¿Reforma educativa?

Uno de los misterios del régimen de Peña Nieto es el contenido de la muy publicitada y nunca definida Reforma Educativa. ¿De qué se trata? ¿Qué, para qué y cómo se busca?  No hay modo de descifrar el modelo de mexicano que tienen en mente. No sabemos  qué tipo de país desean sus promotores ni cómo piensan preparar a los adultos de mañana. Nada, tampoco,  sobre cuáles imperativos éticos deben regir al ciudadano en ciernes. Congruencia y civismo, para mí, son prioridades inaplazables, pero nada de eso se menciona ni parece existir un compromiso ético aquí, donde tanto se requiere. No se si entre los enigmas que envuelven a la trillada “reforma” se considera infundir en niños y jóvenes la disposición de ser buenas personas y útiles consigo mismos y con los demás, en el más alto sentido de la expresión. Hasta donde podemos inferir, se trata de una suerte de entrenamiento o acomodo general para responder a los desafíos económicos del capitalismo salvaje.

Dos proyectos educativos significados hubo en el siglo XX y ambos fueron destruidos y “reformados”, régimen a régimen, con la gradual, eficaz y creciente intervención nefasta de las fuerzas sindicales. Desde sus orígenes y hasta su degradación absoluta, el magisterio fue espejeando el carácter, los vicios, la corrupción y el estilo del sistema que lo engendró. Gobernantes y SNTE, en connivencia y cada uno por su orden aunque con idénticos fines espurios, aniquilaron tanto los restos del brillante programa de Vasconcelos –fundador de la SEP-, como el Plan de Once Años, discurrido e impulsado por el también escritor Jaime Torres Bodet, en 1958. Entre las grandes propuestas vasconcelianas del Obregonato y los afanes transformadores de Torres Bodet con López Mateos se fueron gestando, multiplicando y probando, con puntual precisión, las tentativas y derrotas que dejaron tras de sí uno de los saldos más indignos y lastimeros de los gobiernos emanados de la Revolución Mexicana.

Lo que atestiguamos es el resultado de un fraude rotundo y sistemático: prueba fehaciente de la calidad política y moral de los gobiernos mexicanos. Para quien algo sepa de historia contemporánea no será difícil entender lo que subyace entre una hasta ahora vacía “reforma educativa” y el gesto de “evaluar” al  magisterio bajo protección policíaca: a eso se ha llegado en esta barbarie.  Más que cualquier otro sector, el magisterio y su disidencia son el espejo más fiel y el producto redondo del sistema de porquería que los anidó. La cuestión es aclarar ¿quién evalúa a quién en este pudridero? ¿Bajo cuáles parámetros y criterios? Y a la par, ¿también se “evaluará” al régimen político que lo nutre y lo sostiene?

El prolongado y corrupto abandono estatal recayó enla mayoría de la población. Tal “evaluación” está pues tan llena de interrogantes e incongruencias como la propia CNTE, enquistada en su mal llamada “lucha” disidente, cuyos excesos se hicieron intolerables y disfuncionales para la de por si compleja estructura de poder de la SEP. Se entiende que acabar con la CNTE era indispensable, pero eso es un tema judicial, no de cuestiones formativas ni pedagógicas. Toda esta bajeza implícita nada tiene que ver con lo que, en términos estrictos, debe considerarse reforma educativa. Limpiar, sanear y aplicar las leyes corresponde al deber de gobernar. Educar significa formar. Una reforma educativa verdadera  comenzaría por una rigurosa, totalizadora y ejemplar formación de maestros; es decir, atreverse con la reestructuración interna y externa de las escuelas normales para modernizarlas en el cabal significado del término.

El tema en torno de cuánto tiempo y mediante cuáles procedimientos se cumplirá una meta pedagógica y cívica, aún ignorada, simplemente no se menciona. Nadie parece interesado en precisar qué  entiende este gobierno por “educar”. Ni qué decir respecto de conocimientos, aspiraciones y métodos de enseñanza. Un sin fin de dudas aparecen cada vez que repaso los dos proyectos educativos del siglo XX mexicano, pero más y peor me persiguen preguntas como ¿cuál es el perfil de maestro previsto para de romper la costumbre de igualar a la población hacia abajo? O, ¿mediante cuáles criterios y autoridades se “reformarán” las conflictivas normales y la Universidad Pedagógica?   ¿Con qué “maestros”, a la sombra de sindicatos espurios, se civilizará a las nuevas generaciones…?

Hasta hoy, la tal Reforma anunciada se ha limitado a una acción y un propósito visiblemente judicial: la batalla política contra la CNTE, y, en el otro extremo, el anuncio de construir baños, espacios y servicios menos indignos o vergonzosos para los escolares marginados, lo cual es una tarea de mantenimiento rutinario que, en otras épocas, se asignaba al actualmente fantasmal Comité de Escuelas.  En resumen: no le veo cuadratura a este galimatías que comienza y se desarrolla como prueba de fuerza entre el gobierno, la SEP y la CNTE, por no citar ni detenerme en la oscura y también indigna historia del SNTE.

Esto parece una confrontación entre el viejo estilo de gobernar a base de alianzas espurias y complicidades en componenda y la presión neoliberal que finalmente puso de manifiesto el fracaso tremendamente tóxico de su modelo de poder. Lo evidente es que continúa sin resolver uno de los principales compromisos de la Revolución y de la Constitución de 1917: la educación.

No se trata de remontar grandes ideales formativos; ni siquiera de reparar el inmenso daño moral causado a las generaciones y menos aún de construir un gran país con personas mejor logradas y más honorables que sus antecesores. Hasta donde puede observarse, se trata de doblegar el oscuro poder en paralelo de los sindicalistas disidentes que alcanzó honduras tremendas, lo cual está muy bien y ya era hora de hacerlo, pero insisto: eso no es educar, sino intentona de darle presencia institucional a la controversial y burocratizada SEP ante las exigencias neoliberales. Es obvio que para este modelo económico, no funcionan los vicios arraigados, empezando por los sindicales. No más control mafioso de plazas ni de cuotas forzadas ni de cientos o miles de escuelas, cuyo estado deplorable no merece identificarlas como tales.

La verdadera y necesaria educación, por consiguiente, continuará aguardando como los milagros que urgen y jamás ocurren.

Del secreto Japón confesional

Feliz casualidad la de encontrar en una librería de viejo de la ciudad de Portland un maltrecho ejemplar del Makura no Soshi –o Libro de la almohada-, escrito por Sei Shonagon en el Japón imperial del siglo XI.  Me refiero al nikki o diario íntimo más afamado de la antigüedad oriental que, diseñado para esconderse en el cajoncillo de la almohada de madera, consta de 300 capítulos tan breves como diversos porque incluyen listados de pájaros y plantas, clasificaciones de cosas gratas o ingratas, un registro del amor en un mundo de poder, y observaciones circunstanciales que suelen fascinar a los amantes de esta cultura literaria.

 Desconocida en Occidente hasta  avanzado el siglo XX, ésta fue una de las primeras obras que, gracias a la versión al francés de André Beaujard, rompió el impenetrable y secular aislamiento del lejano Oriente. Cuando ya era posible leer en inglés desde los antiguos Ise Mogatari y Genji Monogatari hasta algunos títulos de uno o dos autores contemporáneos, Jorge Luis Borges y María Kodama tradujeron al español el Libro de la almohada como claro testimonio del amor que él profesó por las letras japonesas.

Mal se podría entender el culto a lo bello de este pueblo sin sus primeros testimonios literarios que, a la par de las artes plásticas, destacan por su intensidad poética, el exquisito tratamiento del lenguaje y tal delicadeza que, al adentrarnos por ejemplo en el universo de nuestro cercano Kawabata, no podemos menos que advertir un sutil e ininterrumpido hilo conductor entre lo que formó a Sei Shonagon unos mil años atrás y lo recibido por éste, uno de los escritores mejor logrados del legado espiritual de su patria. 

Al modo de los Cantares de Ise o del Genji, El Libro de la almohada no únicamente  muestra la perspectiva femenina de  la vida palaciega y sus vicisitudes, también arroja luz sobre el destino que aguardaba a las damas de corte -hijas de nobles, poetas y familias prósperas- quienes, no obstante su educación esmerada y sobre los privilegios y lujos quizá transitorios de su condición, podían ser violadas, repudiadas, condenadas a buscar refugio en monasterios budistas en el mejor de los casos o a mendigar hasta el fin de sus días.

Respecto de esta creación literaria –el nikki-  que con similar libertad transitaba entre poesía, narrativa, crónica y algo parecido al ensayo, hay que insistir en que, sin perder su sello confesional,  tiene el valor de mostrar la raíz de una cultura moldeada, literalmente, a base de símbolos, rituales, disciplina, arte, poder y reglas estrictas de cortesía. Alto testimonio del culto a la naturaleza de un pueblo que asombra y confunde por sus contrastes, su legado literario es una gran puerta para acceder a un mundo que no puede ser más distinto a nuestra concepción del gozo, la vida, la muerte, el destino, lo bello y, en lo particular, del valor del silencio y la palabra. Hay que agregar que lo peculiar de estas obras está en el modo como se impone la voz del autor real sobre el supuesto narrador, a pesar de que ni entonces la biografía tenía la importancia asignada entre nosotros ni era concebible que el yo –menos aún el femenino- tuviera relevancia.

Es el mundo de danzas casi etéreas y pinturas vivas, como el que en los Cuentos orientales de Yourcenar salvó de la muerte al anciano pintor Wan-Fô. Es el sigilo palaciego, una entrenada y elegante discreción femenina, el papel de arroz, la tinta y los pinceles que como el té, la seda, los peinados, el kimono de varias capas y sus fajas exquisitas, los peinados, la música, los carruajes o los mensajes implícitos en los modos de mover el abanico, trasmiten la raíz del ser y algo innegable en todo tiempo y lugar: la expresión del arte como unívoco sello de identidad. Y es que en cada lienzo, en cada nota, vocablo, jardín, objeto y relación con lo sagrado o lo profano se plasma lo mejor y lo peor de cada cultura, sus aspiraciones, sus dioses, sus fracasos y sus miedos.

Ni que decir de la estética que no por ancestral y sofisticada es menos representativa de un pueblo capaz de contemplar un jardín zen o la floración de los cerezos y a la vez enajenarse en el pachingo, en la banalidad tecnológica o en el absurdo laboral previsto por Albert Camus en El mito de Sísifo. El Japón de ayer y de hoy, sin embargo, tiene una sutil continuidad del anhelo de perfección que, como recurso redentor inclusive de sí mismo, lo distingue del resto del mundo oriental y hasta del capitalismo. Encumbrado por un profundo sentimiento del honor, en lo bello se percibe lo que queda cuando lo demás se ha perdido: la esencia.  Me refiero a la sensibilidad que en todas sus edades y desde los remotos días en que el nipón miró a China para aprender y forjarse un rostro propio, lo rescata de su lado oscuro y de sus obsesiones ancestrales.

Más contrapunto que dualidad, esta peculiaridad haría de Mishima emblema por excelencia del Japón violentamente modernizado y, de manera simultánea, fiel como pocos a peculiaridades inmutables de su cultura. Por sobre el genial Kawabata o el imprescindible Akutagawa, desde su infancia y de la mano de su abuela Mishima quedó tan fascinado con el teatro No que aun en su fase más occidentalizada el Japón medieval y sus rituales fueron el fantasma que gobernó su mente, lo forzaron a escribir con fruición e inclusive lo encaminaron a la busca obsesiva de la muerte ritual –el seppuku-, con todos sus agravantes.

En Japón es tan poderoso el influjo de ciertas tradiciones que cuando gentilmente me organizaron un recorrido por bibliotecas de varias ciudades para conocer manuscritos de los siglo IX al XII, vislumbré ese hilo inviolable entre pasado y presente, entre el tao y el budismo, entre el zen y el aquí que los hace parecer, a veces, tan fatuos, robotizados y consumistas como, paradójicamente, espirituales y creativos.  Así vi de golpe los vasos comunicantes entre La casa de las bellas durmientes de mi amado Kawabata, y antiguos libros de impresiones o Shôshi. Así, también, comprendí de un solo vistazo la intensidad autobiográfica de los secretísimos diarios, poemas y relatos femeninos, clasificados como Nyobo Bungaku y ni qué decir del Diario de Tosa, del siglo X, escrito por Ki no Tsurayuki, poeta y cortesano también de la fecunda era Heian…

Alejada en el tiempo y a la vez deseosa de percibir el trasfondo de una de las culturas de mayor sensibilidad, esta pasión mía se manifestó aquella tarde en que impartía un curso en Portland, y allí mismo leí el comentario del traductor sobre la escritura de la época Heian. Entonces supe que por grande que hubiera sido mi devoción por las letras, por innegable mi apego a Grecia e indiscutible mi formación occidental,  la abundancia de rasgos esenciales de un carácter tan ancestral y refinado atrapó mi espíritu de una vez para siempre. Desde entonces he buscado, leído, explorado y tratado de comprender este universo que puede renacer con las primeras descripciones del alba y en el ocaso consagrar la supuesta heroicidad del kamikaze.

Maestro de la sombra, el artista japonés es el que mejor consigue pintar la luz deslizándose por las cumbres o el que, con destreza sin par, describe las hermosas vestimentas de las damas o el leve temblor de las jóvenes durmientes de Kawabata porque sea mediante la imagen, el sonido, la actuación o la palabra esta vieja, viejísima y fecunda cultura ha sabido cultivar cuando menos dos pilares del talento creador: contemplación y paciencia.

 

Pablo Neruda

Cantaba al amor como atesoraba trebejos y libros viejos. Lo habitaba un ritmo que en vano se ha querido imitar. Bromeaba con las palabras, sin renunciar a su melancolía. Creyó en la literatura comprometida y cedió a la tentación ideológica. Fue chileno y de nuestra América; un comunista empecinado en ajustar versos a torceduras políticas que no lo favorecían. No me extrañó escuchar que, desde las profundidades del sueño y víctima de la pena mayor de su vida, su corazón reventó en la tarde del 23 de septiembre de 1973: doce días después del golpe de Estado de Augusto Pinochet contra Salvador Allende.

Transcurrieron sus últimos días en estado febril, acaso envenenado por el enemigo. Chile era un hervidero de persecución e incertidumbre. Su cuerpo cedía al llamado de la tristeza. Cada noticia sobre las atrocidades de Pinochet lo empinaba a la muerte. Aún así, consciente de que los sucesos destrozaban su cuerpo y su espíritu, Neruda preguntaba, escuchaba la radio, repasaba los desajustes políticos y lloraba los saldos de sangre y escarnio desperdigados por los golpistas. Lloraba también al amigo muerto durante el asalto al Palacio de La Moneda. Lloraba la traición y a su gente. Sabía que lo sucedido significaba un atraso insalvable. Y desde el abismo previsto ante la bancarrota empujada por los Estados Unidos, adivinaba el final de una historia que declinaba a la par de la suya.

Apresurado, gastó sus horas restantes dictando a su amada Matilde Urrutia su último testimonio: “Mi pueblo ha sido el más traicionado de este tiempo [...] Las obras y los hechos de Allende, de imborrable valor nacional, enfurecieron a los enemigos de nuestra liberación [...]  Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte a mi gran compañero el presidente Allende...” Lo que siguió anticipaba sus funerales: el allanamiento militar de su refugio marino. La humillación decisiva, el golpe al poeta sumado al Golpe: una batalla de símbolos. Reinaba a su alrededor el nerviosismo doméstico que abatió a su Isla Negra, de la misma manera que arrasó días después con su casa y sus bienes en la ciudad de Santiago. Luego, acoso y toque de queda.

Con la de Chile se precipitó su agonía. Entre la presión internacional y las dificultades interpuestas por los leales a Pinochet, no pudo ser más tortuoso su traslado a la clínica Santa María de Santiago, donde a poco habría de morir. Agónico, tuvo que sortear amenazas y retenes en el trayecto. Imperaba en las calles la desesperación, el silencio, la tortura... Desaparecían los niños de parturientas detenidas y los hijos pequeños de sindicalistas, trabajadores y de cientos de parejas abatidas con furia por sus ideas. El país era cifra de sufrimiento.

De tan insólitos, los trámites funerarios parecen irreales: al trasladar el cadáver desde el hospital por la calle Manzur, en dirección a su casa para velarlo, se pinchó una llanta de la carroza. Los soldados se adelantaron y todo estaba saqueado. Llovía por dentro y por fuera mientras el ataúd vacilaba entre charcos, vidrios y cosas rotas. Cercados por carabineros y metralletas, los dolientes se sentían desolados. Aparecieron algunos amigos; periodistas de todas partes, una silla para Matilde, prestada por la vecina... Así transcurrió una noche fría alrededor del féretro. A la mañana siguiente, no faltaron percances: uno de los cargadores del ataúd cayó al agua al pasar el puente sobre un canal. A pie, la marcha fúnebre crecía al paso de calles donde se respiraba el peligro. La muchedumbre desafiaba los riesgos. Se multiplican las flores y, a pesar de la abundancia de militares, se dejaron oír las voces de despedida: “Pablo Neruda, presente, ahora y siempre.”

