pescaban los mensajes al vuelo y no se les iba una.  Al menos el líder vitalicio de la CTM y el singular Reyes Heroles sabían todo lo que había que saber respecto de nombres, categorías, propuestas, consensos, arreglos, amistades y enemigos peligrosos. Nada qué ver con los petimetres encumbrados en este torneo de reformas constitucionales y acomodos en lo oscurito. No hay que olvidar que, cuando el nacionalismo no era uno de los males a erradicar, hubo hombres que antepusieron el destino de México al interés personal. O al menos ese era el discurso regente.

De palabras/baúl está llena la política mexicana. Hay un sin fin de sanciones entre las técnicas de congelamiento y la temida muerte civil. Quien se atreva a explorar la historia del poder, siquiera en nuestro siglo XX, debe empezar por lo que el zorro de Reyes Heroles sintetizó en esta indiscutible fórmula: En política, la forma es fondo.  Así pues, hay que reparar en el significado de los acarreos, movimientos de masas, componendas, complicidades, alianzas, ajustes sindicales…, para rematar con la corona del esfuerzo, la obediencia, la disciplina y la discreción: el tapadismo.

El presidencialismo no sería lo que ha sido sin la cohorte de oportunistas, escaladores, arribistas, operadores y trepadores. Hay oro molido en el habla de la grilla. Pocos son, sin embargo, los que desde dentro han hincado el diente a vocabulario tan sugestivo. Emilio Portes Gil, es una de las excepciones. Al describir su colaboración con el general Abelardo L. Rodríguez en el capítulo 10 de Autobiografía de la Revolución Mexicana, dejó esta perla invaluable:

Defino el agachismo como el arte de aceptar, cual si fuera un honor, la humillación que el superior impone, cuando el inferior se ha salido del carril que aquél le fijó, de acuerdo con sus intereses personales, o su capricho. El agachismo –que no es palabra castiza, pero que en nuestro medio significa el sistema o la costumbre de agacharse cuando viene el golpe- ha fomentado tal hábito entre nuestros políticos que muchos de ellos, con la mayor frescura, aceptan bien un puesto, bien una canonjía, y a veces hasta un regaño cariñoso, cuando ven que el jefe se ha sentido lastimado con alguna actitud digna de su parte.

“El agachismo está íntimamente ligado con la mala costumbre  que –según los agachistas- siguen algunos funcionarios en México, de no renunciar a los puestos públicos que les confieren. En nuestro país son pocos los que renuncian a un puesto, a pesar de que el superior les cause humillaciones. Generalmente esperan hasta que se les despida ignominiosamente como a cualquier barrendero.”

 

En este mundo de secretos y nudos gordianos, el aprendizaje es cosa seria. No son los libros la guía, ni la ciencia política; mucho menos la moral, el patriotismo ni cualquier conciencia cívica. Es el ojo en alerta, el oído pronto y la suerte de estar a la hora, en el lugar y a la sombra del indicado lo que habrá de determinar el destino no ya del trepador de los años pasados, sino de los saltimbanquis y chapulines quienes, a partir del declive priísta, de las formación de las tribus y de la movida interfacciosa, engendraron una especie de oportunistas en pos de hueso que viajan sin escrúpulos entre curules, partidos e ideologías.

Si antes de la rueda de la fortuna en que se ha convertido el juego político transgredir normas no declaradas conducía a la marginación, a una indistinta caída pa´arriba o pa´abajo o en casos extremos, al congelamiento temporal o  la muerte civil, ahora, gracias al pragmatismo acomodaticio que todo permite, cualquiera puede hacer lo que sea sin que el sistema lo resienta ni el poder se despeine.

Son otros tiempos, podríamos decir. También el país es distinto; digo, lo que queda de él, pues con tanta alharaca nacionalista y tanto do de pecho de la familia revolucionaria, hace rato nos quedamos con las manos vacías. Lo interesante es que los usos verbales siguen vigentes. Todavía lo que resiste apoya, como también observara Reyes Heroles. Igual que ayer, hoy un saludo dado es un voto ganado.  Y como siempre, entre tantos tejemanejes, nos siguen dando atole con el dedo.

La “Gran familia”: retrato social


ZAMORA | 17 de Jul de 2014 - 6:17 AM | Por: AGENCIAS

ZAMORA | 17 de Jul de 2014 - 6:17 AM | Por: AGENCIAS

Formar gente buena para una vida útil y también buena: con ser simple la fórmula, el Estado Mexicano ha sido incapaz de incluirla en sus deberes fundamentales. Dejar en manos de sindicalistas corruptos, de mujeres u hombres de caritativa o errática voluntad o del arbitrario lucro privado, ha sido uno de los mayores fracasos de los gobiernos de la República. Niños, etnias y condición femenina en general han sido las mayores víctimas de la injusticia social. Por consiguiente, los últimos en recibir los beneficios de nuestra deficiente democracia. Sin acceso a las condiciones de equidad instituidas por el derecho internacional, los hijos de la pobreza extrema están condenados a reproducir males no resueltos generación tras generación. Expuestos al principio de las excepciones, su realidad los condena a repetir el infortunio de sus progenitores: un destino que no puede ser más desalentador.

La traza del futuro está en el presente. Jamás demagogia alguna ha construido un porvenir promisorio. Ni las desigualdades extremas ni la descomposición de la sociedad son obra de la casualidad, sino de errores agravados por el sistema corrupto de gobernar. La lógica es inequívoca: si la estructura está degradada, lo que sostiene también, hasta que cae para dejar al desnudo las consecuencias de su debilidad. Si los poderes no cumplen ni las instituciones se rigen con normas y acciones confiables, no hay por qué suponer que albergues infantiles fundados y regentados por la libre y a excusa de que se ocupan de la población desatendida por el Estado, sean un modelo de orden y confiabilidad.

El caso de Rosa Verduzco y su controversial “familia”, que unos defienden con ahínco y otros consideran aberrante, ha hecho estallar, desde la michoacana ciudad de Zamora, la vergüenza nacional. Los hechos, colmados de irregularidades, trascienden la responsabilidad de su protagonista. Que una persona, por su fueros, “recoja” y se haga cargo de más de 600 menores de edad en estado de marginación  es, en cualquier pueblo que se respete, inaceptable, impensable y aberrante. Peor si, como se ha publicado inclusive en el extranjero, se entremezclan edades, sexos, problemas de conducta, drogadicción y cuanto se pueda una imaginar respecto del submundo que, en el siglo XIX, habría dejado sin aliento al mismísimo Dickens.

Nadie puede ni debe sustituir las obligaciones del Estado. Santa para unos, demonio para sus acusadores, la mujer que ahora desencadena versiones apasionadas no es más que hechura del medio que orientó su destino. Por virtuosa o vil que fuera desde que hace décadas comenzó a “ahijar” a niños y adolescentes rechazados por su entorno, una mujer sin formación, sin vigilancia oficial, “educadora” por instinto, madre sustituta y fiel practicante del “te quiero, te golpeo”, envejeció con la papa caliente que acabaría pudriéndose en sus manos.

Tarde y mal, la Procuraduría de la República intervino el albergue lanzando alharacas que evidencian la prolongada irresponsabilidad de las autoridades. El problema empeora al corroborar que en vez de investigar, actuar y resolver racional, legal y discretamente situación tan irregular, el Procurador se encargó personalmente de agitar a la opinión pública.  Inmersos en un galimatías judicial y por donde se examine el conflicto, el Estado es el único culpable de la situación de los albergados.

Para eso están las instituciones y los recursos que provienen de nuestros impuestos: para cubrir satisfactoriamente las necesidades de quienes, por orfandad, miseria o abandono se encuentran en condición de riesgo o desamparo. Zamora es punta de una realidad infantil miserable. Niños abusados sexualmente; adolescentes con historial delictivo, otros con problemas de drogadicción; cientos de maltratados, explotados o robados, incontables con experiencia en la mendicidad, por miles obligados a trabajar; embarazos, hambre, migración… No hay región de nuestro territorio cuya realidad infantil no esté afectada por las desigualdades extremas y la injusticia social.

