Oráculo de Delfos

Hay un momento en los pueblos y las personas en que la vacilación rompe una suerte de continuidad en el transcurso del tiempo. Es el instante de oscuridad entre lo conocido que concluye o pierde sentido y el anticipo de lo aún ignorado y de preferencia temido. Confusión, duda, advertencia o destello, la encrucijada emblemática pone en juego el propio destino al plantear opciones sin solución intermedia, como ocurriera a Edipo. Acertar con la decisión favorable allana el camino y todo parece fluir con el poder de la certidumbre. Lo contrario, en cambio, desencadena una sucesión de yerros que, entre los griegos remotos, supeditaba la voluntad a la determinación de los dioses. En ambos casos mediaba un mensaje cifrado en boca de adivinos y sacerdotes, entre quienes se encumbró el memorable Tiresias. Ellos trasmitían la Ananké o Necesidad mediante diversos procedimientos: sueños, señales, visiones, anuncios del cielo, palabras ambiguas, la imprecisa comunicación con los muertos o algo al azar que, sujeto a la fe,  se vinculaba al Dictado de acuerdo a la situación o al movimiento trágico.

Tan antiguos como el sentimiento de orfandad, los oráculos han sido el instrumento intermedio entre el mandato supremo y el humano deseo de conocer lo que viene, fasto o nefasto. Sin desmerecer los poderes de Zeus, a Apolo se atribuyó la capacidad de administrar el don de la profecía. Fundado en parte en los mitos, en parte en el tremendo Miedo, en la confianza depositada en las fuerzas oscuras o en la urgencia de reconocer facultades secretas en seres o peculiaridades de la naturaleza, el de Delfos se constituyó en el santuario por excelencia para interrogar a los dioses, rogar inspiración a las musas, honrar a las Moiras, y/o peregrinar con diversos propósitos, invariablemente relacionados con la esperanza de obtener algún beneficio a cambio de ofrendas o sacrificios.

El prestigio de Delfos estaba asociado a su peculiar condición geográfica. Rocoso y accidentado, del terreno rodeado de manantiales y un bosquecillo de laureles consagrado a Apolo desde tiempos inmemoriales, brotaba la legendaria fuente de Castalia donde se reunían las deidades con las ninfas, las náyades y las musas, por lo que es explicable que los Juegos Pitios se realizaran allí mismo, donde las entidades gustaban cantar y bailar. Indistintamente nombrado Delfos o Pyto, en atención a la legendaria serpiente a la que Apolo dio muerte para adquirir su sabiduría y presidir el oráculo, el asentamiento micénico conocido como ónfalos u “ombligo del mundo” alojó un cofre con sus cenizas que habría de servir de fundamento y custodio sagrado del legendario templo, llamado también Pition o Apolo Pitio.

Como todos los mitos, sobre éste, vinculado al Oráculo, recaen diversas y maravillosas versiones, incluida la que refiere que Apolo se convirtió en delfín para atraer a sus moradores. La reputación de Delfos duraría varios siglos hasta ser clausurado, en definitiva, por el emperador cristiano Teodosio en el año 385 de nuestra era. Lo importante, sin embargo, es destacar lo ocurrido en torno de la fuente Castalia, la gruta Coricia –guarida de la temible pitón- y el gran santuario apolíneo en cuyos linderos había que realizar complicados trámites, ritos, procesiones y largas esperas en tanto y tocaba el turno para consultar a la misteriosa Pitia.  La anciana se ocultaba en el interior del adyton, donde se hallaban la tumba de Dionisio, el trípode, hojas del laurel  sagrado y el mítico omphalos u ombligo, que era quizá el fragmento de un meteoro, al que se le atribuían poderes sobrenaturales y era venerado desde tiempos inmemoriales.

 Lo cierto es que, rico en tributos y complejos rituales, el monumental asentamiento de Delfos se especializó en  explorar lo oculto.  Considerado centro del universo, en su pórtico rezaba la advertencia “Conócete a ti mismo”, para recordar a los peregrinos que de cada uno y de su destino dependía decidir. Seleccionada entre numerosas mujeres  de edad por su vida piadosa y pura, la Pitia estaba rodeada por sacerdotes de diversas categorías y con atribuciones dudosas. Los prophetai eran los intérpretes del barullo emitido por la pitonisa. Según Diódoro y Plutarco, su inspiración o su hipnosis provenía de una grieta al ras del suelo que estaba tapada con el trípode de la cual emanaba un vaho, un vapor o espíritu que causaba su estado de sugestión extrema. Agregó Pausanias que el agua de algún manantial se filtraba bajo la tierra mediante conductos internos y que, por ellos, el adyton del dios causaba su trance. Es de creer, además, que la inspiración se exacerbaba con el consumo de sustancias psicoactivas durante la ablución ritual o a la hora de subirse al trípode, pues la Pitia bebía agua e incluso sangre mientras impartía el servicio. Investigaciones arqueológicas recientes han descubierto aquellos conductos subterráneos que demuestran que la fuente Casotis o Castálida  llegaba por el subsuelo al corazón del oráculo. Se sabe también que masticaban hojas del laurel consagrado a Apolo para liberar sustancias alucinógenas que provocaban estados alterados de conciencia, aunque aún en nuestros días la totalidad del proceso adivinatorio conserva su absoluto misterio.

Fuera mediante raptos, ritos mistéricos, procedimientos artificiales, voces extrañas o uso de sustancias psicoactivas, lo cierto es que era difícil rivalizar con la reputación oracular de Delfos. Admirada por propios y extraños, solo la Pitia recibía el recado del dios. Una vez “reelaborado” por el profeta, a cada consultante correspondía acomodar, según su conveniencia o entendederas, el rumbo que daría a las palabras allí recibidas. De que por miles salían satisfechos lo prueba el hecho de que los oráculos eran una fuente insustituible de riqueza.  La cantidad de tesoros que allí se ofrendaban eran equivalentes a las reservas en oro, bienes y plata de las naciones modernas.

Para los griegos, referirse a la mantiké o manteia significaba pedir respuestas inspiradas por el dios a mantis, el adivino. Los portadores de la Voz, revelaban el augurio o el auspicio que orientaba a reyes, señores, guerreros, jueces o principales a tomar una decisión política, bélica, respecto de emprender o no cierto viaje o cerrar negocios y acuerdos. Como en toda institución religiosa, existían categorías y conductas diferenciadas por la importancia del consultante, aunque no se desdeñaban los requerimentos inclusive de los esclavos. A partir de un riguroso sistema de privilegios que no deja de aleccionar sobre el dominio social y económico de credos y jerarquías desde la antigüedad remota, variaban el trato, las consultas y las cuotas, pues mejor que nadie sabían los prelados cuán decisivos son el temor y la incertidumbre en los juegos del poder.

Siempre curiosos por conocer insignificancias, su fortuna y la de sus allegados, los hijos del pueblo abultaban recintos accesorios para pedir el oráculo. Su peticiones eran las mismas de los asiduos actuales de la esoteria: la conveniencia o no de desposarse, la elección de consorte o de cierto sirviente, si realizar o no un negocio o asunto relacionado con el dinero, dudas sobre los hijos, enfermedades, plagas, sequías… Nunca faltaban dudas relacionadas con la riqueza o la pobreza no solo de un individuo sino de las ciudades, cuyos dirigentes acudían al santuario con cualquier excusa: al emprender una tarea o al construir monumentos,  templos o cualquier obra privada o pública.

Si en la remota Mesopotamia fueran indispensables las artes adivinatorias, el mundo heleno no se quedaba atrás en el culto profético: Arcadia, Delfos, Dídima o Claros fueron los santuarios más importantes, entre los numerosísimos consagrados a Zeus y Apolo. Los había también dedicados a una muchedumbre de héroes y divinidades exiguas. Con más o menos exactitud y exigencias rituales, todos respondían a cientos o miles de consultantes que peregrinaban periódicamente gastando fortunas en pos de oráculos en la rica geografía de la antigua Grecia. Lo que no faltaba eran adivinos, profetas ni charlatanes, igual que ahora. Además, es de creer que así como los devotos actuales ruegan a santos menores o secundarios su intervención, los más fervorosos acudían al auxilio de entidades y héroes menos importantes o frecuentados, pues tenían por seguro que no estaban tan ocupados como los dioses regentes.  Situados en puntos estratégicos, los centros oraculares eran verdaderos complejos urbanos dotados con plazas, templos, estatuas, fuentes, comercios, grandes instalaciones ceremoniales, espacios para juegos y festivales. Nada faltaba para acoger a las masas en espacios que competían en belleza y profusión de recintos especializados para almacenar, y a veces también exhibir, los incontables tesoros ofrendados por los creyentes. Únicamente Delfos, sin embargo, era el ombligo de la tierra y uno de los más afamados por la precisión de sus profecías, según aseguran fuentes originales.

Pervive la infatigable tentación de conocer lo que nos depara el futuro, aunque el oráculo ya está profanado por la estadística. Ningún anuncio científico, sin embargo,  sustituye la socorrida mediación de adivinos, quirománticos, brujos, agoreros, chamanes, astrólogos, iluminados y cada vez más complicados mensajeros del destino y sus vaticinios. Lectores e intérpretes de lo inescrutable hay por millones, pero nada ensombrece la memoria délfica ni hay, todavía, ceremonial ni voz más confiable que la de la misteriosa Pitia. Se dice de todo sobre procedimientos adivinatorios, pero nadie ha podido descifrar con exactitud en qué consistía el método y la hondura  adivinatoria de la multitud de clarividentes que hicieron de los oráculos uno de los ejes más significativos y fecundos de la excepcional cultura griega. Ya se sabe que, sin ellos, la historia de la humanidad se hubiera escrito de otra manera.

José Revueltas: el último idealista

Cuando la disidencia no estaba subsidiada en México; cuando los que se presumen de izquierda no vivían enchufados a las nóminas ni tenían bonos, aguinaldos, guaruras, inversiones bursátiles, casas de campo, coches ni trajes acharolados; cuando el marxismo-leninismo abanderaba a los idealistas y las convicciones ponían en riesgo la libertad o la vida, José Revueltas luchaba por “la causa” con una pasión rayana en la religiosidad. Con ese espíritu desafió el predominio burgués, la injusticia capitalista y la brutalidad de los “gobiernos revolucionarios”.  Pasó a la historia como un militante arrojadizo, acostumbrado a cárceles inmundas, inclinado al heroísmo y dotado con tan inusual honestidad y conciencia crítica que desde su infancia destacó por su rebeldía y su inteligencia deslumbrante.

Hombre de ideas duras, describió una época de cerrazón, estupidez moral, crueldad, inexistencia de libertades y dominio absoluto: realidad que no se limitó al poder ni a la Iglesia católica, también abarcó el clericalismo marxista.  Revueltas denunció la legendaria obcecación comunista que de Moscú a París y de ahí a México agregó errores garrafales al fanatismo ideológico.  Fue el crítico más radical y connotado de sus estrechas, pero implacables filas mexicanas. En vez de ejercer la autocrítica indicada por Marx, la dirigencia le aplicó las abominables tácticas disciplinarias adquiridas en la Unión Soviética, en pleno estalinismo. Él, en contrapunto, jamás reblandeció ni modificó su postura; más bien y hasta su muerte, a los 61 años de edad, refinó al activista y pensador inorgánico e incómodo que nunca bajó la guardia.

Además de sus escritos políticos en Excélsior y en revistas como Combate y Taller, donde dejó constancia de su antiestalinismo, fue un revolucionario autónomo “a su manera”: dogmático no obstante su gran cultura, y empecinado. Tras unos quince años de militancia devota, fue expulsado la primera de dos veces del Partido Comunista Mexicano, en 1943, por criticar su burocratización y sus excesos. Imprescindible para entender la bipolaridad del siglo XX, Ensayo de un proletariado sin cabeza, publicado en 1962 y seguido, dos años después, por su novela Los errores, son testimonios insuperables para entender, desde dentro, aquel nudo de fanatismo y sueños justicieros que anidó el radicalismo de derechas e izquierdas.

Desde su infancia peculiar, su alcoholismo legendario, la disidencia entremezclada a conflictos familiares, su paso las Islas Marías hasta las estancias carcelarias que inclusive alcanzaron a compartir, en Lecumberri, los detenidos del ´68, como ha recordado Luis González de Alba,  su sola biografía  contiene todos los elementos para realizar la gran novela política del siglo XX mexicano. 

Originario de Santiago Papasquiara, Durango, nació el 20 de noviembre de 1914, mientras Venustiano Carranza ordenada trasladar la sede del gobierno a la ciudad de Córdoba, Veracruz, a causa del eventual enfrentamiento con los convencionistas. Hermano menor de Silvestre, Fermín y Rosaura, el celebrado talento de los Revueltas me llevó a buscar sus libros durante mis años estudiantiles. Descubrí un “carácter”, como diría Unamuno, y a partir de El luto humano, El apando y Los muros de agua no paré de leerlo, en mezcla de asombro y horror, hasta inmiscuirme en las entretelas del México saturnal, fiel a Huitzilopochtli y enmascarado, que de tanto en tanto nos espeta su ancestral y sanguinario síndrome de la culebra.

Autodidacta, escritor a vuela pluma, guionista, emblema de honestidad política e intelectual, fue incómodo tanto para sus correligionarios como para el sistema que lo engendró y persiguió desde 1929, cuando a unos días de cumplir los quince de edad fue detenido por participar en un mitin en el Zócalo. “Abandonado de la mano de Dios en una correccional” -como él mismo relató- se unió a una huelga de hambre, rechazó las inyecciones de rigor, impuso su liderazgo y se concentró en la lectura gracias a que se le permitió el acceso a los libros. Fusionado al significativo periodo que abarcó desde los orígenes del Maximato hasta el régimen de Echeverría, la historia contemporánea no puede explicarse sin él ni al revés. Y es que Revueltas, como en su hora Vasconcelos aunque desde perspectivas distintas, fue uno de esos escasos hombres que pudieron afirmar, sin temor a equivocarse, “yo soy la historia”.

Tras ser definitivamente expulsado del Partido Comunista Mexicano, fundó la Liga espartaquista de filiación bolchevique. Adoptó los cerrados lineamientos marxista-revolucionarios establecidos durante los últimos años de la Primera Guerra Mundial, en Alemania, por sus principales fundadores: Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. No se atrevió a reblandecer sus posturas y tuvo que aceptar cuan imposible es mantenerse como un escritor rebelde y fiel a su autonomía moral y ceder a las exigencias disciplinarias del hombre de partido. Por tal contradicción, también fue expulsado del Partido Popular Socialista de Lombardo Toledano. Basado en su propia experiencia como autodidacta discurrió la “Autogestión académica” como una respuesta pedagógica al ostensible fracaso educativo del Estado. Hizo de su prosa una daga para rasgar la mentira del régimen totalitario. No revolucionó el lenguaje, a pesar de que entre autobiografía, testimonio y denuncia, creó su propia vertiente en las letras. En sus novelas y ensayos, guiones cinematográficos y conversaciones fluía un tono al rojo que haría más familiar y comprensible la lectura del escritor ruso Alexander Solzhenitsyn, autor de Archipiélago Gulag, porque desde sus circunstancias respectivas, ambos iban realizando sobre la marcha  el gran espejo de la brutalidad estatal.

Perseguido y paradójicamente reconocido por el sistema que impugnó, José Revueltas fue de una complejidad y un radicalismo que no dejan de sorprender, tanto en la historia política como en la literatura. Solitario, acosado por el demonio del alcohol como sus hermanos geniales, marginado y condenado al ostracismo, gracias a la conmemoración del centenario de su natalicio van surgiendo en estos días datos, recuerdos, documentos y detalles inéditos que más y mejor lo presentan como el gran personaje del México dramático de la posrevolución que, como la revolución, murió con sus ideales, aunque dejó una larga sombra.

 Por decreto presidencial se trasladaron sus restos a la Rotonda de los Hombres  (ahora Personas) Ilustres, cinco años después de su fallecimiento, ocurrido en abril de 1976. Convertir oficialmente en “ilustre” al hombre y la memoria perseguida de uno de los más infatigables impugnadores del Estado parece irónico, pero así es la naturaleza de nuestra historia. Escritores comunistas hubo en Latinoamérica y el Caribe, pero sería Revueltas el último y más emblemático modelo del radicalismo duro que perdería significación con la caída del Muro de Berlín, en 1989 y “el fin” de las ideologías que, como e paso, dieron al traste con la izquierda mexicana.

Desobediencia civil

http://www.sopitas.com/site/405927-marchas-y-bloqueo-pacifico-del-aicm-para-este-20-de-noviembre/

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Cuando un gobierno no está a la altura de sus funciones, decrece o se anula su respetabilidad. Entonces provoca reacciones en la población ofendida que pueden transitar del descontento pacífico a la manifestación violenta. Quienes se consideran ultrajados expresan su enfado de modos distintos: negarse a obedecer a las autoridades y desafiar la normativa con actos de rebeldía u optar por acciones que dañan a terceros, irritan a la sociedad y desencadenan situaciones emparentadas a la sublevación. En principio, la Ley determina qué y cómo sancionar y qué no. Sin embargo, cuando la legalidad es mero formalismo, como  en México, impera lo imprevisible. Todo o nada puede suceder si las normas se aplican u omiten a capricho.

El doble tema de lo políticamente correcto y la desobediencia civil se ha convertido, por consiguiente, en un nudo judicial que pocos pueden y están dispuestos a resolver. Cómo manejar el descontento es la gran duda.  Ante la creciente significación de este recurso civil, lo importante es que los gobernantes respondan por qué no solucionan las causas que mueven a las minorías o a las masas a manifestarse tantas veces, de manera infructuosa, por los mismos motivos desatendidos.

Qué sí y qué no abatir con chorros de agua u otros recursos contra los manifestantes, cuándo hacer uso de las armas, los gases o las macanas, de qué manera repeler agresiones a la policía o a los civiles sin vulnerar los respectivos derechos humanos o si atreverse o no a “limpiar” plantones como el del centro histórico de Oaxaca, son cuestiones que también espejean la calidad moral de los gobiernos impugnados. Está de más insistir en que el carácter, la tolerancia, la legislación y la madurez política del Estado se ponen a prueba en el doble manejo de los móviles de descontento y la regulación, con los menos daños colaterales posibles.

De antemano, tanto el gobernante como el ciudadano deben conocer a lo que respectivamente se exponen al reprimir o incurrir en tal o cuál conducta delictiva o antisocial. La falta de congruencia política y especialmente judicial es contraproducente para todos. Sin distingo de lado, la imprecisión deja el campo abierto a la arbitrariedad y su correlativa prueba de fuerza al actuar a capricho: un día la policía castiga con severidad lo que al otro ignora o pasa por alto; a su vez, el desobediente avanza, retrocede o violenta sus procedimientos según la actitud policial.  De simple denuncia, quien protesta puede transitar a segundos o terceros planos en completa impunidad: destruir edificios, quemar vehículos y bienes privados o públicos, robar, saquear, violar y hasta matar… En correspondencia a tales brotes de anarquía, “las fuerzas del orden” hacen lo propio: balear, agredir, responder a porrazos o mantenerse en abierta y cabal inmovilidad.  Ante unos y otros los demás no entendemos nada, salvo que estamos a merced de la esquizofrenia.

La gente debe saber qué está prohibido y qué permitido; qué se sanciona y qué no. Mientras que en los regímenes totalitarios se persiguen con mano de hierro y de manera indiscriminada los actos de desobediencia civil, por pacíficos que se pretendan, en las sociedades abiertas manifestar en contra de intereses concretos –privados o públicos- se considera un derecho que se debe respetar, en tanto y no afecte los de los demás. Lo inaceptable es este juego de torceduras entre gobernantes, cómplices del crimen organizado, víctimas sociales, fuerzas del orden y poderes arbitrarios.

Cuando se trata de cuestionar pacíficamente y/o llamar la atención de sus “representantes”, cuya legitimidad se ha puesto en duda, la resistencia a una o varias determinaciones gubernamentales se expresa mediante marchas, plantones, huelgas de hambre, paros, manifiestos, desplegados, juntas vecinales, etc. Para tales ejemplos, cada vez más frecuentes en las sociedades modernas, los más avezados negocian acuerdos mediante gestores cuya destreza, elevada a oficio, se ha vuelto indispensable inclusive en cuestiones internacionales. Pero aquí todo ocurre a la sombra y bajo sospecha. Es el “nadie sabe, nadie supo, nadie vido”, consignado por fray Diego Durán.