La pena, la rebeldía reprimida y la congoja en los rostros se congregaron en aquel cementerio erizado de uniformados que no vigilaban el funeral de un poeta, sino el signo siempre temido de la palabra. Por el cerro de San Cristóbal,  otro admirador espontáneo se atrevió a gritar “arriba los pobres del mundo”. Y coreaba la muchedumbre desafiando a las armas. Los dolientes, propios y extraños, cerraron filas frente a la cripta y escucharon discursos. Mientras tanto, las dificultades se entremezclaban al absurdo de nuestra América y a la natural suspicacia: “Se olvidaron de cavar el hueco, señora -le dijo el enterrador a la viuda-; pero mañana se hará...” Y lo que se hizo durante horas ganadas al caos fue esperar ladrillos, cemento y arena. No estaban las cosas para confiar el destino del muerto a la promesa del sepulturero.

"Es un entierro erizado de fusiles y ametralladoras", escribió en sus memorias Matilde, tiempo después. "El pueblo sabe qué significa ese despliegue, ya han caído tantos, hay tanta sangre en las calles de Chile, y por esto es doblemente emocionante el valor de este pueblo que va gritando: “Pablo Neruda, presente, ahora y siempre”. Quedó por fin enterrado en el Cementerio de Santiago de la calle México. Otra víctima del sangriento golpe que mutiló y continuó mutilando vidas, ideales, conquistas y libertades. Allí concluyó su obra, un sueño de justicia social, la esperanza que él encarnó para todos los hombres, su canción desesperada. El desfile se dispersó. El clima era adverso. La prensa del mundo publicó pormenores de sus últimas horas; pero Pinochet y sus huestes, amparados por la influyente intervención de Kissinger, no desdeñaron descargas de odio para desaparecer del país hasta la última huella de discrepancia.

Casi veinte años después, los restos de Neruda regresaron a su Isla entrañable para reunirse con los de su amada Matilde. Polvo y huesos, su memoria y el símbolo  volvieron a la casa de las caracolas, al refugio que compró con el Premio Nobel. Regresó Neruda al pueblo de bordadoras y lavanderas nocturnas, a su playa del Pacífico, donde fantaseaba “robinsonadas”. Extraño lugar: mezcla de casa e ilusión de navío, convertido ahora en Fundación que lleva su nombre y museo. Entre salones, “camarotes”, corredores tortuosos y nichos sin lógica, están sus colecciones insólitas. Neruda atesoraba mascarones de proa, botellas de todas formas, colores, antigüedad y tamaños; tarros de cerveza, frases enmarcadas, piedras y mariposas, dioses de madera o barro y figuras consagradas por su devoción a los objetos. Abigarrados, pasillos y cuartos reflejan sus identidad: barcos envasados, puertas estrechas, libros, vestigios marinos, estampas, esculturas... Lo que por estar en la Isla Negra pudo preservarse de la mano criminal de un Pinochet que conseguiría burlar la justicia, pero no la denuncia tardía de su feroz gorilato.

A Neruda le dio por fusionar fantasías a su arquitectura interior. Coleccionaba trebejos con falsa vocación de anticuario, y le daba por construir espacios cada vez más bajos, estrechos y alargados, para que nadie dudara de que era en verdad capitán de su barco imaginario. Un barco de leños y ladrillos; sin proa ni popa, inconcluso en los extremos y a la espera de nuevas ocurrencias. Un barco de poeta con nostalgia de ave. Nunca una casa fue a una obra lo que Isla Negra al escritor Neruda. No un lugar para vivir cómodamente ni tampoco su definitiva residencia, sino uno de los huecos relevantes de su historia. En ella construyó su metáfora biográfica. Allí congregó  indicios de su infancia inacabada. No Isla, sino solar con añoranza de montaña eternamente bañada por las olas; de Negra tiene esta casa misteriosa lo que el poeta de marino verdadero, pero allí se congregaron los nombres como en la memoria los signos. Discurrió pasadizos para bogar entre objetos y recuerdos de sus viajes. Dispuso su lecho en lo más alto de su buque en tierra, asentado frente al mar sobre la roca. Ese fue Neruda, el poeta que buscó la luz de Chile en el incesante palpitar del agua.

Practicaba su índole viajera sin soltarse del "pecho polvoriento" de su patria. De su Temuco natal dijo que las tablas en las casas tenían olor de bosque, que estaban cargadas de alimañas y allí soplaba el viento helado, al través de los tejados. Desde entonces, desde que respirara en la cuna el vaho de la resina y lo atrajeran el rumor de la hojarasca y tallas de sirenas, su amor se hizo maderero. Fue leñoso, húmedo y mecido por el viento, como su tierra temblorosa. Igual al chirriar invernal de las ventanas. Fue tan rezumante como las goteras que abundaban en su casa; y tan intenso como la humildad ubicua de su infancia, hecha de harina y largos trenes. Su vida quedaría tejida con gemidos tan delgados como la luz de las linternas, igual a sus sueños fulgurantes o como su fábula del mundo en Isla Negra.

Mástil solitario, fuego arrollador y árbol de raíz profunda, Neruda fue isla consagrada en el corazón de la poesía. Soliloquio erizado de pasiones, oda elemental, siempre luz entre las sombras. Su canto es noche errante, secreto albor, sonriente a veces y desmesurado siempre, igual que la expresión de sus amores e infortunadas debilidades comunistas. Poeta siempre. Siempre voz y canto puro. Amaba las palabras. No que confundiera política y poesía, sino que un día, quizá sin darse cuenta, se apropió de su alma una conciencia de humanidad desgarradora que lo hacía beligerante, lo exiliaba de sus signos y a veces lo apartaba de su vena más legítima.

Desafinan sus versos comunistas. La ideología castigaría sus versos. Cuando dejaba atrás la insurrección forzada surgían su levedad, la fuerza de la vida o el vino fuerte del minero que llevaba en la punta de su lengua. Por poeta y su unívoca moral, lo mató la muerte desatada en Chile. Lo mató el acoso, la sombra del fascismo que se adueñaba de todos los espíritus para dejar a cambio una lista de atrocidades inauditas. Matilde, la inseparable Matilde que habría de amortajarlo, vigiló el cauce editorial de sus memorias. Al evocarlo insistió en que Neruda seguía las noticias del golpe "como puñales que se adentraban en su carne”.

Con el corazón enfermo, tocado por la Parca y según sabemos también envenenado, se mantuvo vigilante. Enlistaba con tristeza los signos de la sangre derramada en Chile. Inundada, saqueada e incendiada, las noticias recibidas de su casa de Santiago integraron otro símbolo que lo jalaba hacia la tumba. Que no se iría de Chile, a pesar de los apoyos diplomáticos, ni se llevaría sus libros en el avión ofrecido por el entonces Presidente Luis Echeverría. La Embajada mexicana hizo lo imposible para salvarlo de la inminente persecución de Pinochet, pero decidió quedarse en Isla Negra. Así acabó: un visionario quebrado de dolor, un hombre rendido a las ilimitadas posibilidades del poder. Dictó las frases que rápidamente lo mataban. Sabía que eran voces de moribundo y que sus palabras fusionaban los destinos del poeta y del hombre inseparable de los asuntos de su tiempo.

"Están matando gente -le dijo entre jadeos a Matilde-, entregan cadáveres despedazados. La morgue está llena de muertos, la gente está afuera por cientos, reclamando cadáveres. ¿Usted (siempre la llamó de usted, amorosa distinción que él gustaba enfatizar) no sabía lo que le pasó a Víctor Jara? Es uno de los despedazados, le destrozaron sus manos... ¡Oh, Dios mío! Si esto es como matar un ruiseñor, y dicen que él cantaba y cantaba, y que esto los enardecía…"

Inmovilizado en su cama, se quedaba mirando las olas por el ventanal, donde lloraba en silencio. Matilde sabía que la muerte se lo llevaba, que el sufrimiento se lo llevaba, el dolor lo mataba. El cuerpo ametrallado de su amigo, el Presidente Allende, anticipó sus funerales proscritos. Lo sobrevivió doce días. A los dos los mató el odio, la dictadura.

Versos, agua, objetos: cuanto tocaba quedaba convertido en bosque. Un bosque de mascarones, conchas y pequeños puertos. No distinguía entre labios y raíces; ni en estaciones de su vida pudo separar la poesía de la política. Aun el agua que bañaba su Isla Negra quedaría tocada por la vieja edad de la neblina y su expectación del nuevo día. Ese era Neruda: un navegante en tierra; un poeta, quizá el más grande que haya dado nuestra América.

Lo mejor perduraría en la señal que para siempre lo acompañó juntó a su cama. Indicio de su infancia inacabada: un borrego de tres patas, apenas más grande que un antebrazo, juguete abandonado que en cierta Navidad un operario descubrió entre los tablones de su casa a medio construir. Era el borrego que el poeta abrazaba cuando se abrían las goteras y dejaban pasar al viento del polo sureño que resoplaba durante heladas noches oscuras. Pasó el tiempo, se sumaron los muertos, las heridas y las penas. Cayó Pinochet.  Chile recobró la democracia. Neruda, en cambio, perduró como el olor del mar: expansivo, inacabable, como el aire que aún lo escucha o que lo toca.

De mujeres y violencia, otra vez

 Insignificante, confinada o utilizada a discreción en asuntos territoriales, políticos, monárquicos, religiosos o económicos, desde la Antigüedad y hasta los estallidos feministas, la mujer careció de derechos y presencia social, de patria, de voz, justicia e inteligencia actuante. Tampoco tuvo reconocimientos ni autodeterminación, como aún ocurre en buena parte del mundo, donde el tiempo, la barbarie y la estupidez moral avanzan hacia atrás. Reflejo de la estratificación social, a campesinas y pobres ha tocado lo peor, pero ni las privilegiadas han evitado ser vendidas, intercambiadas, esclavizadas o repudiadas a capricho, lo mismo entre antiguos mexicanos que entre remotos persas, chinos, egipcios, celtas, germanos o íberos; y, más acá, en la India de hoy y en grandes regiones de África y Asia y también en Oaxaca y Chiapas.

Tan remota como el primer vestigio de humanidad, la sujeción femenina ha probado de todo: carne de sacrificio a los dioses, vestal, espectáculo, vientre reproductor, vigilante de la masculinidad y encarnación del demonio; para la Iglesia, brujas e instrumento de fuerzas oscuras, condenadas a la hoguera…  Para los sádicos inquisidores, cuya perversidad discurrió las peores crueldades de que se tenga noticia, también un pasaporte a los infiernos para los pobres hombres engañados.

Conscientes de que en el Imperio Romano sólo las herederas eran tomadas en cuenta, consortes, amantes, prostitutas, madres y cuanta joven o anciana accedía al disipado universo del poder marcaba sus fueros con lo que mejor dominaba: la maternidad, los venenos y sus artes amatorias. Cuando disminuía el interés sexual de su dueño, siempre quedaba la conspiración palaciega. Aún así, la presencia femenina integra el capítulo más delgado de la historia: si las antepasadas fueron nadie, las hijas de las hijas prefiguraron a cuenta gotas un rostro y un carácter hasta que, en la actualidad, el capitalismo salvaje nos colocó entre la caricatura sexual y el motor del consumismo; entre la medida inequívoca del desarrollo social y jurídico y el producto mejor o peor logrado de los poderes y las religiones imperantes.

En realidad y a la par de indios y niños en el caso de México, las mujeres permanecemos en el último peldaño de la modernidad religiosa y social; algo como una especie de Nepantla institucional donde medio vivimos con los pies anclados en el pasado, la cabeza inclinada hacia adelante y el cuerpo, de preferencia adolorido, en la antesala de la justicia, la dignidad y la democracia. Lo que persiste sin descifrar ni resolver es la causa o raíz de tanta y tan emponzoñada violencia. En realidad, no sabemos por qué la mayoría de hombres tienden a agredir, vejar, zaherir. Hay kilómetros de literatura sobre el tema, pero no una explicación completa e inteligente de este fenómeno que a casi todas, con más o con menos, nos ha convertido en víctimas. No hay psiquiatra, sociólogo, prelado, feminista, sexólogo ni antropólogo que explique lo que iguala al bruto de hace 5 mil años con el abusador de hoy. Tampoco sabemos por qué no vivimos en equidad. La lógica del absurdo, por tanto, es inequívoca e intemporal: uno golpea, amenaza, intimida, espía, esculca e insulta y la otra, aterrorizada y reducida a su máxima indefensión teñida de desamparo, se inmoviliza, acata el mandato y se disminuye hasta doblegarse a la sombra del pobre diablo que pretende sentirse alguien a costa de violentarla.

Nada importa si es académica, artista, filósofa o campesina, trabajadora, ama de casa, empleada o monja; tampoco es cierto que, aunque idealmente limite el exabrupto, temple el espíritu y modere la grosería, la educación sea remedio contra la agresividad, el abuso y el sadismo de los golpeadores: ahí está la “culta” Alemania nazi para probarlo. Los intelectuales pueden ser tanto o más brutales que los sujetos agrestes, porque golpean con imaginación, conocen el valor de las palabras, tienen y aman el poder y pegan donde, cuando y como más daño causan.  En todos los casos y con lecturas a cuestas o sin ellas, la incauta hija de una cultura machista acaba en la lona a causa de la violencia ejercida por su autoritario y “comprensivo protector”. Con el alma desgarrada e incapaz de volverse una Antígona dispuesta a desafiar al tirano, se queda meses e inclusive años abatida, sin descubrir por dónde le llegan los trancazos, hasta que un día y quizá demasiado tarde renace  como el Ave Fénix de sus cenizas, concentra en un grito de libertad toda su energía y se atreve a echar a la calle, casi a empujones, al desconcertado agresor que, según él: “sería incapaz de hacerle daño a nadie”.  Lo que sigue, como saben las mujeres maltratadas, es la incomprensión de su medio, la crítica y otra forma de marginación.

Políticos, empresarios e intelectuales, además, son hombres de poder en posesión de un ego monumental, aunque cobardes al desplegar su machismo. Esta es cifra de la ONU: 7 de cada 10 mujeres han sido víctimas de violencia en alguna época de su vida. No se si en España sean más bárbaros o más civilizados que, por ejemplo, en este México donde ni siquiera hay datos suficientes. Lo cierto es que allá no hay día sin que las noticias detallen pavorosos asesinatos de mujeres: octagenarios celosos que matan a cuchilladas a la esposa anciana. Cincuentones que la ahorcan o balacean porque la mujer se niega a seguir conviviendo con él; veinteañeros y treintañeros con hijos pequeños que, ciegos de ira, dejan irreconocibles a las infelices tras una tanda de patadas, bofetones y golpes, inclusive con martillos… España tiene una gran organización judicial y de seguridad y apoyo para mujeres agredidas y en desamparo; sin embargo, es impresionante y de reflexionar este género de agresiones.

Desde los relatos bíblicos que encumbran la supremacía machista hasta Aristóteles o San Pablo, lo mismo se valora la honra y el pudor que la supeditación y la castidad porque la mujer, por su ausencia de pene según griegos y romanos, está indotada para la valentía, el arrojo y la batalla.  Que su físico la imposibilita para enfrentarse “cuerpo a cuerpo” y su natural “debilidad” debe plegarse a la autoridad masculina. Esto y más necedades abultan la historia de las creencias hasta prefigurar, en nuestros días, una feminidad moldeada por el consumismo, la banalidad y la imbecilidad moral.

No es accidental que el pecado tipificara la primera culpa femenina que dividiría a la humanidad. Los tres credos monoteístas -judíos, cristianos e islamistas-  repudian a la mujer y comparten el sagrado, primitivo y remoto culto a la “Ley del Padre”: un imperativo tan excluyente como irracional e inmoral. Tales prejuicios siguen clavados en el inconsciente colectivo, por lo que, sin transformar el fondo retrógrado de la ortodoxia, será imposible cambiar la culturas porque creencias y doctrinas religiosas son más poderosas  y asimilables que las normas civiles.

Sin negar la feroz superioridad masculina, las culturas politeístas han sido ligeramente más abiertas que las vinculadas a Jesús, Mahoma y Jehová.  Aún así, hay que insistir en cuán tremendos son el régimen de castas y la compra/venta de niñas y mujeres mediante la monstruosa costumbre de la dote: infamia equiparable a la ablación. En fin: no hay más que rozar el tema para que, como cascada, se deje venir el desfile de crueldades que nos avergüenzan y obligan moralmente a denunciar cada vez que podamos en favor de una vida justa, digna y civilizada.

INCERTIDUMBRE ARMADA

ISIS Forces operating in Iraq. BBC

ISIS Forces operating in Iraq. BBC

El neoliberalismo fracasó en unas décadas. No contento con extremar distancias entre riqueza y pobreza, engendró al monstruo del terrorismo. A ningún estudioso escapa la intervención de las potencias en Iraq, Afganistán o Siria, por citar algunos ejemplos. La nefasta estrategia de Bush jr., ávido de petróleo y supuestos triunfos militares, creyó que abatiendo a Sadam Hussein, también controlaría la avanzada fundamentalista. Ignoró que el dictador suní era un interlocutor necesario para Occidente. Sin él y gracias al entrenamiento y apoyo militar y financiero que recibió el saudí petrolero Osama Ben Laden en los Estados Unidos, el fundador de Al Quada pudo extender geográfica y militarmente la red de terroristas cuya peligrosidad, multiplicada y enredada al “nuevo califato”, ha puesto al mundo al borde del estallido bélico.