Aunque en 1990 México ratificó las Directrices de Naciones Unidas sobre las modalidades alternativas de los cuidados de los niños, y acató los términos de la Convención sobre los Derechos del Niño, no cumplió el compromiso de resguardarlos y vigilar con registros y seguimientos profesionales los centros de acogida, dependientes de la caridad pública. Tal irresponsabilidad ha propiciado que, sin control, acaso sin historiales clínicos ni familiares, y aun con la complacencia social, cualquier voluntario sustituya, con deficiencias implícitas, el deber del Estado.

El fenómeno de niños privados de su medio familiar es una constante mexicana. UNICEF en vano ha insistido en la urgencia de revisar los procesos de institucionalización y cuidados alternativos de los menores. Que el Estado no los proteja es inaceptable y profundamente inmoral. Que entre las prioridades de la justicia no se contemple la observancia de sus derechos, es prueba fehaciente no de la ausencia de democracia, sino de algo peor: el abandono, de la cuna a la mortaja, de un capital humano que debería participar activamente en la construcción de una sociedad digna, multicultural y unificada por ideales de bienestar y justicia.

Si, como dijera Rosa Verduzco en entrevista a El País, se trata de niños que “nadie quiere”, de antemano tendríamos que aceptar la existencia de sobrantes de humanidad: es decir, personas sin presencia jurídica, desamorados, infelices y sin garantías vitales. Lo publicado en el diario español no tiene desperdicio. Al enterarnos de que gente “influyente” relacionada con el poder, así como de la burguesía local y del ámbito cultural protege e inclusive otorga dádivas a la obra de la tristemente célebre Mamá Rosa, se hace aún más gravosa la conducta de las autoridades. Durante años se prefirió hacer la vista gorda ante el montón de denuncias que realizar las investigaciones pertinentes para actuar conforme a derecho. El disimulo y el encubrimiento, como todos sabemos, no se sustraen de las prácticas corruptas.

No contar con un inventario de los albergues ni con registros clínicos, fiscales, presupuestales, sanitarios, psicológicos, escolares, administrativos ni de parentesco equivale a dejar a su aire organizaciones que dependen de caridades y/o subsidios discrecionales. La generosidad puede valorarse en términos religiosos y espirituales, pero es intolerable como sustituto de lo establecido legalmente.

Por extensión, hay mar de fondo en las adopciones en cubierto de infantes no deseados. Avalada por el disimulo judicial, esta práctica a cielo abierto, permite que extranjeros se lleven del país a niños previamente registrados como propios. En ocasiones vendidos por sus padres, las víctimas del desamor familiar lo son también del repudio de su patria, que los priva del derecho a crecer y formar parte de su comunidad de origen, como es frecuente en estados como Oaxaca.

Agitado el avispero, se ha dejado en libertad el griterío. Así son las cosas en nuestro pobre México. Al fin y al cabo, somos los reyes del coheterío y del olvido. Mañana será otro día y todo seguirá igual. Ayer Elba Esther, hoy Mamá Rosa y pasado mañana, Dios dirá. Niños migrantes, niños de la calle, hijos abandonados, menores envilecidos: todo da igual. Ya crecerán y México continuará arrastrando el estigma de su desgracia.

Del origen de las palabras: La Torre de Babel


El mito de la  torre de Babel es uno de los más sugestivos. Llegar al Cielo, escudriñar el aposento de Dios o descubrir lo que las alturas ocultaban, fue  aspiración de los sobrevivientes del Diluvio. Al saltar de la paja a la argamasa, se atrevieron con la construcción del zigurat: una estructura escalonada, con terrazas, bases circulares, rampas y cámaras alternas. No fue el deseo de ser recordados lo que inspiró el proyecto inconcluso en la remota Babilonia, sino la necesidad de librarse del azote de las tormentas.  En esta hazaña hubo un hombre que más que el poder amaba el progreso: Nemrod, bisnieto de Noé, primer guerrero y monarca de que se tenga noticia.

Ni en el Edén pudo resignarse el Hombre a permanecer pasivo. Y desde el Edén, algo quedó en claro: más mueve al hombre lo que ignora que lo que sabe. Fuera por desafiar lo desconocido, por explorar los humanos alcances o por dejar una huella en el mundo, lo cierto es que los súbditos de Nemrod desafiaron a Dios por segunda vez: tenían que inconformarse, experimentar y arriesgarse para construir un horizonte distinto e ilusoriamente mejor a lo que tenían. Quizá el rechazo a su pasado dramático animó la osadía de un dirigente con apetito de eternidad.  Pudo ser también que al reproducirse las tribus y emigrar por grupos después del Diluvio, los más avezados fueran maldecidos por el Creador, porque la confusión de los sistemas verbales no puede ser más que otra expresión de la Caída. Lo cierto es que al verse amenazados por las aguas, los abuelos supieron que había que nombrar, de modos distintos, lo que entre ellos los iba diferenciando.

Por inmensa que fuera la nave de Noé, cuesta imaginar en calma a la muchedumbre en un zoológico hacinado, pestilente y cada vez más saturado de desechos putrefactos. Las aguas subieron rápidamente por encima de árboles y cerros. No había colores ni vestigios de vida. Atenidos a la gracia suprema, los elegidos quedaron a la deriva sobre las montañas de Ararat. Al cuidado de su carga vital, pasaron semanas esperando que los vientos se llevaran quién sabe a dónde las aguas. Nada sería igual después de la tempestad. Ni siquiera la vida cuando todo se hubiera secado y la gente pudiera establecerse en sus tiendas: no la Tierra ni el paisaje; tampoco los animales que consiguieron salvarse. Es de creer, sin embargo, que la pérdida de sus bienes primitivos no fue total.  Después de la trayectoria infructuosa del cuervo o de la paloma que Noé echó a volar por la ventana del arca en busca de indicios de vida, reinó la desesperanza. Todo cambió cuando el ave regresó con una rama de olivo en el pico: señal de que de hambre no habrían de morirse en la humedad remanente.

Hay que repasar el relato del Diluvio para imaginar la incertidumbre entre la parentela de Noé. Apretujados en el arca, gastaban sus días librando el zarandeo provocado por la tormenta. Tenían que cuidarse y cuidar a cientos o miles de animales que se arrastraban, nadaban  o volaban. Separaban a los domésticos y a los salvajes, a los puros y a los impuros. Muchas cosas debieron fantasear durante cuarenta días con sus noches que duraron las lluvias. Seguramente los hombres, encargados del bienestar de mujeres y niños, pensaron en cómo organizarse, cultivar en su beneficio la tierra y construir viviendas seguras a partir de que se acomodaran en la región de Senaar. Allí el patriarca Noé, que fuera labrador, plantó la primera viña. En aquella llanura sufrió la subsecuente embriaguez con el fermento de las uvas. Y de este episodio se desprendió la ruptura entre su descendencia.

Que al entrar a la tienda Cam vio desnudo a su padre, y en vez de cubrirlo con discreción salió a contárselo a sus dos hermanos. Lejos de burlarse de su estado, los devotos Sem y Jafet, caminaron de espaldas para evitar mirarlo y envolvieron al anciano con una capa. Al despertar de su borrachera y enterarse de lo sucedido, Noé bendijo a Sem y pidió a Dios que hiciera fecundo a Jafet, en tanto y a Cam –buen cazador- lo maldijo para que se convirtiera en siervo de sus hermanos.

En breves líneas, aunque colmadas de claves, en el capítulo 11 del Génesis leemos que los sobrevivientes del Diluvio hablaban la misma lengua. Siendo familia, mal podría ser de otra manera. La transformación vendría cuando, al bajar las aguas, se dirigieron desde el Monte Ararat hacia el este hasta encontrar una llanura en la región de Senaar, donde decidieron construir una ciudad. Que podían comer todos los animales y verduras que quisieran, les indicó el Señor, menos la carne con sangre, “porque en la sangre está la vida”. Dios era su protector y nada habría de faltarles, salvo el indispensable y humano remedio para mitigar su pavor, después de haber quedado marcados por tan terrible experiencia.