Es evidente que a mayor número de inconformes y brotes de rebeldía corresponden gobiernos y políticas públicas más ineptos, corruptos, autoritarios o ineficaces. El gran acierto de las sociedades anglosajonas es su habilidad para satisfacer al mayor número de personas con las menos desventajas posibles. Respecto de las demandas de minorías, en las que caben cuestiones religiosas, costumbres étnicas, intereses sectoriales y de género, presiones económicas, legales, fiscales, laborales, ecológicas u otras peculiaridades, existe la muy inglesa, funcional y decimonónica fórmula del lobbying, cuya eficacia depende de la transparencia y la normalización para optimizar el ajuste entre el bien común y los intereses en juego: algo impensable entre nosotros. Corrupción, torcedura en los procedimientos y tráfico de influencias obstruyen la legalidad e impiden los acuerdos razonables.

Los reclamos colectivos crecen y empeoran porque, con conflictos tremendos a cuestas, los manifestantes no poseen otro instrumento para llamar la atención. El problema se complica al hacer ostensible la pérdida de respeto a la autoridad que, para ser obedecida, necesita el reconocimiento incuestionado de la población: algo que, de antemano, no existe en México. A cambio de respuestas no halladas por sendas partes, por consiguiente, tarde o temprano se acude a la coerción bajo alegatos distintos: el gobierno, para legitimarse imponiendo su autoridad; los desobedientes, en atención a su ímpetu contestatario.

En tal disparidad y a falta de negociadores confiables, los bandos se toman el pulso durante actos de creciente presión. Así, de ser una muestra externa y superficial de descontento ciudadano, la desobediencia civil se transforma en ira activa contra el gobierno, con intercambio de ultrajes y degradación del principio de autoridad. Sin respuesta a sus justas demandas durante días y semanas que dejan al descubierto la ineptitud gubernamental, los inconformes han dado el siguiente paso: mover a las masas e incrementar el desconcierto entre la mayoría.

La prudencia indica tomar con cautela las advertencias de inconformidad colectiva. La actitud personal, política y pública de los gobernantes no ayuda a infundir una mínima credibilidad que los salve frente a la población ofendida. Entre casas y fortunas que se plantan como trofeos de la corrupción, correo de influencias, banalidades y decisiones torpes, pocos o ninguno son los argumentos favorables a los funcionarios y sus parientes. Agréguese la arbitrariedad judicial para aceptar que no podemos esperar acciones ejemplares ni coherentes de ninguna de las partes: ni de la ciudadanía indignada ni de la cúspide institucional, decidida a no ceder ni rectificar. El poder político vigente está enfermo y, por tanto, es impredecible. La razón descansa en nosotros, los ciudadanos aún empeñados en construir la democracia con ladrillos ideales. No podemos esperar cordura de quienes fincan en el abuso, la rapiña y el engaño un supuesto arte de gobernar. Corresponde a cada uno de nosotros sacar adelante a este infortunado país, aunque sea mediante lo cotidiano y sus pequeños detalles.

Fin del sistema

notisistema.com

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El sistema está agotado: al renunciar al compromiso social de la revolución, por deficiente que fuera, el gobierno abandonó el deber de la justicia y la vigilancia de los derechos humanos para concentrarse en su única meta: el proyecto económico. Reducido al ejercicio de compra-venta y contratación bajo el vicio del tanto por ciento, el que fuera Poder bajo la fórmula presidencialista, trasmutó en administrador interesado no de los bienes de la nación porque ya no existen, sino de negocios contraídos sexenio a sexenio bajo el engañoso propósito de procurar fuentes de trabajo y bienestar para el grueso de la población. Una vez encumbrado en la correlativa red de corruptelas, el poder (con minúscula) arrastró en su degradación la presencia del Estado.

Este cambio, transparente desde los significativos asesinatos contra Colosio y Ruiz Massieu y confirmado en los acomodos del Libre Comercio, trajo consigo no solo el declive de las instituciones, empezando por los poderes Judicial y Legislativo, sino la rápida descomposición de la sociedad que favoreció el ascenso de varios fenómenos nocivos: el encumbramiento en complicidad del crimen organizado, la partidocracia millonaria a costa de subsidios, un consumismo enganchado a plazos por pagar (como en la tienda de raya, aunque no de productos básicos), el correlativo fracaso de la recaudación fiscal y el enriquecimiento de un puñado de empresarios, comerciantes, banqueros y vivos complementarios. Las fortunas súbitas y desmesuradas extremaron la desigualdad, radicalizaron el descontento de la mayoría marginada y extendieron el mapa de la pobreza en límites de miseria. El resultado, como era de esperar, está a la vista.

La situación en la que hemos caído no es un misterio. Algunos lo vimos venir y lo manifestamos públicamente, pero hay que reconocer que los mexicanos carecen de memoria y conciencia ciudadana; por consiguiente, la crítica no funciona como advertencia: solo cobra sentido cuando los inconformes buscan eco a sus querellas. Tuvieron que explotar evidencias reiteradas y pavorosas para que la mayoría despertara de su letargo conformista.  Aun así y no obstante la gravedad de sucesos impunes y sin aclarar, como la proliferación de fosas clandestinas, la muerte de decenas de niños en el incendio la guardería y la reciente tragedia en Guerrero, por citar algunos ejemplos, el sistema se mantiene firme en su propósito de no rectificar, así como de continuar encaramado en su ideal financiero y en la costumbre de dejar que los conflictos se agoten por olvido, fatiga, frustración o “arreglo a la sombra”.

Desacreditados, aunque no aniquilados, los partidos políticos mientras tanto y con la mira en los procesos electorales, dan saltos mortales para acarrear agua a su molino. Prueba añadida de su ineptitud y ausencia de ideario, ninguna facción advierte que algo importante se está moviendo y que, agitadores o no, sus procedimientos habituales ya no funcionan. Aunque aún ignoremos hacia a dónde y cómo se dirigen las ondas expansivas de inconformidad, es innegable que la sociedad, al fin, está despertando y que no será con este Congreso, ni con el Poder Judicial existente ni con los negocios partidistas de donde habrán de surgir indicios de cambio.

Hace sexenios, por otra parte, los presidentes optaron por rodearse de funcionarios mediocres en atención a sus intereses. Sin inteligencia política, los miembros del Gabinete cayeron en la trampa del miedo a la legalidad ya que, de aplicarla, se someterían ellos mismos al ajuste de cuentas. Al Sistema, de tal modo, le ocurrió lo que al prepotente que envejece mal, extrema sus defectos y, cruel si los hay, se convierte en el ahuizote o el estorbo de la casa.  No hay vitamina que lo levante, pero no suelta el cetro ni sus relaciones perversas; tampoco acepta razones ni se muere porque conserva saldos de dominio, aunque se limiten a lo económico. Convencido de que nadie a su alrededor puede sustituirlo, no gobierna ni prepara a los demás para su partida. Tampoco los afectados, entretenidos en el lamento, disponen condiciones ordenadoras para una transición democrática, fundada en el municipio y el ejercicio ciudadano.

Hasta hoy, hay más problemas que alternativas de solución. Las fuerzas en posesión del control armado tienen al país contra las cuerdas: el ejército, aún quieto por fortuna, el crimen organizado y una poderosa red de corruptelas en connivencia. El peligro es inminente.  ¿Qué sigue? Es la pregunta que flota en el aire. Cómo, con cuáles dirigentes y sobre qué fundamentos internos y externos subsanar una sociedad dividida económica y culturalmente es la duda que nos lleva a cuestionar lo posible y probable del cambio que todos deseamos.

Por primera vez los mexicanos estamos de acuerdo, salvo que el consenso no es alentador. Como en las postrimerías del Porfiriato, todas las quejas son válidas y justificables. Todos compartimos algo de razón al ejercer la crítica “al calor de la estufa”, como gustaba decir Alfonso Reyes. Y todos tenemos argumentos para insistir en que “la dictadura perfecta” ha llegado a su fin. Sin embargo, la inconformidad manifiesta es más propicia a la anarquía que a la reconstrucción de las ruinas. El desbarajuste es tan real que empeora día tras día y nadie lo puede parar. Así comienzan las sublevaciones, se desarrollan al azar y, salvo en los ejemplos de represión extrema, no hay quien pueda predecir cómo terminan.

Hay que insistir en que ningún poder renuncia a sus privilegios de manera voluntaria. Aun en las democracias quienes lo ostentan se aferran a sus cenizas, hasta que se impone la legalidad, cuando se hace insostenible la presión ciudadana. Sin instituciones confiables la transición es inviable. Estamos perdiendo un tiempo precioso al abundar en la obviedad del conflicto. Es inaplazable concentrarnos en una segunda fase para crear un nuevo Estado, que será democrático y moderno o no será. Rescatar el municipio es indispensable: sin él, lo demás está condenado a la repetición de los vicios. En una crisis como la actual, sin justicia, sin educación mayoritaria de calidad, sin organización ciudadana ni propuestas políticas ni proyectos a mediano y largo plazo para la juventud y la infancia, la economía preferente seguirá imponiendo sus propias leyes.

En el surgimiento de la inteligencia política se cifra el dilema. Sin ella, no atinaremos con la ingeniería social que procura los instrumentos de organización ciudadana y democratizadora. La construcción del futuro, como lo demuestra la historia, no ofrece segundas ni terceras oportunidades. Carecemos aún de elementos para fundar otra fase en la historia contemporánea del poder que, por necesidad, ya no podrá ceñirse a intereses personales. Insistir una, otra y otra vez en el cumplimiento de la justicia; una y otra vez en el deber de educar, una y mil veces llamar a cuentas a los gobernantes y exigir sanciones cuando se requieran, repetir hasta la fatiga en qué consisten los derechos y las libertades para hacerlos valer. En el despertar de la sociedad, finalmente, descansa la solución que anhelamos.

Pessoa: un mundo lleno de nombres


“Retrato de Fernando Pessoa”José de Almada Negrerios (1893-1970)

“Retrato de Fernando Pessoa”

José de Almada Negrerios (1893-1970)

Pasó por la vida en un asombro asustado. Pensó con las emociones y sintió con el pensamiento. Fuera de lugar, en términos convencionales, en la palabra halló el continente, el sentido de ser y la polifonía acorde a su oscilante ritmo vital. Iba de su modesto habitáculo a la oficina y de ahí a la cafetería por las mismas calles, entre subidas y bajadas de una Lisboa inseparable de la melancolía que no solo aguzó su pluma, sino que asimiló de tal modo que, sin él, Lisboa estaría incompleta y al revés. Contraria a la diversidad de sus páginas, la habitual trayectoria del poeta fue casi la misma todos los días, incluida la parada en la tabaquería de rigor.  Genial al trasmutar lluvia y niebla en reflexiones deslumbrantes, encontró más metáforas en el talante de su ciudad, inclusive al divagar frente al mar, que en la gente compactada en una sombra única. Pesimista, desasosegado y constructor de quehaceres e identidades, quizá para aligerar el equipaje que le pesaba en el alma, fue un espíritu concentrado en buscar –y no hallar- un significado a la soledad que lo acompañó hasta la tumba.

Empeñado en descifrar lo que subyace detrás de la palabra, su oído permaneció abierto a todo, inclusive a trozos de conversaciones íntimas que recogía “como limosnas de ironía”. Con sus gafas redondas y su “pajarita” al cuello, trajeado siempre y con los indispensables sombrero, gabardina y paraguas que se volverían emblemáticos, decía oír el caer del tiempo mientras dormía y “desdormía”. No todos sus yoes ni sus invenciones verbales ni todos sus vocabularios, sin embargo, compartían su talante generatriz, a pesar de que los unió la certeza de Bernardo Soarez, en El libro del desasosiego, de que vivir es ser otro: “cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida”. Esta obra cumbre de las letras que el autor dejó en fragmentos mecanografiados sin forma ni orden ni cronología, revuelta en un baúl entre unos 30 mil manuscritos en custodia del cuñado, ha hecho decir a los especialistas, con buenas y fundadas razones, que Fernando Pessoa, siempre moderno y siempre actual, es el escritor muerto más publicado, editado y estudiado que los vivos.

A partir de que en 1984 apareció en Barcelona la versión en español de Ángel Crespo de textos recopilados en Portugal a partir de los años sesenta, por un equipo encabezado por Jacinto do Prado Coelho y secundado por Maria Aliete Galhoz y Teresa Sobral Cunha, la historia y las varias ediciones del Livro do Desassossego adquirieron el carácter de una novela de intriga, de aventura biográfico-filológica y de revelaciones literarias sobre este hombre, esencialmente perplejo, que no solo despistó a editores y lectores, sino a los pocos que pudieron conocerlo. Por los valiosos hallazgos que van agregando datos y páginas a su rico ficcionario-verdadero sabemos que ya a los once años de edad mantenía correspondencia, en inglés, con un tal Alexander Search, que no era otro que él mismo, por supuesto. Y si de cortejar –de manera platónica- a Ofelia Queiroz se trataba, acudía a papelitos firmados por éste o aquél pretendiente que siendo él mismo alimentaba una amorosa, inútil y furtiva fidelidad con los otros que, al parecer, acabó por colmar la paciencia de la joven.

Si bien tras su muerte tuvieron que pasar 47 años para que se publicara, en Portugal, la primera edición de este singular Libro del desasosiego, a partir de entonces y hasta días recientes en que la Editorial Pre-Textos diera a conocer la selección más limpia, fechada y cuidada de Antonio Sáez Delgado[1], aparecieron casi veinte versiones que confirman hasta cuáles honduras el fecundo y singular Pessoa continúa capturando la curiosidad de las generaciones.

Hay algo misterioso en este escritor portugués y su multipolaridad porque una vez que iniciamos el diálogo con sus obras, se vuelve necesidad y urgencia de saber más, de explorar intratextos, de adivinar y compartir. En mi caso, el romance literario comenzó en Portugal al encontrar Uma Fotobiografia firmada por María José de Lancastre, que rematé con la visita a la tumba del poeta en el cementerio dos Prazeres, en Lisboa.  Indispensables, sus cartas fueron el mapa de sus identidades múltiples. La escrita a Adolfo Casais Monteiro casi al final de su vida, en 13 de enero de 1935, es una joya autobiográfica sin la cual no podría entenderse su naturaleza. Dice allí que Bernardo Soarez, “que además en muchas cosas se parece a Álvaro de Campos, aparece siempre que estoy cansado o somnoliento, cuando tengo algo suspensas las cualidades del pensamiento y de inhibición; aquella prosa es un constante devaneo. Es un semi-heterónimo porque, no siendo mi personalidad, no es diferente a la mía, sino una simple mutilación suya. Soy yo menos el pensamiento y la afectividad. La prosa, salvo lo que el pensamiento da de tenue a la mía, es igual a ésta, y el portugués perfectamente igual; mientras que Caiero escribía mal el portugués, Campos razonablemente, pero con lapsos como decir <<yo propio>> en vez de yo mismo, etc., Reis, mejor que yo, pero con un purismo que considero exagerado. Lo difícil para mi es escribir la prosa de Reis –aún inédita- o de Campos. La simulación es más fácil, incluso porque es más espontánea, en verso.”

Agregó que el silencio y “mundos sin forma” pasaban por él y sufría hasta por la nube que cruzaba delante del sol. Como nadie tocó el error confuso y lúcido de la existencia, el enigma de la trivialidad y lo que se aprende al leer lo que llamó “libro de la calle”; es decir, por ejemplo, el que se abre durante una caminata y enseña a quien sepa mirar y escuchar lo que se oculta tras una puerta entreabierta... “un sonreír dudando… Una ansia que no acierta/ con lo que está pensando”.

No miraba la expresión de los otros, sino –imbuido en el frecuente extrañamiento de sí mismo- la que tendrían si conocieran “la ridícula y tímida anormalidad de mi alma”. Considerado pseudo-heterónimo, porque era más él mismo que el supuesto Bernardo Soarez,  al titular su obligadamente informe Livro do Desassossego Pessoa se reconoció en la esencia de su personalidad compartida. Como Soarez, él mismo observaba la chaqueta del transeúnte ocasional, la cartera bajo el brazo, el ritmo alegre del que iba a trabajar con la inocencia del vivir sin analizar. Y entonces sentía compasión, como un dios ante la inconsciencia “de toda la vida social durmiente”. Veía y se veía en la muchedumbre de hombres y mujeres con “la ternura que se siente por la común vulgaridad humana”.

Así fue Fernando António Nogueira Pessoa, el inabarcable escritor portugués, uno de los más brillantes y enigmáticos de la literatura mundial, quien no obstante haber muerto a los 47 años de edad, en 30 de noviembre de 1935, continúa siendo un autor in-progress por la cantidad de manuscritos, en prosa y verso, que mantienen ocupados a decenas de estudiosos de su obra, recompuesta siempre, en vano interpretada y traducida a varias lenguas.

  Supo que moverse era inútil, porque aun desplazado a cinco mil kilómetros de distancia, regresaría al mismo hombre que sueña sueños comunes en la monotonía de lo cotidiano. Que salvo por el hecho de escribir, era igual al cargador, a la modista o a la vieja tía que hacía solitarios “durante lo infinito de la velada”. Maestro del fingimiento, de sí mismo escribió, como Soarez: “no soy nadie, nadie. No se sentir, no se pensar, no se querer.” Nunca mejor dicho, estuvo habitado por múltiples personajes diferenciados en su personalidad, su biografía, su estilo y su pensamiento: Alberto Caerio, Álvaro de Campos, Ricardo Reis y Bernardo Soares fueron sus heterónimos y semi-heterónimos más frecuentados.

Fernando Pessoa, creador del peculiar drama en gente que continúa fascinando a quienes (presumiblemente) lo conocemos, se mantuvo fiel a la condición del retraído doliente que inventó un difícil lenguaje secreto, especialmente identificable en este Libro del desasosiego en el que dejó las claves de una existencia convencida de que todo era una equivocación: su realidad y sus sueños, la sensación de fracaso, la felicidad aparente del camarero o la de sus compañeros, cuando contable, en la oscura oficina del cuarto piso en la lisboeta Calle de los Doradores.

Únicamente en los libros se abandonaba a la soledad pessoana: condición del espíritu que solo puede definirse en sí mismo.  Su peculiar “estado de “no-ser”, carente de cualquier sentimiento social o político, lo llevó a afirmar que la lengua portuguesa era su única patria y su mayor consuelo, no obstante su conocido dominio del inglés, que le permitió desempeñarse como traductor y periodista: “yo, afortunada o desgraciadamente, no tengo ninguna personalidad. De lo que soy a una hora a la siguiente me separo; de lo que ha sido un día, al día siguiente me he olvidado (…) Quien, como yo, no es quien es, vive no solo en el mundo exterior, sino en un sucesivo y diverso mundo interior.”

Más allá de su pertenencia a la palabra, este contable y supuesto Bernardo Soarez que observó al detalle la figura vulgar del patrón Vasques -dueño de sus horas-, llegó a creer que tenía muchas, demasiadas afinidades con Rousseau: “En ciertos aspectos, nuestro carácter es idéntico. Ese tierno, intenso, inefable amor a la humanidad, y un cierto egoísmo que equilibra la balanza, es un rasgo fundamental de su carácter, y también lo es del mío.” Sin embargo, ni Horacio, Shelley, Chateaubriand ni el Padre  Figueiredo, cuyo “estilo conventual y perfecto” lo atrajo en su juventud, lo apartarían de una suerte de sinfonía literaria alojada dentro de sí.

Hay quienes aseguran que, al modo de Borges, Pessoa es un escritor para escritores, que la poesía de sus heterónimos es más accesible que su prosa y que en caso alguno puede considerarse un autor sencillo, destinado a las masas. Como lectora agradecida, lo busco como otros se hacen de amigos, como los devotos del arte van en pos de una estética, de una voz, del mensaje cifrado, o como los creyentes de cualquier religión aseguran hablar con Dios, se represente éste bajo la figura de animales o árboles, humanizado o simplemente como una abstracción. Discuto con él, coincido con su fervor por la palabra, comparto saudades, el desaliento que suele agitar a quienes se dicen felices con sus vidas y también percibo el revés de la existencia como algo común y sin embargo cambiante; pero, sobre todo, nos une la pasión de leer y escribir.