A partir de los ataques terroristas en París, los analistas han comenzado a etiquetar la etapa armada del fracaso neoliberal como “guerra de culturas”, “enfrentamiento de civilizaciones” o lucha de intereses entre Oriente y Occidente. Lo cierto es que el terrorismo ha puesto a Siria en el núcleo que agudiza la confrontación entre islamistas y democracias dirigentes. Además de comprometer la paz, el conflicto redunda negativamente en las economías emergentes y en el destino de millones de desplazados que huyen de sus infiernos hacia Europa o los Estados Unidos, a su vez corresponsables de la degradación de países enteros. Tal la evidencia de que, en vez de rectificar el monetarismo global, el mundo ha caído en una de las peores y más complejas crisis internas, externas e inclusive religiosas, de cuantas tengamos noticia.

 Ante error tras error consumado y defendido por las partes en pugna, una cosa es evidente: cualquier modelo económico único para culturas y desarrollos distintos principia y acaba en dominio único. La supuesta apertura democrática del mercado del trabajo, del dinero y de productos de consumo era imposible entre sociedades desestructuradas y países avanzados, como quedó demostrado al grado de que ahora, mediante estrategias que pretenden contener a los terroristas, no discurren más solución que una alianza internacional y violenta para “abatir al enemigo común”.

Sobran razones para estar alarmados. Hay que insistir en que la ideología neoliberal no es inofensiva. Verdadera fábrica de miserables y del puñado de propietarios de la riqueza mundial, entre cuyos negocios más lucrativos está la fabricación de armas, el capitalismo salvaje es indefendible. Sin diversidad regulada por la justicia, sin tecnología propia ni tolerancia real; sin educación de calidad y alimentos aparejados a servicios asistenciales y especialmente sin equilibrio social, garantías de seguridad y capacidad de ejercer derechos, deberes y libertades, las mayorías quedaron excluídas de las oportunidades vitales no solo en su patria, sino del progreso compartido. Agréguense el fundamentalismo islámico y la rebatiña petrolera y empresarial para coincidir con quienes insisten en la urgencia de parar, de una vez por todas, con la también llamada “economía de casino”, cuyos afanes confinan a más de la mitad de la población mundial en una realidad infrahumana, en un planeta devastado por la codicia.

El inventario de aciertos no supera las deficiencias globalizadas.  Los países en desarrollo siguen en el traspatio del progreso. Inmersos en una miseria con ignorancia arrastrada durante generaciones, afectados aún por las consecuencias del colonialismo que nadie quiere recordar, supeditados a la corrupción y a gobiernos espurios, las diferencias entre los simbólicos Norte y Sur, son inconciliables.   Narcotráfico, correo de armas, hambre, criminalidad y sangrientas luchas internas no pueden enmascararse con avances monetaristas. La desventaja de los países emergentes respecto de las economías de punta es casi insalvable en lo que se refiere a tecnología, niveles competitivos, producción, aportaciones científicas, educación, seguridad y capacidad de crear infraestructura, empleo y niveles dignos de vida, por lo que el panorama inmediato resulta desalentador.

No es accidental que las migraciones del Sur hacia el Norte y del Este hacia el Oeste alcanzaran niveles críticos a las puertas de sociedades industrializadas. Con el desgaste de tierras y agua, efectos contaminantes, sobreexplotación de recursos, el declive de las izquierdas, más el narcotráfico y no pocos conflictos armados, la inequidad económico/social se multiplicó hasta situar la dinámica migratoria en la cima de las prioridades. En suma: la realidad mundial se descompuso. El dilema, por consiguiente, es inaplazable y también global: se debe diseñar no uno sino varios proyectos económicos razonables y afines a las capacidades de países y culturas diferentes. Si valoramos la democracia, comencemos en términos locales por sanear la política y abatir la corrupción, inclusive en las inversiones y en nombre de la justicia. De continuar dependiendo del modelo único no tardaremos en involucrarnos en enfrentamientos bélicos de alcances inimaginables.

Las olas de refugiados y migrantes hacia Europa, por otra parte, rozaron el riesgo límite anunciado ante la desestabilización mundial prevista al término de la Guerra Fría. Al respecto, el diplomático peruano Oswaldo de Rivero escribió en El mito del desarrollo (1998), que así como cayó el imperio romano y según las tesis de Jean Christopher Rufin en L’ Empire et les Neuveaux Barbares (1991), ciertos países –como México- se convertirían en Estados Tampones para contener a las masas del Sur mediante créditos/inversiones y supuestos apoyos financieros de emergencia para evitar la invasión prevista de millones de expulsados de sus regiones de origen.

De Rivero agregó que ser un Estado pobre, vecino de uno próspero, se convertiría en una renta estratégica más remunerativa cuanto mayores la inmigración clandestina y los refugiados generados por la invialidad económica de los pobres. Ninguna de las previsiones en este sentido, sin embargo, se aproximó al drama humano del siglo XXI que, en principio, tuvo a países del Maghreb como Argelia, Marruecos y Túnez, y México como tapón de centro y suramericanos, como beneficiarios de “ese tipo de renta estratégica” que resguardaría tanto el bienestar de los Estados Mediterráneos del Norte como de los Estados Unidos.

Imprevisible a fines del XX, la crisis de Siria, aunada al fortalecimiento islamista, modificaría el mapa, las políticas migratorias y sus respectivas respuestas “civilizadas”. Este fenómeno inutilizó la estrategia neoliberal que pretendió contener invasiones sucesivas de “nuevo bárbaros” al atraparlos en limes o zonas tampones surgidos de la inviabilidad de sus Estados.

Como nunca hacen falta mentes críticas, cabezas pensantes y dirigentes prudentes. La paz está en riesgo, igual que los derechos y libertades, por desiguales que sean sus logros. Si fueran inteligentes las izquierdas dejarían de lado su codicia y sus rebatiñas electoreras para comprometerse con propuestas y soluciones locales e internacionales. Es indudable que, en situación tan aciaga, las potencias deben asumir su responsabilidad en el conflicto para modificar cuanto antes sus estrategias militares y económicas.

ADRIANO: UN SUEÑO CREADO

th.jpeg

Padecer una “larga noche del alma” con suerte culmina en sueño creador. Es un estado latente, brumoso y denso que facilita los tintes trágicos. Contra el deseo de librarse de su avance nefasto se afianzan las ataduras, los pensamiento fijos y un dolor cortante que separa de sí mismo al que lo padece, hasta dejarlo en un pozo estéril. Entre espíritu recios, sin embargo,  la mente halla luz y, lejos de ceder a la tentación de la caída algo, desde el fondo, arroja destellos de lo aún  impreciso por alcanzar. En tal estado Marguerite Yourcenar prefiguró a Adriano desde la distancia que la separaba de sí.

Al trazar sus indicios ya había frecuentado la lectura de autores antiguos. Inclusive anotó su propósito de “reconstruir desde adentro lo que los arqueólogos del XIX habían hecho desde afuera”. El de su juventud, no obstante su precocidad, no era aún el tiempo del estallido, sino el de una poderosa concentración interior que, acaso inconscientemente, la inducía a perseguir “su mundo”, el mundo del escritor. Así consta en apuntes que dejó aquí y allá, en sus baúles emblemáticos, para reconocer años después, que tanto su voz como la sustancia de su obra ya palpitaban en sus primeros papeles. Enriquecida por la experiencia, adquirió por fin domicilio fijo, que no quietud ni pasividad. Tiró lo inútil y se quedó con lo que María Zambrano llamó “La Guía” o sustrato del autor que subyace detrás de la obra.

Para entender su memoria fecunda, así como el ideal de Zenón y desde luego la disciplina de Adriano, pensemos por analogía –con la filósofa española- que Don Quijote “bien puede ser una confesión; una confesión ejecutada, en vías de hecho, encubierta, por tanto, y que a medida en que se avanza en la modernidad se va haciendo explícita, pues que el autor va cada vez hablando más de sí mismo, de lo que sueña (…) de lo que se sorprende sintiendo, pensando…” Y en eso consistió la genialidad de Yourcenar: en probarse en situaciones límite y salir bien librada al explorar recovecos del alma, gracias al auxilio de los clásicos.

Al crear otro modo de inquirir contrastes existenciales y vencer el cíngulo de los géneros, confirmó que una historia no tiene principio ni fin, porque al fusionar su legado al hombre que cobra vida y pide ser definido, la biografía reinventa las letras.  Ella desdobló la memoria posible a partir del combate implícito en la agonía que, a la manera griega, la llevó a describir con similar esplendor la angustia de Alexis, el sacrificio de Antínoo, su más íntima pasión o el afán constructor de Adriano desde la difícil perspectiva del destino humano. Al deslizarse entre eventos del pensamiento desentrañó las edades del ser, sin las cuales no se logra unidad en la ficción verdadera.

Al respecto, Graham Greene escribió que “uno elige arbitrariamente el momento de la experiencia desde el cual miramos hacia atrás o hacia adelante”. Tal el instante en que el hombre aclara su justa libertad ysu verdadera servidumbre. Reflexivo, dócil a su natural melancólico, en agonía y consciente de los combates humanos, Adriano vio el punto sin retorno de dar forma a su aventura, así como de pensar el poder y explicarse en función de la historia. El cómo hacer literatura de su dilema y a quién dirigir el mensaje fue una disyuntiva de difícil solución, hasta que Marguerite aceptó que era el reino de la vida interior el que debía dominar la obra porque, en todos los casos, buscó al hombre que, bajo el aspecto del ser silencioso, la conduciría al método único del soliloquio para probar su estrecha dependencia de la palabra.

Tras escribir varias versiones entre sus veinte y sus veinticinco años de edad y después destruir los manuscritos que anticiparon a Adriano, el “momento” o sueño creador de una Yourcenar en plena madurez ocurrió al reencontrar un pasaje subrayado, quizá en 1927, en la correspondencia de Flaubert: “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre”. Por uno de esos vislumbres con que el destino decide manifestarse en seres privilegiados, comprendió que el emperador romano era este hombre solo y al mismo tiempo vinculado con todo que al fin retrató desde el fondo de sí misma, auxiliada por un sin fin de voces y documentos.

Absorta en su tiempo convulso y en las afinidades expansivas de la Historia Augusta, ante la aventura de Memorias quedó atrapada no en la naturaleza imperial sino en la del hombre “casi sabio” que, al filo de la muerte, divide en dos al imperio y nombra co-emperadores a Lucio Vero y al memorable estoico que el propio Adriano renombró Marco Aurelio, autor de Meditaciones, consideradas un monumento al poder perfecto en plena decadencia de la literatura latina.

 Mediante la pasión por Grecia que uniría una obra tan amplia como profunda, Marguerite eligió el eficaz recurso de la carta dirigida a Marco Aurelio, precisamente para abarcar vínculos entre una misma herencia cultural, embates de la política, la disciplina y el poder, el envejecimiento, los términos siempre imprecisos del compromiso humano, así como lo referente al amor/dolor y desde luego a la belleza y la muerte: temas que, por cierto, la acompañaron de punta a punta. “Sólo una vez he sido amo absoluto. Y lo fui de un solo ser”, haría decir al emperador enfermo mientras evocaba la intensidad de su “Edad de Oro”. Al ensayar la muerte mediante el insomnio, él, en posesión del mayor cetro del mundo, perseguiría indicios de dignidad al dolerse de que el amor, el placer o lo bello lo abandonaron.

Y por abundar sin temor a reconocerse y exponer al lector a tal estado del alma, le debemos a Marguerite Yourcenar uno de los textos modernos que mejor se aproximan a su certeza de que es trágico el destino del Hombre. Con Greene, sin embargo, podríamos agregar que no es la tragedia lo único que nos hiere, ya que “lo grotesco también tiene sus armas, ignominiosas y ridículas”: algo que tampoco la autora eludió, inclusive en los extremos del final de su propia vida. Como ella misma, Adriano rogó que lo bello y el amor continuaran para siempre. Estas ausencias fueron el nervio de su existencia, el motor de una sensación de vacío que cursó la senda del poder ajustada al exacto término de su melancolía, disfrazada del estoicismo de Yourcenar.

A nada aspira más el verdadero escritor que a encontrar su voz, pues “tener un mundo” no es otra cosa que definir un carácter o consumar el codiciado estilo. El término, por desgracia, perdió valor al caer en manos de quienes, con la temeridad del ignorante, se denominaron “correctores de estilo”, como si eso fuera posible, pues ya se sabe que se tiene o no se tiene porque, en esencia, es la seña de identidad del autor.  Se la busque en verso, en Fuegos, en sus Cuentos orientales o en cualesquiera de los varios títulos de largo aliento, Marguerite es la misma que cursa entre llamas, en aguas quietas, durante la contemplación y el silencio o en pasajes en que el pensamiento le exigía disipar las sombras de un hombre que, frente al mar, en la lucha homosexual de Alexis o con el corazón quebrantado en su lecho, enfrenta la muerte y mira hacia atrás hasta reconocerse a cabalidad, a excusa de anhelar la paz.

El Adriano histórico, como sus antecesores, construyó caminos y mejoró la vida de las ciudades; hizo puentes y puertos en regiones imposibles, lo que vino a sumarse al gran legado civilizador de Roma. Con el modelo de César en mente aprendió a dictar diversos textos a la vez y a hablar mientras seguía leyendo. Discurrió un método de vida en el que podía cumplirse la tarea más pesada sin una sola tregua. Se propuso eliminar la noción de fatiga. Practicaba, por ejemplo, una libertad alternativa: las emociones, las ideas, los trabajo interrumpidos para ser reanudados como si nada porque podía ahuyentarlos o llamarlos a capricho, como si fueran esclavos. Esa aptitud le otorgaba, como a su biógrafa, la certidumbre de que, en vez de someterse a ellos y en atención a su imperativo de orden, eliminaba todo sentimiento de servidumbre a ideas o trabajos, así como al ánimo o al desaliento. Todo, pues, así fueran banalidades, se apoyaba en una arquitectura interior perfecta, “como los pámpanos en un fuste de columna”.

Otras veces dividía al infinito: cada pensamiento, hecho o minucia era objeto de segmentación pormenorizada en múltiples reflexiones o hechos, de manejo más simple. Lo difícil, así, se desmigajaba en un “polvillo de decisiones minúsculas”. El mayor rigor, sin embargo, lo aplicó en la “libertad de aquiescencia” (del latín <acquiescere>, quedarse tranquilo, consentir, o <quiescere>, descansar). Entrenar su conformidad ante lo grave y lo placentero le permitió gobernar sin sobresaltos internos en tanto y a ella, siglos después, la llevó a realizar la hazaña de las letras modernas con idéntica “virtud augusta”. Virtud que los llevó a cumplir  lo tedioso, amargo o indigno como “un ejercicio útil”, saboreándolo lo mejor posible.

 Autora y personajes compartieron la gracia de convertir lo tedioso e insignificante en tema de estudio, al extraerle un motivo de aprendizaje o alegría. Frente a un suceso imprevisto y una vez adoptadas las medidas precautorias concernientes a los demás, puso en boca de Adriano lo probado por ella: “me consagraba a festejar el azar, a gozar lo que me traía de inesperado. La emboscada o la tempestad se integraban sin esfuerzo a mis planes o en mis ensueños.”

Alejandro fue determinante para los grandes emperadores romanos. Trajano y Adriano no fueron excepción. Trajano, por ejemplo, soñó equiparar sus conquistas de Asia, y superarlo de ser posible. Su intento fracasó, pues a su muerte brotaron una gran cantidad de rebeliones que, herencia de Adriano, hubo que pacificar a toda costa o, en el mejor de los casos, continuar la costumbre de la guerra en nombre de la paz. Adriano, por su parte, aplicó estrategias de equidad en el ejército, similares a las del macedonio: permitió a los oficiales dar órdenes en su propia lengua; también hizo desposarse a los veteranos y procrear con bárbaras para facilitar la colonización y legitimar a sus hijos. Procuró que se afincaran allá, en el rincón de la tierra que debían defender, y no vaciló en regionalizar el ejército. Pretendió, mediante políticas casi idénticas a las del macedonio, que cada hombre defendiera su campo, su granja y sus leyes nacionales, las de Roma en primer lugar: tales centros civilizadores eran considerados palancas o cuñas para entrar poco a poco allí donde se emborronaban los instrumentos más delicados de la vida civil. Adriano también acudió, como el macedonio, al Oasis de Siwah con Antinóo, y antes visitó la tumba de Héctor, el héroe de la Ilíada. Cazó un león y un oso. Le rindió tributo en el Faro de Alejandría y acompañado del extravagante Lucio, tampoco le dio importancia a su trato con las mujeres.

Apasionante y apasionado, amante de oráculos y presagios, Adriano fue el más intelectual y cultivado de los emperadores. Helenista, fue un patrón generoso. Muchos de sus lugares visitados se beneficiaron de su liberalidad. Atenas recibió una biblioteca, un gimnasio y un pórtico y pudo también concluir el templo de Zeus Olímpico, comenzado por Pisístrato unos 700 años atrás. En Roma fundó el Ateneo, para conferencias y recitales. Construyó el Panteón, el templo de Venus y Roma, y su mausoleo o moderno castillo de S. Angelo y el puente por el que se accedía a él, el Pons Aelius. Se construyó una gran villa en Tíbur (Tívoli), convertida en fuente de ricos tesoros artísticos.