Precisamente Nemrod, hijo de Cos, nieto de Cam, bisnieto de Noé y primer soldado del mundo, sería el impulsor del colosal proyecto en las orillas de Babel. A él se atribuye el acierto de fabricar ladrillos y cocerlos al fuego. Al ver que podían agruparse uno junto a otro y en hileras de arriba abajo, hizo pegarlos entre sí con betún de argamasa.  Después ordenó construir plataformas y muros “por si se desperdigaran por todo el haz de la Tierra”, como habría de ocurrir.  La idea era trepar, ascender hasta lo posible, pero bien escribió Kafka en su diario: “Si hubiera sido posible construir la Torre de Babel sin trepar a ella, habría sido permitida”. Por consiguiente, tratar de alcanzar el cielo y rivalizar con el supremo poder desató la ira divina. Al ganar en altura, lo nuevo tenía que nombrarse. Y las lenguas están hechas de nombres que aparecen, se transforman y fluyen entre descubrimientos y aspiraciones. En el peor de los casos, las lenguas desaparecen con la memoria de sus hablantes.

En La ciudad de las palabras, Alberto Manguel escribió que, según una exégesis medieval judía, la ambición de Nemrod era invadir el reino de Dios. Su pueblo estaba dividido en tres grupos: “el primero quería hacer la guerra al Cielo; el segundo, erigir allí sus ídolos y adorarlos; el tercero, atacar a las huestes celestiales con arcos y flechas.” Mientras que un motivo superaba a los otros,  avanzaron juntos en esta empresa. Tan hermosa historia sobre el origen de las palabras no podía menos que corresponder a los dominios sagrados. Verbo Él mismo, Dios envió a sus ángeles para castigar la osadía confundiendo su lengua, “de forma que no se entendieran los unos con los otros.” El caos fue total: “ninguno sabía lo que el otro decía; uno pedía argamasa y el otro le daba un ladrillo; el primero, enfurecido, tiraba el ladrillo a su compañero y lo mataba. Muchos perecieron de ese modo, y el resto fueron castigados de acuerdo con la naturaleza de su conducta rebelde.”

Para la exégesis medieval judía, el castigo fue más allá de las lenguas y de la destrucción de la Torre: entre sí se enfrentaron con hachas y espadas los que pretendieron atacar al Cielo. Los idólatras fueron convertidos en monos o en fantasmas y los miembros del tercer grupo, que desearon guerrear contra Dios, “fueron dispersados por toda la tierra y olvidaron que los había unido alguna vez una lengua común.” Si esta condena no fuera suficiente por haber atentado contra el Supremo, los comentaristas medievales agregaron lo terrible que no podría faltar en cualquier mito: la doble relación entre el conflicto y el olvido. Si  de lo primero derivaría la formidable diferenciación del lenguaje, el olvido perduraría asociado a la incapacidad de trasmitir la experiencia. Tan grave como la confusión de las voces, el lugar donde se construyó conservaría su poder de “hacer olvidar todo lo que alguna vez supieron los que pasan por allí.”

Con la mítica e inacabada Torre se puso de manifiesto la frustración que sigue al fracaso. También quedó la certeza de que la indagación debe avanzar, a pesar de que en la búsqueda de la verdad y lo nuevo, la humanidad desencadene impulsos de autodestrucción. De acatar la orden de pasividad, no habrían perdurado las generaciones. Y acaso tampoco la vida: el conflicto es necesario hasta cierto punto, hasta que el progreso se revierte. No hay modo de saber cómo habría sido el mundo de no haberse dividido y ensanchado el Verbo del origen. Sólo sabemos que miles de lenguas han cursado el planeta como el más claro testimonio de que los pueblos se distinguen por sus dioses, pero especialmente por sus palabras. Pero éstas no bastan para que la humanidad consiga entenderse, aun en los casos de hablar en el mismo idioma.

Quizá el más caro relato para cualquier escritor, éste conserva intacto el misterio del Verbo, el poder de las voces. La tentación de nombrar ha prosperado con la invención de las cosas y la apertura del pensamiento. Sin embargo, ni con millones de términos se explican la visión de Dios ni el dolor de los hombres. Después de la Caída del mítico Paraíso, la osadía de los babilonios dejó en herencia la confusión. Sólo al Señor se le pudo ocurrir tremendo castigo, pues si llegaran a cumplir su propósito, nada de lo que discurrieran los hombres hubiera sido imposible.

A la voz de “Tengan muchos hijos y pueblen la Tierra”, el Señor anunció a Noé que nunca más volvería a maldecir la Tierra por culpa del hombre ni a destruir a todos los animales, como lo hizo con el Diluvio. Dijo también que, desde joven, el hombre sólo piensa en hacer lo malo. Afirmación que demostraría, desde la desobediencia de Eva y la oscura complicidad de Adán, que algo torcido marcó a nuestra especie desde el momento de su creación. Tanto los hijos de Noé como la muchedumbre de descendientes se aplicaron con tal eficacia a reproducirse que formaron clanes, poblaron costas y vastas regiones, fundaron numerosas ciudades y al tiempo se extendieron y dispersaron hasta hacerse incontables los pueblos que poco a poco olvidaron sus orígenes.

Hasta consignar el fracaso de la  Torre, nadie sabía más que los otros. El idioma era uno, claro y suficiente para nombrar cuanto podía distinguirse. Voces y pensamientos fluían con una correspondencia cabal entre los hablantes. Por pequeño o inmenso que fuera el mundo, se iba ensanchando en las mentes al ritmo de su vocabulario. No obstante, si atendemos la parte oculta del mito, la comunicación no bastaba: los hombres querían más, querían aventurarse en lo que ignoraban, probar sus límites, “subir” y progresar, a pesar del daño concomitante.

Cuando hubo memoria escrita, Josefo escribió que Nemrod, “un hombre atrevido y de gran fortaleza de manos”, consideró que someterse a Dios era un acto de cobardía. Convenció a su gente de que la felicidad dependía de su esfuerzo, no de la gracia divina.  Incitó a la multitud a construir la torre de ladrillos que fueron pegando con mezcla de brea, de manera que no permitiera la infiltración del agua. Pronto resultó tan sólida, ancha y alta que, a la vista de todos, parecía menor a lo que realmente era. Al calificar de  tonto su proceder, el Señor no quiso destruirlos, sino castigar su ausencia de sabiduría provocando un tumulto entre ellos. Al lugar se le nombró Babilonia por derivar de Babel –confusión entre los hebreos-, y nunca más los pueblos disfrutaron el privilegio de compartir y entenderse con un solo Verbo.

La lección es actual: sin temeridad la realidad carecería de sentido. Tan necesaria como comer, dormir o alimentarse, inventar es una de las funciones para sobrevivir y enriquecer la existencia.  Por ella la vida ha podido sortear los poderes oscuros; sin ella, nuestra profunda y ancestral sensación de orfandad nos habría impedido discurrir dioses, idiomas y religiones. Así fue en el pasado remoto y también es así en nuestros días: para reconocer su naturaleza y situarse en un mundo colmado de incógnitas, el hombre ha discurrido sucesos extraordinarios y versiones magníficas; pero, sobre todo, jamás ha renunciado a su tarea de multiplicar las voces.

Analfabetos y el sistema


Imagen cortesía de radio tezulutlan

Imagen cortesía de radio tezulutlan

El doctor José Narro, rector de la UNAM, pone el dedo en la llaga: de 118 millones de habitantes, 5 millones son analfabetos, sin incluir indocumentados en los Estados Unidos. Se quedó corto, porque la situación es peor: depende de cómo se interprete la escala de cero escolaridad a la ignorancia progresiva de la población mayoritaria.  Para determinar cuán tremendo es el atraso, habría que calcular el contraste; es decir, a las personas instruidas. En vez de deficiencias, lo cual es relativamente sencillo, se deberían medir categorías básicas como capacidad de expresarse y estar en aptitud de conocer la realidad, emitir juicios, tomar decisiones y plantear y resolver problemas. Se confirmaría cuán pequeña es la minoría de mexicanos a la altura de estándares mundiales.