Pessoa no fue popular ni amigo de entrevistas y mucho menos proclive al jaleo publicitario que ha convertido la vanidad del escritor en instrumento de idiotez. Sus problemas hepáticos se lo llevaron del mundo a una edad en que la madurez ensancha la voz propia, cuando el escritor comienza a sentirse en posesión de un estilo de ver, vivir, entender y comunicar el irresoluble misterio de la existencia; misterio que algunos, para sortear sus embates, fusionamos a la idea del destino.

Trasmutada la peculiar y añosa relación que mantengo con él en amistad amorosa, lo presiento en la soledad de mi escritura como uno de sus fantasmas, el más inseparable, vivo, afín y comunicativo de todos los que pueblan mi universo literario.

 [1] Profesor de traducción y literatura comparada en la Universidad de Évora, desde 1995, y galardonado este mismo año con el prestigioso premio Eduardo Lourenço, según  publicara el diario El País.

México en vilo


Baño en escuela o aula rural en Las Margaritas, Chiapas

Baño en escuela o aula rural en Las Margaritas, Chiapas

Esta es la mayor fractura del país, después del Levantamiento Armado. La población llegó al límite. Ya no es la gobernabilidad lo que está a debate. Es el Estado el que se balancea sobre el abismo. En hora tan aciaga, la única reforma confiable, oportuna inaplazable y exigida por unanimidad, es la que compete a la costumbre del poder. Y ésta no requiere más tarea que aplicar la Ley. Tal cual. Ni Comisiones de investigación, ni inventos tramposos, ni comités de la verdad ni grupitos sacados de la manga y metidos a las nóminas para distraer inconformes. Corrupción y más corrupción, en todas su modalidades y jerarquías, es lo que flota como nata inmunda en el territorio. Apuntados con el dedo y bajo reflectores, las fechorías son públicas e incontables. Todos nos enteramos de “negocios”, tantos por ciento, arreglos, componendas, alianzas, embutes, fraudes, extorsiones. Con la impunidad prosperó el cinismo, lo que permitió que los pillos trabajaran de honrados, decentísimos, académicos y acumuladores de salarios tan desmesurados como “legales”. Ya no es posible caer más bajo.

La población se tardó en reaccionar.  La tragedia guerrerense no es, por desgracia, un caso aislado, pero encendió la bomba. Decapitados, torturados y tirados en fosas clandestinas, basureros o a cielo abierto, miles antes que ellos abultaron las estadísticas de jóvenes víctimas de violencia. Otros tantos continúan engrosando las cifras. Se trata de un encarnizamiento de adultos contra muchachos, en mayoría de sexo masculino. Algo como un enorme filicidio, un odio extremo de padres contra hijos, una torcedura de la rivalidad implícita en la lucha generacional, pero a la inversa. Aquí son los mayores los que aplastan a los que vienen para impedir que los superen, los llamen a cuentas y/o conquisten su propio lugar en el mundo.

 El fenómeno no se circunscribe a los crímenes. El estado miserable de las escuelas rurales, así como de las normales y recintos supuestamente dedicados a la formación de nuevas generaciones, conforma este complejo fenómeno de desprecio extremo a los jóvenes. Simbolizado por el Cronos devorador de sus hijos, aquí lo encabezan los gobernantes y las mal llamadas autoridades. De hecho, el sistema político fundó su autoritarismo en esta monstruosidad paternal. Y el modelo no pudo conciliarse mejor con el machismo, hasta rematar con esta carnicería. Aquí “La Ley del Padre” se impone con sujeción totalizadora, con impedimentos al natural desarrollo de los vástagos, con malos tratos sociales  y actos de indignidad  para cerrar puertas y vejar de todos los modos posibles. Ni alternativas laborales o de recreación ni formativas de calidad; tampoco un saber a la altura de los tiempos, servicios adecuados, ni derechos ni actividades cívicas: el medio condena a los jóvenes a la ignominia. No es casual, por consiguiente, que el Gobierno, en todas sus instancias, actúe como si de manera consciente estuviera decidido a exterminarlos, a envilecerlos y degradarlos. La conducta social también lleva su parte de responsabilidad. Y eso debe cambiar.

En vez de invertir en establecimientos, maestros y materiales para las nuevas generaciones, se ha optado por pervertir la función de educarlos. No hay más que asomarse a recintos e internados rurales, como la normal guerrerense, para comprobar que su situación miserable es un espejo fiel del ultraje  al que me refiero. El colmo es que el Estado espera una dócil conformidad y hasta agradecimiento de los humillados, al modo de los hijos maltratados. Y si esto es el núcleo a donde van a parar los males, los círculos concéntricos se ensanchan en complejidad y pudrición hasta perderse de vista: allí está el sucio historial de los sindicatos y manos amigas, allá los tejemanejes, las plazas vendidas, trampas, saqueos, improvisación, castigos presupuestales, engaños, encubrimientos delictivos, fraudes, deficiencias, y agréguele usted a la lista negra para exhibir la mugre nacional, de una vez por todas.

Complemento de lo anterior, llegamos a creer eterno, intocable, invencible y sagaz el triunfo de los bribones. Es innegable que el lavadero no es exclusivo de narcos inventa/dinero/limpio. También fluye en el surtidor de salarios, pensiones, “bonos”, sobresueldos, aviadurías, gratificaciones y otras ocurrencias perversas, cuyos beneficios no se detienen en los tres poderes de la República. El abuso en connivencia se multiplica con alegre libertad a lo largo y ancho del presupuesto, e inclusive hay suficiente para satisfacer ensoñaciones partidistas, falacias judiciales y de derechos humanos, así como otras desviaciones impensables en sociedades democráticas.

En resumen: la frustración crece por minutos y la peligrosidad está a la vuelta de la esquina. El agujero mexicano, abierto desde Iguala, ya no acepta parches. Con el índice internacional presionando, esta realidad cambia o dejamos que la disolución social, política y económica se meta hasta las cunas. Por primera vez hay consenso en la población. Tanto es así, que los partidos políticos han quedado aplastados, encuerados, inutilizados y, no obstante su fracaso, aún agarrados a los subsidios, como bestias acosadas. Está por ver por cuál de las puertas falsas pretenden salvarse.

Es momento de barrer con la cáfila de pillos que tanto daño hacen a las generaciones. Momento para sanear la justicia y obligar al SNTE y anexas a utilizar fondos para restaurar escuelas y daños colaterales. Como solución de emergencia, este sería un golpe político invaluable. Después de esta experiencia, el Gobierno ya no puede hacer la vista gorda ante el pudridero. Tampoco seguir alentándolo. La fotografía que tomé de un “baño” en Las Margaritas, Chiapas, aledaño al aula única y paupérrima, muestra el agujero que sirve de excusado. Y así lo demás. ¿Reforma educativa sin instalaciones decorosas? Da pena abundar en lo inocultable, en lo que se explica por sí mismo.

Hace falta inteligencia política. Falta destreza para atender conflictos paralelos y evitar mayores hogueras. Los tiempos en política son exigentes, pero implacables: se atienden o se cobran con mayores consecuencias. Por desgracia, pesan aún usos y vicios del estilo de poder que impide aplicar este principio invaluable. Con un dedo de previsión o sensibilidad, el Secretario de Educación ya debería haber emprendido la tarea de restauración de las normales. Prioritarios, los internados rurales ya tendrían lo que durante años no cesan de demandar, y los alumnos no continuarían aguardando en vano camas, alimentos, accesorios laborales y servicios dignos.

No se puede esperar al desenlace de  la tragedia porque otras ya están en gestación y hay que evitarlas. Si algo enseñan los griegos –sabios en tanto- es que el movimiento trágico es eso, precisamente: movimiento imparable, lo que significa que, en su vorágine sangrienta, arrastra a sus víctimas sin que el clamor  de piedad o misericordia impida la sucesión de crueldades.

Lo fundamental es romper por alguna arista la psicología del desastre. Qué mejor que emprender la tarea de reconstrucción y dejar que la sociedad participe, ahora sí, de manera organizada y responsable.

Enlutadas, las madres se mueven

Foto: Jesús Villaseca P. | 24 HORAS

Foto: Jesús Villaseca P. | 24 HORAS

El ambiente está enrarecido. Huele a advertencia, a pólvora social. Las calles se agitan y las mujeres se levantan: último reducto de paciencia, el agua llegó a los aparejos. Por todos los modos y durante décadas, algunos advertimos que la mujer es el eje reproductor de la miseria, que las madres son trasmisoras de la civilidad o la ignorancia, que si de veras se pretende subsanar el atraso hay que empezar por la condición femenina y, en suma, que los derechos humanos comienzan y se afianzan por la vía de la maternidad. Lejos de atender el llamado, el Estado incrementó la pobreza en límites de miseria. No contento con extremar las desigualdades, envileció o abandonó a los hijos de la marginación. Para coronar su fracaso, hizo que madres y abuelas llevaran el luto como una segunda piel.

De mandil y entusiasmo entrenado por diestros operadores, eran carne de acarreo para el PRI; después, “capital político” de izquierdas que vi actuar bajo rubros distintos en Chiapas, en el DF, en Oaxaca, en el Edomex…: gorra, pancarta, camiseta y, a veces, algo que supuse despensa, aunque cuando en el mitin de López Obrador o de quien fuera llegaban las camionetas, la “feligresía” abandonaba al orador para arremolinarse en pos del reparto. Los tiempos cambiaron: esa población femenina utilizada por la partidocracia proveyó de sicarios al crimen organizado, de policías y militares a “las fuerzas del orden”, de indocumentados y caídos en el intento, y de muchos, muchísimos muertos, secuestrados y “desaparecidos” arrojados a fosas clandestinas de manera inmisericorde.

A este universo discriminado, sin acceso a viviendas, alimento ni escuelas dignas, heredero del malestar de la cultura, pertenecen decenas y decenas de miles de viudas, madres, abuelas, hermanas, hijas, novias, amasias (como gustaban definirlas en la página roja, que ahora es todo el diario), y demás miembros del contingente femenino que ha sufrido en carne propia las consecuencias del engaño de los “gobiernos de la revolución” y sus descendientes directos e indirectos.

No se habla de las mujeres en México; no de las mujeres de carne y hueso, las verdaderamente maltratadas dentro de sus hogares y a todo lo ancho del territorio, las que llevan a cuestas el atraso y la injusticia de siglos, a cuenta de un machismo arraigado en el inconsciente colectivo: con niños e indios, esta es la población que, por millones, fluctúa entre la invisibilidad, el relleno electoral y la excusa para sustentar la demagogia sobre la inexistente equidad de género. Desde los remotos y sin embargo impunes feminicidios inaugurados en la frontera norte, la ineptitud gubernamental dejó las manos libres al crimen y a la degradación institucional. Otro habría sido el curso de la violencia de haber actuado legal y oportunamente. Con justicia, trabajo y formación, la vida social no habría descendido hasta la ignominia; tampoco el oportunismo partidista habría acarreado la furia popular a su molino ni las mal llamadas izquierdas habrían discurrido el “lavado de candidatos y de nombres” para acomodarse en los más sucios juegos del poder. Hay que insistir para que se entienda con claridad: las mujeres han sido usadas,  sus necesidades menospreciadas, su clamor desoído y sus derechos ignorados.

Partidos políticos y gobernantes desdeñaron el impacto que el dolor femenino provoca, como ondas expansivas, en su prole, en su pueblo, en su familia extensa, en su país. Sistemáticamente se desestimó la función femenina, integradora de la sociedad. Justo cuando la “renovada” coalición priísta entonó la oda a las reformas del progreso, incluida la electoral, cargada de subsidios vergonzosos a la partidocracia, cayó la bomba de una verdad que, encabezada por un gobernador, un alcalde amaridado al narco, y una tribu guerrerense extraídos de las filas perredistas, arrancó el velo a la mascarada democrática y se atizó el avispero.

 De un día para otro se dejó venir el tsunami popular. El dirigente del PRD medio que asomó la cabeza para pedir perdón por haber incurrido en una de tantas patrañas electivas; luego, silencio y el síndrome de la avestruz para sortear los embates del reclamo masivo: no vaya a ser que, en medio de la vorágine, queden aún más raspados y las urnas, en vez de votos, se llenen de impugnaciones. Nadie, sin embargo, puede acallar el grito doliente del ejército femenino que exige justicia. Ya se sabe que cuando La Bola se mueve, no hay quién la pare.

Impotentes frente a la batalla campal entre criminales y uniformados o al revés, que lo mismo da, las mujeres llevaron su luto con discreción durante las masacres enderezadas a cargo de los panistas y continuadas hasta la fecha, en nombre de una “limpieza armada” contra la delincuencia. No se consideró entonces ni ahora la señal femenina que continuó aportando muertos y sufrimiento al caldero de la brutalidad. Tampoco disminuyó la ilegalidad ni se ofrecieron satisfactores a las víctimas.  Como sería de esperar, la hecatombe empeoró hasta que el infortunio de los normalistas encendió la pólvora de la movilización interna y la protesta internacional que, a la par, exigen respuestas y acción expedita al Estado mexicano.

Madres, abuelas, hermanas, amigas e hijos de aquellas muchachas que, por miles, fueran brutalmente destrozadas y arrojadas al descampado, comenzaron a engrosar el ejército de dolorosas que aún vaga entre lágrimas clamando justicia. Nadie oye. A nadie interesa arrancar el velo a la apariencia. Nadie quiere saber cómo se rompe el alma de la familia, del pueblo y del país con el imperio de la violencia. A ninguno conmueve el sufrimiento de quienes, al padecer de la pérdida, agregan la humillación de saber que los asesinos andan sueltos y que no hay autoridad ni sanción que los frene. Pero el feminicidio impune no es el único ni el peor rostro del conflicto. A la memoria de las infelices jovencitas se sumaron atroces asesinatos de indocumentados locales y sudamericanos, decapitados y “empaquetados”, secuestrados, niños robados y desaparecidos, miríadas de adolescentes obligadas a prostituirse y el sinfín de evidencias que han mermado, corrompido o exacerbado a una o dos generaciones cuyo daño irremisible prefigura un porvenir aterrador.

El funeral de una madre a las puertas de la SEGOB es un caso único en nuestro memorial de protestas por los hijos asesinados y/o desaparecidos.  impensable una organización equivalente a la de las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo, aquí las mujeres han mordido con desaliento su rabia. Entre la precariedad educativa, cuestiones culturales y un débil sentimiento de pertenencia e identidad, las víctimas mexicanas no trasmutan en madres coraje que desde la remota Grecia hasta las guerras mundiales y de la guerra civil española a la causa argentina se vuelven batalladoras infatigables: una locomotora tenaz que más de una vez ha obligado a varios gobiernos a rectificar sus políticas. El activismo de Rosario Ibarra de Piedra e Isabel Miranda de Wallace son excepciones que rascan la llaga de la maternidad enlutada que no se conforma con discursos ni con promesas inútiles.  

Todos sabemos que amortajar y honrar a los muertos es cosa de mujeres, pero mejor lo saben los gobernantes que, por su desprecio ancestral a lo femenino, miran para otro lado cuando la queja, la exigencia de justicia y el lamento desesperado les enrostra una verdad que, ahora sí, se ha convertido en vorágine. Estamos al filo de un estallido social. No hay ideología, oportunismo, discursos ni promesas que restauren los daños. Las mexicanas ya no son las de antes: sus muertos las están transformando y no sabemos, todavía, en qué trasmutará el sufrimiento.

El laberinto de la crisis


El Lábaro Patrio se encuentra desgarrado. FOTO: ÁNGEL ALBA

El Lábaro Patrio se encuentra desgarrado. FOTO: ÁNGEL ALBA

“En tiempo de crisis, no mudanza”, pregonaba Ignacio de Loyola, quizá a los atribulados que se apegaban al principio esperanza para encontrar sosiego, al menos por virtud de la fe. No que los gobernantes atiendan la recomendación jesuítica, sino que de suyo, por costumbre viciada y porque así lo hemos tolerado, dejan a su aire las situaciones críticas para volverlas papa caliente que no saben a quién arrojar. En política y respecto de la ilegalidad, no hacer equivale a hacer la vista gorda o hacerlo mal, mientras otros hacen lo que les viene en gana. Esto se llama complicidad en connivencia y repercute tanto en la degradación social como en la del Estado.

La crisis se manifiesta cuando se rompe la estabilidad entre subordinados y la autoridad gobernante. El imperio de la criminalidad no es un hecho aislado, tampoco la pésima actuación de las instituciones. Ambos son síntomas de una cultura enferma –muy enferma- de tiempo atrás. Sin embargo, la tragedia guerrerense nos ha situado en un punto sin retorno: continuar tolerando la corrupción, infiltrada hasta el hueso, anticipa la africanización del Estado; abatirla en bien del país, exige un saneamiento radical que daría al traste el modo “estructurado” de gobernar. Anudado a lo anterior, no pueden quedarse atrás los actos vandálicos abanderados por alguna facción ni los usos anárquicos de protestar, causantes de daños colaterales. Tampoco los poderes de la República ni los partidos políticos pueden seguir así, porque de arriba abajo y de lado a lado el cáncer está en todas partes.

Sobre el deber de resguardar derechos, los gobiernos optaron, discrecional y progresivamente, por extremar desigualdades e institucionalizar la injusticia. La gran población fue despojada de garantías hasta condenar a la ignominia a millones de marginados. Entre la precariedad educativa, el hambre, el fracaso agrícola, el crecimiento demográfico, la ausencia de oportunidades y los rigores del capitalismo salvaje, la prole depauperada exploró cauces de la emigración, la criminalidad y los “trabajos” aleatorios, que, con lujo de mañas y malos oficios, engrosaron el “capital político” de la partidocracia: un fenómeno que paradójicamente y en vista de la corrupción que los dota de presencia, presupuesto y sentido, más y peor nos aleja de la democracia. Es decir, en vez de contribuir desde los peldaños del municipio al cultivo de una participación responsable, los partidos se apoyan en el atraso social para avalar sus aspiraciones de poder.

El caos superó los recursos ordenadores del Estado. La realidad, por consiguiente, impuso el dilema de ceder al mando a la delincuencia o restaurar las instituciones. Si lo primero es un hecho, lo segundo depende de abatir la corrupción y recobrar la credibilidad judicial: logro  titánico porque, según principios del orden y el caos, el  equilibro indispensable al desarrollo con progreso requiere una energía tremenda y sostenida; es decir, mayor a la del sentido contrario. A cambio de un crecimiento socioeconómico regulado, la podredumbre pública y privada se aparejó a la criminalidad hasta anular el impulso restaurador de la ingeniería social. Dicho de otro modo: surgió un abismo imprudencial entre problemas graves –ya descontrolados- y la posibilidad efectiva de remediarlos con las instancias existentes. Cuando la inconformidad se desborda, la mal llamada autoridad, partícipe del conflicto, no puede ni sabe cómo subsanar el desbarajuste, agravado por la paupérrima cultura cívica de la sociedad. Ése, de tal magnitud, es nuestro drama; un drama que tambalea entre el estallido social y el narcopoder, mientras el gobierno y los partidos se queman las manos con las papas al rojo.

Las crisis entrañan una inestabilidad radical, acompañada de abatimiento. Si en lo individual el desesperado tiende a tomar malas decisiones, en lo político la incertidumbre crea escenarios de alta peligrosidad, proclives al terrorismo, la subversión y abusos de poder, tanto por parte de los gobernantes como de gobernados. Somos rehenes por partida doble: del mal gobierno y de quienes, con impunidad, se atribuyen el derecho de violentar a los demás. Sea por temor a los excesos del PRD y facciones colaterales, por ineptitud y complicidad del sector público o porque la ingobernabilidad ha alcanzado dimensiones alarmantes, lo cierto es que la ilegalidad y el miedo se han instaurado en complicidad con los poderes públicos y, para colmo, también en espacios que trascienden los cotos del crimen organizado.

¿Por qué permitir que las escuelas normales actúen como semilleros de violencia? Más barato, productivo y benéfico sería sanear sus establecimientos y dotarlos de condiciones educativas, cívicas y morales que dignifiquen, desde las aulas, la realidad del magisterio. Hacer la vista gorda en los desmanes es inaceptable. Todo se enreda en una sucesión de anomalías: la actuación del gobierno y la de los transgresores, la de los criminales y partidos políticos involucrados… Tal es el laberinto manifiesto desde Iguala y el que desenmascara cómo están entrampadas todas las partes.   Ningún funcionario es ajeno al conflicto. Tampoco vale la tolerancia ciudadana ante marchas cada vez más violentas que secuestran a la sociedad y desencadenan nuevos conflictos. “Botear”, extorsionar, secuestrar y quemar camiones, tomar calles y carreteras, romper vidrieras, saquear comercios y destruir propiedades públicas o privadas son delitos enmascarados de ideología. Inseparables de intereses facciosos, los cada vez más frecuentes actos de anarquía dejan al descubierto la impotencia de una sociedad que solo atina a repudiar a los gobernantes para mal satisfacer su enojo acumulado.