Dio otro sentido creador a la recaudación de impuestos: ordenó fortificaciones, dragó puertos y cambió paisajes ásperos. Creó bibliotecas y graneros para prever el futuro. Reconstruyó lo ruinoso y prefirió el uso de los ladrillos en Roma; En Grecia y Asia, el mármol natal. Trascendió las posibilidades de los cuatro órdenes arquitectónicos de Vitruvio. El Olimpión de Atenas tenía que ser el contrapeso exacto del Partenón. Las capillas de Antínoo, sus templos, habitaciones mágicas, misteriosos monumentos metafóricos del pasaje entre la vida y la muerte, oratorios de dolor, recintos de plegaria: todo para entregarse a su duelo. Dispuso su tumba a orillas del Tíber: reproducción a escala gigantesca de las de la vía Appia, aunque con recuerdos de Babilonia o Ctesifón... La Villa Adriática: “tumba de los viajes, último campamento del nómade, equivalente en mármol de tiendas y pabellones de los príncipes asiáticos...” Cada edificio era el plano de un sueño creador que se valió del poder para revolucionar su mundo. Fue tolerante con el cristianismo, a condición de que los creyentes se plegaran al orden establecido. Se dice que murió en Tíbur con un poema en los labios, dirigido a su alma: “animula, vagula, blandula” (<<almita, errante, dulce...”). Sus cartas, discursos y una autobiografía se perdieron.

Asus 47 años de edad, entre enero y marzo de 1950, Yourcenar redacta el episodio de la muerte de Antínoo en el sótano donde vivía en Bronxville, con las paredes decoradas con imágenes de la Villa dei Misteri. Llora profundamente. Sueña y evoca… No sólo está conmovida por la muerte del joven amante del emperador; también confirma lo incomunicable del dolor humano. Y así lo consigna en sus apuntes: “Un hombre lo ha sufrido, se ha debatido contra ese sufrimiento, y luego lo ha olvidado. Está muerto.” Y, más allá, la afirmación decisiva: “La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana (…) en tanto y la vida me aclaró los libros”. “Sólo podrán comprenderme algunos conocedores del destino humano”. Así, cuanto más se esforzaba en lograr un retrato fiel, más se alejaba del hombre y del libro que podrían agradar. El resultado: la obra de un genio sin la cual no podríamos comprender la turbulencia de nuestro tiempo.

Marguerite Yourcenar: Toda sabiduría es paciencia

Sabía que había que decirlo todo y volverlo revelación; pero como la verdadera escritora que fue, tenía claro que el sí mismo e inclusive el yo de los otros no solo se ocultan y burlan las letras, también están ausentes en el espejo de los días, a pesar de imponerse en la palabra interior.  No hay más que seguir las huellas de El laberinto del mundo para confirmar que la casa de la memoria de Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine Cleeneweck de Crayencour, nacida en Bélgica en junio de 1903, era un surtidor de imágenes, sensaciones, ideas, voces, luces y tal cantidad de pequeños y grandes detalles que para completar la compleja versión de quién era en verdad tuvo que remontar la noche de los tiempos, abundar en el riquísimo trasfondo del latín que su padre le enseñó a los diez años de edad, y del griego que por él mismo aprendió a los doce y no parar hasta desentrañar el revés de su orfandad, la aristocracia que contrastó el peculiar espíritu paterno y todo cuanto contempló, experimentó y absorbió en sus apretados 84 años de edad, hasta morir en la isla Mount Desert la noche del 17 de diciembre de 1987.

De niña fue distinta a todas; de joven solo fue fiel a sus propias leyes y a partir de la madurez depuró la poderosa individualidad que fascinó a unos, desconcertó a los más e invariablemente sorprendió al consolidar un modelo y una obra inclasificables. Por eso desconcierta el autorretrato al volverse literatura clásica quizá desde sus primeras páginas que hizo, rehízo y consolidó con una sabiduría traída de lejos: tan lejos como podía llegar un saber delicado y a la vez tajante, como la espada samurai que debe pasar 100 mil veces por el fuego para templarse en la perfección.

Lo aseguró Marguerite de varias maneras y directamente en su misiva  a Jeanne Carayon del 3 de junio de 1973: “En materia de vida personal, hay que decirlo todo firmemente y sin equívoco o, por el contrario, no decir nada en absoluto”. Detrás, siempre detrás del intento y aun de la obra consumada, perduraría hasta el final de sus días la dificultad “de delimitar lo que fuimos y la sustancia de que finalmente está hecha el alma”, como bien advirtió Michèle Goslar, su más acuciosa biógrafa y fiel guardiana de su memoria.

Al paso de su lectura descubrí que su imposible propósito de llegar a la raíz del ser tenía una causa entreverada a sus andamiajes intelectuales, a su indeclinable interés por la salud del planeta y a una sensibilidad que la mantenía con los ojos, la mente, los sentidos y el corazón bien abiertos. Era un alma tan vieja, probada y sabia, que en sus varios tránsitos por la rueda de la vida pudo absorber la filosofía del mejor Oriente, lo esencial de Grecia y Roma, la intolerancia europea que cursó del Medioevo al Renacimiento y, en el colmo de su afán de abarcarlo todo, también los problemas esenciales del siglo XX.

Consciente de que nuestros comienzos nunca son libres y de que, contrario a la idea del designio, formamos parte del movimiento incesante que tanto recurra a Heráclito, en su vejez se mostró satisfecha por haber cumplido con lo que el azar o el destino, Dios o el karma le hizo interpretar en pos de un universo mejor. Una de las mentes más lúcidas con las que me he topado en mi culto a los libros, hallazgos y autores en varias lenguas, no bien deslumbraba con una obra monumental cuando aparecía por aquí o por allá algún indicio de la humildad que solo alcanza el verdadero humanista o, en el extremo contrario, la implacable energía que la llevó a enfrentarse con editores, directores de escena y no pocos críticos y académicos. Llenaba a plenitud de concepción de Unamuno de "ser un carácter". De ahí su singularidad: peregrina, extranjera por elección, rebelde no obstante devota de la virtud, enérgica y por consiguiente obstinada, perfeccionista, disciplinada, en posesión de tal claridad que bien pudo significar la lógica, genial y, por encima de todo, apasionada. Pues de qué otra manera, como no fuera la hoguera interior, podría haber abundado en los enigmas del ser sin haberse probado en los furores reservados a los espíritus fuertes. Dejaba entintado el destello casi místico e iluminador que privilegia a quienes perciben y ante todo honran lo sagrado y  ni que decir del aliento con que, en prosa o en verso, hacía palpitar no nada más al lector absorbido por sus historias, sino a los personajes  que, como le dijera Borges durante su encuentro en la Ginebra que pronto lo vería morir, no saldrían de su laberinto “hasta que hayan salido todos”.

Elevó su genio con el deseo de ser útil a los demás, como dijera de Adriano y Zenón. A fin de cuentas, en eso consiste la misión de ser hombres: en fusionarse a una experiencia vital inconstante, para mejor o para peor, pero sin renunciar a la inteligencia que sustenta la simpatía, esa palabra tan bella que significa “sentir con…”, de donde vienen a gestarse el amor, la bondad y la más genuina solidaridad, sin descontar la que nos compromete con la continuidad del ambiente y el cuidado de todos los seres vivos.

La originalidad de su estilo, que algunos calificaron de frío por no comprender el intenso rigor de sus construcciones secretas, la preservó de identificaciones ociosas y de la infecunda tendencia a ampararse en cofradías, quizá para encubrir la medianía que ahora, más que nunca, impera en un mundo enfermo de sí mismo, uniformizado y ajeno al verdadero síndrome de Ulises, caracterizado por explorar las realidades ocultas entre el inframundo y el cielo.

Cabeza tan sólida solo podía corresponder a una poderosa y solitaria individualidad que, gracias a la magistral traducción de Julio Cortázar, comenzó a iluminar la estrechez excluyente de mi entorno a partir de Las memorias de Adriano: larga y abultada misiva que me enseñó a contemplar y perseguir itinerarios en pos de respuestas, caminos y nuevas dudas que, a fin de cuentas, nos humanizan más y mejor al probarnos en la humildad implícita de las tareas cotidianas: Barrer el umbral, cocinar, hornear el pan y, sin renunciar al poder transformador de la abstracción, abrirse a la riqueza, como lo hiciera Zenón en Opus Nigrum, “de ese ruido del mar que dura desde el comienzo del mundo”.

La genialidad de Marguerite Yourcenar, desde el momento de transformar su nombre, se expresó en las varias maneras de desentrañar una vida, la suya propia, indivisa de historias evocadas y ajenas, mejor si traídas del remoto pasado o del gusto por recobrar  “las pequeñas rutinas de una gran civilización”, según anotara sobre una de sus largas estancias en París con Grace Frick, en 1951. Su disciplina augusta,  fusionada a la virtus augusta de su memorable Adriano, le mostró el valor de la Patientia que le permitiría crear y recrear bajo la pálida luz de una lámpara en el rincón de su casa por 36 años, rodeada de arces y pinos, pájaros, ardillas y casas diseminadas estratégicamente en la isla de Maine donde los millonarios, desde los días de los Rockefeller, veranean en sus villas.  

Además de confirmar su no pertenencia a nada, quizá por haber visto todo y reservar la tristeza para horas fijas, en atención al difícil desapego que parecía contradecir su naturaleza apasionada, en sus envidiables diálogos con Matthieu Galey –Con los ojos abiertos- confirmaría que su ser esencial fluctuaba precisamente entre Adriano y Zenón: dos actitudes, no obstante distintas, idénticas en la certeza de que “el hombre está en el mundo, y también lo está en el resto de la humanidad”.

 A Madame, como gustaban llamarla en la antigua granja de 1866, cuyo nombre <<Petit Plaisance>> tomó de los remotos marineros de Champlain, en la isla Mount Desert en el extremo de Nueva Inglaterra, en realidad la acompañó el misterio desde su nacimiento hasta agonizar y morir en el hospital de Bar Harbor, a causa de un derrame cerebral, “con los ojos abiertos como platos”.

Michèle Glosar, en su puntillosa Marguerite Yourcenar. Qué aburrido hubiera sido ser feliz, sintetizó sus leyes para la conducta interior, extraídas de los cuatro votos budistas: “dominar el miedo, aparentar calma, ignorar el ruido, luchar contra el cansancio, aceptar el error, rectificarlo, ser valiente, no tener jamás buena conciencia.” Y, en cuanto a sus proyectos, el cultivo –sin duda cumplido- de las grandes virtudes: “serenidad, coraje, atención, sobriedad, circunspección y la no malignidad. Eso excluye la alegría, pues el mundo es demasiado miserable y excluye también el gozo, <<gran estanque claro en el que abreva el dolor>>”.

Indispensable en mis lecturas y cavilaciones -una fuente clara en la que siempre me renuevo-, en mi libro Mujeres del siglo XX, dediqué un largo capítulo/homenaje a esta escritora sin par que tengo por una de mis guías tutelares. Siempre incompleto y abierto a su sabiduría, ese principio de entendimiento, a través de su obra, es parte de un diálogo que hubiera deseado con ella, más que con ningún otro contemporáneo.

El México del horror

Desde el país del terror y en la ciudad del delito veo lo que nos separa de las “democracias de verdad”: orden, justicia, seguridad y civilización. Mientras repaso el terrorífico listado de crímenes y linchamientos atroces en “nuestra hermosa República Mexicana”, confirmo que es vieja la tradición de la violencia, que cualquier pretexto sirve para saquear, incendiar, asesinar, torturar y aun desollar y que, identificados o no, permanece impune la inmensa mayoría de culpables. Solo por presiones mediáticas se reconocen los derechos de las víctimas y, tras la metáfora de Fuenteovejuna, una cáfila de bárbaros, linchadores y ladrones nos deja pasmados a excusa de que no se puede castigar a un pueblo entero.

Ya sabemos que “el pueblo entero” no se mueve si no es que un par de viejas gritonas se encargan de difamar y encender a los furibundos que no necesitan motivos para descargar su salvajismo de siglos. En este imperio de la ilegalidad y el descrédito de las instituciones todo está permitido -o casi-, a condición de que el delito rebase con creces el historial de la imaginación perversa.  Con testimonios y pruebas o sin ellos, la respuesta oficial repite una misma fórmula tramposa que tarde o temprano hará estallar la hasta ahora indignada pasividad de una ciudadanía que está llegando al tope de la tolerancia: “se va a investigar” o, en su defecto, se va a crear “una comisión de la verdad”.

Es hora de decirlo y decirlo alto: el Poder Judicial, en México, es la peor porquería de nuestra historia contemporánea. Estamos dominados por la delincuencia y no podemos confiar en la mal llamada autoridad porque del Ejecutivo para abajo y por todos lados, sin excluir funcionarios de provincia, al gendarme de la esquina ni a los guardianes de las “cárceles de seguridad”, están señalados pública y abiertamente por sus prevaricaciones, abusos de poder, extorsiones, complicidades y cuanto sea posible, a la luz o a la sombra, en esta degradación moral que tiende a premiar a los bribones en vez de castigarlos.  Así, mientras la sociedad se desintegra hasta en sus cimientos, el flujo entre la criminalidad y el régimen de poder es un gran surtidor de privilegios y de sangre que, directa o indirectamente, nos ha reducido a rehenes de un régimen sin justicia ni credibilidad.

Los linchamientos de Ajalpan no son los únicos de que tengamos noticia en los años recientes, pero sí los más descarnados, los que por ningún motivo deben dejarnos indiferentes y los que, por esa desmesura estremecedora, pueden convertirse en el gran anticipo de lo que es capaz una población ignorante, enardecida por el hambre, jalonada por la demencial propaganda de perredistas, morenas, priístas, panistas y hasta curas fanatizados que, con tal de llevar agua a su molino, encienden los de por sí graves y justificados resentimientos sociales, hasta abonar el territorio del odio en el que, por desgracia, todos tenemos que convivir en cabal desamparo.

Arremeter contra cualquier chivo expiatorio tildado de secuestrador, sería solo excusa para dar rienda suelta a la ferocidad colectiva. A unos los linchan por creerlos ladrones, a otros porque los suponen criminales o solo porque “estaban muy sospechosos”. La cuestión es que las huestes dejaron desde hace un siglo sobrados testimonios de la existencia del espíritu del mal que ha renacido sin control y dotado con una extraordinaria capacidad para reproducirse.

El relato mil veces repetido en las noticias sobre el ensañamiento popular durante y después de linchar y quemar al par de hermanos que tuvieron la desgracia de caer en ese pueblo maldito hace ver casi irreales a los cadáveres colgados de los puentes, a los "entambados" y a tantos mutilados y asesinados de manera espantosa. Imagino que si nos describieran el modo como aniquilaron a los de Ayotzinapan para torturarlos, asesinarlos, quemarlos y borrar cualquier vestigio de ellos de la faz de la tierra, nos causaría el mismísimo estupor del que no podemos recuperarnos.

 Que la tragedia se desencadenó hace unos días en Ajalpan, Puebla, porque los vecinos dijeron que los hermanos victimizados “estaban haciendo muchas preguntas”. Peor se puso la cosa cuando al identificarse como encuestadores,  los de Ajalpan entendieron secuestradores: así de fácil es crear escenas peores a las dantescas cuando el alma del chichimeca se manifiesta no nada más por suponer que ambas voces eran una y la misma cosa, sino porque una chiquilla, de las fantasiosas freudianas que nunca faltan, dijo que la habían jalonado. Lo que siguió está detallado en todos los medios informativos.

Los políticos pueden alardear cuanto quieran, pero solo una es la verdad: el país es un infierno. Nos asaltan, saquean nuestras casas, nos roban hasta el más amado vestigio de pasado, nos despojan del derecho a la mínima seguridad y, entre tirios y troyanos, se reparten los bienes de la nación con el descaro avalado por una partidocracia vergonzosa que nada, absolutamente nada, hace por retribuir a la ciudadanía el monumental costo de mantenerla.

Estamos indignados con justa razón. Esto no puede ni debe seguir así. La demagogia oficial nos fatiga tanto como la creciente criminalidad, como el engaño oficial, como la vergüenza de ser mexicanos. Todos y cada uno debemos participar en el saneamiento de la cultura, empezando por recuperar el valor de la crítica y sin descontar el del arte y el pensamiento educado que han dado en menospreciarse por considerarlos superfluos. El descenso que vivimos es la prueba fehaciente y cotidiana de lo que ocurre cuando se privilegia un modelo económico diseñado para extremar la desigualdad entre la minoría privilegiada y la muchedumbre de miserables.

Desde el saneamiento ambiental hasta la cultura general y la defensa de los derechos fundamentales, todo está por reconstruirse en este infortunado país. Nada podrá lograrse y menos aún la democracia, sin embargo, si los Poderes Judicial, Ejecutivo y Legislativo no son sometidos a una severa rectificación. Lo demás tiene que obedecer la lógica de las reparaciones necesaria hasta que la ciudadanía pueda sentirse confiada, digna y en paz.

Autobiografía

El idioma fue mi primer vínculo con lo real, mi seña de identidad y lo que mejor me enseñó a entender lo que nos acerca o separa de los demás. Aun sin saberlo en la infancia, el lenguaje me hacía libre y rebelde. Uno de mis hallazgos en la biblioteca del abuelo fue un diccionario enciclopédico en varios tomos que olía a viejo, tenía ilustraciones preciosas y nombres para mi tan extraños entonces como sufragio, advocación, demagogia, génesis, ornitorrinco o hierofanía. Abrir un libro al azar, poner el índice en cualquier entrada y recibir lo que la palabra me diera me llevó a conocer la felicidad.