Sería un milagro saber que hay más de un millón con conocimientos básicos (elementales) en ciencia, arte, política, literatura, historia, economía y gramática. Un millón, cuando menos un millón entre los 115 millones, que puede leer, entender, analizar, criticar y recordar lo esencial de un libro completo, siquiera de ficción, para no complicarnos con el desafío del ensayo ni con la poesía. Con optimismo, pues, hay un millón de coterruños educados, en el estricto significado del término.

Esta pobre cifra, desde luego supuesta, podría ser todavía más pequeña si la población se sometiera a un examen de cultura general. Si nos escandalizan los resultados de la OCDE, el de la mayoría que no excluye a los universitarios nos dejaría la cara roja de vergüenza. Debemos decirlo, aunque duela:  hay país por las individualidades. Son los hombres y mujeres que pese a los gobernantes, por encima de los partidos políticos y no obstante el sin fin de obstáculos escolares, religiosos, sociales, sindicales, económicos, institucionales y de varia índole, persisten con responsabilidad en su tarea de hacer lo que saben con lo mejor que pueden y tienen.

Hay que medir al revés el analfabetismo real, para enterarnos de sus alcances: la mayoría no ha superado su condición primitiva. Así que la estadística de los mexicanos formados sería el único indicador confiable y válido del desarrollo nacional. Con ediciones de mil o dos mil ejemplares que tardan años en venderse, con tirajes de periódicos como recados de familia, con una población que tartajea, insulta y repite porque desconoce el idioma, no es un atrevimiento suponer que la inteligencia educada es cinco o seis veces menor a la población de muchas delegaciones del Distrito Federal; Tlalpan, por ejemplo.

Solo la gran minoría está enterada de los asuntos nacionales e internacionales. Es también la que defiende y valora el sentido ético de la existencia. La que comprende la trascendencia de la dignidad y la democracia, no obstante sus limitaciones. Gracias a este puñado de personas pensantes, formadas y conscientes, las cosas no han sido peores. Únicamente los seres educados comprenden la diferencia entre ser esclavo de la ignorancia y la capacidad de gobernar el  propio destino. En fin, no hay más que abrir los ojos para comprobar que no existe la claridad ni la gente puede comunicarse. Los hechos son inocultables:  cuando menos 114 millones de habitantes desconoce los sustantivos, las preposiciones, los adverbios… y no se diga lo relativo a sinónimos, antónimos y conjugaciones. Esos y no otros, son registros del analfabetismo, con o sin escolaridad.

Durante décadas hemos soportado estoicamente el fraude educativo. No somos un pueblo con ímpetu de superación; todo lo contrario. De ahí que triunfaran la chapuza y la componenda desde los antecedentes sindicales de los años veinte hasta la consolidación del SNTE como un gremio adherido a la Confederación de Trabajadores de México (CTM). Su historia es tan sucia como larga desde que, en 1939, quedó establecida la alianza electoral entre obreros, maestros, campesinos y el “sector popular” para fortalecer el presidencialismo fundado por Lázaro Cárdenas.

Inseparable de la historia del poder, el régimen educativo ha repetido la doble vertiente pública y privada de la economía nacional. Imposible examinar un fenómeno masivo de consecuencias brutales sin considerar que, desde sus orígenes, fue obra de una política de complicidades, encubrimientos y componendas. Cumplir con el deber de educar habría aniquilado al “Sistema”: un modelo de control absoluto que ha subsistido con su esencia intacta, no obstante mínimos ajustes democratizadores y graduales. 

Fiel reflejo de nuestras desigualdades, en las aulas se finca el modelo de privilegios y en ellas se distribuyen, en rigurosa aritmética, la marginación y la hegemonía. No es casual, por consiguiente, que haya más de cincuenta millones de personas en límites de miseria extrema. Tampoco que entre los más ricos del mundo actual destaquen empresarios mexicanos que no se distinguen por ser los mejor formados, sino los que mejor aprovechan los vicios del sistema. Educar, en consecuencia, no ha sido prioridad ni de los gobiernos ni de la sociedad en su conjunto. De ahí que sin freno y con la complacencia colectiva se instituyera la ignorancia como un modo de ser nacional.

Y toda esta gramática del horror ha venido a estallar -¡quién lo dijera!- por obra y gracia del neoliberalismo global. Se nos impuso el límite en que las democracias requieren un punto de partida y otro de llegada. Para la circunstancia mexicana, este requisito es imposible de cumplir en ésta, en la otra y sabe Dios en cuántas generaciones. ¿Cómo educar sin destruir el  sistema? He ahí el reto. ¿Cómo y con cuál prodigio desaparecerán corruptelas y fraudes para ser un país confiable y mínimamente justo? ¿Cómo valorar la dignidad desde la indignidad? ¿Cómo acabar con la batalla del tiburón y las sardinas?

No nos compliquemos: la verdadera educación, desde los días de los griegos, es inseparable de la paideia; es decir, de las fuerzas formativas de la sociedad.  Civismo, congruencia, ética, un ideal de Estado, rectitud, ajuste socioeconómico con miras al equilibrio social y maestros que en verdad lo sean: eso es lo fundamental. La calidad de los gobiernos y los poderes es correlativa a la de sus educadores y, por tanto, a la del tejido social. Lo demás se cultiva familiar e individualmente. Hay que tener una cultura básica para enriquecer la formación con lecturas sistemáticas. Nunca hubo en la histora la riqueza de recursos que nos han tocado en suerte: libros, miles de centros de documentación e investigación, acceso a prácticamente todas las lenguas y, por supuesto, el milagro de nuestra época: la internet. Lo que no se ve, todavía, es el voluntarismo pregonado por Vasconcelos como condición inaplazable si es que se pretender vencer la condición primitiva.

Niños migrantes: víctimas de la injusticia


Niños migrantes

Niños migrantes

Niños de nadie: sin padres ni patria ni garantías ni dios que los salve. Más de 52 mil menores, en inmensa mayoría sin acompañante, han saturado los establecimientos de acogida temporal tanto en California como en el estado de Texas. Con ser un fenómeno regular, de octubre a la fecha las cifras de llegada de los migrantes se duplicaron respecto de los meses anteriores. La que para el presidente Obama es una “crisis humanitaria” que exige una gran inversión en infraestructura se ha convertido, en cuestión de días, en bomba política y compromiso inaplazable para cinco naciones implicadas: México, Honduras, El Salvador, Guatemala y los Estados Unidos.

Estamos ante el eslabón más frágil de la  movilización de la miseria: una manera dramática de revertir, contra el Norte, siglos de saqueo y codicia que dejaron a los territorios del Sur sin riquezas naturales, sin alternativas de prevención, sin sociedades estables ni gobiernos confiables. La migración sistemática de jóvenes y adultos se toleró mientras los intereses de los países de acogida demandaron mano de obra barata. El fracaso del modelo neoliberal, sin embargo, extremó añosos desequilibrios hasta desencadenar la desesperación de millones de marginados que, expulsados de sus países de origen por la falta de esperanzas activas, se convirtieron en el mayor desafío de los poderes fortalecidos a sus expensas.

La historia no perdona y no se atiende, hasta que un nuevo estallido crítico se revierte contra falsos estándares de bienestar. Tarde o temprano se repiten ciclos aleccionadores que, desde la Edad Media, provocan desplazamientos multitudinarios que desnudan una verdad, válida para todos los tiempos: la acumulación desmesurada de las minorías proviene de una irracional explotación de los más. Cualquier sociólogo lo sabe: las fuentes de riqueza son las mismas y limitadas. Para que uno tenga en demasía tiene que despojar a muchos. Para que este imperativo del capitalismo salvaje imponga sus leyes deben violarse los derechos humanos.

De haber considerado requisitos de equilibrio, los ideales democráticos habrían situado a las personas en el centro de sus intereses. La existencia del puñado de ricos mundiales es prueba fehaciente del gran fracaso de la República y de las democracias contemporáneas. Para serlo, la justicia es equitativa o no es. La situación de los niños, por consiguiente, radicaliza del dilema –ahora global- de los derechos, obligaciones y libertades. Es inminente, por tanto, consensuar una acción inaplazable: modificar el modelo económico/social imperante. Cualquier otra medida es inútil y errática.