El prolongado abandono de lo fundamental a favor de lo secundario ha quebrantado al Estado. Si de un día para otro no se puede resolver la desigualdad extrema, al menos debemos exigir protocolos ordenadores, empezando por el pandillerismo comandado por las mal llamadas izquierdas. La población afectada ya no tolera demagogias ni paliativos. Entre criminales organizados para matar, imponer el terror y multiplicar el sufrimiento en un población castigada de antemano y una tremenda torpeza gubernativa y el laberinto del caos, el pobre México se está desintegrando.

Nos irrita la partidocracia, repudiamos su irracional subsidio, abominamos de su irresponsabilidad y ya nadie cree que sus torceduras ayuden a democratizar al país. Agréguese un sistema político inoperante para calar el pozo de la desesperanza: estamos en las peores manos y supeditados a la perversión facciosa. ¿Qué hacer en situación tan aciaga? Si no es posible ni deseable “barrerlo todo y barrerlo bien”, la sensatez indica comenzar por lo elemental, sin abandonar lo principal: crear protocolos de orden y civilidad, tanto para el ejército, las policías, los partidos y el Poder Judicial. Hay que regular a los funcionarios y sancionarlos legalmente.  Ni que decir respecto de los grupos que, con la complacencia oficial, causan desmanes, imponen el terror y contribuyen al caos.

Ante el abuso o la anarquía de inconformes y marchistas, siempre hay víctimas ignoradas y desprotegidas por el Estado. El Código Civil debe aplicarse a todos los que delinquen, tengan el puesto que tengan. Pero no a balazos ni trancazos ni con trampas, sino bajo el imperativo de que a la incivilidad se responde con mayor civilidad. Y a la sinrazón con más inteligencia. Que no se hable de amar o de no amar al país: más valiosa y fructífera es la decencia conducida por la razón. ¿Seremos las actuales generaciones capaces de incorporar algo de dignidad a este México tan mancillado? Esperemos que la disolución social no nos alcance antes.

Huitzilopochtli, hoy


La naturaleza del mexicano es intrincada. Lo supieron Samuel Ramos y Octavio Paz, pero antes que ellos los cronistas se dieron cuenta de que no era de desdeñar este universo de dioses y calendarios. Aprendieron a convivir con engaños, culebras, designios, pirámides, ofrendas de sangre, ritos tremendos, retorcidas fórmulas de cortesanía y una severa complejidad que abarcaba del calmécac a los templos y de estos a los recintos guerreros, pero nunca los descifraron ni consiguieron eliminarlos como deseaban. Ninguna de las plumas que con más o menos fidelidad recogieron nuestro pasado prehispánico dejó de señalar, sin embargo, dos características de los aborígenes: su natural taimado, que desquiciaba al colonizador, y una feroz manera de ensañarse, humillar y aniquilar al otro, al grado de desollarlo y lucirse o comerciar con la piel, sin ninguna dificultad.

A propósito de la brutalidad que nos cerca, recordé que con la sin par Historia de las Indias de Nueva España emprendí la difícil tarea –inconclusa aún- de entender la dualidad mexicana, su cifra serpentina y “ese algo” que provoca recelo. Estuve tentada a transcribir el capítulo IV, “De lo que sucedió a los mexicanos después de llegados a Chapultepec”, pero me decidí por comentar fragmentos, porque esta es una de las obras que todo mexicano debe leer siquiera una vez, y en especial por el torbellino que nos habita: hay que ir hasta la raíz, deslindar, elegir y, con suerte, precisar nuestra pesada carga ancestral, que los orientales consideran karma.

En el relato de fray Diego Durán, no hay desperdicio: la supremacía de Huitzilopochtli, dios de los mexicanos, perdura sin que ningún credo, amenaza o presagio la debilite. Hechicero, embaucador y perverso, sus malas artes reptan en libertad. Hay que tener hígado para sobreponerse a la descripción del reguero de miembros, cabezas y cueros de víctimas desolladas después de los sacrificios o las batallas instigados por él. También debemos templar el alma para ver, en tan rico muestrario, cómo se parece la crueldad de los remotos abuelos a la de los criminales de hoy. Para nuestra desgracia y como si de una plaga se tratara, continúa atacando la enfermedad del taimado que no ve, no sabe, no entiende, no actúa ni se conmueve, aunque el desfile de horrores esté en sus narices.

 

Después de ires y venires mexicas, cuando peregrinaban en pos de un lugar propio, Durán refirió cómo se doblegó el rey de Colhuacan al oír los amañados ruegos de los ya desde entonces temidísimos y tramposos mexicanos. Asentados temporalmente en Tizapán, donde solo había serpientes y alimañas que aprendieron a comer, recibieron el mensaje de su dios y la orden de cumplirlo al detalle:  visitar al adversario a  excusa de relacionarse, comerciar libremente y emparentar por vías del casamiento, “para tratarse como hermanos y como parientes”, ya que, como enemigos, la presión era insostenible. No que fuera ingenuo o inofensivo Achitometl, es que los adoradores de Huitzilopochtli superaban en perversidad a cualquiera.

Enemigo de la paz, Huitzilopochtli reveló a sus prelados que requerían a la mujer de la discordia para conseguir, a partir del conflicto subsecuente, el lugar que les tenía reservado para fundar su ciudad. En vista de que “no es éste el asiento que os tengo prometido (…)”, es necesario “dejar este donde ahora moramos. Y no lo haremos con paz, sino con guerra y muerte de muchos”. Por consiguiente, había que hacerse de una noble doncella para acatar el mandato. Los obedientes mexicas enviaron mensajeros con regalos y elogios a pedir a Achitometl, rey de Colhuacan, nada menos que a su hija amada “para señora de los mexicanos y mujer de su dios”. Y él la entregó creyendo que la muchacha  iba a reinar y a ser diosa de la tierra, tal y como se prometió y como sería trasladada por ambas partes, “con toda la honra del mundo”, hasta el asentamiento de los rivales.

En la orden siguiente del dios quedaría sellado el destino de la nación: “Ya os avisé que esta mujer había de ser la mujer de la discordia y enemistad entre vosotros y los de Colhuacan, y para lo que yo tengo determinado se cumpla, matad esa moza y sacrificádmela a mi nombre, a la cual desde hoy la tomo por mi madre. Después de muerta la desollaréis toda y el cuero vestídselo a uno de los principales mancebos, y encima vestirse ha los demás vestidos mujeriles de la moza, y convidaréis al rey Achitometl que venga a adorar a la diosa, su hija, y a ofrecerle sacrificio.”

Todo ocurrió en Tizapán, según lo indicado: los mexicanos matan a la princesa, la desuellan, visten a un principal con su piel y, concluido el proceso, mandan llamar al rey, su padre, para presidir un convite “donde su hija había de quedar por diosa de los mexicanos y esposa de su yerno, el dios Huitzilopochtli”. Reinaba un ánimo festivo y eran abundantes las ofrendas de pluma, mantas, papel, copal, comidas, piedras y muchos géneros de aves y peces. Entre consabidas fórmulas de cortesanía y parabienes, Achitometl comió, departió y aguardó con cierta impaciencia  la aparición de su hija para celebrar los esponsales… Pero, la tragedia estaba dada:

“Después de aposentados y de haber descansado los mexicanos –escribió Durán-, metieron al indio que estaba vestido con el cuero de la hija del rey en el aposento junto al ídolo y le dijeron. <<Señor, si eres servido, podrás entrar y ver a nuestro dios y a la diosa tu hija, y hacerle reverencia y hacer tus ofrendas.>> El rey, teniéndolo por bien, se levantó y fuese al templo que les tenían edificado, y entrando en la pieza donde estaba el ídolo, empezó a hacer grandes ceremonias y a cortar las cabezas a las codornices y a las demás aves,  y a ofrecer sacrificio y a poner aquella comida delante de los ídolos y ofrecer copal y rosas y de todo lo que para aquel efecto llevaba. Y por estar la pieza algo oscura, no veía a quién ni delante de quién hacía aquel sacrificio. Y tomando un brasero con lumbre en la mano, según la industria que le dieron, echó incienso en él y empezó a incensar los bultos, y aclarándose la pieza con el fuego, vio al que estaba junto al ídolo sentado, vestido con el cuero de su hija, una cosa tan fea y horrenda, que cobrando grandísimo temor y espanto, soltó el incensario que en las manos tenía, salió dando grandes voces y diciendo: <<Aquí, aquí mis vasallos los de Colhuacan, venid a socorrer una maldad tan grande como estos mexicanos han cometido. Que sabed que han muerto a mi hija y la han desollado y vestido el cuero a un mancebo y me lo han hecho adorar. Mueran y sean destruidos hombres tan malos y de tan malas costumbres y mañas; no quede rastro ni memoria de ellos. Demos, vasallos míos, fin y cabo de ellos.>>

Lo que siguió lo llevamos como insignia del destino: alboroto, hombres, mujeres y niños en fuga, varas arrojadizas, carrizales, la huida de un pueblo hacia Iztapalapa, después a Acatzintitlan, Mexicatzinco…, hasta que el dios se apiadó del padecer de su gente, el día que parió la hija de un principal. En ese “lugar del parto” o Mixiuhtlan, los  mexicanos encontraron un hermoso ojo de agua, en cuya fuente los sacerdotes interpretaron el deseo del dios: “Lo primero que hallaron fue una sabina, blanca toda, muy hermosa, al pie de la cual salía aquella fuente. Lo segundo que vieron fue que todos los sauces que aquella fuente alrededor tenía eran blancos, sin tener una sola hoja verde, todas las cañas de aquel sitio eran blancas y todas las espadañas de alrededor. Empezaron a salir del agua ranas todas blancas y pescado todo blanco, y entre ellos algunas culebras del agua, blancas y vistosas. Salía esta agua de entre dos peñas grandes, la cual salía tan clara y linda que daba sumo contento. Los sacerdotes y viejos, acordándose de lo que su dios les había dicho, empezaron a llorar de gozo y alegría y a hacer grandes extremos de placer y alegría, diciendo: <<Ya hemos hallado el lugar que nos ha sido prometido; ya hemos visto el consuelo y descanso de este cansado pueblo mexicano; ya no hay más que desear (…)>>

A la noche siguiente apareció Huitzilopochtli en sueños a un tal Cuauhtloquezqui y le dijo: ya estaréis satisfechos cómo yo no os he dicho cosa que no haya salido verdadera. Y habéis visto y conocido las cosas que prometí ver en este lugar, a donde yo os he traído. Pues esperad, que aún más os falta por ver. Ya os acordaréis cómo os mandé matar a un sobrino mío que se llamaba Cópil y os mandé que le sacases el corazón y lo arrojases entre los carrizales y las espadañas, lo cual hicisteis. Pues sabed que ese corazón cayó encima de una piedra del cual nació un tunal, y está tan grande y hermoso, que un águila hace en él su habitación y morada. Cada día y encima de él se apacienta y come de los mejores y más galanos pájaros que halla. Encima de él extiende su hermosas y grandes alas y recibe el calor del sol y el frescor de la mañana. Encima de este tunal, procedido del corazón de mi sobrino Cópil, la hallaréis a la hora que fuere de día y alrededor de él veréis mucha cantidad de plumas verdes, azules y coloradas, amarillas y blancas de los galanos pájaros con que esa águila se sustenta. Pues a ese lugar donde hallaran el tunal con el águila encima le pongo por nombre Tenochtitlan.”

De tanto en tanto, a partir de entonces, los dioses abuelos se dejan notar y, poderosos aún, se asientan en sus dominios causando un inmenso terror. ¿Son las señales de sangre designios que no sabemos interpretar? De que Huitzilopochtli gobierna otra vez, no tengo duda. En atención a la historia, no son buenos ni alentadores los signos como traídos del pasado remoto.

DIATRIBA

Leerlo estremece. Nos espetan las noticias más brutales como si de algo irremisible se tratara. Las cuencas huecas del joven desollado están en mis pesadillas. Un alcalde en fuga. El guerrerense que se dice gobernante. Criminales que viajan en patrullas. Funcionarios coludidos con los narcos. Narcos que se reproducen como cucarachas. Policías/verdugos que asesinan, extorsionan e intimidan. El obispo que arremete contra homosexuales y dice con la fresca que solo falta permitir la unión con animales. Un Euriviel que gasta fortunas en publicitar sus idioteces. El presidente atareado en demostrar que la bonanza toca las puertas del progreso. Reformas que empobrecen y pobres tan pobres que “botean” airados para sacarle unas monedas a infelices carreteros que tienen la desgracia de transitar en mala hora por los caminos de la muerte: el infierno está en este país. La indignación me escuece el alma…

No más: dan ganas de gritar en pleno rostro a la mal llamada autoridad. No más sangre ni muchachos malogrados. No más fosas clandestinas. No más discursos ni pregones triunfalistas. No más abusos, fraudes, mentiras ni recompensas espurias. No más dinero malgastado en partidos políticos corruptos. No más Oaxaca que arde, niños despojados de futuro, madres dolientes, hambre en los pueblos, congresistas sinvergüenzas, patrulleros asaltantes, concursos amañados, trampas y más trampas en toda la República: el país, señores, está desintegrado.

Y nosotros, impotentes ciudadanos que caímos en el juego de las urnas, toleramos con la boca abierta y la cara roja de vergüenza la mayor injusticia de la historia. Nosotros, los de a pie, miramos pasar el horror con la piedad que pide al cielo clemencia, convencidos de que no hay ángel guardián, guadalupana ni ángel exterminador que limpie el río de sangre que serpentea por las calles de Morelos, Michoacán, Guerrero, el Norte, el Sur, el Este y el Oeste. Somos “los otros”, los de abajo, “los condenados de la tierra” que dijera Fannon hace siglos, cuando el mundo no probaba aún el furor de la crueldad abyecta, cuando las ideologías intimidaban y las buenas gentes se distraían con karidades recogidas en los bailes. Nosotros, los del “despertar de la conciencia”, caímos hasta abajo, donde los pisotones no son nada comparados con el yugo de una realidad que pone a temblar a nuestros padres en sus tumbas.

 

50 años de Tláloc y el Museo Nacional de Antropología


Se respiraba un aire de provincia amodorrada, pero era La Capital. Ernesto P. Uruchurtu la cuidaba como si de una joya preciosa se tratara. Lo apodaban “Regente de hierro”, por comprobadas razones. En nombre de la decencia la arremetía contra carpas, teatros, cines y espectáculos que en vez de ponderar el pudor se atrevían con el erotismo, mujeres semidesnudas y temas “de mal gusto”. No que le preocupara que las ombliguistas pillaran un resfrío; lo grave era que las chicas de la noche incitaban al pecado. Germanófilo, ultraconservador, soltero, de raíces profundamente católicas y laborioso como el que más, dormía con un ojo abierto para vigilar a la urbe. Recato, orden y modernidad eran sus prioridades. Aseguraba que, sin control, las buenas costumbres se pierden y dejan campo abierto a vicios, pornografía, procacidad y a cuanta mugre es capaz de prodigar la gente abusiva, malhablada y crápula por naturaleza.

Esfuerzo tan sostenido durante 14 años de regencia (1952-66), no impedía un libre curso de contradicciones. Fuera de su “Cruzada de la decencia teatral”, jefaturada por un Luis Spota  ocupado en censurar a  Tongolele, María Victoria o Jodorovski, además de clausurar locales como el Waikiki y el Salón México, el sin rival regente toleraba cabarets frecuentados por “gente de bien”, que sabía dónde y cómo gastar sus jornadas nocturnas. Implacable con pulquerías, cantinas con aserrín en el piso y locales que ostentaban letreros como el célebre: “se prohíbe la entrada a mujeres, curas, toreros y perros”,  Uruchurtu tenía fobias tan claras que sin chistar impidió que se presentaran los Beatles en la ciudad.  Prohibió películas como Viridiana, de Buñuel. Consideraba fastidiosas las protestas de intelectuales y artistas, pero no pestañeaba al volcar su desprecio al “peladaje” ni desperdiciaba ocasión de abatir a los invasores de predios: asunto que finalmente le costaría el puesto en el régimen de Díaz Ordaz.

En contrapunto de la moralina, Uruchurtu sacó al Distrito Federal de su postración decimonónica. Procuró una infraestructura urbana propia del siglo XX y no le tembló la mano al abrir vialidades y acometer problemas como el del agua.  Si la construcción de mercados, parques y jardines lo caracterizó, Chapultepec coronó sus fantasías al hacerlo núcleo cultural, recreativo y ecológico de un México que crecía por segundos. Su obsesión por engalanar la Capital contrastaba sus prejuicios. No fue de extrañar que las mayores empresas civilizadoras de la época provinieran de su feliz correspondencia con Jaime Torres Bodet, Secretario de Educación Pública.

Ampliado y modificado como el Paseo de la Reforma, el bosque de Chapultepec selló a lo grande el lopezmateísmo. Alojó desde entonces varios museos para concentrar desde vestigios de nuestra memoria remota hasta el arte moderno y contemporáneo. A partir de la primera piedra y hasta su inauguración un año después, el 17 de septiembre de 1964, el Nacional de Antropología, diseñado por Pedro Ramírez Vázquez, no solo superó con creces las expectativas, también se reconoció entre los más bellos del mundo.  Mientras los recintos construidos a la par no resistirían el paso del tiempo,  tanto el proyecto como los materiales y su cuidada edificación mantendrían al MNA a la vanguardia de la mejor arquitectura del siglo XX.

Como prueba de lo que era capaz el sistema cuando valoraba el talento, Torres Bodet convocó a un gran número de artistas plásticos para realizar  murales, esculturas y pinturas alusivas al contenido. El resultado fue la magnificencia del conjunto. La distribución de salas y talleres, la biblioteca o los auditorios; areas abiertas, fuentes, el estanque de lirios, celosías y, en particular, la columna central bañada por una cascada artifical que se precipita desde el memorable paraguas… Todo fue  tan rigurosamente logrado que el Museo continúa siendo motivo de admiración por propios y extraños.

Eran años en que niños y púberes vagaban en libertad, por pequeños que fueran. La ciudad se vivía como extensión de las casas, no obstante su desmesurado crecimiento. Nos transportábamos solos en uno, dos o tres camiones “de línea” a la escuela y de regreso, sin más riesgo que el de quedarnos dormidos por el calor hiriente del mediodía. Los escolares nos deteníamos a mitad del viaje para observar el paso a paso de la construcción, iniciada a velocidad supersónica, en 1963.  Así conocería en plena actividad a los arquitectos Pedro Ramírez Vázquez, Rafael Mijares y Jorge Campuzano, planos en mano, quienes sin petulancia ni complejo de estatua, se tomaban la molestia de explicarme esto o aquello, quizá conmovidos por mi ignorancia, mi edad o mi atrevimiento.

Hay en la historia de México muchos episodios intensos, pero el relacionado al Museo Nacional de Antropología es uno de los más felices y emblemáticos.  La apertura indirecta que suscitó una acertada reforma urbana, todavía me estremece. Tanta belleza, aunada a la expectación, fue un aire fresco en el ámbito ensombrecido por la Iglesia y pronto atenazado por el mal carácter y la brutalidad de Díaz Ordaz: la peor herencia de López Mateos que, de haberlo sospechado, se habría muerto otra vez.

Al diseñar los espacios destinados al Calendario Azteca, la Coatlicue y deidades y símbolos que los acompañan, no podía faltar el aporte mágico, inesperado, que tanto fascina de nuestra cultura. Por semanas o tal vez meses, la prensa se ocupó de una discusión que cayó en las familias, en la academia y en la burocracia como agua de mayo: la existencia, en sabe Dios dónde, de un “ídolo” imponente que, como recado del cielo, se dio a notar, semienterrado, en un pequeño poblado que lo tenía como parte del paisaje y sus apegos devocionales. Era obvio que, por manifestarse al público en general, el dios  pedía mayores merecimientos. Y así se consideró por nahuatlatos, antropólogos y arqueólogos que salieron al quite con deslumbrantes explicaciones.