El concepto de patria nunca estuvo en mis intereses. Ahora tampoco. Por Kafka supe que el poder, para el que no hay escapatoria posible, nos hace sentir expuestos y a la vez insignificantes. También agrava el peculiar desamparo que, parecido al que causa el ojo de Dios, nos persigue hasta cuando nos ignora. De no haber alcanzado la edad en que los documentos pedían apuntar la nacionalidad, no me habrían intrigado las diferencias culturales. Así reparé en el sentido de lo humano, en los contrastes, la injusticia, lo bello y lo sagrado... También descubrí que México era un baúl de luces, culebras y alacranes, de sombras y colores, de milagros y derrotas. Me busqué en la mirada de los otros y me reconocí extranjera. Lo que siguió fue cifra de mi curiosidad y de mi obra: la exploración de la bête humaine que lucha por dejar de serlo a través de la cultura.

A la par de mi pasión por Grecia, lo sagrado y las letras, me propuse estudiar el pasado de México para entender los misterios intactos en su naturaleza serpentina. Tantos fracasos, tantas tentativas, excesos y faltantes; tanto desprecio, saqueos, abusos, mentiras y una escandalosa inclinación a la violencia, en principio me intimidaron al grado de no desear otra cosa que salir huyendo en busca del no-lugar, donde indistintamente depositaba mis fantasías. Pronto acepté que así como la verdad tiene dos lados, los pueblos ocultan el rostro y exhiben la máscara porque están cargados de enigmas y lados oscuros. Que este país y en circunstancias adversas nos haya dado una Sor Juana, un Alfonso Reyes, un Octavio Paz, un José Clemente Orozco, un Luis Barragán y otras tantas cabezas privilegiadas no puede menos que maravillarnos. En ese sentido y no obstante mi pesimismo, creo que precisamente por tales prodigios y no por la medianía exasperante la esperanza de redención es posible.

Pluma en mano, decidí que en caso alguno sería complaciente con lo que me avergüenza de mi país. Aunque en más de una ocasión, al escribir en la primera plana del otrora Excélsior, percibí el fluir del miedo en la tinta, no me tembló la voz al contestar los reclamos de algún presidente ni de sus habituales enviados.  Así que quien se atreva a decir que México ha alcanzado un nivel siquiera mínimo de justicia, bienestar, respeto o decencia es un ciego, un insensato o un político formado en la prevaricación, el engaño y el vicio de mentir, adheridos a su naturaleza como la máscara a la piel.

En lo esencial, y a pesar del puñado de talentos que nos honran, no encuentro indicio que indique que está cerca la hora en que nuestra diversidad cultural, la forma de gobernar, de ser gobernados y en general de vivir, crear, pensar, formarnos, reír, respetarnos y morir esté a la altura de la dignidad que merecemos. Lejos está de conocerse la verdadera historia del país. Ante cada problema, en cada golpe que nos deja sin aliento y aun tras las amenazas veladas, llegamos a una misma convicción: cuando se trata de nuestra realidad, es más lo que ignoramos que lo que sabemos y es también más, por desgracia, lo que padecemos que lo que podemos disfrutar.

Además de repudiar la perversidad, la inequidad, la violencia y la injusticia, en eso, desde la cuna, he gastado las décadas: en combatir atavismos, tratar de ser útil a los demás, descifrar enigmas, cocinar, leer y escribir lo mejor que pueda como una manera inequívoca de encumbrar el amor, la razón y lo bello. A fin de cuentas, mis saldos convergen en una sola certeza: el deber de ser feliz, aunque todo parezca empeñado en multiplicar las causas de sufrimiento.

El símbolo del muro

quist.com

quist.com

La noche del 9 al 10 de noviembre de 1989, el mundo se contagió de una extraña inquietud: desde Alemania Oriental corrió el anuncio de una nueva era. Hacía unas horas que Günter Schabowski, miembro del Politburó del Partido Socialista Unificado, anunció al final de una tediosa reunión televisada que las restricciones para viajar a Occidente habían concluido. Acostumbrados a resguardar la opresión del “telón de acero” que dividió al mundo durante 28 años, los militares mantenían el ojo en alerta sobre el gentío que se dejó venir hacia la muralla maldita. Luego se supo que la oficialía no supo cómo actuar. En minutos la multitud se congregó a lo largo y en ambos lados del Muro. Ignorantes de las noticias, los elementos del ejército se prepararon “para lo peor”. Se complicaba la agitación popular y nadie comunicó a los mandos las decisiones. Ante el caos y la suma de protestas en varias ciudades, ningún uniformado se atrevió a iniciar la ofensiva para reprimir a la muchedumbre. Mientras unos se disponían a contener a las masas rebeldes, otros clamaban el fin de la República Democrática Alemana y del bloque soviético y los demás abandonaban sus puestosgritando, ondeando banderas y abrazando a quienes encontraran al paso.  Egon Krentz, al mando desde la reciente renuncia de Eric Honneker, en principio consideró la masacre como una opción, pero los manifestantes sobrepasaban los cálculos y por segundos, al grito de libertad, se impuso lo inevitable.

El comunismo soviético tenía sus horas contadas. Las izquierdas también; al menos las del siglo XX, uno de los más violentos de la historia. Cuando la CNN informó que se habían abierto las puertas hacia Occidente, se expandió una imparable cadena de malentendidos. El ayer y el mañana se juntaron hacia las 21.10 horas, porque un policía liberó el puente de Bornholmer y dijo a los allí congregados: “pueden pasar”. Al evocar el suceso, veinte años después, la periodista española Rosa María Artal escribió que los germano-occidentales los esperaban con champán y que, pese al temor, estallaron el júbilo, los abrazos y las lágrimas.

Imposible dar marcha atrás. Los protagonistas en cubierto del derrumbe –Mijail Gorbachov, Helmut Kohl y George Bush padre-, mantuvieron abiertas sus líneas telefónicas. Margaret Tatcher y un prudente François Mitterrand temían que la unificación acelerada afectara la construcción de Europa, pero inclusive su cautelosa desconfianza sería sobrepasada por los hechos. Era obvio que las opiniones estaban divididas ya que, en contrapunto, Felipe González, desde una España entusiasta ante los cambios, sostuvo su apoyo irrestricto a los planes encabezados por Kohl. Aun los estallidos triunfales tienen algo de absurdo: así la noche de la Guerra Fría, los uniformes grises desplazándose en la niebla, el desbordamiento de berlineses exaltados y hasta ayer disciplinados, los corrillos que bullían en libertad… y, más allá, tres jefes de Estado trazando el porvenir de un planeta aún imprevisible.

Tantos años de susurrar, leer lo proscrito bajo la cama, padecer la rigidez de una vida anquilosada y sufrir una inmovilidad forzada marcaron los rostros de manifestantes que pululaban entre cimientos podridos del símbolo del pánico. Los dirigentes locales, defensores de la “línea dura”, midieron su derrota cuando, al pedir ayuda al Kremlin, Gorbachov dio la callada por respuesta: “El ejército soviético no actuará contra la población”. Entonces Egon Krentz entendió lo que entendió y al comprobar que la continuidad de la RDA no valía lo que una hoja de papel, quizá sintió que el hielo lo cubría de punta a punta.

Todos querían celebrar. Nadie sabía qué decir: ¡Muera éste! ¡Viva aquél! ¡Arriba tal! ¡Abajo el otro! Alguien recordaba la efímera revolución espartaquista de 1919. Un anciano gritaba que volvería el esplendor científico, cultural e industrial del Berlín de los años veinte. Otros observaban. Que no más extremismo, clamaban por miles las dobles víctimas de nazis e izquierdistas. Nunca más ejecuciones ni persecuciones ni torturas. Pronto se sabría que Alemania Oriental no era más que una urbe oprimida y atrasada, sembrada de máquinas, industrias y objetos ruinosos, apenas sostenidos con alambres. Demodée, pobre como solo se podía serlo en las economías soviéticas, allí la ropa, coches, tiendas, costumbres, alimentos y calles mantenían intactos los sobrantes de décadas atrás. Permanecían modas ya olvidadas y aun las expresiones y los gustos de los padres ahora envejecidos. Lo que se buscaba se tenía. La victoria estaba ahí. ¿Qué sigue?, preguntaba un infeliz desconcertado. Y repetía, como advertencia, que es de Europa la tendencia a aceptar el mal, a cerrar los ojos y cooperar con autocracias y tiranos; pero, por encima de las voces,  la tensión se fusionaba al regodeo.

De pronto, el panorama cambió y sin saber cómo ni por qué los guardas fronterizos despejaron puntos de acceso al Occidente proscrito, sin darse cuenta de que por dar la vuelta a un picaporte anticiparon el milenio por venir. Se hizo la luz en medio de la oscuridad: cámaras, micrófonos, corresponsales y enviados de cuanta agencia informativa u organización política se interesara en el suceso trasmitían al mundo los pormenores de éste, uno de los más significados fenómenos del siglo XX.  El momento fue estremecedor: primero se veían la gente y los desplazamientos militares, los puestos de vigilancia y un amenazante fulgor de reflectores; luego, sin explicación ni órdenes de mando, el instante en que los berlineses acometieron con todo: picos, palos, martillos, gritos, uñas...

Hacía horas que el virtuoso de violonchelo, Mstislav Rostropovitch, no perdía detalle desde París. Proscrito en su patria desde 1970, conocía el dolor del exilio y la fuerza moral de la valentía: no solo defendió al escritor disidente Alexander Solshenizin, perseguido por el régimen soviético desde fines de los 60 y expulsado del país en 1973, también se atrevió a cobijarlo durante cuatro años, con su esposa, en su dacha de las afueras de Moscú, cuando hasta respirar era arriesgado.  Nadie era de fiar, ni siquiera los parientes. Así que Rostropovitch entendió el mensaje profético de aquella turbulencia y por nada quiso faltar a su cita con la historia. Ese mismo día, 9 de noviembre, voló a Berlín. Sin dilación fue a apostarse en la orilla Oeste del Muro para animar a la gentea subir, unirse y seguir golpeando el concreto y el acero. Les pedía continuar liberándose y no parar hasta demoler el estigma vuelto frontera de rebeldía, de opresión y de muerte.

Primer artista en llegar a la capital prusiana y de la Alemania unida en el primer imperio después; capital democrática de la República de Weimar; urbe imperial de Hitler y finalmente ciudad dividida, contagiaba su entusiasmo inclusive a los televidentes que atestiguaban el suceso en casi todos los puntos del planeta. ¡Slava!, ¡Slava!, aclamaban niños, jóvenes y viejos a su alrededor. Y Slava, sentado en una silla sacada de sabe dónde y puesta entre los escombros, interpretó las suites de Bach para cello solo, en el punto de control llamado Checkpoint Charlie. Gloria y perfección quedarían para siempre en la memoria del preludio de la suite #1. 

Todo se movía y nada se movía. Hasta parecía que levitaba al ritmo de las notas, que la magia de la música reinaba y que se estaba cumpliendo lo que se pide como plegaria y se recibe como milagro. Cada instante era más luminoso que el anterior, más esperanzador y más hermoso. Aunque costara creerlo, los que como yo presenciaban el suceso a miles de kilómetros, también lo celebrábamos. La justicia poética, que a veces pone algunas cosas en su sitio, consagró ese símbolo de pureza estética y espiritual alargando las notas del violonchelo hasta el más remoto rincón del Universo. Sus manos, su gesto, las cuerdas, los acordes... Un artista al pie del Muro y en medio del ajetreo... La escena era insólita. El mundo se había empequeñecido. Los camarógrafos iban de aquí para allá en busca de sabe Dios qué, porque cada rostro, cada grito, una corneta aislada y aun las colas de los perros que acompañaban a sus amos, se fusionaban en una sola versión de la victoria. Todos los gestos eran el gesto. Nada ensombrecía el instante.

Que pronto habría una radical transformación de poderes y modos de vida expansivos que se deseaban pacíficos, dijo alguien como si leyera un informe. Nada importaban los anuncios porque, al fin y al cabo, no había referentes para entender lo que, desde el Este, engendraría la era poscomunista. Hoy sabemos que siguió una sucesión de independencias, guerras civiles y enfrentamientos entre credos, razas y naciones. Pero ningún testigo de lejos ni de cerca podría negar entonces que ese acto único haría sentir en las horas, días y semanas subsiguientes el peso, la intensidad y el significado de la historia. Fue de alegría la experiencia y también de asombro, desconfianza y miedo, porque en cualquier minuto podrían aparecer la contraorden y las armas.

Los más aguerridos demolerían estatuas para que la efímera memoria en bronce se redujera a papel confinado en bibliotecas. Ayer enaltecidos, hombres hechos monumento, como Stalin, se irían sumando a los escombros. No más culto a héroes falsos ni espías agazapados, delatores al acecho en el trabajo, entre familias, en las aulas o al interior del Partido Comunista. No más torturadores con nombre y apellido; tampoco ideologías, nacionalismos,  castigos ejemplares, yugos ni mordazas. Cada voz era un oráculo, cada cabeza un anhelo y Berlín, esperanza unificada por venir. El doble colapso de la Guerra Fría y de un sistema totalitario era inevitable: “qué importa lo que siga; nada puede ser peor al infierno que se acaba...”

Dividido el mundo, como siempre, algo ocurrió casi de manera imperceptible, aunque renombrado democracia: el eje del planeta se inclinó por inercia a la derecha al reducir la carga del concreto, de hierros, armas, amenazas, piedras y castigos. Los más sensibles juraron haber sentido el cambio que anticipaba otra edad, otra manera de ser y otro estilo de sometery dominar. Otros aseguraron haber escuchado algo parecido a un chirriar de huesos mientras se rompía latensión de la izquierda sobre el centro de la Tierra. En vez de Este/Oeste surgía una zona limítrofe Norte/Sur que no tardaría en demarcar hemisferios de riqueza y pobreza. Asecendieron el dominio del dinero, el imperio del mercado y la égira de millones de migrantes sin destino y sin empleo. Lo cierto es que percibí el tirón y hasta un leve mareo mientras el cuerpo era sacudido de manera misteriosa. Premonición o fantasía, lo indudable es que el Planeta se movió y que desde entonces se ve, actúa y subsistecomo agachado o yéndose de lado, lamentándose y tendiendo a la derecha, aunque siempre bajo el eco del progreso dirigido por la economía globalizada.

Crónicas oscuras, 2 Robert Tsuovas

Nick Ut -&nbsp;Petite fille brûlée au napalm

Nick Ut - Petite fille brûlée au napalm

El horror selló su existencia. Ni otros soldados como él, destinados a combatir en Vietnam, asimilaron con tal eficacia el fanatismo que nutrió su juventud. Desde niño admiró el uniforme. Jugaba a entrenar compañeros que ensayaban bajo su mando pequeñas y grandes batallas entre pandillas, armados de palos y piedras. De su madre aprendió a alimentarse correctamente y de su padre a encauzar la violencia por la vía de la disciplina. Coleccionó emblemas nacionalistas y, consciente de la alta misión que entrañaba un símbolo de barras y estrellas, se asignó la tarea de aniquilar comunistas, para bien de la democracia.

Su generación coincidió con una época de contrastes: al lado de comunas, meditadores, pacifistas y una visión psicodélica de la vida, se multiplicaban defensores del orden y buenas costumbres: “el Establisment primero”, decían. A la popularidad de un líder negro respondía el Ku Kux Klan; si los gobernantes conquistaban la Luna, allí estaban los discrepantes para protestar en las calles por la cerrada actitud de una sociedad satisfecha del consumo en abonos mensuales. Si se inconformaban las minorías por la injusticia contra mujeres, inmigrantes tercermundistas o la población de color, se imponían las inmobiliarias para transformar el paisaje de la pobreza con edificaciones monumentales. Apoyada en el creciente negocio del cine y la televisión, la publicidad nutría los valores del pueblo elegido que, dentro o fuera de sus fronteras, se consideraba legítimo portador de los atributos de Dios.

Robert Tsuovas, hijo de asalariado y ama de casa, era bebedor de cerveza. Hablaba poco y se distraía con la lectura de la página roja. Completaba su formación con la pantalla televisiva y llevaba un registro puntual de los crímenes coronados al tiempo por cierto satánico en la ciudad de Los Ángeles. No le era difícil participar de la inquina contra el enemigo ficticio ni despreciar el mensaje de “paz y amor”, divulgado por hippies que preferían el hacinamiento a enrolarse en las filas del conservadurismo excluyente. Su escasa originalidad lo condujo al camino destinado a la tropa, donde encontraría ocupación y cauce a su inédita colección de desprecios. 