Despojados de protección, garantías y derechos, estos miles de niños no pueden ni deber ser sujetos de caridades ni remedios superficiales. Por apreciable que sea la intervención de agrupaciones civiles, ningún paliativo sustituye el deber de los gobiernos implicados. Como si escasearan motivos  de violencia, preocupación e inestabilidad en las fronteras norte y sur, la africanización de una parte de nuestra América exige una cirugía mayor. Parece increíble que apenas comience a considerarse la urgencia de realizar, oficialmente, un registro de origen, identidad, estado de salud y vínculos familiares.  Indocumentados los padres e “ilegales” los infantes, estamos ante “hijos de nadie” reducidos a la papa caliente de gobiernos que no saben qué hacer con una muchedumbre sin vínculos ni destino. En mayoría son “ninguno”. Y como ninguno han sido tratados inclusive al transitar por nuestro país hacia la tierra prometida.

Como en la Edad Media o peor: así se echan al camino a ciegas y, en ocasiones, en manos de “polleros”, traficantes, delincuentes y abusadores, sin sospechar el infierno que les aguarda a lo largo de miles de kilómetros.  Expuestos al azar, inclusive los bebés sedados van siendo sacudidos por los malos y peores vientos hasta dejar a éste aquí y a aquél donde menos lo hubiera imaginado el pariente que, en su comunidad, ilusoriamente pretendió enviar a los más pequeños al lado de sus padres.

Sin atreverse con la red de criminales que lucran con la migración, el problema cambiará de aspecto, pero no podrá resolverse en las condiciones actuales. Deben flexibilizarse las leyes relacionadas con el tránsito de personas y, a la par, modificar políticas internas a favor del desarrollo social, familiar y económico de los países implicados. Hasta el momento no hay para el éxodo infantil propuesta social, política, diplomática ni económica confiable que dignifique su presente y su porvenir. Las medidas que apenas se están esbozando son superficiales e insuficientes. Solo responden al estallido mediático que ha escandalizado a la opinión pública. Las organizaciones civiles carecen de medios jurídicos y materiales para subsanar los horrores a los que están expuestas estas criaturas: hambre, enfermedades, abusos, explotación, violaciones sexuales, persecuciones, maltrato, insultos, miedo y daños psicológicos irreversibles.

De hecho y de tiempo atrás, son un problema para el vientre que los parió, para el país que los expulsa, para el territorio/puente hacia el sueño americano y también para los Estados Unidos. En esta cadena de desgracias, México lleva la peor parte: recibe a la gente, pero carece de sensibilidad, normas, educación e infraestructura para atenderla, tanto de ida como de regreso. Para “la Migra”, en cambio, el conflicto de los indeseados se va subsanando al echarlos o “deportarlos” de su territorio por la puerta trasera de manera indiscriminada.

Es antiguo el lamento mexicano sobre el mal trato que reciben los indocumentados en el país vecino. Buen cuidado tiene la demagogia, en cambio, de ocultar el rosario de sufrimientos que propinamos a los sudamericanos en tránsito. La brutalidad determina su capacidad de sobrevivencia y solo los más fuertes y audaces se libran de mayores consecuencias. Es innegable que México no puede ni debe hacer suyo este grueso eslabón de una conflictiva cadena internacional relacionada con el fracaso de las sociedades modernas. Sin embargo, nada libra al país de su obligación moral y política en un problema que afecta a millones de conciudadanos.

Niños de la calle, niños del camino o niños confinados en albergues inhóspitos, para ellos no valen las clasificaciones ociosas porque son víctimas de una desigualdad que no reconoce fronteras. La historia no es nueva ni única, pero es la que nos atañe. Enterarnos de movimientos masivos de hambrientos, perseguidos o desesperados en Siria, Paquistán, Afganistán o en varias regiones africanas puede o no conmovernos, pero la distancia geográfica contribuye a no sacudir en demasía nuestra buena conciencia. Otra cosa es que nuestros niños estén en el pozo de una atroz injusticia. Estremece que los más pequeños vayan drogados, como lo hacen los pordioseros con los bebés sin que intervengan las autoridades.

Sobrantes de humanidad, su situación los expuso a lo peor que puede ocurrir a un ser humano: carecer de destino. No es el rostro más ingrato de la “crisis humanitaria” en los Estados Unidos. Es la evidencia de una infernal injusticia social en la que México, por supuesto, no tiene las manos limpias.  Grave cosa, para empezar, que aquí se haya amasado la mayor fortuna personal del mundo contemporáneo y que en la exclusiva lista de ricos mundiales  destaquen cuando menos diez mexicanos. Estas no son casualidades ni obra de buenos negocios. Es la causa de la pavorosa desigualdad fusionada a la falta de ética que padecemos.

Detrás de las páginas


Sir Francis Richard Burton 

Sir Francis Richard Burton

 

Como quien mira dos mundos: el del revés y el derecho. Así se muestra la vida cuando la curiosidad del lector no se detiene en la página impresa. Encontrar lo que un escritor calla, omite u oculta sobre sí mismo enriquece el placer del texto. Me refiero a los autores que atesoramos en nuestro Canon particular. Lo demás: lo malo y mediano que se vende a puños, se celebra a voces, se institucionaliza o se pretende de “fácil lectura”, carece de lo esencial: el misterio. Ir más allá de lo aparente exige afinar una óptica especial, aunque hay casos, como la identidad de Shakespeare, que triunfan sobre la más pertinaz voluntad. Pese a las excepciones, no existe esfuerzo sin recompensa ni fisgón satisfecho con una sola respuesta.  

Quitar “la máscara” al colosal André Malraux dejó al desnudo al tipo mal encarado y peor amante, mitómano y ladrón de joyas arqueológicas en Indochina que se inventó un pasado a la altura de sus aspiraciones. Consciente de que la panadería del modesto poblado francés, a cargo de la madre abandonada y las tías, era tan poca cosa como el padre suicida y un abuelo aún más oscuro, el genial aventurero no escapó al escalpelo de los biógrafos. Si no el que más, fue uno de los más influyentes ministros del gaullismo. Por eso hay que ver cómo sus detractores parecen relamerse los bigotes cuando pillan al genio en un tropiezo. Si sus Antimemorias contrastan al hombre que fue con el talentosísimo que quiso ser, no hay duda de que la miga más fértil de su ficción verdadera quedó en lo que repudió y pretendió esconder sobre sí mismo.

Al leer por primera vez Pasado en claro de Octavio Paz, supe que en la estremecedora muerte del padre alcohólico había una historia detrás de la historia. Celoso de su imagen y de los tránsitos privados de su agitado destino, Paz fue de los que prefirieron cubrir agujeros incómodos con letras selladas a piedra y lodo. Vidas tortuosas, secretos bien resguardados, temperamentos insufribles, temores insospechados… Eso y más he descubierto al explorar al que Fama disfraza, lo que demuestra que se puede ser un gran escritor y una mala persona o talentoso, transgresor, aventurero y/o con locuras geniales sin afectar la calidad de la obra. Lo inusual e impensable, en contrapunto, es el anodino capaz no digamos de una página deslumbrante, sino de atrapar nuestra curiosidad. Hasta donde se, no hay mediocre que pueda crear una obra excepcional, por una sola causa: nadie puede saltar sobre sí mismo; es decir, sobre su naturaleza.

Todo empezó cuando, fascinada con la inteligencia y la osadía del explorador, escritor, aventurero, genio y lingüista Sir  Richard Francis Burton, quise conocer al hombre que una noche se acostaba con una gitana y amanecía hablando romaní. Su pasión por los disfraces le permitió pasar por nativo tanto en la India como en amplias regiones de África.  Registraba tan puntillosamente conceptos sobre la sexualidad, el erotismo y costumbres sexuales que la sociedad victoriana no tardó en amarlo o despreciarlo a discreción, por la misma causa: su invaluable, fecundísima e ilimitada curiosidad intelectual.