Convertido en un casus belli porque, tras “descubrirlo”, “alguien” propuso trasladarlo al futuro museo con las piedras hermanas, el asunto de la deidad sin nombre atrajo la atención de propios y extraños.  Como sería de esperar, aun el clero, imbuido de sublime autoridad, tuvo algo que aportar respecto de la concepción de lo sagrado y lo profano, lo falso y lo verdadero. Para no sustraernos de semejante encuentro con la historia, a los escolares nos ordenaron “investigar” atributos y peculiaridades del monolito. Lamento no haber conservado aquellas tareas ingenuas: espejo del ánimo y el chismorreo reinantes.

Entre dimes y diretes, la decisión fue infalible: el bloque labrado, de identificación imprecisa, abandonaría su lecho ancestral. Por sus características, se colocaría sobre una superficie adecuada, donde en adelante sería custodio simbólico de la riqueza prehispánica. El traslado desde Coatlinchán, Estado de México, de la en principio llamada “Piedra de los Tecomates”, hasta la casi esquina de Ghandi y el Paseo de la Reforma, fue un espectáculo sin par.  Los guardianes legítimos de la mole de 168 toneladas y siete metros de altura se opusieron hasta agotar resistencias.  En el mejor estilo priísta, las autoridades la sustrajeron de su sede, donde estuvo cara arriba y semi enterrada desde tiempos inmemoriales. Se cumplió al detalle el plan previsto y, como real e inequívoca peregrinación, quedó fechado su nuevo destino donde reluce magnífica, porque “ni Dios padre puede moverla de allí”.

Sacar del pueblo al renombrado Tláloc fue una hazaña equivalente a su fatigoso y espectacular transporte. Se requirió una complicada estructura de acero, capaz de soportar su peso y volumen. El desafío de levantarla con grúas y cables no tuvo parangón. Intervino una muchedumbre de técnicos para subirla a una doble plataforma, tirada por dos tractocamiones: uno por delante y otro atrás.  Bajo una lluvia innusual en aquel anochecer del 16 de abril de 1964, el monolito recorrió con lentitud parte del Distrito Federal, hasta su nuevo hogar. La gente aguardaba en las banquetas, como si del desfile de septiembre se tratara. Maravillados por el número de llantas y el despliegue de extravagancias que rompían con la rutina, los más entusiastas aplaudían.

A partir de ese día se comenzó a hablar con familiaridad de Tláloc, de su relación con el agua, el rayo, los truenos y las fuerzas destructoras. Tláloc y su aparición en nuestras vidas. Tláloc y su supremacía en el vasto panteón de los antiguos mexicanos; Tláloc, custodio del Museo. Tláloc, venerado en el Templo Mayor de los aztecas… 50 años transcurrieron. Medio siglo, casi una gavilla o atadura de los años: otro ciclo, nuevas cuentas y un México que se antoja más alejado de aquel espíritu que los propios abuelos nahuas. Sagrada, sin duda, la piedra nos obliga a rendirle tributo cada vez que, en coche o a pie, pasamos frente a ella.

Camino de Santiago, 2

Desde que la criatura da sus primeros pasos prefigura un camino. Varían el ritual, la distancia, la forma y el sentido con que se recorre de un punto a otro. Se puede confirmar o evitar el sendero, pero cada uno ha de andar lo que le ha sido dado. Lo importante es comprender qué y para qué se busca algo o nada con tanto ahínco. Y si nadie escapa al propio destino, de acuerdo a los griegos remotos, es mejor valorar sus avisos. Las caminatas enseñan que la Naturaleza, como la vida, tiene sus reglas: las respetamos o nos volvemos contra ellas. Cuando esto sucede, el medio, la mente y el cuerpo saben cómo cobrarse.

Excepto la sensación de que mi destino estaba en pausa o como dormido, nada podía vincularme a la flecha amarilla ni al dibujo del peregrino que guían el sendero. Consciente de mi condición fantasmal, intuí que algo debía esclarecer entre los Pirineos y Galicia. Cerré mis páginas, estudié la geografía y lo que tenía que saber y, sin expectativas ni pretensión de pertenecer a la raza de los que se creen importantes, me aventuré a lo desconocido. Nunca supuse que los vestigios románicos y renacentistas me provocarían tal estado de encantamiento. Subir y bajar montes a pie, sólo tuvo un propósito: confirmar el valor de la libertad y el silencio.  No pedí más.

 Estar dispuesta a lo que el camino depara no significa que las costumbres no pesen al pernoctar en albergues más incómodos que modestos y algunos con pulgas y rateros furtivos.  Sin embargo, desapego y un buen cobijo causan milagros.  Mal comer y dormir durante semanas de errar por pueblos pequeños o deshabitados, en viñedos, huertos, bosques, carreteras y villas, se compensa con el talante español y el novedoso interés de recuperar sus paisajes. Y a eso se va, a fin de cuentas: a probar lo ajeno y, con suerte, a descifrar lo vivido con estupefacción y cansancio.

Gente hay, aunque no en todas partes ni en los mismos horarios. Unos hablan de más; otros se agrupan por temor a la soledad.  No faltan los que suponen que cambiarán del negro al blanco en sus vidas solo por caminar o que su tedio se acabará como por arte de magia. Si algo se aprende es que no hay madurez: la enfermedad del siglo es el tedio. Durante kilómetros, solo escuchaba el chaz chaz de mis propias pisadas. De repente, un riachuelo, pájaros en vuelo, el jabalí a lo  lejos,  vacas o corderos: la otra expresión de la vida sin fantasías ni dudas existenciales. Aparecen mujeres de manos rudas y rostros surcados de arrugas que atizan fogones frente al portal. Perros que ladran, viejos sentados al sol, construcciones de siglos y bebederos que quizá conoció Francisco de Asís al peregrinar por aquí.  Por momentos la palabra es puente entre dos orillas y se queda ahí, suspendida, en hablantes que algo quieren y buscan, pero no saben qué. La palabra también es luz y su ausencia: la sentía, a menudo la tocaba y en dos o tres ocasiones, en pausa sagrada, era poesía que pedía ser nombrada. A más avanzaba, mejor se aclaraba el mensaje de que para ser feliz es el sendero y no el de Santiago, sino cualquiera y de ahí en adelante.

En Navarra, todo era húmedo, nebuloso y tan frío que calaba hasta el hueso.  Luego, hiriente el calor en León, nevada como regaño del cielo en el idílico Cebreiro, templado después, aunque variaba a capricho... El clima otoñal era espejo del alma. Antes del alborear emprendía en soledad mi jornada.  Atenta al oriente, aguardaba la aurora. La amanecida era hermosa, tan quieta y cabal que la felicidad me colmaba.  Por ir absorta en el estallido de luz,  en una ocasión tardé en percatarme de que no estaba sola.  Me acompañaban otras pisadas, el picoteo de bastones sobre la tierra y  el peculiar sonido de la respiración masculina. Reinaba un silencio hondo, como de meditación nocturna o expectación, que me hizo girarme para ver a tres hombres que caminaban en fila cerca de mí. Sonreí y avanzamos en paralelo sin mencionar una frase.

Pasados unos kilómetros, en plena mañana, nos detuvimos en la cima de una colina frente a una ermita románica del siglo XII, que en Torres del Río se anunciaba idéntica a la del Santo Sepulcro. Intercambiamos las primeras palabras al lado de un cementerio y una iglesia muy bella y cercana a la Ermita de Nuestra Señora del Poyo. El que hacía de guía me miró de fijo y repitió sonriendo: L’amore que muove el sole e l’altre stelle…  Comprendí que estuvo atento a mi fascinación por el alba. Nos preguntamos por qué hacer el Camino: “para situarme entre el silencio y la palabra”, respondí; y él, a su vez, me dijo que por causas religiosas, que por cierto también abundan. Hacía tiempo los tres deseaban peregrinar a Santiago desde Saint-Jean-Pied-de-Port. Que dos de ellos eran misioneros; el tercero, italiano también, era su hermano mayor –laico, casado y con hijos- y estaba ciego, aunque me costara creerlo. Por eso marchaban uno detrás de otro, para iluminar la senda, indicar la presencia de piedras, agujeros u obstáculos y evitarle traspiés o alguna caída.

Francesco tuvo la gentileza de aclararme que su hermano es músico e independiente desde niño. En Italia se le reconoce por sus habilidades extraordinarias para sortear escollos, reales y simbólicos. Para ellos era un privilegio hacer juntos y en silencio el Camino. Viajaban como perfectos peregrinos: sin dinero y “atenidos a la Providencia”, por lo que llegar al sepulcro del apóstol Santiago sería una gran bendición. En ese momento la “Providencia” recayó en mí, así que les invité el desayuno, nos colocamos mochilas, gorras y bastones y continuamos la marcha por una campiña más pedregosa, cuesta arriba y pesada cuanto más nos aproximamos a Viana.  En Logroño vendría a descubrir que el segundo hermano era especialista en  Dante y que el destino me reservaba uno de los encuentros más fructíferos y felices de esta experiencia.

Compartimos jornadas hasta llegar a senderos llanos. Aparecieron más cuestas, desniveles, arroyos, peñascos y descensos tortuosos que veía con terror pensando en el caminante ciego. A veces lo veía titubear. Cerca de un coto de caza, la vereda se estrechó en terreno montañoso y difícil. Había que descender poco a poco, auxiliados por piolas, pues la vía era reducida y erraba al filo de una cañada para ponerse a temblar. A la izquierda, allá lejos y abajo, divisaba un hermoso valle cercado por franjas verdes en desniveles; nada preciso al frente, y a la derecha sólo la cima. Apareció un grupo de jóvenes que, a voces, celebraba la juerga de la noche anterior. Entre su barullo y la confusión, el invidente perdió la concentración y cayó doblado por el peso de la mochila. Quedó atorado con uno de sus bastones. Ni siquiera emitió un quejido. Se hizo el silencio. Nadie se movió. Me acerqué a ayudarlo, le tendí la mano y se levantó por él mismo con las rodillas ensangrentadas. Otro asombro, nuevas lecciones: el hombre bromeó y atribuyó los raspones a la inconveniencia de traer pantalones cortos. No se dijo más y seguimos andando. La palabra, la actitud meditativa, la voluntad del invidente, la oscuridad, una amanecida brumosa y penetrada por la flecha de luz, la Aurora: como atravesada por un rayo entendí la cifra de mi camino.

Los nostálgicos de las carreteras se vuelven peregrinos apresurados que rebasan a pie. Otros, más confortables, comen queso, pan y vino sentados  a cielo abierto. Pese a largas jornadas en solitario, lo que se escucha de manera furtiva suele ser exaltado y autobiográfico. Y es que Santiago, o el mito del apóstol que continúa atrayendo a viajeros de todo el mundo, anda mezclado no solo al símbolo fundador de la hispanidad, sino a la secreta esperanza de experimentar un cambio radical en la vida. Su leyenda refleja la rica imaginación de la antigüedad, mucho más viva y diversa de lo que cualquier credo es capaz de prodigar para atraer feligreses. Hay que reconocer que la versión religiosa sobre la vida, la muerte y los sucesos póstumos relacionados con este oscuro discípulo de Jesús es pródiga y atrayente. No hay indicios de que fuera sabio, tampoco piadoso ni buen orador, pero la fe obra milagros y lo que menos importa es la carga de realidad. Nadie da cuenta de su presencia en el vía crucis ni de los medios que le permitieron desplazarse desde el medio Oriente hasta el confín del occidente peninsular; no obstante su memoria renace bajo el deseo de creer que siempre hay algo más y de raíz antigua; algo teñido de amor, voluntad o misericordia. Eje del peregrinaje inclusive entre indiferentes, lo cierto es que, a querer o no, el santo acaba por convertirse en tema central de los caminantes.

Uno de los doce apóstoles de Jesús, hijo de Zebedeo y hermano menor de Juan, Santiago comenzó a interesarme desde que lo descubrí en la mitología medieval. Pescadores de oficio, los hermanos echaban sus redes en el lago Genesaret cuando Cristo los apodó “Boanerges” –hijos del trueno-, por su natural impetuoso. Los Hechos de los Apóstoles relatan que participó en el milagro de la hija de Jairo, que atestiguó la Transfiguración y, con Pedro, acompañó a su Maestro a orar en el Campo de los Olivos. Tras la tragedia de la Crucifixión, los apóstoles se dispersaron para divulgar por el mundo la Buena Nueva. Santiago marchó hasta los reinos de España. Estableció una comunidad en Galicia y luego se dirigió a la ciudad romana de César Augusto, hoy Zaragoza. Cuenta asimismo la tradición que como solo siete personas se convirtieron al cristianismo, se le apareció la Virgen Santísima en esa ciudad para facilitar la evangelización e iniciar el culto a una nueva advocación, la Virgen del Pilar, que a la fecha disfruta de un enorme prestigio.

Primer apóstol martirizado, otra de las versiones asegura que a su regreso de España fue decapitado por orden de Herodes Agripa I quien, arrepentido, compartió el mismo fin por su propio deseo. Conocido como El Mayor para distinguirlo del apóstol Santiago el Menor, comienza su fábula a partir de que, supuestamente, sus discípulos recogieron su cuerpo mutilado y se embarcaron con él con rumbo a Galicia.  Mitificado siglos después por su conveniente cercanía con Cristo, se entroniza como Santo Patrón de la Hispanidad, gracias a que lo elevan a protector durante las gestas cristianas contra los moros. Así lo encumbra Isabel de Castilla como católica y monarca absoluta tras expulsar al Islam, cuando peregrina ella misma al santuario para agradecer sus favores.

Como ocurre con las buenas historias de la Antigüedad, la suya es insólita. Por sus andanzas sobre el agua, su don de la ubicuidad, las apariciones, el hallazgo de su tumba y los incontables milagros que se le atribuyen, Santiago el Mayor es mucho más que mensajero del Verbo, aunque el arameo fuera su lengua. Con él se instituye el albor de una patria espiritual, pero sobre todo del español: idioma en ciernes durante la Edad Media, pero fusionada al evangelio por obra y gracia del Espíritu Santo.

 El hecho es que los peregrinos acuden a Compostela por las causas que sean. Si bien hay quienes aseguran algo muy hondo les dejó el Camino en el alma, lo común es que nadie regresa como llegó, aunque sea por fastidio. Respecto de lo religioso, el ritual concluye al posar la mano sobre la mano supuestamente marcada por el mismísimo apóstol en la columna de mármol, tras el umbral del santuario.  Luego, juntar la cabeza a la del santo esculpido en piedra. Visitar la cripta bajo el altar, donde se resguarda el mítico féretro trabajado en plata. Finalmente, subir por un pasadizo para acceder al altar mayor y allí, desde un estrecho recinto, abrazar ante la vigilante mirada de un guardia ataviado al uso medieval, la espectacular, dorada y enjoyada figura de bulto del Señor don Santiago.

Al término de una misa solemne, con suerte se podrá disfrutar del espectáculo a cargo del Botafumeiro. Ocho hombres con túnica medieval mecen de lado a lado, mediante un sistema de poleas activadas por sendas cuerdas, el impresionante incensario de  plata que a oleadas perfuma el templo. El influjo oriental cubre los sentidos y un general sentimiento de santidad o de fe consigue, al menos por un instante, la sensación de experimentar lo sagrado. Se cierran entonces lo ojos y se sabe lo que se sabe: el Camino está ahí, sin cesar y adelante.

Camino de Santiago, 1

Por devoción o por voto, hay indicios de que los cristianos comenzaron a peregrinar en la Baja Edad Media hacia sitios consagrados. Jerusalén fue durante siglos el sagrario por excelencia. Sin idea del regreso, carentes de bienes y expuestos a lo que la fe o el destino les deparara, los palmeros sobrevivientes consumaban su largo vía crucis arrodillados frente al Santo Sepulcro. El día después quedaba en manos de Dios. Cuanto más se agotaban las tierras y asolaban los males, mayores y más frecuentes eran los desplazamientos masivos, de preferencia liderados por figuras mesiánicas que entremezclaban religiosidad y conflictos sociales.

Ante la necesidad de multiplicar referentes sacrosantos, la tumba de san Pedro convirtió a Roma en meta occidental del peregrinaje. Los romeros eran acreedores de las mismas indulgencias plenarias otorgadas a los palmeros en los santos lugares. Se podía lucrar para sí mismo o aplicar a los muertos la remisión ante Dios de las culpas cometidas.  Se esperaba, además, que ocurriera siquiera un milagro, aunque no morir en la aventura ya fuera de suyo un prodigio. En tiempos en que el catolicismo se encontraba amenazado por el Islam y luchas territoriales, los beneficios prometidos eran infinitos: expiaciones súbitas, vías de redención, manifestaciones divinas o de santidad y arrebatos místicos tan memorables como los de Joaquín de Fiore.

Debido a las malas condiciones reinantes, solo la escatología milenarista podía atreverse con tales desplazamientos multitudinarios. Por analogía de los grandes movimientos migratorios actuales y con la relatividad obligada,  no es difícil imaginar los peligros que acechaban a cientos o miles de harapientos entregados a la mendicidad y a la rapiña, mientras avanzaban esperanzados en experimentar lo sagrado. En el mejor de los casos recibían el auxilio caritativo de monjes y aldeanos, pero los albergues eran insuficientes y pobres los recursos disponibles, aun para los lugareños. Desde los primeros pasos quedaban expuestos a tremendas vicisitudes durante meses y a veces años de vagar por rutas inhóspitas. Agréguense los efectos de las Cruzadas, las supersticiones, problemas lingüísticos aunados a la ignorancia, enfermedades, embarazos y nacimiento. Era sin embargo tan apreciada la recompensa prometida que, igual que la práctica respectiva de otros credos, no se concebía la espiritualidad sin peregrinar siquiera una vez en la vida.

El mercadeo de reliquias, distintivo de todo el Medievo, estaba en apogeo. Podían comprarse gotas de la leche de la Virgen María o de la sangre de Cristo. Eso, por decir lo menos, porque lo común eran astillas de la cruz, espinas, pañales del Niño Jesús, fragmentos del Santo Sudario, uñas, dientes o partes del cuerpo de santos, restos del pan de la Última Cena y Santos Griales por montones: solo la codicia de los mercachifles se equiparaba a la fe ciega de peregrinos que, nada más por seguir con vida, ya podían tomarlo como milagro. 

En andaduras en las que todo era posible, no podían faltar el sinfín de historias de conversión, estallidos emocionales ni transformaciones radicales de la personalidad. Como nunca se acreditó el poder de la oración y, más que meditar o valorar el silencio, los caminantes cantaban, peleaban, realizaban mortificaciones del cuerpo y hacían cuanto, en escala, se observa entre nosotros durante las peregrinaciones anuales hacia el santuario de la Guadalupana. El prolongado encarnizamiento de las Cruzadas hizo sin embargo insostenible la hazaña de siquiera aproximarse a los lugares sagrados. Aunque escoltados por caballeros templarios y protegidos en hospitales, refugios y monasterios construidos para esos fines, los fieles devotos eran atacados por  bandoleros, infieles y hasta por combatientes afamados por su ferocidad. Así que no quedó más remedio a la jerarquía eclesial que discurrir alguna alternativa simbólica para que no se afectara el culto ni los fieles devotos tuvieran que renunciar a los peregrinajes rituales.

Y allí estaba el referente del apóstol Santiago, “el primer peregrino de la historia”, con todos los elementos, sagrados y profanos, para crear una ruta que no solamente atrajera la atención de los creyentes, sino que consolidara la resistencia armada al poder musulmán de Al-Andalus que tanto preocupaba a los reinos cristianos de la Península. En la abultada población de advocaciones y santos que presiden cultos inamovibles a lo largo de siglos, pocos en el mundo podrían competir con las atribuciones del Señor don Santiago, Jacobo o Jaime, según los usos y lenguas locales.