Durante el reparto del rancho y en horas de asueto, la soldadesca aflojaba los rigores del uniforme para dar rienda suelta a sus furores verbales. Eslabonaban humillaciones a risas y actitudes soeces; se burlaban de las deficiencias ajenas o adquirían frente a las mujeres una vulgaridad similar a la frecuentada para insultar a los hippies quienes, indiferentes al mesianismo castrense, acentuaban su ánimo transgresor con el retorno al ser primitivo, encumbrado en su hora por Diógenes. Así, mientras unos se dedicaban a perseguir lo distinto, otros se retiraban de las exigencias mundanas en un medio propicio a los desahogos, aunque poco dispuesto a soportar los efectos cambiantes de las protestas. Tsuovas, al enrolarse, estaba más inclinado a creer en la pulcritud pregonada por su familia que a aceptar, siquiera en atención a una esperada rebeldía juvenil, la suciedad que se iba expandiendo desde el semillero de las comunas, donde, entre el consumo de drogas y  ensayos de libertad amorosa, se fomentaba un movimiento imparable contra la guerra, que no desdeñaba el poder transformador de las artes.

Cuando las estadísticas quisieron atribuir el destino de Robert Tsuovas al desasosiego infantil, se encontraron con una familia estable, representante de la clase media y la insignia de la tenacidad en su nombre. Estudiante sin gloria, jamás alteró la tranquilidad del hogar ni se interpuso en la obra de sus maestros. Patriota, prefirió el deporte a los libros. Desempeñó trabajos por horas para concluir su enseñanza media; era obediente, nunca se opuso a sus superiores ni participó en atentados contra la autoridad. Por más que buscaron razones para justificar su conducta, las investigaciones no arrojaron miserias visibles ni aspiraciones incómodas; más bien se confirmó el perfil de un estadounidense ejemplar, digno de destacar entre la oficialía del ejército.

Durante la segunda mitad de su corta vida se dedicó a vagar y beber. Pernoctaba en subterráneos, puentes o basureros. Robaba monedas en teléfonos públicos o vendía botellas para proveerse de alcohol, sin cobrar sus pensiones. Escupía las vidrieras bancarias, maldecía a uniformados y hombres de traje y sin pudor se orinaba frente a la bandera de las barras y las estrellas. Ganaba en suciedad cuanto perdía en interés por conservar las costumbres. Le asaltaban apetitos extraños, como desnudarse o vomitar en escuelas y oficinas públicas. Sermoneaba en las esquinas, parado sobre un arriate, pero pocos se detenían a escuchar. Lucía sus andrajos, con el pecho forrado de condecoraciones, y pasaba del llanto a la carcajada al encontrarse con grupos de niños, especialmente en los parques. 

Cuando no deambulaba en callejuelas de servicio, le daba por marchar al frente de dos o tres perros jadeantes que lo seguían con la lengua de lado. Caminaba de prisa en torno de la manzana, en medio de peatones y coches que lo evitaban con miedo. Gesticulaba señas de mando, saludaba como soldado y permanecía en firmes al golpetear entre sí los tacones de las que alguna vez fueron botas pulimentadas. Cumplido el rondín, se tumbaba sobre cartones contra una pared e impávido, gastaba las horas de luz sumido en un lastimoso silencio. Allí se quedaba, bajo un tapadizo inmundo en los barrios bajos de su ciudad natal, sin moverse ni beber, sin pestañear ni sentir necesidad de alimento.

Al amanecer de cualquier semana de noviembre de 1987, un policía descubrió su cadáver bajo el puente de Pittsburgh. Harapiento, apestoso, con barba de meses o años y capas de mugre que le engrosaban la piel, estaba tan flaco que el oficial confundió sus clavículas con armas ocultas en los andrajos. Tirado de cualquier modo, el oficial tuvo que usar la macana para verle la cara. Ostentaba en la frente un agujero de bala y, de tan abiertos y pavorosos, nadie se atrevió a cerrarle los ojos.

Entre apuestas y bolas negras, los del forense se rifaron el turno de auscultación porque nunca sintieron tal asco ante un pordiosero, “desconocido y varón”, que llegaba a la morgue con andrajosos atavíos militares. Al dar cuenta de la identidad del difunto, intervino el Pentágono y a su pesar corrió la noticia como reguero de pólvora. El informe oficial no mereció más de tres líneas: “Robert Tsuovas, destacado combatiente en Vietnam, murió en los pasados días bajo el puente de Pittsburgh. Condecorado en más de cinco ocasiones, nunca se desprendió de su Medalla al Valor”.

Prófugo de la memoria, jamás encontró reposo. Sabía que donde estuviera irían con él los recuerdos ensangrentados. Su nombre se funde al de otros que quizá también prefirieron alcoholizarse o morir a sobrellevar la carga de sus acciones. Los informes difieren. El mundo, no obstante, se estremeció con la fotografía de una niña que, empavorecida, corría desnuda por un sendero para huir de las balas. A cargo de su comando, la masacre duró unos minutos. Destrozados, cien o más cuerpos fueron amontonados antes de ser arrojados  a una fosa común. Quedaron intactos los cuencos de arroz, peroles sobre el fogón, ropa recién lavada y pequeños vestigios de un pueblo sorprendido por el invasor y la muerte. 

Corría el mes de marzo de 1968. My Lai era una pequeña aldea habitada por ancianos, mujeres y niños. Nadie sabe por qué fue elegida por Tsuovas y sus hombres para realizar una tarea de escarmiento. La  “hazaña”, sin embargo, encabezó las protestas contra los crímenes de guerra que, años después, contribuyeron a la derrota estadunidense en aquella región oriental. Cumplida su misión, no se supo más de aquellos soldados.

El forense comprobó que Robert Tsuovas tenía un barril de vodka en el cuerpo y que rellenaba con drogas el espacio sobrante de sus venas. Durante años de mal vivir y no dormir, de padecer el rebumbio de las balas y el obcecado eco de los gritos de dolor, el patriota repasó la escena de My Lai hasta el instante de empuñar el arma y sellar el episodio con su muerte. Misteriosamente conservaba, oculta en su zapato, la placa que lo identificó durante sus horrendas campañas. Tembloroso, el médico leyó. Miró el cadáver en la plancha y sólo susurró: U.S. ARMY. Robert Tsuovas. Veterano de Vietnam.

A partir de entonces, no todo quedaría en los surcos borrosos de su gesto, ni bajo la red piojosa de sus greñas; tampoco entre las uñas inmundas, largas como garras, que nunca más probaron la calidez de una caricia. Una sola imagen desnudaría la crueldad para siempre inocultable: My Lai, la niña que corría, Vietnam asolado por los gases, la guerrilla, un arrozal destruido a machetazos, ríos envenenados, rostros deformados, una edad enloquecida… Todo quedó absorbido por la sarna, el sembradío de llagas, la inmundicia de un suicida que hasta el final exhibió su patriotismo.

Por última vez apareció su nombre en las noticias. Por última vez, piltrafa uniformada, Robert Tsuovas ventiló sus trapos sucios y se orinó en una bandera que envolvía el envase de vodka que se encontró junto a su cuerpo.

Crónicas oscuras. Muñecos sexuales.

Fabricadas a escala humana con silicona pura, con cabello natural, flexibles en cualquier postura, dóciles, tan hermosas como inspiradas en modelos reales, según exigencias a pedido, las “muñecas de amor” no son una novedad en el mercado, pero sí uno de los últimos tabúes universales que salen del clóset, a muy alto precio por cierto: no menos de 6 mil dólares las más sencillas  o semi robóticas y hasta treinta mil o acaso más, según la sofisticación, materiales elegidos y su versatilidad humanoide para satisfacer al nunca mejor dicho, “dueño” de su objeto sexual. Según aseguran los consumidores “que no cambiarían por nadie a sus muñecas”, con ellas disfrutan de todo, sin los reclamos ni inconformidades comunes entre parejas convencionales.

Ya se decía en los años sesenta: basta la primera transgresión para que todo esté permitido. Y, ¡vaya si se han desbordado las transgresiones desde entonces! No es que el fetichismo no fuera abominado en casi todas las sociedades; es que el salto global de lo privado a lo público ha arrancado el velo a lo proscrito para dejar al desnudo un oscilante catálogo de las que, durante siglos, se tuvieran por perversiones sexuales.  Ésta de convivir con simulacros de humanidad, al extremo de sustituir relaciones reales, ha sido uno de los temas menos frecuentados en la literatura.

Recuerdo el ejemplo elevado a mito de Pigmalion, embelesado con su hermosa Galatea. Este relato original de Ovido sobre el rey de Chipre que por buscar a la mujer perfecta acaba enamorado de una estatua, allanó el camino a las ficciones verdaderas que tanto fascinan a los psicoanalistas. De ahí el azoro causado por el casi secreto y talentoso escritor uruguayo Felisberto Hernández cuando publicó, en 1946 o 47, en la revistaEscritura, un largo y en su hora perturbador relato que al tiempo se ha consagrado como un clásico: “Las hortensias”: "amantes encantadoras", dotadas con personalidad propia, que constituyeron el hogar y la vida de un personaje adinerado y obsesionado con el erotismo con muñecas “un poco más altas que las mujeres normales” .

Si este relato no tiene desperdicio, la maravillosa y sin par novela de Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes (1961), se encumbra como una obra maestra y sin duda entre las más valiosas, bellas y perfectas no del Japón, sino de la literatura contemporánea. Lejos de interesarse en muñecas robotizadas, el sutil y refinadísimo Kawabata explora el erotismo de la manera más extravagante: con muchachas dormidas que avivan fantasías, recuerdos, añoranzas, deseos, temores e incluso expresiones de miedo a la muerte y resignación en ancianos adinerados que frecuentan una peculiar posada de las afueras de Tokio.  Imbuidos de una atmósfera casi mágica, los viudos o meros solitarios que por su edad y condición arrastran desesperanza y su historia a cuestas, yacen durante la noche al lado de una hermosa joven –drogada con seguridad- a quien  pueden tocar, observar, oler e inclusive acariciar para experimentar placer y deseo, a condición de no realizar el coito.

Al margen de que nada podría competir con este monumento literario a la sensualidad y a la belleza pura, erotismo y sexualidad se han entrelazado a todas las actividades en sociedades cada vez más complejas, o tal vez más aburridas, dispuestas a probar experiencias anómalas o indudablemente enajenadas. Lo más insólito se oferta en nuestros días, desde máquinas productoras de emociones que nos recuerdan a Barbarella hasta el boyante lucro de prostíbulos “tecnológicos”, particularmente populares en la sociedad nipona. Como antes la posada de las durmientes, en los años ochenta comenzaron a proliferar estos singulares burdeles -que no cesan de perfeccionarse- para que viejos, discapacitados, fetichistas, tímidos, solitarios o simplemente fascinerosos pudieran fantasear y divertirse a discreción con sus dócilestecnochicas (o chicos).

 Depurados y cada día más versátiles gracias al auxilio de la tecnología de punta,  estos juguetes sexuales semi vivos prometen convertirse en la compañía ideal, casi en cualquier situación y sin que su presencia sugiera ningún faltante en las necesidades del "amante". Sin embargo, falta por resolver su capacidad de mostrar emociones, pues para algunos sería magnífico que sus nenas se mostraran "más cariñosas": algo en lo que fabricantes nipones y norteamericanos ya trabajan, toda vez que estos bellos, inspiradores y “sensuales” robots ya pueden ser programados para desempeñar algún número de tareas.

Lejos han quedado los años en que Japón enaltecía el refinamiento sexual con geishas cultivadas en las artes, la espiritualidad y los juegos amatorios. Amos de la tecnología desde su derrota en la Segunda Guerra Mundial, y reconocidos por sus enajenantes jornadas laborales, lo de hoy consiste es disfrutar prostitutas semi robóticas en burdeles cuidadosamente diseñados. Quienes los regentan prometensatisfacer cualquier sofisticación, aunque ya se sabe que entre decenas de miles de usuarios no faltan escrupulosos, precavidos o enemigos de dejar su rastro corporal en personas de carne y hueso, que prefieren adquirir su “muñeca de amor” para su uso y disfrute exclusivo y privado.

Esta ancestral sociedad siempre nos sorprende. Reconocida y admirada por su culto a la estética y a lo vivo, por su dominio de lo sutil y su milenario apego a las tradiciones, ahora no solamente parece más inclinada a preferir muñecos sexuales que a sostener relaciones con personas reales, sino que su pasión por la tecnología ya supera la de cualquier cultura y esto, de manera irremisible, está modificando el carácter de la sociedad y los estilos individuales o colectivos de relacionarse. Pero este fenómeno no es, por cierto, privativo de la sociedad nipona: recientes publicaciones destacan la veloz proliferación del nicho de los muñecos sexuales –vestuario, juguetes y accesorios incluidos- en los Estados Unidos y Europa.

Así pues, en este mundo nuestro, tan fatigado de sí mismo y sus excesos, estamos llegando al imperio de lo tecnosocial y de las figuras animadas, donde videojuegos y ficciones “techno” están más cerca de los placeres arrancados al polímero que de la riqueza de lo humano. Nadie puede dudar de que este engendro del consumismo refleja el descrédito de las relaciones “tradicionales”. Apreciados productos de una industria tan próspera como versátil, los muñecos han comenzado a prefigurar una nueva realidad, porque al permitir el intercambio de fluidos corporales y adaptarse a las fantasías sexuales y de vida cotidiana de hombres y mujeres, va disminuyendo la necesidad del“otro” al ritmo en que se incrementa la autosuficiencia de los solitarios.

Migraciones: acicate del cambio

El migrante es una de las figuras infaltables en la historia, porque el hombre se ha movido con incertidumbre de una región a otra desde los días del Edén. Empezando por el éxodo comandado por Moisés, hay sin embargo desplazamientos más emblemáticos que otros, aunque todos tienenun sello trágico.

Sin disminuir la importancia de mestizajes y movimientos humanos en la Antigüedad, La Edad Media fue un caldero migratorio por las sublevaciones campesinas, las pestes, insurrecciones urbanas o agotamiento de tierras hábilmente aprovechados por los prophetae y los iluminati, portadores de doctrinas apocalípticas. Es fascinante la lectura de Norman Cohn sobre aquellos líderes de un salvacionismo cuasi-religioso o “milenarismo revolucionario” que agitaban a cielo abierto a miles de seguidores. Más de una vez desperté con las imágenes de la multitud que, en su tránsito anárquico de Flandes al norte de Francia, de preferencia entre los siglos XII y XIII, saqueaba, violaba, fornicaba, paría y engrosaba sus filas con vagabundos, desocupados, mendigos y marginados, sin distingo de lengua ni origen.

Según Cohn, los estallidos migratorios tienen como telón de fondo un desastre o conflicto interno, aplicable también a la Siria de hoy. En el Medievo influyeronlas plagas previas a la Primera Cruzada, el hambre, los movimientos flagelantes de 1260, 1348-9, 1391 y 1400, así como las cruzadas populares de 1309-20. En síntesis, la muchedumbre, en cualquier tiempo o lugar, huye del peligro en olas de agitación que generan una gran violencia. En todos los casos, quizá hasta el singular fenómeno migratorio del siglo XX, los pobres han sido los desarraigados y los más proclives a caer en las redes de la Iglesia, de los obradores de milagros y oportunistas de toda ralea que, de preferencia en el pasado “sacerdotes de vida ligera” que encarnaban la luxuria y la avaritia, eran en todo contrarios al mensaje de ascetismo divulgado por los “salvacionistas”, que también proliferaron, como ahora los bribones que se enriquecen a costa de los desesperados.

La bestial expulsión de árabes y judíos en la España imperial de 1492, complementaria de las atroces prácticas del “Santo Oficio”, supera con creces cualquier infamia contemporánea, relacionada con fugas masivas. Así la hégira de intelectuales, artistas y perseguidos por el franquismo que, trágica y vergonzosa para España, resultó una bendición para numerosas generaciones de mexicanos. Hay migraciones benéficas para la tierra de acogida porque nutren con lo suyo y se nutren de lo nuevo. Baste recordar que no hay un solo científico distinguido con el Nobel o académico, artista, político y/o escritor destacado en los Estados Unidos, por ejemplo, que no sea un migrante él mismo o descendiente de inmigrantes.

La intolerancia religiosa ha provocado tantas o más migraciones que los estallidos civiles y militares, lo cual no significa que estos últimos sean de menor trascendencia o gravedad. Bastaría repasar los éxodos de la Segunda Guerra Mundial, el de los “mojados” que llevan décadas exponiendo sus vidas para llegar “al otro lado” o los que, con lujo de brutalidad, pusieron a los Balcanes en la mira internacional, para confirmar que los movimientos masivos de gente son el hecho más frecuentado, cruel, significativo e irresoluble de la historia y, con especial énfasis, de nuestro tiempo.

Que pocos se interesen en comprender su complejidad no significa que no sea uno de los fenómenos más importantes y reveladores del carácter de los pueblos. Un relato, por ejemplo, como la Cruzada de los niños de Marcel Schwob, ilustra de lo que es capaz el prejuicio cuando se trata de deshacerse de poblaciones “sobrantes”, repudiadas o “incómodas”. Para eso la fe, la iluminación y el misticismo acuden al auxilio de lo más descabellado, como el lanzamiento de miles de niños que, con alguna discapacidad, fueron puestos en manos de Dios para que navegaran en buques maltrechos en pos de Santo Grial. Cada grupo, dirigido por el más avezado, se embarcó de cualquier modo hacia Tierra Santa para desaparecer a poco en la bruma, sin que los ángeles benditos aparecieran a rescatarlos.