Además de primer traductor al inglés de Las mil y una noches, tanto el Kama Sutra como El jardín perfumado dieron cuenta de sus alcances.  Describió las hasta entonces inescrutables culturas de una amplísima franja entre India y África, que llegó a conocer mejor que cualquier nativo. Reunió miles de páginas con anotaciones antropológicas, geográficas, topográficas e inclusive militares y diplomáticas que pese a controversias explicables, lo acreditan como el verdadero descubridor de las fuentes del Nilo. Incluidos el hindi, el guyaratí, el maratí, el persa y el árabe, Burton dejó estudios y pruebas fehacientes de su fluido dominio de más de 29 lenguas que asimilaba, según dijeran testigos, “de manera sobrenatural”. 

Representante sin par de la Inglaterra decimonónica que por un lado atiborraba la Royal Geographical Society para escuchar relatos casi fantásticos de colonialistas, científicos, cartógrafos y exploradores y por otro exacerbaba su puritanismo, “Dick el rufián” o el “Blanco negro”, como lo apodaban, no se libró de ataques ni estuvo exento de contradicciones. Domesticó a un montón de monos para aprender su lenguaje. Con nueve años de vivencias en la India profunda, consumó su notoriedad en la capital del Imperio por haber vencido a más enemigos en combate que ningún otro hombre de su tiempo. Ese mismo rebelde y erudito genial, sin embargo, vino a caer en los brazos de la católica Isabel Arundell quien, nada más convertirse en la rígida e intolerante Mrs. Burton, decidió echar al fuego cientos de manuscritos por considerarlos pecaminosos. Se hacia pasar por nativo en burdeles proscritos, harems y secretísimos espacios homosexuales que mantenían intactos placeres descritos en el Kama Sutra y El jardín perfumado. Llegó al extremo de medir los penes para clasificarlos por región, raza o cultura, tanto en reposo como en plena erección. Como si su legado escrito no fuera bastante, además se atrevió con expediciones y desafíos nunca antes probados por hombres occidentales.

Con apenas indicios de sus hazañas me apliqué a buscar al hombre detrás de las páginas. Cuanto más avanzaba en detalles de su biografía más anodinos me parecían mis coetáneos. Bajo la lógica de que lo semejante llama a lo semejante, uno tras otro fueron llegando nombres, historias y revelaciones que completaban las mías o, al menos, aliviaban mis fantasías más persistentes: Herodoto, la Reina de Saba, Marco Polo, Abelardo y Eloísa, Luis de Camoes, Giordano Bruno, Thomas Edward Lawrence (el de Arabia), Malraux… Cuando cayó en mis manos un ejemplar de Magic and Mystery in Tibet di un primer paso para, en adelante, seguir las huellas de Alexandra David Nèel: primera occidental en entrar en Llasa, cuando la capital del Tíbet estaba prohibida a los extranjeros. Su contagiosa pasión por las religiones, los viajes difíciles y los misterios orientales no únicamente aniquiló el prejuicio sobre la incapacidad femenina para atreverse con exploraciones geográficas, místicas e intelectuales, también, al leer hasta la última línea de su diario, quedé convencida de que los grandes retos templan el espíritu, aguzan la mente, dotan de sentido a la existencia y revelan cuán hondo y trascendental puede ser el camino en sí, cuando fusionado a la ancestral y sagrada idea del destino.

No fue extraño que sus hallazgos orientales fascinaran a mentalidades tan transgresoras y emblemáticas como Allen Ginsberg, Jack Kerouac o Alan Watts ni que los años sesenta, especialmente californianos, recibieran su influjo como aire benéfico. Precisamente en 1968, al cumplir cien años de edad y uno antes de su fallecimiento, Alexandra peregrinó a los Himalaya en busca de la iluminación. Hazaña que no extrañó a quienes sabíamos que durante dos años –en la más pura austeridad, por lo que estuvo a punto de morir congelada- se apartó con su maestro en una cueva, a 4 mil metros de altitud, para meditar, dominar la lengua y estudiar el tantrismo tibetano. Para ella, la edad nunca representó un problema ni se planteó la conformidad pasiva como consecuencia inevitable de la vejez. Solía caminar unos 40 kilómetros diarios para que ninguna limitación física entorpeciera sus prácticas espirituales. Que su vida no tenía desperdicio y que para quien supiera mirar y sentir cada minuto de libertad esa vida vagabunda era la auténtica gloria.

Historias de tal calibre han sido nutriente infaltable en la mía. Así como hay épocas más literarias, deslumbrantes y proclives a plantar ideales en mentes de excepción, también se derrama en las conciencias el sello nefasto de las oscuras, como la que nos ha tocado en suerte. Es cierto que nadie escapa al signo de su tiempo, ni siquiera las individualidades que subsisten a contracorriente y persisten a pesar de incontables obstáculos. Pero nadie podrá negar que lo mejor de la historia se debe a los más rebeldes, inconformes, pertinaces y talentosos. Son los hombres y mujeres de excepción que, de preferencia a contracorriente, han contribuido a ennoblecer la vida con su sola voluntad de no ceder ni conceder para ir más allá, no obstante el yugo de la mediocridad.

Hay días en que el crimen, la violencia y la espantosa mezquindad adueñada de la cultura institucionalizada caen sobre nuestras cabezas como plomo insoportable. Es el momento de acudir al revés de las páginas para conocer hasta dónde la adversidad ha sido inseparable de grandes destinos. Y hasta podría creerse, ante historias que se antojan fantásticas, que México tiene remedio y que la obra, la voluntad y el tesón de algunos, contra cualquier evidencia, impondrá sus frutos a pesar de obstáculos inauditos.

Sixties… ¿Qué es eso?

Una ola que se formó en los cuarenta, llegó a su clímax en los sesenta y reventó tristemente en los albores del neoconservadurismo de los ochenta: a grosso modo, tal fue el fenómeno de masas que marcó un antes y un después en las formas de ser, entender el mundo y relacionarse con los demás. Entre el hallazgo de los antibióticos, la proliferación de vacunas, el posterior uso de anticonceptivos y las mejoras en los sistemas asistenciales, la población mundial se incrementó como nunca antes. Ningún gobernante supo qué hacer ante los efectos del baby boom, protagonistas de los sixties: uno de los mayores desafíos de la posguerra mundial; y, a la voz de “amor y paz” y de la “revolución de la flor”, grandes ciudades se vieron sorprendidas por la novedad de que lo que habían construido y anhelado “con tanto sacrificio” era rechazado con virulencia por los jóvenes.

Demasiados nacimientos, menores índices de mortalidad, incremento de los promedios de vida, déficit de aulas, viviendas, alimentos, comunicaciones, hospitales… Para la influyente, imperialista y ultranacionalista mentalidad norteamericana, una fue la respuesta: hacia fuera invadir, saquear y entrometerse; en lo interno, activación de capitales y producción en serie mediante una imparable industrialización, hipotecas, préstamos, universidades, viviendas y consumo a plazos vitalicios de la sagrada propiedad privada. Toda acción, inclusive para cientos de miles que emigraban anualmente hacia los promisorios Estados Unidos, se realizaba bajo el mismo lema/guía del sueño colectivo: There is no way of life like the american way of life.

La muchedumbre de niños que creció a la sombra de sociedades cerradas probó, a partir de su adolescencia, el efecto diversificado y nefasto de la Guerra Fría. Si a cada opresor tocó una respuesta popular a su medida –como el peculiar ejemplo estadunidense, cuyos jóvenes sumaron a la inconformidad general la negativa de continuar batallando en territorio asiático-, para los oprimidos y víctimas del autoritarismo, como los mexicanos, se aplicaron medidas más radicales y perversas para contener la insatisfacción que confrontó pero no eliminó el poder absoluto del Presidente.

El ejemplo de Francia, que por su parte arrojó en 1968 signos de insurrección contra Charles de Gaulle, tuvo la singularidad de integrar tres fuerzas poderosas contra el gobierno y la sociedad de consumo: el estudiantado, el Partido Comunista y las causas laborales.  En cuestión de semanas, París se convirtió en campo de batalla. Se encaramaron  a las demandas juveniles las presiones sindicales y obreras y, en horas, las trincheras modificaron el paisaje urbano. El movimiento de Mayo derivaría en la mayor huelga general de la historia occidental, con nueve millones de trabajadores comprometidos, y la subsecuente derrota del gaullismo, obligado a convocar a elecciones.