No es casual que durante la regencia de Alfonso II El Casto, en la primera mitad del siglo IX, se produjera el milagroso descubrimiento de su tumba. Inmersos en las luchas internas contra “los moros” que, como se sabe, no concluirían hasta la caída de Granada, en el simbólico 1492, era inminente alentar a la feligresía con algo extraordinario y capaz de elevar la religiosidad. Según datos consignados en la Concordia de Antealtares (fechado en 1077), primer documento sobre el hallazgo y sus subsecuentes prodigios, el suceso ocurrió en Solovio, en el bosque de Libredón, donde Pelayo, un humilde ermitaño, observó resplandores misteriosos durante varias noches. Al describir lo sucedido a Teodomiro, obispo de Iria Flavia, éste determinó –y así lo informó al rey Alfonso- que “el Campo de Estrellas” indicaba el sitio donde estaba el Arca Marmárea en la que yacían los restos de Santiago el Mayor y sus discípulos Teodoro y Anastasio, a quienes en breve se honraría con la construcción de una iglesia.

Señalada por la revelación de rigor, la tumba del discípulo preferido de Jesús se localizó en un punto ideal, entre la magia y el simbolismo astronómico que, de tan perfecto para transformarse en santuario, era de creer que solo el Señor pudo haberlo elegido. Renombrado Compostela (Campo de Estrellas) desde ese momento, el lugar era lo más cercano a Finisterre, el extremo occidental de Europa, y precisamente la Vía Láctea sería el indicador inequívoco del camino para la cristiandad, desde cualquier rumbo del Continente.

Desde los agitados siglos IX y X, en los que no faltaron enfrentamientos políticos ni religiosos, el santuario asturleonés de Santiago de Compostela se consideró uno de los puntos con mayor magnetismo de la Tierra. Tal fue la atracción que ejerció desde sus orígenes, que en el año 899 Alfonso III el Magno ordenó la construcción de una gran catedral para alojar las reliquias del apóstol. Hábil si las hubo, tal decisión compartida por sendos monarcas leonés y asturiano contribuyó a hacer del santo patrón el abanderado de las fuerzas cristianas en contra del dominio de Al-Andaluz. En torno de su nombre proliferaron mitos y leyendas insólitas que, por sentado, contribuyeron a extender su prestigio como el gran unificador de España. Precisamente a la voz de “Santiago y cierra España”, de él llegó a asegurarse que siempre armado sobre el caballo, tal como se le representa hasta la fecha, intervino en la sangrienta batalla de Clavijo y no paró de abatir “infieles” hasta la última contienda.

A partir de 977, cuando Almanzor destruyó Santiago en pleno dominio del califato de Córdoba, aunque respetara la tumba por su alto valor espiritual, se hizo tan expansiva la fama milagrera del santo que la afluencia de peregrinos obligó a los reyes a construir no solamente una catedral románica que reflejara la significación del sitio, sino puentes, hospitales y hasta una ruta consagrada por el Papa Calixto II. El sagrario se hizo invaluable para la cristiandad y un privilegio tutelado por la jerarquía eclesial. De ahí que el Papa Alejandro III concediera en 1179 la bula Regis Aeterna,  que determina Años Santos o Jubilares a aquéllos en los que el 25 de julio, día de Santiago, caiga en domingo; es decir, cada seis años.

La traza primitiva de aquella ruta, olvidada durante siglos, se recobró en 1993 para habilitarla, gracias al fondo de la Comunidad Europea, como alternativa económico-religiosa para compensar a los campesinos afectados por las nuevas reglas del mercado.  Desde entonces identificado como “Camino Francés” o “Ruta Jacobea”, este es uno de los peregrinajes más frecuentados, importantes y mejor diseñados de la modernidad.

Llena de anécdotas antiguas y modernas, la historia del Camino de Santiago es tan fascinante como la experiencia de realizarlo a pie y despojada de todo artificio, como los remotos creyentes. Aunque las otrora codiciadas indulgencias plenarias hayan perdido valor, en la actualidad no hay peregrino que no se aventure con un propósito espiritual, aunque no por necesidad religioso. Para el budismo, el camino implica una progresión hacia el despertar mediante la práctica de perfecciones tales como disciplina, paciencia, energía o meditación: justo lo que, a querer o no, se va manifestando al ritmo del paso a paso de quien decide poner una pausa en su vida para mirarse y mirar sin expectativas, abierto a lo que el trayecto le dicte.

En mi caso, la fidelidad al Medievo me hizo elegir esta ruta que une cualquier sendero de la vieja Europa hasta el Atlántico o “Tumba del Sol”, que ilumina la maravillosa geografía de Finisterre. Deseaba además conocer la senda romana de Burdeos a Astorga, colmada aún de vestigios relacionados con la acción expansiva de Carlomagno; y, muy especialmente, ir en pos de un mito diverso, múltiple y sembrado de huellas enriquecidas durante casi 900 kilómetros que, iluminados por la vía láctea, separan Saint-Jean-Pied-de-Port y Roncesvalles de Compostela; y, de ahí, tras asistir a la infaltable ceremonia de bienvenida en la Catedral, al Finisterre obligado; es decir, una andadura de Este a Oeste, desde los Pirineos hasta el término territorial de Galicia: fin occidental de la Península y del Continente, del que los celtas afirmaran que era el sitio más próximo a la remota y mítica Atlantis.

Nostálgicos y herederos de su legendario esplendor, fueron precisamente los celtas quienes indicaron, con el auxilio de las estrellas, el lugar dónde supuestamente subyace la Atlántida. Que de ahí procede una poderosa fuente de energía cuyos signos de agua, tierra, cielo, horizonte y civilización perdida convergen donde el ocaso y la aurora se juntan. Eso explica que, centro y eje radial, la luz en Finisterre produzca un deslumbramiento poético: resplandor que lenta y premonitoriamente, como adueñado de lo sagrado, se disipa entre la claridad y la bruma empecinada en mostrar -y paradójicamente velar- un verdadero portento.  De pronto se van, se pierden el albor y el color, pero en nada disminuye la plenitud que vivifica y transforma el ser interior.

En los peñascos de Finisterre y ante el paisaje marino, vi la luz sin cobijo, como inmensidad sin horizonte. Término, continuidad y comienzo, el Camino –o el mito de este camino-  se manifestó como un des-nacer; algo parecido a un proceso de ser no nuevo ni distinto, sino renovado por el andar de atrás adelante, de Este a Oeste y de orilla a orilla.  En mezcla de coraje, curiosidad, deleite y sensatez, me entregué no al esfuerzo físico, sino al valor que, paso a paso, debí acumular para avanzar sin caer y sin confundir el sendero en recodos y puntos tortuosos. El miedo a lo desconocido, la incomodidad de la mochila y la tentación de acortar la etapa prevista no fueron los únicos y ni siquiera los principales obstáculos porque en casos así, donde priva el silencio, la mente se encarga de atenazar por donde menos se espera.

Lo que se dice miedo, casi nunca lo tuve, salvo en una jornada en que, sin trazas de amanecida, sin Luna ni parpadeo de luceros, me aventuré fuera de las murallas de un pequeño poblado con olor a pimiento asado llamado Los Arcos. Linterna en mano, salí del pueblo creyendo que no me intimidaba oscuridad tan cerrada; sin embargo, antes de transcurrir el primer kilómetro, el cuerpo resintió las malformaciones de mi cultura femenina y mexicana, aunque mi propia naturaleza me impeliera a seguir, convencida de que nada habría de ocurrirme. “Nunca desafiar mis límites”, me dije en susurro. Luego, atenta al recuerdo de lápidas, sepulcros, nombres con fechas y nichos funerarios de muertos en el camino, agregué que ninguna temeridad me convertiría en uno de ellos. Y seguí…

Noticias del infierno


Llevamos la idea del infierno pegada a la piel como segunda naturaleza. Al crecer, la angustia supera las fantasías dantescas de creyentes azuzados por demonios que atizan llamas eternas. Lugar o no-lugar, es la pesadilla que iguala al hombre moderno con culturas remotas. Más allá, ultratumba, averno, abismo, antro, tártaro: ninguno de sus nombres mitiga el efecto del miedo ni de la tiniebla en almas afectadas por una íntima vergüenza, la incertidumbre o el remordimiento que sube a la superficie después de haber sufrido o cometido faltas extremas.

Si para Sartre el infierno “es el otro”, hoy sabemos que su reino subyace en las honduras del ser. Lo llevamos en la memoria con la misma eficacia con que las Erinias, en la remota Grecia, perseguían desde dentro a los culpables de ciertos crímenes, para hacerles pagar el daño causado en su propia conciencia, hasta reducirlos a piltrafa. Tan prolongada creencia en un poder justiciero y tremendo nos lleva a suponer que, sin tales amenazas, administradas con habilidad por las religiones, nada detendría el impulso de una humanidad inclinada al Mal. Y es de creer que algo fallido hay en nuestra naturaleza, pues si la infamia es de pies ligeros, el Bien exige siglos y enormes esfuerzos civilizadores, siquiera para lograr pequeños avances.

Lo cierto es que si los pueblos se conocen por sus dioses, el lado oscuro proyecta el poder que lo ignoto, el terror y la crueldad ejercen en la conducta. En la historia de las creencias, el infierno es un traslado sin retorno hacia más allá del ser, a la región de los muertos; sin embargo, ninguna ficción se compara al padecimiento real de los vivos. Para unos, el averno es desgarrador, sombrío y en incesante lucha contra el absurdo y el sufrimiento. Para otros simboliza el vacío, la nada o el peso insoportable del remordimiento. En mayoría carentes de luz, los submundos figurados derrochan desesperanza, tristeza o melancolía. Ciertas pinturas los representan con aberturas para mostrar el infortunio de los vivos-sin vida y sin vía de expiación. Su íntima turbación se proyecta en el  espejismo “creado” mediante ilusiones que, con puntualidad, resaltan el carácter de cada época. De ahí la abundancia de ejemplos que ilustran el angustioso poder del Miedo, con o sin mediación de la fe religiosa.

Para que el infierno lo sea, se requieren demonios o agentes perversos para ejecutar las condenas correspondientes. Enkidú, el primero de todos, fue amigo y servidor del heroico Gilgamés. A él se atribuye la supuesta existencia, en Mesopotamia, de espíritus con mala suerte: tropa de réprobos, los edimú, encargados de atormentar a otros que, en su común amargura, emponzoñan cuanto tocan.

Desde 50.000 años a.C, los entierros rituales dejaron constancia de la necesidad de creer en algo después de la muerte. El tránsito hacia lo inanimado sugiere un vacío que ni mitos ni credos pudieron llenar. Antiguo como la maldad, el infierno es por ello una de las figuras más sugestivas y permanentes del proceso cultural. Las versiones primitivas carecen de retribución o condena. De atmósfera enrarecida, para los ancestros los infiernos fueron solo lugares de muerte: lo más allá de la vida; algo exánime para alojar a la nada. Con los  indicios éticos en el orden comunitario, sin embargo, prosperó la idea del castigo en un reino de sombras: fantasmas errantes, sin alegría, marcados por la nostalgia. Según Enkidú, “ahí el cuerpo está roído por la polilla, como un viejo vestido”. Sus huéspedes no son perversos, pero tuvieron en vida tan mala suerte que quedaron sin sepultura y sin dejar tras de sí una buena memoria. Por consiguiente, los “condenados al olvido” abandonaron el mundo de los vivos sin nadie que se ocupara de su espíritu.

La mitología babilónica, heredera de Sumer y Akkad, muestra hacia el segundo milenio a.C, el primer código de exigencia moral –el Hamurabi-, que regula el orden social con penas proporcionales a los delitos. Otros textos sumerios o acadios demuestran que así sea de polvo o tinieblas, la estancia en los infiernos no ofrece remanso. Los espíritus desnudos vuelan al azar, alimentados con barro. Carecen de opción y de juicio y permanecen atrapados en un sufrimiento intemporal. No hay salida ni esperanza de redención. La diosa Ereshkigal, dueña de los lugares siniestros, jamás otorga reposo a sus víctimas. Otras versiones agregan a los espíritus alados una cohorte de dioses monstruosos, que tampoco paran de prodigar castigos.

De Mesopotamia es la fuente inspiradora de la demonología medieval absorbida por varios credos, incluido el cristianismo. No falta en tan rica mitología un “defensor del mal”, abuelo del temible y también alado Satanás, solo que con la cabeza de un ave zu y humanoides sus cuatro pies y sus cuatro manos. Es decir que, desde sus orígenes, cualquier infierno o demonio manifiesta la humanización perversa de la vida.

El nombre del demonio primordial o agente perverso de la Muerte significa “lleva rápido”: “Tenía un cuerpo negro como la brea y su rostro era como el de un zu; llevaba una capa roja, un arco en la mano izquierda y una espada en la derecha: Su pie izquierdo pisaba una serpiente...” Amo del terror, tal estampa simboliza execración y fealdad. Es chillido violento, crueldad reconcentrada y verdugo sobrenatural, encargado de distribuir condenas entre seres inferiores. Arquetipo de la sevicia, el demonio encarna el rechazo deliberado de Dios al ser, él mismo, una fuerza contraria al Bien.  En sus orígenes alejado de la versión bíblica, este ser no incita a los humanos a imitarlo, como en su hora lo haría Lucifer/Satanás con los residentes del Paraíso.

La instauración de normas coincide, según la época y la geografía, con  el Tártaro griego, el Mictlán de los remotos mexicanos, el seol de los antiguos hebreos, el karta (hoyo), vavra (prisión) o parshana (sima) o morada subterránea de los muertos, correspondiente al periodo védico de la India. Por su parte, el Walhalla evolucionó de morada tenebrosa para guerreros vikingos a palacio, donde a los espíritus privilegiados les aguarda una vida espléndida al lado de Odín. Así surgieron también el Hel (lugar oculto) entre los germánicos, el inferum (lugar de abajo) en alusiones monoteístas y el inferi: término reservado por los cristianos para referirse a los infiernos “paganos”, especialmente en las traducciones de la Biblia.

Tanto los monumentos funerarios, la pintura mural, la escultura y la literatura como la estructura política del poder faraónico, contienen elementos metafísicos, propios de un refinado y complejo sistema escatológico. Arquetipo de la vida después de la vida, en el remoto Egipto los muertos reproducen “en negativo” la existencia de este mundo de luz, salvo que en el reino de Osiris su experiencia no corpórea queda expuesta a degradaciones sucesivas, según el veredicto de los dioses. De ahí la perfección adquirida en la técnica para embalsamar cadáveres.

El más allá es el viaje por excelencia. Guiados por el mapa grabado en el sarcófago, los yacentes “entran” a la muerte mediante una complicadísima travesía hacia el Oeste. Según el Libro de los muertos, el difunto, guiado por Anubis, debe enfrentarse a un tribunal implacable. De pie ante Osiris, asistido por cuarenta jueces inmortales, el alma debe examinar la letanía de malas acciones y deslindar, una por una, las cometidas de las no cometidas. Esta es la última oportunidad de arrepentirse y purificarse o, en su defecto, sobre el Ba o alma caerá la sentencia de una segunda muerte.  Si así fuera, el enjuiciado habrá de penar sus faltas con mayor intensidad. Generoso aunque justo en cierta forma, el procedimiento anticipa el valor expiatorio y contrito de la confesión.

El juicio divino entraña numerosos enigmas desde el imperio faraónico hasta nuestros días. Bajo el supuesto de que el mentiroso, tentado por un temor sobrenatural, también pretenderá engañar a sus jueces, algunos egiptólogos suponen que la escena no se realiza frente al alma del difunto, sino que el acusado conserva aún vestigios de vida cuando los dioses lo llaman a cuentas. De tal modo, el moribundo o “muerto” en tránsito tiene una última oportunidad de purificarse mediante el auxilio de sortilegios. Debe no obstante renunciar a faltas tan graves como la ira, la codicia, el orgullo, la envidia, el robo, el asesinato y, desde luego, la mentira.  En caso contrario, por persistir en la negación de la verdad, recibe la condena de la “segunda muerte”, emparentada a la idea moderna del infierno, donde sufrirá una eterna degradación hacia la nada. El castigo es pavoroso para que, al menos por miedo, los vivos elijan la virtud sobre la malicia. Sin duda, la escatología medieval se inspiró en estos modelos al discurrir sanciones correlativas a los pecados capitales.

La esencia del infierno, en cualquier caso, sugiere una frustración radical, un fracaso irremisible de la vida. En tanto y la angustia se entroniza bajo la quimera del progreso, las figuras dantescas se minimizan en el inconsciente colectivo. El mal sueño de los ancestros palidece frente a lo que Freud tuviera por malestar de la cultura y sus sucesores como el tormento interior que, de manera insidiosa y de preferencia expansiva, se exterioriza hasta convertirse en expresión del pensamiento contemporáneo. De este modo, ya no es “el otro” sartreano el infierno de la angustia, sino el yo la causa del verdadero tormento.

Entrevista al hombre de la historia

André Malraux se lamentó en La hoguera de encinas de que un gran artista, pintor, escritor, filósofo o músico no hubiera publicado un diálogo con “un hombre de la historia”. Pensó en registros de primera mano sobre encuentros y desencuentros entre, por ejemplo, Miguel Ángel y Julio II, Alejandro y los filósofos de la India, Goethe o Chateaubriand y Napoleón u otros que, aunque rodeados de testigos, carecieron del informante culto y digno de crédito, capaz de cavar en el carácter, el entorno y la significación del entrevistado.

Para no desatender el llamado, conversó a profundidad con el general de Gaulle, ya alejado del Élysée, para desvelar al Charles que, a sus 76 años de edad y en su retiro de Colombey, ya no podía decir “Francia soy yo”, aunque lo había sido inclusive a pesar de los franceses y en ocasiones también con ellos. Apasionantes, como la totalidad de sus Antimemorias, estos “fragmentos” sobre uno de los capítulos inseparables de la Europa moderna muestran al lector otro modo de interpretar la política. Hombre de mando y acción uno y aventurero y de pensamiento el otro, los dos coincidieron en más de un aspecto al “resucitar a Francia”. Un hecho, sobre lo demás, hizo imposible referirse al gaullismo sin la empresa civilizadora del que fuera su Ministro de Asuntos Culturales: su común certeza de cuán indispensable es la inteligencia educada en la construcción de una sociedad abatida.

En nuestras letras hay varios faltantes, pero el capítulo sobre las complejas no obstante estrechas relaciones entre escritores y políticos es un pozo, intocado aún, de asombros y revelaciones. Alfonso Reyes, Octavio Paz, Carlos Fuentes y Gastón García Cantú, entre tantos escritores vinculados al poder, no registraron su trato con gobernantes, miembros del clero ni hombres del o contra el sistema. Fieles al secreto, antes que a la memoria, se llevaron a la tumba testimonios, lapsus y frutos del lado oscuro. Por lealtad al confidente y no valorar este depósito de saber, la historia está llena de agujeros. Desatendieron que el escritor completa y recrea lo que el historiador apunta o con suerte intuye. Un tartamudeo aquí, un adjetivo allá, la mirada esquiva, el temblor que traiciona, la pausa, el desafío, una presencia inesperada o cuanto escapa al control del observado: todo, de preferencia el detalle,  define al hombre solo que, frente al espejo de la palabra, dice lo que el habla disfraza.  Sin embargo, no obstante ejercer la crítica en cuestiones públicas, estos observadores tocados por la curiosidad política, no se atrevieron directamente con el “rey desnudo”.

De un  López Portillo atenazado por el sentimiento de culpa al De la Madrid fumador compulsivo, de habla cancaneada y lleno de tics o del insolente Salinas que gustaba tender trampas y enredar a incautos hasta el anodino Zedillo, y de la borrosa presencia de ese Ernesto sin sustancia al par de sucesores panistas que no ofrecen desperdicio, el México contemporáneo es un manjar para narradores, ensayistas y psicoanalistas. No que los antecesores no dejaran una larga sombra durante su paso por las codiciadas viñas del poder, sino que la memoria de los mexicanos es de corto espectro y hay que agitarla con baños de verdad.

Ignoro si los escritores citados consideraron que, precisamente por calibrar su estatura y pobre herencia política y social, no se interesaron en describirlos ni en crear un retrato para las generaciones venideras. Hay que reconocer que nuestro país no es pródigo en “hombres de la historia”. Tampoco tenemos equivalentes o siquiera emparentados a los que, desde el intrépido Alejandro de Macedonia y sin descontar a Mao Zedong, Sukharno, Nehru, Kennedy y otros que atraparon la curiosidad de Malraux, fueran considerados sus pares. Lo interesante es destacar que La hoguera de encinas trasmite equidad entre el apasionado del saber y el hombre de poder: algo que, por cierto, se antoja impensable en nuestro entorno.