De Sur a Norte, de Este a Oeste, por tierra, por mar, entre desiertos, en cubierto, a cielo abierto… las cifras de muertos se multiplican mientras por decenas de miles los marginados o “condenados de la Tierra”, como los calificara Franz Fannon, continúan huyendo empavorecidos de su patria, con las manos vacías, en busca de una vida mejor. Nison los primeros ni los protagonistas de la peor tragedia, pero los sirios que huyen masivamente de la carnicería comandada por la confrontación entre el estado islámico, Bachar el Asad y otras fuerzas en pugna, han puesto de relieve un hecho sin discusión: no hay en nuestros días un solo conflicto interno en el que no estén entremezclados intereses y capitales externos e internos y un lucrativo comercio de armas. Este ya es, por consiguiente, un problema internacional que debe resolverse mediante políticas y normas globales.

El mundo es un inmenso caldero multiétnico y tarde o temprano los países tendrán que aceptarlo. Hoy mismo existen, según la ONU, 60 millones de migrantes sin residencia definitiva. Estamos, pues, en el umbral de un cambio radical, de otro mundo que desearíamos sin fronteras.

Robo

Empujé la puerta con la sospecha de que los rateros se habían servido a sus anchas. El primer vistazo no me pareció tan desalentador, pero todos los muebles estaban abiertos y el agujero de los faltantes fue creciendo mientras mi corazón retumbaba. De golpe despertó mi memoria y supe, casi con precisión, que “esto y aquello no están donde debían estar; tampoco mi pequeña laptop, ni mis plumas cargadas de historia, ni, ni…”, Intactos en las dos bibliotecas, los libros en perfecto orden contrastaban el vacío que dejan objetos y personas amadas cuando desaparecen abruptamente.

Mi intimidad, mi espacio había sido violentado. Ante semejante agresión, me sentí profundamente vulnerada, indefensa. Las ausencias dotaban de una fuerza extraña a los símbolos, mientras que el pasado adquiría forma ante la evidencia de lo perdido; es decir, en lo que ya no está ni nos pertenece, aunque continúa cargado de ayeres que seguirán como hoy por mucho tiempo. “Qué extraño es todo esto”, pensaba. “¡Y qué hondo, que inabarcable es el desamparo!” ¿A quién acudir? ¿En qué hombro apoyarme? ¿por dónde empezar?" Solo en casos así sabemos cuán importantes son no los apegos, sino los referentes que completan nuestra identidad y nos hacen sentir de dónde somos, de qué materia estamos hechos y cuán complejas son las abstracciones que nos permiten forjar un carácter. “Cierra los ojos -me dije-: esta es tu realidad y debes enfrentarla…”

¿Cuántos vinos y otras botellas decidieron que “eran lo suyo”? Cogieron a discreción... Venían por la plata y cuanto pudieran transportar en una maleta, desde luego mía, además de en mis bolsos finos, fundas y sabe dios en qué más. Lo asombroso es que pudieran sacar los bultos con tal desfachatez, a pesar de que existe un equipo de vigilancia bancaria en la colonia que ahora lo se, cumple muy mal con su deber.   Recorrí con cautela la planta baja rogando amparo al ángel guardián, pero mi angelito tenía rato ocupado en otros menesteres. Así lo comprobé al entrar a mi recámara: mi orden convertido en caos, como en un bombardeo. La flor, la jarrita del té, la manta que ha cobijado las horas más tristes: todo estaba manoseado por uno o dos miserables que no me inspiran la mínima compasión. Y todo estaba mermado de manera grosera. Así, frente a una escena de saqueo y devastación, no pude menos que realizar mentalmente el inventario de horrores: cajones rotos, estuches vacíos regados de cualquier modo, bolsos y mis collares, aretes y brazaletes robados, zapatos, fotografías, trapos, sillones movidos.... 

Inhala exhala, repetía al darme cuenta de cuán benéficas han sido en mi vida tantas décadas de practicar yoga.  Reconocí una suerte de ecuanimidad, algo que fluía con la certeza de que la vida es un río, las cosas se mueven, nada permanece y solo debemos aspirar a que lo esencial prevalezca por encima de lo secundario.

Pasado el trance y la reflexión inicial decidí actuar: hablé a la vigilancia local y a mi yerno y, casi al punto, se dejó venir la solidaridad de los vecinos. Comenzó así un vértigo que me dejó insomne todo la noche y que no para, no para... Puertas rotas, chapas forzadas y una patrulla apostada frente a mi casa porque me quedé a los cuatro vientos. Durante horas de oscuridad y de dejar en libertad al inconsciente figuré de todo, reconocí sonidos, sensaciones extrañas y una remota, remotísima paz quizá porque en situaciones así todo se modifica en nuestro interior. Tuve que contratar a una tira de operarios.  A primera hora apareció el cerrajero para poner chapas nuevas en toda la casa: un dineral... ¡Santo cielo! Luego, el herrero para reparar y rehacer la reja: otro cheque y tronar de dedos. Llegaron más agentes, mucha gente y, aunque me resistí hasta donde pude, a media mañana acudí a denunciar al Ministerio Público: una hazaña  porque soy de los que creen que no sirve de nada.
Gastar horas en esos recintos de dolor e incertidumbre equivalen a una doble lección de humanidad, humildad e inhumanidad. Contagiadas del vicio de estar pulsando con obsesión el Iphone, las uniformadas mal se fijaban en lo que sucedía a su alrededor. Me pregunto por qué las oficinas públicas tienen que ser tan astrosas, porque sus locales deben igualarse a partir de lo más feo, lo más corriente y vejatorio para quienes acuden con sus preocupaciones en pos de auxilio. La "situación" se realizaba en tres tiempos: al entrar, nos recibía la uniformada que se saca las cejas -como sus colegas- para lograr que su cara gordita y repintada impresione a partir de esas dos rallas que nos hacen imaginar cosas muy feas. Sin soltar su teléfono hacían pares para tomar un dato aquí, indicar algo allá, medio apuntar "la descripción de los hechos" y seguir dándole al telefonito como si de veras tuvieran algo que mensajear, qué descubrir o qué decir. Pasar a la cola un buen rato y repetir lo mismo, pero frente a la del computador que se equivocaba constantemente; y, a "la sala de espera" hasta que el judicial nos llamara... Más horas y rematar con "el investigador..." Es espectáculo, pura sociología, evidencia de la calidad de vida de nuestro país. Tristeza, desamparo, penas y más penas; robos y más robos de toda índole, golpes, riñas, asaltos, de todo: el DF es una jungla, aunque no se cansan de recordarnos que somos los menos los que nos atrevemos a denunciar. Lo peor, según comentaba con un generosísimo acompañante, administrador de la asociación de vecinos de mi fraccionamiento, es la evidencia de la mujeres golpeadas. Una en especial, sin soltar a un infortunado bebé que a su cortísima edad ya es víctima “de su mal karma”, caminaba de un lado a otro con alguna vecina llevando en el rostro las huellas de la infamia en estado puro. Golpeada hasta la ignomínia, uno de sus ojos había desaparecido bajo la hinchazón, una herida sangrante le cursaba la frente y su cara, toda, era el más perfecto mapa de la indefensión desgraciada.

Es tal el cúmulo de arreglos y de trámites obligados que yo, por mi parte, sigo embarcada con resignación en este infierno.Anoche mismo se aparecieron en casa "los peritos" y una vez "levantada la evidencia", me permitieron empezar la limpieza.  Todos los que aguardábamos en la antesala o íbamos de uno a otro escritorio para llenar papeles y firmas con relatos reiterados coincidíamos, de cerca o de lejos, en la misma certeza: la Justicia no existe en México y con cumplidas razones las autoridades se han ganado el descrédito, pero si la ciudadanía no ejerce su derecho a la denuncia, si no nos tomamos la enorme -ENORME- molestia de padecer este tránsito burocrático nada va a cambiar.

Vivimos en México con el alma desgarrada. Debe haber algún santo varón o una buena mujer que no padezca ni se de cuenta del hervidero de atrocidades que ocurre cada segundo en un país que, literalmente, subsiste de milagro.

Siempre Rulfo, siempre entre los muertos

Foto: Archivo

Foto: Archivo

Que su pueblo era horrible y pobre, como los pueblos de tierra caliente, donde la gente se mata, los campesinos carecen de tierra, las mujeres mandan, los curas se aprovechan de las muchachas y los que pueden se van de braceros. Así me contaba Rulfo las durezas de su infancia en el café de una librería en Insurgentes, casi esquina con Barranca del Muerto, o en la más cercana a su casa en Guadalupe Inn. Dada su natural dificultad para relacionarse, podría decir que fuimos amigos, al menos de esos de edades desiguales y la misma pasión por las letras. 

De Jalisco los dos, sabíamos que todo es posible en aquellos rumbos que han perdido hasta el nombre. Yo le contaba que conocí en Zapotlán a “las señoritas Arreola”, fabricantes de dulces y hermanas de Juan José.  Allá iba de vez en vez para visitar a mi tía abuela quien, además de jugar a las cartas, dominaba el milagro multiplicador del 5% o 10% mensual, lo que le permitió adueñarse de un número nada desdeñable de casas, locales, ranchos y “lotes” de toda índole. “Ah, sí! -reponía Juanito-: en esos pueblos se dedican al agio… y arreglan sus asuntos a su manera”.

Taimados pues, fueran del llano o de Los Altos, los nombres que llevaba en la memoria eran como los de su Comala genial, salvo que los de mis recuerdos sacaban en las tardes sus sillas a la banqueta, se sentaban inclinándolas contra la pared y “jugaban a las duradas”.  Ganaba el que más horas permanecía en ese estado de observante ociosidad que desde pequeña me dispondría a entender el universo rulfiano.  Más que novela ilusoria, Pedro Páramo es una perfecta trasposición literaria del pueblo muerto, de la mentalidad perversa del macho que hizo su propia revolución para defenderse de la revolución. Es la idealizada y magnífica Susana San Juan, el hijo errabundo en busca del padre, el México esquivo, oscuro, el que nunca se da a conocer.

 La brevedad no le impidió atinar con la soledad en revoltura de sueño, mito y extrema crueldad. A 60 años de su primera edición, Pedro Páramo exhibe lo que es capaz el mexicano “malo”, el que continúa imbuido de cacicazgo. Rulfo reúne todas las voces, desde el delirio al murmullo profundo, pero invariablemente impresiona la del viejo que pregunta <<¿Te acuerdas de cuando mataron a la Perra?>>, mientras voltea las tortillas frente al fuego. Es la voz sobre todo del hijo huérfano, eco de los muertos en un pueblo muerto. Es Dorotea, Pedro Páramo, la verdadera patria, el submundo, el rostro oculto…

“No soy un escritor profesional; apenas un aficionado…” Un cigarro seguía al otro, la ceniza caía donde fuera y Juanito, de pocas y casi ininteligibles palabras, recordaba que allá en San Gabriel, como en todo Sayula y por esos rumbos ardientes de donde él “había sido”, pegaba el sol como patada de mula. La gente era hermética, no hablaba de nada, se guardaba sus cosas por desconfianza. No le faltaba razón al decir que en los años cincuenta la literatura mexicana no tenía presencia ni valor ni nada. "Era nada".  El analfabetismo era aplastante. La gente no leía. Los que lo hacían compraba traducciones y publicaciones españolas o argentinas de novelistas rusos o norteamericanos como Dos Passos, Faulkner, Hemingway o Sinclair Lewis. Pese a ser  ediciones de 500 ejemplares de la magnífica Editorial Cvltura,  de sello mexicano, las librerías de viejo tenían todos o casi todos sus títulos porque no sin razón se decía que “los lectores eran los mismos que escribían”; es decir, que por cualquier lado que se cuente, no llegaban a 500 y más bien sobraban un montón de libros que no se vendían en décadas.

El diagnóstico de Rulfo era preciso y coincidente con Vasconcelos: que no había literatura porque a los escritores no les gustaba la verdad ni tenían resueltos sus problemas básicos. Tampoco se podía construir una gran novela con otra cosa que no fueran la ignorancia y la miseria. A los narradores de la Revolución no los apreciaban porque los tildaban de reporteros de ciertos sucesos -agregaba. Que Pedro Páramo o antes Los murmullos, igual que sus cuentos, se le ocurrió cuando visitó el panteón de San Gabriel o de Sayula o cualquiera equivalente al de la geografía de su memoria. Recorrer tumbas “es lo único interesante que hay en los pueblos”. Así fue como Susana san Juan se le vino a la cabeza.

Con ese lenguaje tan de campo esquivo en llano ardiente, “inventó” la trama con la presencia de los muertos, pues en los camposantos rurales los cadáveres “se suben” por encima de la tierra y pueden rondar entre los vivos.  Lo que también enseña el campo, además de su creencia en los fantasmas, es que siempre sobran las palabras. Por eso tiró más de 150 cuartillas, realizó dos o tres versiones en seis meses y, a la voz de que menos es más, se ciñó a lo esencial hasta abarcar un mundo entero.

Enemigo de entrevistas, de juicios sumarios y protagonismos ociosos, en público decía que su novela era oscura y que no era Pedro Páramo el personaje, sino Comala: un pueblo muerto, de gente muerta, con ánimas rondando sin espacio ni tiempo; ánimas que aparecen y se desvanecen, como las de los que mueren en pecado, que son casi todos “y por eso andaban tantos rondando por el pueblo”.

Consciente de esa sensación sombría, típica de los pueblos de Jalisco, sin más le pregunté si arrastraba la sombra de su infancia. “Es una sombra que me llena de decepción y desengaño desde que ahorcaron a mi abuelo y asesinaron a mi padre…  Y Pedro Páramo es eso y nada más: la búsqueda del padre… y, al final, la esperanza que se derrumba como un montón de piedras.”

De poco o casi nada apreciable en las letras mexicanas –como no fuera la poesía-, el medio siglo se pobló de obras y nombres que demostraban que el país si era un universo para contarse. Con la excepción de Reyes,  siempre aparte, Paz abrió  el camino al nuevo ensayo con El laberinto de la soledad y la narrativa comenzó a abultarse con las ficciones de Arreola, la presencia arrolladora de Carlos Fuentes, el hachazo doliente de Revueltas,  el acierto existencialista de Josefina Vicens, Ricardo Garibay, macho entre los machos… Una tras otra se multiplicaban historias, estilos, destellos de una cultura diversa durante siglos silenciada. Por encima de cualquier consideración, dos títulos fueron raya en el agua y siguen siendo referentes de nuestra mejor y más original literatura: Pedro Páramo y, desde luego, Los recuerdos del porvenir de Elena Garro.

Como la multiplicación de los panes, se reprodujeron los escritores durante los pródigos años sesenta. Inés Arredondo, Rosario Castellanos, Ema Godoy… Aparecieron mujeres de buena pluma y autores como Sergio Pitol, Salvador Elizondo, Luis Spota, Jorge Ibargüengoitia, Sergio Galindo y un batallón de jóvenes demostraron que había talento y participaba con pujanza en el “estallido” latinoamericano.

Pedro Páramo y Los recuerdos del porvenir,  sin embargo, brillaron entonces y todavía reinan en solitario. Dos obras y dos autores distintos, inclusive contrapuestos, como el silencio y el vocerío, como la furia y la cólera mansa. Ambos arrancaron la máscara al México sombrío. Desnudaron su impiedad, su machismo surcado de pasiones, atado al fracaso que a unos condena a vagar como ánimas entre muertos/muertos y a otros, como Isabel Moncada, a quedar en la memoria de los vivos convertida en piedra.

Amaba las letras y, de Brasil, casi todo. Rulfo publicó su Pedro Páramo en 1955, hace 60 años. Texto obligado en las escuelas, por millones se cuentan los ejemplares y por decenas sus traducciones. Un prodigio, por donde se vea. De fines de 1963, muy distinta fue la suerte de Los recuerdos del porvenir: un regalo para lectores exigentes. Como Francisco Rosas e Isabel Moncada, como Juan Preciado, como el secreto de Luvina, como Susana san Juan o Pedro Páramo -pesos pesados de nuestras letras-, Comala e Ixtepec se integraron a la fábula de un México que no fue, que no es, aunque sigue siendo: paradoja siempre; un México hoy desechurado y reducido a surtidor de sangre y llanto.

 

Alberto Manguel

perguntodromo.blogspot.com

perguntodromo.blogspot.com

Vivir en los dos lados de la palabra –silencio y comunicación-  es su verdadera patria. Hijo de diplomático argentino, canadiense por adopción y residente en el sur de Francia por razones de amor, entre viajes, lenguas y alguna institutriz avezada, forjó la personalidad del apasionado de las letras que habría de convertirlo en lector elegido por un Borges casi sexagenario, ciego y convencido –de todos los modos posibles- de que “cada hombre ha sido todos los hombres”. Al advertir que el muchacho de 16 años trabajaba después de la escuela en la librería anglo-alemana Pigmalion, Borges, guiado por su madre, supo o acaso intuyó que era uno de los suyos.  Fue un gesto o cierta manera de hablar y desplazarse sin titubeos de una a otra lengua. Es factible que percibiera en su andar sigiloso un reflejo leve de su propia persona.  Tal vez también anticipó la precocidad del lector entrenado que tarde o temprano sabría, como el mago soñador de “las ruinas circulares”, que “es el sueño del otro”. Lo cierto es que antes de que él mismo lo asimilara como marca de su destino, Borges supo que el mundo de Alberto Manguel era el libro y su pasión, como buen fabulador, explorar las infinitas posibilidades del misterio y del destino; es decir, que el jovencito estaba tocado por “el perdurable fin de la literatura”.