Los sixties pues, tuvieron expresiones diversas.  Empero, 1968 fue el clímax que durante medio siglo ha perdurado en el imaginario colectivo no solo  por el hippismo, sino por hechos de sangre, persecuciones y políticas brutales. Hay que insistir en que este formidable movimiento de masas provocó notables cambios religiosos, ideológicos, artísticos, sociales, alimenticios, espirituales, académicos, políticos e inclusive sanitarios que determinaron el rumbo de la modernidad. Son muchas, variadas y no necesariamente fieles a su curiosidad y espíritu liberador las formas de entenderlo y de referirse a aquella experiencia internacional cifrada por la provocación, el desafío, el vanguardismo, la inconformidad, la experimentación, la rebeldía y el cuestionamiento a lo establecido.

Si Contracultura es la voz que identifica su búsqueda de libertades, expresiones estéticas, denuncias e improvisaciones gestuales, Generation Gap es la versión del revés que más y peor incomodó a los conservadores.

Lo innegable es que fue un fenómeno único en la historia.  Involucró a millones de jóvenes en varios países y, aunque con móviles y antecedentes distintos, en todos los casos estremeció estructuras que se creyeron sólidas. De su riqueza implícita se desprende, además, un amplio vocabulario plástico, musical, sociológico y literario que refleja el carácter totalizador, consciente y simbólico del síndrome Baby Boom.

Sus detractores atribuyen los hechos de sangre a la inconformidad juvenil. Mientras más se pedía reprimir, perseguir, someter, silenciar e inmovilizar, mayores reacciones en contra del abrumador predominio de prejuicios, políticas autoritarias y cancelación de derechos y libertades. La lucha generacional, sin embargo, no conoció límites en su fecundidad: creó una revolución del arte, del orden social y del pensamiento aunado a actitudes visionarias con brotes de heroísmo individual. Todo, bajo el móvil del repudio a la pasividad de los conformistas.  La contracultura, además, generó un debate activo sobre problemas como la segregación, el belicismo, la homofobia, la situación femenina, las dictaduras y la intolerancia general. Fue estallido generacional, aunque en lo fundamental transgresor, irreverente, liberador. Se distinguió por su espíritu pacifista, anti intervencionista, feminista y  pro derechos civiles. Nutrió y se nutrió del impulso rockero, del consumo de drogas, del amor libre y de un rechazo sin precedentes a cualquier fanatismo, empezando por el nacionalismo, el racismo y cualquier discriminación sexual o social.

Como se sabe, el hippismo plantó el rostro más visible de los sesenta. Los Beatles unificaron su ritmo vital. Los Happenings espejeaban el repudio a lo establecido. El arte Pop, los Collages y legados interpretativos de la generación beat -Jasper Johns, Andy Warhol, Robert Frank, Jess, Robert Duncan, etc.- conjugaron ironía, experimentación y desafío al espectador con elementos banales y efectistas del cine, los comerciales, las tiras cómicas y cualquier material gráfico, sonoro o visual asociado al estilo de vida dominante. Psicotrópicos y anfetaminas como el LSD, los hongos alucinógenos, el peyote y la mariguana aportaron el ilusionismo eufórico que contrastaba el sentimiento de vaciedad que, no exactamente nihilista, se asociaba al desencanto reinante. Discusiones y reuniones públicas respondían a la sequedad del debate verbal que imperaba en todos los ámbitos, empezando por el académico y sin descontar los domésticos, los culturales ni los políticos.

Contrapuntos entre minimalismo de enorme contenido poético, como el del escultor Isamu Noguchi y el neo barroco; entre el arte geométrico al modo de Piet Mondrian y una contaminación visual poblada de excesos tan incisivos como las gigantescas melenas rizadas de los pregoneros del Black is beautiful, eran inseparables del caos implícito en una revuelta, nunca mejor dicha, a la que no faltaban complicadas decoraciones floridas y psicodélicas en coches y combies adaptadas como vivienda, faldones, medallones, muros, etc. Más allá, las minifaldas, cabellos cortos, grandes aportaciones de la moda,  diseños a lo Ludwig Mies Van Der Rohe, poesía concreta y ascenso de una literatura que de menos, podría considerarse revolucionaria, como las obras de los emblemáticos Allen Ginsberg, Jack Kerouac o Neal Kassidy, entre otros. Amor libre, liberación femenina, ecologismo, guerrillas tercermundistas, conciencia ambiental, defensa de los derechos civiles,  expansión de las doctrinas orientales, pacifismo, ansiedad rebelde en torno de la homosexualidad, convivencias comunitarias, exploración del vegetarianismo y del retorno a la vida campirana como reacción a los símbolos urbanos…

No hubo espacio vital, estético, social o intelectual sin tocar ni expresión o postura política, técnica, gráfica, sexual, orientalista, ambientalista o científica que no fuera sacudida hasta la raíz por el lenguaje transgresor que encumbraron  los sixties. Y todo ese alegre desafío se tuvo por heroico e inclusive teñido de romanticismo hasta que el hachazo neoliberal dejó al descubierto sus lados oscuros.  Entre indudables logros, comenzó a brotar un saldo de cenizas, porque nadie ni nada se libra de contradicciones. Rebeldes e inconformes ellos mismos, de hippies pasaron a ser yuppies. Abiertos defensores de las libertades, engendraron a los monetaristas que han consagrado el consumismo y el individualismo de manera más feroz que sus detractores.

En cierta forma, sus vástagos serían más semejantes a los abuelos que  los modelos revolucionarios de su juventud. Los ideales de las izquierdas declinaron en burdo populismo, inseparable de una vergonzosa partidocracia subsidiada. Los independentistas que se atrevieron a combatir el mercantilismo formaron grupos de peticionarios o beneficiarios de las finanzas públicas y, de cualquier modo, de la tutela oficial de la cultura…. Y la lista sigue

No obstante su alto contenido cromático y fascinante, los sixties no se sustrajeron de la tentación de los extremos: mucho blanco, mucho negro… Oposiciones a sus peculiaridades nunca faltan; empero, nadie podrá negar que lo mejor de aquel estremecimiento fue su alegría, su desenfado y la certeza de que es posible un mundo mejor. La intensa gama de color, sonido, formas y lenguajes que legó hizo un poco más leve y llevadera la existencia. Tanta fue su riqueza que inclusive los niños pequeños, nietos de aquellos infatigables transgresores, continúan nutriendo su curiosidad, su lenguaje y su interés general con briznas de aquellos maravillosos sesentas que, en realidad, para millones de personas representaría otra manera de ser y de vivir .

Francisco: con la Iglesia te has topado


Jorge Mario Bergoglio

Jorge Mario Bergoglio

Tuvieron que estallar los escándalos sexuales del clero para ventilar el pudridero de la Iglesia católica. El efecto financiero, ético y político de éste, el mayor fracaso de la confiabilidad sacerdotal, superó sacudidas milenaristas. La gravedad de obispos involucrados no fue asunto menor. Peor si tenemos en cuenta que en vez de contribuir a la causa de la justicia, los jerarcas difamaron a las víctimas para proteger a los delincuentes mediante fórmulas abominables, como cambiar de sede a los acusados. El golpe mediático que desenmascaró tanto a Marcial Maciel como la red de complicidades que lo encubrió desde el papado de Pablo VI hasta su propia muerte, con la venia de Juan Pablo II, no solo fue demoledor para una Iglesia en crisis, sino determinante para su descrédito al vulnerar gravemente la autoridad moral del Vaticano.