Malraux vislumbró la trama sutil entre pasado y presente y la siguió con asociaciones felices. Deslindó el fervor religioso de la pasión política. Sensible a la presencia y al significado del héroe, supo que en la acción existen contingencias irreproducibles. Varias veces coincidió con Einstein, aunque dos observaciones suyas lo influyeron poderosamente: una, “La palabra progreso no tendrá sentido mientras existan niños desgraciados”; otra, a propósito de Gandhi, “El ejemplo de una vida moralmente superior es invencible”. Sembrado de frases que no dejan indiferente a nadie, entre su voz y la de De Gaulle, no siempre definidas, aparecen verdades/daga, como ésta: “los gigantes políticos nunca lo son”. Distintivo de su obra, persigue de un tema a otro la huella del destino inclusive entre quienes, como su interlocutor, escapaban de él. 

Varias veces he releído las Antimemorias. Hay pasajes que podría repetir casi de memoria. En ningún caso he dejado de descubrir atisbos y logros singulares. Su agudeza descriptiva, según consta en el estremecedor capítulo sobre la marcha fúnebre de las cenizas de Jean Moulin, logra niveles insuperables. En cierta forma, entraña una de sus preocupaciones más permanentes: el dialogo entre el ser humano y el suplicio, quizá porque es más profundo que el dialogo entre el hombre y la muerte. En esa ocasión, como en su entrevista con De Gaulle, confirmó que la gente quiere que la historia se parezca a sus sueños. Aunque la palabra grandeza ha acabado por significar el fausto y una expresión teatral de las historia, el dolor, la tortura o la guerra demuestran que es el Mal y no la Muerte lo que cifra la duda de Dios.

Fabulador, enemigo de la confesión, constructor de su propia leyenda, incapaz de mostrar debilidades y testigo privilegiado de los grandes acontecimientos del siglo pasado, Malraux tuvo el acierto de retratar de cuerpo entero “una voluntad que mantuvo en vilo a toda Francia”. En Les chênes qu’on abat… casi se toca el sentimiento de eternidad compartido por su admirado De Gaulle. Su retiro durante los últimos meses de su vida y hasta su muerte, el 9 de noviembre de 1970, facilitaron que  el héroe de la II Guerra Mundial e instaurador de la V República hablara en libertad no con el que fuera colaborador, sino con el escritor que, en su hora, hizo decir a Camus que no podía recibir el Nobel porque le correspondía al autor de La condición humana, a quien consideró un talento de excepción.

Desmesuradamente alto y ya tocado por el desaliento y la sensación de abandono, Charles/Francia por fin exhibió un gesto fatigado al mirar la nieve tras la ventana. Cuando sentado en su sillón de cuero, acariciaba distraídamente al gato mientras hablaba de la muerte. La muerte de uno y la de las personas que hemos querido. La muerte que solo tiene importancia en la medida en que nos hace pensar en la vida. La muerte como acto de fe y ajuste de cuentas. Y, como en susurro, como si estuviera solo, aquel monumental De Gaulle, reducido al hombre que finalmente era, dijo:

“No es cierto que las experiencias más profundas dominen nuestras vidas. En la acción, sí. Pero no fuera de ella…”

Yerro del director del FCE


El Fondo de Cultura Económica se ha convertido en un organismo del Estado de frágil independencia moral. Expuesto a caprichos sexenales, en varias ocasiones y de modos distintos ha vulnerado su misión editorial cediendo y concediendo a presiones gubernamentales. Sobre presencias memorables que han contribuido a su prestigio, también ha tenido directores ajenos al mundo del libro y del pensamiento, como el expresidente De la Madrid y otros y otra de triste memoria, que no han dudado en exhibir indiferencia o desprecio a los escritores. Sin embargo, nunca un periodista del sistema, ex jefe de prensa de la Presidencia de Carlos Salinas, había dirigido esta gran casa editorial que desde su creación, en 1934-5, estableció los principios de su autonomía para que ni funcionarios ni particulares desvirtuaran criterios internos ni sus líneas de acción.

José Carreño Carlón no es el primer “hombre del sistema” a la cabeza del FCE, pero sí el único que ha puesto en duda la imparcialidad del organismo al utilizarlo como “plataforma publicitaria” de los intereses políticos del mandatario. De la inteligente e irrefutable crítica de Jesús Silva Herzog Márquez, publicada el pasado lunes en Reforma, se infiere que “servir” a su jefe Peña Nieto mediante una entrevista pública es, de menos, un atropello al Fondo a su cargo. Que no dispuso el programa televisado con el Presidente como director del Fondo, refutó Carreño, sino como ¿qué?: ¿jefe de prensa, priísta, periodista independiente…? No hay argumento que lo salve.

La cuestión es que es difícil, por no decir imposible, mantener la disposición de agradar a Los Pinos y, al mismo tiempo, situarse como cabeza imperturbable en un puesto ideal o supuestamente identificado con intelectuales y voces críticas. Ambos quehaceres son incompatibles entre sí, como demuestra el paso, casi imperceptible, de Antonio Carrillo Flores por estos corredores colmados de anécdotas. Como salida de algún problema, Echeverría puso al entonces joven economista Francisco Javier Alejo al frente del FCE. A poco, el destino se encargó de demostrar que el político lo es de tiempo completo y que aceptar el Fondo era un compás de espera, como al fin ocurrió. Arnoldo Orfila, Cosío Villegas, José Luis Martínez y pocos más dejaron una gran huella en la historia de la institución. Otros han pasado por ahí cual sombras imperceptibles o, en el peor de los casos, aferrados a sus defectos. En todo caso, no sería un mal ejercicio estudiar hasta dónde la mayor empresa editorial del Estado espejea ires y venires entre el presidencialismo y el complejo universo del libro y de la cultura en general en este México que no deja de asombrarnos.

A pesar de que José Carreño cuente con los recursos de su oficio para salir airado de las protestas, ya demostró quién y por qué lo nombró en el FCE; algo que, dada su trayectoria profesional vinculada al PRI, resulta obvio. Responder a la crítica como si de dos personalidades se tratara y una no fuera excluyente de la otra, agrava sin embargo el entuerto. Lo cierto es que su programa “Conversaciones a fondo”, fue el gran error del director de FCE y el tributo personal o partidista del periodista al gobernante.

 Con razón esta torcedura ha provocado protestas que, de menos, deben llegar al fondo, si, pero no nada más por lo que nacional e internacionalmente representa esta casa editorial, también por los accesorios y desafortunados comentarios de Peña Nieto sobre “la cultura de la corrupción”. Por llovido sobre mojado, sus prejuicios comprometen tanto al mundo de la cultura como al propio FCE. Luego, protegido por su anfitrión, acabó considerando la dicha corrupción como “un tema casi humano, que ha estado en la historia de la humanidad”. De que es humano, ni quién lo dude, pero no se trata de dar por sentada una debilidad facilitada por el gobierno, sino de combatir el delito mediante la  intervención efectiva de las instituciones para reprimirla, controlarla y sancionarla, como ocurre en otros países.

En vez de defender la cultura y su misión implícita, Carreño se concentró en el propósito encubierto por la pantalla de la casa editorial a su cargo: los debatidos cambios constitucionales. No es que sean otros tiempos, como se dice, es que los compromisos éticos son implícitos e incuestionables. Transgredirlos o siquiera ignorarlos es uno de muchos actos de corrupción que se cometen impunemente, como si de un derecho adquirido e inofensivo se tratara. No hay modo de conciliar el compromiso ético de la razón, inseparable de esta gran empresa editorial, con muestras de servilismo, distintivas de los priístas y en particular de los hombres del Presidente.

Un periodista orgánico en funciones y al servicio del gobierno tarde o temprano tendría que chocar con lo que representa el FCE en la historia editorial de México e Iberoamérica. Para Carreño, no hay contradicción; para los demás, es obvia. Y eso fue lo que observamos durante 90 minutos reveladores: el director del FCE actuó como agente publicitario de los intereses del Presidente.  El tema del libro, de las publicaciones o los proyectos editoriales brilló por su ausencia. Mal podría haberse tocado, por cierto, con los allí presentes. Al convocar “comentaristas” como Denise Maerker, León Krauze, Ciro Gómez Leyva, Pablo Hiriart, Lilly Téllez y Pascal Beltrán para que hicieran preguntas comedidas al Presidente, Carreño con seguridad  supuso que Maerker y Krauze darían el toque “conveniente” de pluralidad o crítica. Después de todo, uno era el asunto a tratar y el fundamental en los empeños persuasivos del régimen: las reformas estructurales. Si fuera el jefe de prensa de Peña Nieto, Carreño no le habría hecho mejor propaganda. Pero insisto: es el director del Fondo de Cultura Económica, el órgano editorial más importante de la historia de México...

Este es uno de tanto ejemplos en los que se ve cuán difícil es que las personas sepan cuál es su lugar, qué es lo que les corresponde y lo que, a toda costa, deben evitar. Confundir y/o fusionar deberes y compromisos implícitos con intereses circunstanciales es, sobre lo que todos sabemos, otra característica de la corrupción impulsada, tutelada y tolerada por el propio sistema de poder. Moral, decencia básica, congruencia y dignidad son atributos (desde luego trasmitidos por la cultura) que tienden a repudiarse, evitarse o ignorarse porque recuerdan lo que es y debe ser un hombre, un verdadero Hombre; es decir, una persona íntegra, cuya conducta no se presta a suspicacias. No dar importancia a lo que verdaderamente la tiene conduce al cinismo, y a lo que le sigue. Y eso, a fin de cuentas, es lo lamentable.

De Gutenberg al blog: Pasión por la palabra

Jack StauffacherPhotography by Maggie Lee.&nbsp;Rights reserved

Jack Stauffacher

Photography by Maggie Lee. Rights reserved

El culto a la prensa, a las formas y a la impresión con tipos móviles ha perdurado, desde la genial invención de Gutenberg, en el siglo XV, como sagrario del espíritu renacentista. Representantes de la tipografía pura como el legendario Alberto Tallone, creador, en 1949, del Carattere Tallone, así como su maestro parisino en Châtenay-Malabry, Maurice Darantière, y su discípulo Jack W. Stauffacher, fundador, en 1969, de The Greenwood Press en San Francisco, destacan entre los altos ejemplos de amantes del libro, de la letra y la palabra, que elevaron a obras de arte la tipografía, el diseño, la imprenta y la publicación de libros notables, en pequeñas o medianas ediciones hechas a mano.

Desde hojas sueltas, cartas, plaquetas y diseños gráficos hasta libros de singular belleza, como Phaedrus  a dialogue by Plato, en el que se ve tanto el silencio como la voz de Sócrates en las páginas de la derecha y de Phaedrus, en la izquierda, algunas composiciones experimentales con madera y metal del californiano Stauffacher, no solo están en las colecciones permanentes del Museo de Arte Moderno de San Francisco y de la Biblioteca de la Universidad de Stanford, sino que han sido acreedoras de varias distinciones internacionales.

Hay días en que, abrumada por la falta de sensibilidad que se ha incrementado de manera lastimosa en torno de la palabra y del libro, acudo a joyas tipográficas para recobrarme con muestras bellas del trabajo escritural. Desde la fabricación artesanal del papel hasta la selección de tipos, textos y cuanto se relaciona con la transparencia artística de la letra, incluidas fundas y camisas, la simplicidad refinada de algunos tipógrafos e impresores se equipara al contenido poético de obras que, como las de Dante, empezó a realizar Tallone, durante cinco años de aprendiz en el taller parisino de Darantière, en el Hôtel de Sagonne, un hermoso edificio del siglo XVII, diseñado por Mansart, el arquitecto de Versalles.

A su regreso a Italia, en 1957, Tallone abrió su atelier en la propiedad materna de Alpignano, cerca de Torino, donde publicó tres inéditos de su amigo y admirador, Pablo Neruda.  Sus descendientes conservan el sitio, el oficio y principios clásicos de la tipografía que, sin renunciar a sus raíces culturales, encumbran las formas geométricas del alfabeto romano, su densidad y colorido, que espejean “los signos invisibles de la memoria”, que harían decir a Franco Maria Ricci que “sintetizan su comprensión mágica del pensamiento”, como señalara el también genial Stauffacher en su Homage to Alberto Tallone, 1898-1968: un testimonio publicado en Visible Language: V I Winter 1972, que releo como lección de calidad moral al reconocer un legado que, de menos, contribuyó a que el propio Jack encontrara en su oficio la fuente cotidiana de verdadera felicidad. Sus observaciones, por contraste, me recuerdan que no importa cuán mezquino nos parezca el medio ni hasta dónde se extienda el desprecio por la obra del espíritu, porque siempre ha habido y habrá espíritus superiores que se cruzan por nuestras vidas para llenarnos de beneficios.

A mi amigo Jack Stauffacher debo, precisamente, el amor que profeso por este oficio que congrega visión gráfica, proporción clásica en la formación y la elegancia indispensable para atraer a los lectores y bibliófilos más exigentes. Desde que lo conocí en su legendario taller de Broadway 300, en San Francisco, supe que estaba ante un hombre de atributos excepcionales. Concentrado en la elaboración para coleccionistas del Homage to Quevedo de José Luis Cuevas, observaba cada pliego recién sacado de la prensa y extendido por su orden en una larga mesa de trabajo. Lupa en mano, cubierto con delantal de impresor y las gafas en la punta de la nariz, al punto me introdujo con generosidad a su espacio consagrado. Me mostró tipos, cajas de impresión, planchas, tintas y papeles, cuya finura aterciopelada le hizo evocar los fabricados a mano en el Cartiere Enrico Magnani, en la toscana Pescia, que su maestro Tallone consideraba “aristocráticos”.

Al tiempo  y por fotografías me daría cuenta de que su taller era muy parecido al de Tallone en Alpignano. Gradualmente descubriría numerosas afinidades entre ellos hasta confirmar, en su Homage to Tallone, que entre discípulo y maestro fluía el mismo aliento poético de las antiguas escuelas europeas de esta artesanía. Amigo de artistas, arquitectos, cineastas y poetas como Sam Francis o Kenneth Rexroth, a quienes conocí por él, Jack convirtió su Greenwood Press en catedral de la amistad y punto de reunión de inteligencias notables que, entre jóvenes y mayores, hacían creer que el conocimiento era un aire fresco traído desde la remota Grecia para iluminar el área de la Bahía. Si sus conversaciones eran excitantes mientras trabajaba con pasión contagiosa, al compartir el café o el vino con pequeños grupos, no ocultaba su alegría al enterarse de logros de los demás.

 Con frecuencia extendía la cordialidad hasta su casa donde, con su familia y dos o tres invitados, entre los que me contaba, él mismo cocinaba pasta mientras presidía, al calor de la estufa, reuniones que todavía añoro como ejemplo de felicidad perfecta. A la fecha, con 94 años de edad,  mantiene vivo el raro don de apreciar la naturaleza y al Hombre desde su raíz ética y estética. Quizá ya no se transporta en bicicleta ni recoge en el camino ramilletes de romero o lavanda, como me dicen que solía hacerlo hasta hace poco, sin que lo arredraran cuestas ni distancias, pero no dudo de que Jack seguirá encarnando el carácter renacentista que tanta falta hace en nuestra sociedad enferma.

La tecnología no ha eliminado el trabajo del impresor, solo modificó su expresión. Ni la mejor pantalla, sin embargo, trasmite el olor, la textura y la belleza del trabajo artesanal. Podemos escribir un blog con el mismo amor con que el lenguaje comunica significados en el papel. Sabemos que las palabras perviven en la espaciosa y no menos enigmática “nube”. Las reencontramos en la memoria de un USB e inclusive letra e imagen, con suerte y expuestas a sucesivas correcciones, van a sumarse a los depósitos de “servidores”, como Google o Yahoo. De ningún modo se pierde el placer del texto ni los lenguajes gráfico y escritural tienen por qué caer en el limbo de lo arcaico. La creación artística siempre tendrá su lugar, su sagrario irrenunciable, como esos hombres privilegiados que han vivido para hacer un poco mejores nuestras vidas. Lo confirmamos al percibir el efecto de la belleza cuando, por ejemplo, un libro/objeto abre nuestros sentidos a los logros más nobles de una humanidad empeñada en degradarse. Entonces decimos que sí, la palabra es sagrada y la impresión su sagrario.

Pachanga panista: advertencia oportuna

Luis Alberto Villarreal, ex coordinador de la bancada del PAN en la Cámara de Diputados. (Tomada de Facebook / camaradediputados)

Luis Alberto Villarreal, ex coordinador de la bancada del PAN en la Cámara de Diputados. (Tomada de Facebook / camaradediputados)

La fiestecita de los panistas, con buenas razones, da mucho qué pensar y más que especular. Quizá a la espera de una “coyuntura”, el video en poder de Reporte Índigo se publica ocho meses después de ocurrida la “reunión privada” de parlamentarios, en el licencioso Puerto Vallarta. Como es de suponer, hay mar de fondo al exhibir distracciones de estos relamidos muchachos, a la sazón dedicados a “la política”, y con seguridad concentrados en dignificar este generoso país, tan habituado a dar a manos llenas a sus “mejores y disciplinados hombres”, sean de la facción que sean.

Por prejuicio o por vicio, desde los días de Manuel Gómez Morín y Efraín González Luna, el PAN, aún sin registro entonces y constituido como principal opositor y discrepante del sistema presidencialista, presumió decencia, incorruptibilidad, vocación democrática, amor patrio y cuanto cupiera en su conservadurismo no solo teñido de religiosidad, sino afín a la doctrina jesuítica, cultivada por las primeras generaciones fundadoras del Partido. Los tiempos cambian, como se sabe, y de aquellos abuelos no quedaría ni la foto de familia que las buenas gentes, mejor de provincia cual corresponde, gustan colgar en las salas de sus casas. Lo de hoy no es la fidelidad a un ideario ya extinto; lo de hoy es renunciar a los ideales, a las presiones de conciencia, al compromiso ético y a la inteligencia política, a cambio de arrojarse con todo para hacerse del poder, cultivar componendas y disfrutar sus beneficios absolutos.

Lejos están los días que hicieron afirmar al “Caudillo”, Álvaro Obregón, que “nadie resiste un cañonazo de cincuenta mil pesos”. Ahora hay cheques de quince millones o más para los comprensivos legisladores que levantan la mano a tiempo para aprobar reformas y modernizar al país. Nuestro “Ogro filantrópico”, al democratizarse, amplió sus habilidades persuasivas: ya no es necesario “arreglarse en lo oscurito” ni repartir castigos, congelamientos y muertes civiles a discreción. Gracias a la tecnología, los desobedientes o mal portados no deben cuidarse de ir en la procesión, sino de que meseros, “señoritas galantes” o vivos anónimos les quiten el palio y aparezcan, cuando menos lo esperan, como figuras estelares del Facebook. Nunca mejor dicho, el problema no está “en hacerlo” ni en ser bribones, sino en que los cachen y exhiban su verdadera naturaleza.

Dejaron de ser rentables la casa chica y los adulterios que dotaban de sentido y autoridad a confesores y confesionarios. Si bien la religión y el propósito de enmienda perdieron clientela en este país maltrecho, los pecados capitales sentaron en cambio sus reales, desde arriba y hasta abajo, en la mente y la conducta de los autonombrados intachables neoconservadores creyentes, mismos que prometieron “limpiar” el cochinero priísta. Decirse de Guanajuato, San Luis Potosí, Querétaro y Jalisco, donde florecieron los cristerios “defensores de la probidad, la decencia, la moral y la fe”, era algo así como mostrarse bueno e incorruptible, justiciero, decente y a prueba de las tentaciones del poder absoluto. Abiertos representantes de la intolerancia y estrechez de miras, al paladear las mieles gubernamentales, los panistas, desde el régimen de Fox, no han hecho más que dejar constancia de su pequeñez, su fascinación por el dinero y su incapacidad de siquiera aproximarse a los oficios políticos del PRI. Ineptos inclusive para sobrellevar la herencia de sus mayores, estos representantes de las derechas resultaron peores a sus rivales históricos y ni siquiera pueden ponerse de acuerdo entre ellos.

De que el panismo está en crisis, ni sus correligionarios lo dudan. De que los machines de siempre dan rienda suelta a su sexualidad primitiva, cuando pueden y como y con quienes pueden –mejor si al ritmo de “la quebradita”-, tampoco es cuestión que se ignore. No son las fantasías elementales de pobres diablos con ambiciones de poder y acceso a las bondades del erario lo que preocupa en lo fundamental, porque así es nuestra mísera democracia subsidiada. Tampoco la hipocresía de los mochos es tema inédito en la historia oral de la población. Es el declive político, moral, intelectual y social la medida de una sociedad tocada por el síndrome de la derrota. Y es que cada vez más y con mayor desvergüenza, se entroniza la medianía en esta infortunada República, donde brillan por su ausencia no solo las mentes lúcidas, sino hombres y mujeres mínimamente pensantes, responsables, congruentes o cuando menos conscientes de lo que significa igualarse hacia arriba en  esta tierra de vencidos.

No que nos escandalicemos de sus distracciones a la sombra ni que su contacto con señoritas de compañía -como ahora se llama a putas, meretrices, prostitutas, rameras, zorras; y, más recientemente, sexoservidoras, trabajadoras sexuales, tabledancers, bailarinas  o scorts entre “catrines”-, amerite golpes de pecho, aullidos contritos o lamentos por haber sido “víctimas” de una supuesta “celada”, según se quejara el repatingado y ya destituido coordinador de la bancada panista. Es que estamos hartos de bonos y sueldos millonarios, así como de abusos, engaños y simulación. Hartos del pudridero y de enredos que espejean el carácter y los negocios de quienes pretenden dirigir el destino del país, mientras se enriquecen y pagan veleidades con nuestros impuestos.

El tal Luis Alberto Villarreal y su hermano Ricardo, exhibidos por el periódico Reforma y guanajuatenses, “como Dios manda”, están relacionados con el grupo de los Rojas Cardona, conocidos “casineros”. De él se dice, además, que estuvo involucrado “en el escándalo de las extorsiones que hacían los diputados a los alcaldes”, como ya es del dominio público. Una finísima persona, pues, que como al diputado Martín López Cisneros, le gusta “quitar una pelusa de la espalda” a las “animadoras sociales” que amablemente acuden a sus pachangas, “estrictamente privadas”.

Del listado de miembros de la cúpula panista, “incondicionales a Madero”, que aparecieron en el video de la exclusiva y carísima Villa Balboa, destacan el también removido vice coordinador de la bancada y lugarteniente de Madero, Jorge Villalobos, Martín López Cisneros, diputado por Nuevo León e integrante del Comité de Administración del Poder Legislativo, Alejandro Zapata Perogordo, miembro del Consejo Rector del Pacto por México y José Alfredo Labastida Cuadra, secretario técnico del Grupo Parlamentario; es decir, finísimos sujetos, “cráneos privilegiados”, como gustaría llamarlos a Valle Inclán y parlamentarios ejemplares, en quienes podemos depositar la esperanza de subsanar la corrupción que ahoga al infortunado país al que le llueve de todo, menos decencia, calidad política y justicia social.

No será con esta cáfila de vividores con quienes se construya una democracia digna, como la merecemos y por la que trabajamos quienes aún creemos en que es posible un México que no nos avergüence ni nos destaque en los primeros puestos de los corruptos mundiales. ¡Cuidado con los conservadores y los fanáticos!, me decía un difunto simpatizante de la Teología de la Liberación: “son gente peligrosa: llevan en el alma al demonio agazapado”.

Donjuanismo

Don Juan Tenorio

Don Juan Tenorio

Si amar a la elegida por la sola razón de desearla fuera bastante para colmar una vida, las cosas para un don Juan a quien sólo alegra la seducción peregrina, serían demasiado sencillas. Conquistador arquetípico, equipara el amor a la guerra. La resistencia lo excita, pero consuma su triunfo repudiando a la que, enamorada por fin, se le entrega sin condiciones. Desear, siempre desear lo difícil o inalcanzable y perder el interés al lograrlo. No hay fin ni emoción intermedia porque el amor se idealiza de rostro en rostro y salta, con atavíos renovados, de una persona a otra.

Precisamente en eso consiste el secreto de la publicidad para vender mercancías: hacerlas deseables, insustituibles y después tirarlas. La complejidad que vivimos confirma la actualidad del mito al hacerlo extensivo al consumismo voraz de cosas, símbolos y personas. Adquirir, poseer y después desechar desencadena sentimientos que van de la ansiedad al vacío; pero no en un don Juan porque, como todo psicópata, para él no existen la culpa ni el remordimiento.  Nunca, nada, puede satisfacer el ideal o la fantasía que lo incita a seducir, ser aceptado y continuar la fuga no de la otra o del otro, sino de sí mismo.

Cuanto más cree amar, o en su caso poseer incautas sucesivas, mayor su absurdo, porque nunca encuentra la saciedad. Con ojo clínico atisba a la presa, de preferencia virgen, inclusive monja, casada o comprometida y mejor estando aún con la otra: así paladea mejor la conquista. No es que no suspire por la que tiene; tampoco  que no la encuentre atractiva, es que lo desconocido y por venir se le vuelve irresistible. Tal impulso activa sus habilidades de seducción y, rostro afuera, despliega al hombre simpático, adulador, atractivo y en apariencia dueño de sí que enamora a la doña Inés de cada ocasión. La presa cae, él la usa y, al sustituirla, despliega la cruel realidad que oculta en su verdadera naturaleza que, según algunos, es esquizoide, en tanto y otros especialistas la consideran histérica.

La atracción ilusoria va ascendiendo en la escala de un amador para quien, según sus códices, todo está permitido. Sustraído de la idea de cualquier dios que lo contenga, sólo valora su propio juicio. Nada lo liga a nadie ni lo libera de nada. De antemano don Juan ha renunciado a la esperanza en el porvenir; es decir, carece de memoria y de prospectiva. Sus expectativas comienzan y concluyen en el aquí y ahora. Vive sin apelación y sin contentarse con lo que tiene. Es un irreverente sucesor de Zeus que gasta sus días fanfarroneado, engañando, despreciando a la muerte, porque de hecho la teme. Repetir una misma actitud lo hace sentir vivo, dueño de la situación y superior a sus rivales. Es tan ocurrente que no hay disfraz que no le funcione, crimen que lo detenga ni sexualidad que se iguale a la manera que tiene de dar nada, pues nada tiene en su corazón seco, en su cabal estado de vacuidad.

Para el “burlador”, como lo llamó Tirso de Molina, no hay ley humana ni divina que frene su fatuidad, su falta de escrúpulos ni sus apetitos sexuales.   El pasado no existe en el registro de su conducta ni la memoria lo hace consciente de la estéril repetición de una búsqueda de gozo. Don Juan es un vividor, no un coleccionista, de ahí que decir donjuanismo equivalga a la renuncia de cualquier atadura moral, afectiva o de conciencia.  A pesar de sus alardes, en sus propósitos predomina el seductor sobre el mujeriego, aunque resulte difícil separarlos, inclusive al hacer extensivo el fenómeno entre homosexuales. Por el poco valor que le reconoce a la vida está dispuesto  a jugarse la suya en un duelo o mantenerla en la orilla del riesgo, lo que le resulta todavía más placentero.

La muerte aparece desde los primeros indicios de un supuestamente real Juan Tenorio, miembro de una familia noble de Sevilla, que asesinó al Conde de Ulloa para raptar a su hija, engañarla, deshonrarla y no dejarle más salida que el convento o casarse con otro para encubrir su vergüenza.  Desde las primeras dramatizaciones del personaje,  lo representan como un libertino inconmovible a quien ni siquiera afecta el ridículo. Su móvil es la insolencia victoriosa, la afición a lo teatral y la fugaz felicidad que experimenta al ir saltando de uno a otro flirteo para cumplir la terrible sanción que invariablemente, lo conduce a destruir lo que ama o a la que desea. 

Sobre la carga religiosa con que se ha pretendido castigar en éste y en otro mundo las perfidias del conquistador irresistible, el de don Juan es el único mito literario que ha reflorecido constantemente en casi todas las expresiones artísticas desde el siglo XVI e, inclusive, en versiones sucesivamente adaptadas para ilustrar la banalidad de las relaciones modernas. El donjuanismo ha transitado del drama a la comedia y a la ópera, de la leyenda al recurso anecdótico y de la curiosidad del ensayista al análisis sociológico y social para incorporarse, a partir del siglo XX, al repertorio del psicoanálisis. Por encima del Quijote y más allá de la popularidad simbólica de Fausto, el carácter disipado y esencialmente grotesco de don Juan excede cualquier freno moralizante.

Cada vez más complejo y sin embargo adaptable, el modelo ha encontrado un acomodo perfecto en el individualismo engendrado por la sociedad de consumo.  Comprar, adquirir o poseer, alimenta el deseo, pero nunca garantiza satisfacción. Es un enajenado que renace fortalecido de fechorías cada vez más complejas y crueles. Más moderno y actual se antoja cuanto más desatiende las normas y transgrede lo que los demás más aprecian. Quienes procuraron para él un castigo ejemplar, en cambio, borraron de la memoria social e inclusive literaria porque ninguno de aquellos justicieros logró unificar características paradigmáticas. Cayó también un lastimoso olvido sobre los franciscanos que lo amenazaron con el infierno. Ni sombra quedó de los que, en nombre del honor, lo asesinan secretamente para mandarlo al averno. Y es que los vengadores, como los castigos religiosos, cayeron en descrédito en nuestro tiempo, quizá porque a cambio de la idea del pecado creció el interés por desentrañar los vericuetos de la conducta.

Nadie mejor que el Burlador de Sevilla para reelaborar histriónicamente su inclinación juguetona e invariablemente mentirosa. Y aunque el proceso de repetirse es infecundo, a él lo colma de sentido. Su naturaleza es muy obvia: no hay misterio en sus patrañas ni complejidad en la rutina de aparecer, seducir y desaparecer de preferencia emboscado, por lo que sus víctimas comparten la responsabilidad del timo, a menos de que se trate del modelo de mujer incauta, ingenua e ignorante de los enredos de la seducción. Así fueron seguramente las confinadas en los conventos o en sus hogares en los siglos XVI y XVII, pero no obstante los avances de género, la evidencia demuestra que ni profesionistas ni feministas se libran de las engañosas redes del seductor embustero.

Precisamente por sus defectos, nunca por sus virtudes, don Juan es amado y odiado por las mismas causas que se le admira o se envidia.  Profesional del escapismo, de preferencia apuesto, galante hasta el ridículo e invariablemente adulador, es arquetipo del seductor que ignora la tristeza. No sólo la suya propia, sino la que siembra a su alrededor. Egoísta a ultranza, de vivir, solo vive multiplicándose en su goce absurdo. El don Juan que prolifera entre nosotros ostenta peculiaridades de la cultura que lo recrea como símbolo infalible. Practicante del úselo y tírelo, el donjuanismo es, entre nosotros, representación viva y vacía de la fugacidad del instante.

Desde su profundo ser busca un ideal imposible: la madre, el padre, la emblemática Helena de Troya o cualquier fijación que arrastra desde la cuna. Atado como Sísifo a la condena de multiplicar una misma obsesión, don Juan se imita a sí mismo al cautivar y luchar por el objeto de su deseo; luego estruja, castiga la esperanza a cambio de un aquí y ahora sin redención, aunque adorna su fantasía de lo eterno renunciado a la añoranza. En realidad no conquista nada, más bien incrementa el enorme vacío que lo habita. De ahí que sólo pueda ser fiel a lo que nadie podrá darle nunca: el gusto amargo de una respuesta única y totalizadora de todos los rostros del mundo.

Lo que ya procede es examinar la parte correspondiente, la que cede y se rinde a los delirios donjuanescos, quizá por una misma ilusión de banalidad compartida

De la grilla y otras voces

Es cosa sabida que en eso de inventar términos que dicen sin decir lo que se quiere decir, los mexicanos se pintan solos. José Moreno Villa tuvo que reaprender español para entendernos y darse a entender aquí, en su tierra de acogida. Como al resto de exiliados, le pareció inconcebible que alguien fuera medio ladrón, estuviera medio enfermo o medio embarazada. Entre el lenguaje de señas y la profusión de diminutivos e imprecisiones, se sintió perdido, hasta dar con el hilo negro: “no es que no hablen castellano, es que encubren la verdad de todos los modos posibles”.

Si el habla común es rica en giros incomprensibles, la clase política no tiene rival a la hora de hacer del idioma un complemento de su costal de mañas. Cuesta aceptarlo, pero es cierto: es ancestral la incapacidad del mexicano para decir las cosas por su nombre. Moreno Villa se dio cuenta de que nadie dice NO en México, aunque da vueltas y revueltas para evitar comprometerse. Tuvo que afinar sus sentidos para adivinar evasivas y fórmulas retorcidas. Le asombraban los barroquismos, inclusive al ordenar un simple vaso con agua. ¿A qué tanto enredo? -se preguntaba-, si nada más se requieren dos palabras: “Mesero, agua”. Yo le hablo, le decían a modo de despedida; y él lo creía, pero se quedaba esperando. No se preocupe, y resulta que tenía todo de qué preocuparse. Tanto se preguntó si españoles y mexicanos compartíamos idioma que acabó escribiendo Cornucopia mexicana. De haber reparado en las complicaciones lingüísticas de los políticos, nos habría legado un tesoro.

Eso, sin desdeñar el principio de eternidad en voces como al ratito o la semana que entra, que lo mismo sirven para quitarse de encima a un cobrador que para dejar colgada una acción o un compromiso. Los laberintos verbales nos impiden saber con quién estamos tratado. Que todo empieza y acaba en el vicio de mentir, me espetaba una airada Ikram Antaki, convencida de que el mexicano miente como respira. Lo proclamaba en público y en privado, y aun añadía que solo en este país la gente repite sin cesar no es cierto, no es cierto… Con la historia de su Siria natal en mente, yo la escuchaba sin ánimo de polemizar, pero su agresividad empeoraba.

Que priva un carácter evasivo en nuestra cultura, ya lo sabemos. Que las máscaras están en el mapa genético, también. Fray Diego Durán fue de los primeros en advertir que los mexicanos se ocultan, son taimados.  Quizá porque suponen que serán rechazados tal como son. Sea cual sea la causa, lo cierto es que es obvio el deseo de ser otro. De ahí se desprenden actitudes como encubrir, simular, aparentar, disimular, engañar y, en síntesis, mentir y abusar del otro. En tal aspecto nuestra herencia no solo sigue siendo una red de agujeros, como se lamentara el anónimo de Tlatelolco, también ha producido frutos lingüísticos invaluables, al menos en política y a partir del revelador madruguete que, consignado por Martín Luis Guzmán, daría pie al socorrido y metafórico verbo madrugar: adelantarse, chingar al contrincante, timarlo y, a fin de cuentas, sorprenderlo con lo inesperado.

A partir de que Porfirio Díaz comenzó a referirse al Sistema, se creó la imagen de una estructura sólida que le vino como anillo al dedo a la familia revolucionaria.  El PRI y El sistema formarían una estructura de poder tan cerrada que de ella derivarían las condiciones implícitas para ser, parecer, conducirse y ser reconocido como un hombre del sistema. Es una lástima que, no obstante su riqueza, el vocabulario de la grilla y su correlativa tranza no hayan trascendido el coto coloquial.  Vivimos rodeados de grillos: confunden, no son de fiar y su discurso aturrulla; sin embargo, se reproducen en libertad en las curules, en las calles, en la burocracia y en los partidos políticos. Demagogos en lo esencial, alardean triunfos inexistentes y, como pocos, saben que el que no tranza no avanza. Hábiles al pendejear, dar largas y esquivar sin mojarse, viven enchufados a cualquier facción partidista o sindical. Todo lo contrario de la chucha cuerera, que se sabe de todas, todas, empezando por los tiempos y los tejemanejes.

Indispensables en los engranajes del poder, las chuchas cuereras han sido pocas, pero invaluables en la estructura institucional.  Podría decirse que si el sistema es un cuerpo, como pensaba Porfirio Díaz, ellos serían el cerebro. Desgraciadamente, esta es una de las especies en extinción en los nuevos estilos de gobernar: Fidel Velázquez, Carlos Madrazo, Jesús Reyes Heroles, Porfirio Muñoz Ledo… Pragmáticos o ideólogos, al saber de experiencia agregaban una singular intuición para “dar en el blanco”. Además de conocer al dedillo tiempos y signos del sistema, dominaban el arte de hablar, sugerir, adelantarse, retroceder o callar a discreción. En sus cotos se cocinaban propuestas, ajustes y soluciones en horas críticas. Mejor que los demás conocían lo prohibido y lo permitido, lo conveniente y lo inconveniente. Que pescaban los mensajes al vuelo y no se les iba una.  Al menos el líder vitalicio de la CTM y el singular Reyes Heroles sabían todo lo que había que saber respecto de nombres, categorías, propuestas, consensos, arreglos, amistades y enemigos peligrosos. Nada qué ver con los petimetres encumbrados en este torneo de reformas constitucionales y acomodos en lo oscurito. No hay que olvidar que, cuando el nacionalismo no era uno de los males a erradicar, hubo hombres que antepusieron el destino de México al interés personal. O al menos ese era el discurso regente.

De palabras/baúl está llena la política mexicana. Hay un sin fin de sanciones entre las técnicas de congelamiento y la temida muerte civil. Quien se atreva a explorar la historia del poder, siquiera en nuestro siglo XX, debe empezar por lo que el zorro de Reyes Heroles sintetizó en esta indiscutible fórmula: En política, la forma es fondo.  Así pues, hay que reparar en el significado de los acarreos, movimientos de masas, componendas, complicidades, alianzas, ajustes sindicales…, para rematar con la corona del esfuerzo, la obediencia, la disciplina y la discreción: el tapadismo.

El presidencialismo no sería lo que ha sido sin la cohorte de oportunistas, escaladores, arribistas, operadores y trepadores. Hay oro molido en el habla de la grilla. Pocos son, sin embargo, los que desde dentro han hincado el diente a vocabulario tan sugestivo. Emilio Portes Gil, es una de las excepciones. Al describir su colaboración con el general Abelardo L. Rodríguez en el capítulo 10 de Autobiografía de la Revolución Mexicana, dejó esta perla invaluable:

Defino el agachismo como el arte de aceptar, cual si fuera un honor, la humillación que el superior impone, cuando el inferior se ha salido del carril que aquél le fijó, de acuerdo con sus intereses personales, o su capricho. El agachismo –que no es palabra castiza, pero que en nuestro medio significa el sistema o la costumbre de agacharse cuando viene el golpe- ha fomentado tal hábito entre nuestros políticos que muchos de ellos, con la mayor frescura, aceptan bien un puesto, bien una canonjía, y a veces hasta un regaño cariñoso, cuando ven que el jefe se ha sentido lastimado con alguna actitud digna de su parte.

“El agachismo está íntimamente ligado con la mala costumbre  que –según los agachistas- siguen algunos funcionarios en México, de no renunciar a los puestos públicos que les confieren. En nuestro país son pocos los que renuncian a un puesto, a pesar de que el superior les cause humillaciones. Generalmente esperan hasta que se les despida ignominiosamente como a cualquier barrendero.”

 

En este mundo de secretos y nudos gordianos, el aprendizaje es cosa seria. No son los libros la guía, ni la ciencia política; mucho menos la moral, el patriotismo ni cualquier conciencia cívica. Es el ojo en alerta, el oído pronto y la suerte de estar a la hora, en el lugar y a la sombra del indicado lo que habrá de determinar el destino no ya del trepador de los años pasados, sino de los saltimbanquis y chapulines quienes, a partir del declive priísta, de las formación de las tribus y de la movida interfacciosa, engendraron una especie de oportunistas en pos de hueso que viajan sin escrúpulos entre curules, partidos e ideologías.

Si antes de la rueda de la fortuna en que se ha convertido el juego político transgredir normas no declaradas conducía a la marginación, a una indistinta caída pa´arriba o pa´abajo o en casos extremos, al congelamiento temporal o  la muerte civil, ahora, gracias al pragmatismo acomodaticio que todo permite, cualquiera puede hacer lo que sea sin que el sistema lo resienta ni el poder se despeine.

Son otros tiempos, podríamos decir. También el país es distinto; digo, lo que queda de él, pues con tanta alharaca nacionalista y tanto do de pecho de la familia revolucionaria, hace rato nos quedamos con las manos vacías. Lo interesante es que los usos verbales siguen vigentes. Todavía lo que resiste apoya, como también observara Reyes Heroles. Igual que ayer, hoy un saludo dado es un voto ganado.  Y como siempre, entre tantos tejemanejes, nos siguen dando atole con el dedo.