Una tras otra y desde varios países a partir de entonces,  se multiplicaron las denuncias judiciales  hasta mermar las arcas sagradas y poner en grave riesgo la situación judicial, religiosa y económica de una Iglesia que, desde la segunda mitad del siglo pasado, arrojó síntomas del cáncer letal que se pretendió disfrazar con la “falta de vocaciones” y el ascenso del materialismo en la sociedad. Rebasado por la hondura y complejidad de conflictos relacionados con el controversial celibato, un fatigado, senil y archiconservador Benedicto XVI optó por la graciosa huida dejando tras de si uno de los mayores cochineros de que se tenga noticia en la Santa Sede.

Hay que insistir en que ni la añosa corrupción teñida de intriga del Banco Ambrosiano, ni sus alianzas con la Mafia ni la publicación de una vergonzosa lista de negocios sucios y sangrientos –incluidos los inmobiliarios- empujaron a la institución al borde del abismo como lo han hecho los delitos sexuales. Faltaba, sin embargo, la intervención sin precedentes del gobierno irlandés para investigar los centros católicos donde, durante décadas de actuar en completa impunidad, recluían a las madres solteras y a sus hijos bajo condiciones de esclavitud violatorias de todos los derechos. Solo en uno de esos recintos, regentados por religiosas, murieron y fueron enterrados en una fosa común unos 800 niños en 35 años. Lo sucedido en el resto de los demás no es menos desalentador.

De no ser por la estremecedora revelación de la película estrenada en 2002, el mundo no se habría enterado de lo que ocurría en el terrorífico Asilo de las Magdalenas, dedicado a explotar a “mujeres caídas”: prostitutas rehabilitadas, jóvenes violadas o simplemente “coquetas”, así como a madres solteras y muchachas que “representaban un peligro para la sociedad”. El sadismo del grupo de monjas que castigaban física y psicológicamente a las infelices cautivas, condenadas a lavar de sol a sol sábanas y todo tipo prendas sin paga alguna y en medio de un tremendo ostracismo, de menos nos deja sin aliento. Muchas de ellas tenían además que atender, incluida la vía oral, los delirios sexuales del cura local, como consta en los archivos el caso de Elieen Walsh, la joven con retraso mental cuyo hijo, producto de tales abusos, le fue arrebatado desde el momento de su nacimiento.

En un acto sin precedentes en la Irlanda reconocida por su catolicismo recalcitrante, Charlie Flannagan, Ministro de Infancia y Juventud, informó hace unos días a la prensa que era “absolutamente esencial” revelar la verdad oculta en tales establecimientos de la Iglesia conocidos como Mother and Baby Homes. Cuando los niños no eran dados en adopción bajo engaño o de manera forzada (como se ilustra en la reciente película Philomena, candidata a varios Óscar), se utilizaban para ensayos clínicos o simplemente se les dejaba morir por hambre y falta de atención. El historial de crueldades cometidas en el mundo en nombre de Dios es inabarcable…

Temblores hubo y de varios decibeles en épocas distintas, pero invariablemente triunfó la presunción de que si el Papa era infalible, la Iglesia un bloque infranqueable por los poderes civiles. De pontífices infames y hasta criminales, como Alejandro VI, está llena la historia. Emperatriz de la intriga, maestra de la confabulación, del secretismo y los ardides, la Iglesia refinó estratagemas de dominio “espiritual” durante siglos de ejercer el poder absoluto. Aplicada a tretas cardenalicias desde los días de los Medici, la metáfora “daga florentina” se convirtió en emblema del sigilo, la conspiración y la insidia consagrados como “arte política” entre los oficios eclesiales que perduraron hasta la elección de un valiente y reformista Papa Francisco quien, en pocos meses, no ha dudado en limpiar, hasta lo posible, el sumidero que deformó la esencia del cristianismo sostenido, a pesar de todo, por la buena fe de millones de creyentes que, por desgracia, en mayoría ignoran e incluso niegan la verdad verdadera que subyace velada por los pregones de la ortodoxia. Falta por ver el destino que le aguarda…

Entre burlas, veras y no pocas intimidaciones, los autoproclamados legítimos representantes de Dios en la Tierra hicieron uso discrecional del supuesto amparo divino al grado de que ni las simpatías fascistas de Pío XII obligaron al Vaticano a enfrentar el dilema de renovarse o morir. No obstante y sabiendas de lo que era capaz el ultraconservadurismo dominante, su sucesor Juan XXIII se aventuró en 1962 con el Concilio Vaticano II, cuyas propuestas liberadoras, en mayoría,  permanecerían en la más santa y paciente espera durante décadas concentradas en las aún vigentes batallas ideológicas y materiales alrededor de la Santa Sede.

De entonces proceden las primeras posturas discrepantes que entre el extremo intolerante e integrista de Marcel Lefevbre, líder del movimiento Ultramontano europeo, el origen latinoamericano de la Teología de la Liberación y las denuncias sobre la represión sexual de los sacerdotes, la consiguiente neurosis y las inconveniencias del celibato encabezadas por Joseph Lemercier, prior y fundador (1955, tres años después de la consagración de don Sergio Méndez Arceo como obispo) del Monasterio de Santa María de la Resurrección de Ahuacatlán. Defensor y practicante del psicoanálisis en la vida monástica, quedaría en claro que ante un “dogma anticuado”, como dijera, la Iglesia solo podía salvarse ajustando su visión a las exigencias inaplazables de la realidad. Y, para empezar, lo real consistía en la represión sexual extremada por la intolerancia religiosa desde el interior de conventos, seminarios y monasterios.

La controversia suscitada desde el corazón morelense del vanguardista  benedictino que finalmente abandonó la vida monacal, medio siglo antes de conocerse públicamente el caso Maciel, culminó con la clausura del monasterio, el subsecuente repudio de sus propuestas apoyadas, como se sabe, por dos inteligencias críticas de excepción: un asimismo acosado Iván Ilich –fundador del CIDOC- y el Obispo de Cuernavaca Sergio Méndez Arceo, también impugnado desde que, en 1959, osó pedir la intervención disciplinaria del Vaticano a los abusos contra menores cometidos por  el “Legionario de Cristo”. Sellada como secreto de Estado, su carta dirigida a Arcadio Larraona, a cargo de la Congregación de Religiosos de la Santa Sede, es un testimonio invaluable para demostrar que si “las cosas del palacio van despacio”, peor se complican cuando comprometen el supuesto prestigio de un psicópata religioso apreciado no por sus virtudes, sino por sus negocios lucrativos disfrazados de escuelas y seminarios “al servicio del Señor”.

Muchos valoramos en su momento la invaluable contribución del belga Lemercier –egresado de la Universidad de Lovaina-, Ilich (políglota austro-croata-sefaradita-americano) y Méndez Arceo, a quienes conocí personalmente cuando durante los setenta me escapaba de la atribulada UNAM para recibir sus maravillosas lecciones vivas. Su herencia no se limitó a poner el dedo en la llaga eclesial. En CIDOC, por cuya amplitud de miras comencé a estudiar el mejor legado de la Residencia de Estudiantes de Madrid,  aprendí a valorar otras líneas de pensamiento. De McLuhan a Paolo Freire, las conferencias regulares atraían a las mentes más connotadas: nada qué ver con lo que podía aprender entonces en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, donde también los maestros se entretenían acosando alumnas. Allí descubrí el yoga y el valor de la meditación. También, el salto revolucionario de las ideas al diseño gráfico, a la concepción arquitectónica desde un minimalismo que se anticipó décadas a su reconocimiento y a otras maneras de vivir la espiritualidad, cuyo mejor testimonio quedaría en la renovación de la hermosa catedral de Cuernavaca, a cargo de un Méndez Arceo a quien no arredraron las críticas airadas por su postura social a favor de los pobres y los indios ni las amenazas de los conservacionistas.

Si la Iglesia llegara a salvarse no será, por consiguiente, por los defensores del pudridero, sino por teólogos como Leonard Boff o Helder Câmara; por papas como Francisco y, por supuesto, por mentes tan avanzadas como las congregadas entonces en un estado de Morelos que brilló con la luz de lo posible y deseable hasta que el hachazo de la intolerancia convirtió a la región en sede de secuestradores, narcotraficantes y criminales en vez de haber apostado por la continuidad de sus invaluables y aún insuperadas propuestas educativas, estéticas y de investigación.