Muchos años, experiencias y textos después, a la vera de recuerdos entreverados de verdades ficticias y sueños fabulados, un reconocido Manguel, que para su escritura eligió el inglés antes que el español, publicó en En el bosque del espejo “Borges enamorado”: semblanza del maestro evocado desde sus pobres danzas con un Eros que si alguna vez lo flechó, lo hizo con letras. Consciente del poder que adquiere el detalle en el perfil del personaje, cuidado tuvo de apuntar “la eficacia con que Borges usaba el temblor de su voz”. El relato fluye con soltura inusual en Manguel y hasta deja entrever la desastrosa intimidad  de su fugaz matrimonio con Elsa Astete de Millán, recomendada por su madre porque “era viuda y conocía la vida”.  No que se ignoraran episodios como éste, es que Manguel lo fusionó al  amo de la palabra y amante inepto para mostrarlo en el difícil contraste que mejor lo humanizaba: un hombre de pies increíblemente chicos que “saludaba dando una mano flácida, como sin huesos, como si le resultara incómodo soportar el contacto”. Un hombre, pues,  capaz de inventar la historia del Aleph, “un lugar en el que se ha reunido la existencia entera”, y dolorosamente pequeño a la sombra de las mujeres.

Líneas como ésta no tienen desperdicio: <<En Harvard, a donde habían invitado a Borges a dar una conferencia, (Elsa) insistió en que le pagaran más y le dieran un alojamiento más lujoso. Una noche un profesor se encontró a Borges fuera de la residencia, en pantuflas y pijama. “Mi mujer me echó de la pieza”, explicó profundamente embarazado. El profesor lo alojó por esa noche y a la noche siguiente se enfrentó con Elsa: “A usted no le toca verlo debajo de las sábanas”, le respondió ella>>.

Desde que en una hermosa y antigua librería madrileña descubrí Guía de lugares imaginarios, escrita en colaboración con Gianni Guadalupi, no he dejado de leerlo. Quizá desde los ochenta he seguido con puntualidad la obra de este editor acucioso, traductor, prologuista y autor de antologías tan claramente relacionadas con las aficiones de Borges, como los dos volúmenes de literatura fantástica, titulados Black Water 1 y 2. Lector arquetípico, ensayista, narrador y borgeano por determinación de las Moiras, todos sus libros son uno solo y cada uno me incita a releerlo como un circular, ascender y descender la mítica Torre de Babel sin que jamás deje de fascinarme la Esagila o templo de Marduk ni concluya el misterio sobre el enredo de lenguas que consagró el zigurat Etemenanki desde que el hombre quiso igualarse con Dios.

Como no ser al divino Borges, Alberto Manguel no se parece a ninguno y solo a él vislumbro encerrado en “la celebrada Biblioteca de Babel, que algunos llaman ‘el Universo’ y contiene todos los libros posibles, incluida ‘la relación verídica de tu muerte’. Únicamente el autor de Ficciones pudo haber discurrido el resumen de “la infinita biblioteca” “en un solo libro de páginas infinitamente finas…” que Manguel –conocedor absoluto de sus obras y respectivas traducciones, notas, comentarios y todo lo demás- habría auscultado con todos los alfabetos e interpretaciones posibles. No es extraño por eso que también descubriera que “mucho más que el laberinto, lo que insistentemente aparece en su escritura (de Borges) es la idea de un objeto, lugar, persona o momento que es todos los objetos, lugares, personas o momentos.”

Un título me llevó al otro y al mismo de nuevo. Así e invariablemente comencé a imaginarlo integrado al Museion, durante el esplendor alejandrino, discutiendo con Eratóstenes de Cirene sobre las ventajas de aumentar los rollos de la Biblioteca o experimentando con registros temáticos, ya discurridos por Zenódoto de Éfeso. Sus títulos, el libro en sí, la fantasía libresca, el rescate de universos en donde todo es posible y la aventura erudita que suele fijar en el eje de sus ensayos, más narrativos que reflexivos y más circulares que emparentados al Michel de Montaigne que casi todos los ensayistas llevamos en el alma, reflejan esa filiación teñida de identidad con el Borges de carne y hueso que conoció al dedillo.

Más que al frágil ciego a quien le fascinaba el cine y el que tras sus malos negocios con Eros reconoció que “el destino del héroe moderno es no llegar a Ítaca ni alcanzar el santo Grial”, Manguel lleva en sus venas al enamorado de los libros, al coleccionista de historias y al peculiar perplejo que dejaba a sus escuchas boquiabiertos. Un Alberto Manguel con todos los Borges y uno creó su nombre propio con la certeza de que nuestras vidas, las verdaderas,  de tiempo atrás han quedado encerradas en los libros.

Como quien realiza la misma y paradójicamente distinta exploración del libro -esa prodigiosa “extensión de la memoria y la imaginación”-, Manguel ha realizado su propia e intransferible historia de la lectura, sus relecturas y extravíos de la razón, sus ensueños y su Babel particular, donde guarda su sitio Lewis Carroll y sin que lo arredren los saltos de Platón al Medievo, del Renacimiento a las glorias de Shakespeare, de Dante a los enciclopedistas ni el inacabado paseo por 6 mil años de escritura hasta rematar en el lenguaje de la web.

Exquisito como pudo ser el filólogo alejandrino que aguardaba en el puerto de Pharos el desembarco forzado de cualquier libro que se encontrara en las naves; sensible al olor del papel, a las texturas, ilustraciones, capitulares, signos, tipos o caligrafías, imagino a Alberto Manguel en su “Biblioteca de noche” mascullando el arte de arrancarle historias nuevas a voces viejas, recreando la escena en que su totémico Borges describía el asombro de Dante cuando Beatriz, en un instante, se vuelve para siempre hacia la eterna fuente de luz. No me extraña advertir que este mullido hombre “de antes”, delicado si los hay en esta selva poblada de intelectuales feroces o desgraciadamente invisibles, es un bibliotecario en estado puro, un lector extraído de los mejores logros ptolemaicos que se antoja intocado por el tiempo.

Por eso no es difícil biografiarlo con y entre sus propios párrafos, pues si como lector particular de Borges la universidad le aburría, no le quedó más que fundirse al espíritu del libro para desplazarse como un soñador universal por su biblioteca de noche: un lugar “gratamente disparatado”, como lo reconoce, donde comparte tránsitos nocturnos de Stevenson y Kipling, celebra un hallazgo de la Enciclopedia Brockhaus o acaricia con fervor las varias ediciones comentadas de Dante. Borgeano al fin, no le son ajenas las voces ficticias ni las apariciones reales en sus múltiples espejos de personajes tan amados como Sherezada y Humpty Dumpty, Montesquieu y san Agustín, Chesterton y algún oscuro o luminoso medieval que, quizá residente de la pequeña localidad de Poitou-Charentes, dejó su alma entre muros de la granja renovada donde él y su compañero, Craig Stevenson, decidieron instalarse al iniciar el siglo.

Tema, sustento y entorno de su vocabulario inequívoco, la biblioteca de casi 40 mil ejemplares  no es uno más de sus hermosos “lugares imaginarios”, sino el paraíso “disparatado” donde comprueba que “un libro se remodela con cada lectura” y donde se aventura en la noche “con la seguridad supersticiosa de que una jerarquía de letras o de números me conducirá algún día al destino prometido”.

Burocracia cultural

Biblioteca del Traductor

Biblioteca del Traductor

 Un paquidermo envejecido que mira atrás con indiferencia, no sabe dónde está y pisa con torpeza hacia delante: así se percibe la cultura mexicana en pleno siglo XXI. De tan cerrada y sometida a la pachorra excluyente del CONACULTA, pareciera que no hay talento ni ideas ni vitalidad. Tampoco voluntad de modificar la fatalidad que se cierne sobre el país. Pareciera que el arte y el pensamiento quedaron en un pasado inamovible y que la medianía es lo único o más presentable dentro y fuera de este pobre México aporreado. Miedo, indolencia, melancolía, incapacidad, complicidad o falta de imaginación: el resultado es el mismo. Y nada es más dramático en un tiempo urgido de vencer su postración que esta cultura burocratizada.

Tras las nefastas administraciones pasadas, creí que la política cultural, como el Ave Fénix, renacería de sus cenizas, pero no fue así. El declive continuó en picada o en ninguneo, como si en México no hubiera inteligencia ni aportaciones a la altura de los mejores de nuestro tiempo. Convencida de que en crisis tan prolongada deberíamos redoblar esfuerzos para mejorar y dignificarnos, creí que los conacultos sentían un doble pavor a los intelectuales “no alineados” y marginadosy al descontento del gobierno. A fuerza de observar la necia repetición de limitaciones, concluí que la pereza o el menor esfuerzo es en realidad lo suyo porque ni siquiera se toman la molestia de averiguar qué cabezas pensantes trabajan en vez de “grillar”. Lo peor es que el neoliberalismo y la tramposa “libre competencia” poco o nada ayudan al cultivo y divulgación de las obras del espíritu.

Es un hecho, pues, que los encargados de la política cultural no se interesan en averiguar dónde está lo novedoso, creativo, crítico e interesante o cuáles son las aportaciones singulares, oportunas y/o necesarias que contribuyan a sacudir esta murria que hace parecer al país un buque desgastado y pulguiento.  La obviedad así lo demuestra, inclusive en cuestiones editoriales o más bien, para empezar, en las ventanas editoriales: la comodidad, las alianzas o las complicidades los hace elegir y privilegiar al mundillo que los rodea, en tanto y discriminan  lo incómodo e inorgánico, en términos de Gramsci.

Música, artes plásticas, arquitectura, literatura, teatro, cine… Si observamos el plan de exposiciones, por ejemplo, nada hay, absolutamente nada que muestre la producción contemporánea, la riqueza plástica, el rumbo social de la arquitectura y la necesaria crítica que cuestione el diseño en un urbe enferma y sobrepoblada… Más allá, tampoco se ventila el compromiso de la ciencia o la dirección de las artes plásticas.  Hasta parece que la creatividad se echó a dormir después del trillado tema de los muralistas y sus cuates. La buena Frida ya es agobiante, una caricatura de sí misma. Me parece muy bien darle un lugar sagrado a los amos del Renacimiento y recobrar algunos muertos, pero hay un lenguaje vivo y actuante que no tiene por qué permanecer oculto, que tiene algo qué expresar y sabe cómo hacerlo.

Debemos enterarnos de cómo el arte, la estética, la invención, la fábula y el pensamiento responden a la injusticia y a los terribles problemas que nos aquejan. Ya es hora de ponerle nombre a nuestra situación y dar acceso al lenguaje a los millones de marginados que, de tan despojados de todo, no tienen palabras, solo rabia y dolor, solo carencias y desgracias. Por eso hay que insistir: la cultura libera e iguala hacia arriba; la cultura participa del despertar de la razón o se niega a sí misma.

Al Conaculta corresponde fomentar la lectura y apoyar a los escritores para abatir con ideas, con saber y mediante el poderoso recurso del lenguaje las desigualdades que marginan no solo de la cultura, sino de la vida activa a cuando menos 52 millones de mexicanos. Son los condenados a nacer, crecer, multilicarse y morir en su infierno de ignorancia sin redención. Son los que carecen de opción electiva. Son, pues, los marcados por el estigma del vencido que solo puede acudir a su cuerpo como instrumento de trabajo.

¿Para qué sirve y es la cultura si no para mejorar la vida, para hacernos mejores personas y dar un sentido ético y estético a la existencia? Sin alardes, sin pretensiones ni listas de “favoritos” o de moda, los escritores y creadores en general ya deberíamos estar integrados a un sistemático y regular programa de conferencias y conversaciones, cuando menos con alumnos de educación media. Mover las obras, ventilar el espíritu de la letra, mostrar y examinar motivos de orgullo y de grandeza moral de nuestro pueblo, dar el valor que merece la inteligencia para dignificar al país o, en lo más elemental, salir a las calles, como en su hora con enormes y rápidos resultados, hicieron los miembros del Ateneo de la Juventud. Y aunque entonces jóvenes en un México no menos atribulado que el actual, no eran figuras menores: Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Antonio Caso, Jesús T, Acevedo, Martín Luis Guzmán…

No solo en zonas rurales o en pueblos olvidados de Dios, también en las ciudades y en el laberíntico y lumpenizado DF hay millones de personas de todas las edades que jamás han oído hablar a un escritor, a un músico, un museógrafo, un arquitecto, un científico… Se trata de aportar algo positivo -de preferencia mediante el pensamiento crítico y conscientes del valor del compromiso-, a una sociedad rasgada, lastimada, humillada. Una sociedad que no sabe qué le ocurre ni cómo salir de su postración. Una sociedad que para empezar a curarse de sus males, debe ponerle nombre a su situación, a su infierno.

A una crisis como la desencadenada a partir de 1929 en los Estados Unidos, el presidente Roosevelt respondió con su celebrérrimo “New Deal”: reto totalizador para echar a andar a la sociedad desde el peldaño cultural. Capa a capa,  de abajo ariba y e lado a lado el trabajo rebotaría en la recuperación económica, como de hecho ocurrió. Que todos necesitaban participar con talento, saber de experiencia o aptitud concreta. A intelectuales, deportistas, actores, músicos y creadores, que desempeñaron un papel decisivo en este proceso, correspondió asumir la defensa moral, la crítica, el fortalecimiento del espíritu y el rescate de la memoria. Quienes ostentaban la responsabilidad del poder, de este modo, encargaron enseñanzas, conferencias, biografías, historias regionales, publicaciones… Emprendieron proyectos tan originales como la recuperación de músicas, cuentos y cantos tradicionales, casi olvidados. Se construyeron museos, escuelas, talleres, monumentos… En fin, el país se movió como una sola máquina, sin perder de vista el valor de los fundamentos culturales para recuperar la confianza colectiva, para sanear el dolor, abatir el hambre, arreglar la tierra, generar empleos y activar, en resumen, la dinámica del bien común y compartido.

La historia lo demuestra: no es la economía lo que salva a los pueblos; es la cultura la que da sentido a la economía para que se salven los pueblos. Cuando asciende la cultura media la civilidad se incrementa, mejora la convivencia, disminuyen las agresionesy los gobiernos tienden a reducir vicios tan arraigados como la prevaricación, la ilegalidad, la impunidad y el montón de causas evitables de sufrimiento e injusticia, propias de la ignorancia.

Sobran razones para indignarse. Somos los escritores quienes debemos interpretarlas, hacer visible lo evidente, mirar para donde nadie mira, nombrar las injusticias con inteligencia crítica, con razón contestataria, con rebeldía e inconformidad no despojadas de compromiso moral ni de la certeza de que la cultura enseña a rebelarse, a elegir algo mejor y posible. Nuestra misión está ceñida al poder del lenguaje, a su capacidad esclarecedora y al cultivo de la razón que nos hace menos débiles y menos expuestos a la servidumbre y a la humillación.

Nada más alejado del provocador, del gritón fanatizado, del empeñado en encender la furia irracional que la obra de la cultura.  La ignorancia hace dóciles, manipulables y fáciles de engañar a los ignorantes. El intelectual no puede ni debe dejar de insistir en que esa es una sociedad de esclavos. Una sociedad sin palabras es una sociedad sometida, expuesta a los vaivenes del poder del dinero y de los intereses espurios. Formar ejércitos de lectores ciertamente carece de fines utilitarios y ni siquiera nos salva de nada, pero sin duda un lector o estudioso regular aprende a pensar, a formar carácter y a decidir lo mejor, lo posible u oportuno en ámbitos adversos.

En tiempos de crisis, como la que llevamos como segunda piel, lo sensato sería aplicarse a mejorar y no, como se ha optado sistemáticamente en este mundo del revés, castigar lo esencial por considerarlo prescindible. Para los que suponen que el progreso consiste de destruir ciudades con profusión de adefesios, combatir el poder de la razón, abatir la Naturaleza “para atraer al turismo”, industrializar para el consumismo, confundir cultura con actividades sociales, componendas e intereses creados y reducir el concepto del hombre a su ínfima expresión en vez de cultivar atributos, hay que ponerles enfrente el mundo y el país que han creado. No hay más: la verdad es lo que es.

VIVIR EN TIEMPOS HORRIBLES

Cuando era niña el mundo era ancho, el futuro muy largo y las fantasías posibles. No que deseara aventuras irrealizables ni que no cupiera mi realidad en los bolsillos de mi vestido azul con lunares blancos que tanto apreciaba.  Tampoco es que atesorara motivos de presunción en la caja gris de metal donde en vez de herramientas escondía mis secretos. Es que unos cuantos objetos me permitían fantasear muchas y muy convenientes boberas. Podía percibir, por ejemplo, la inmensidad del misterio que me marcaría de por vida con un perfumito de sándalo traído de India y una piedra blancuzca dizque de Grecia. La pequeñita aunque laboriosa talla en marfil de un chino estrambótico me inspiraba historias extraordinarias. Así también la noble energía de un pañuelo finísimo, bordado a mano, que sabe Dios de dónde saqué, pero doblarlo, repasarlo con el borde de los dedos y desdoblarlo otra vez para examinar sus puntadas era una de muchas simplezas que me hacían inmensamente feliz. Ni qué decir de la Esterbrook azul de punto fino: primera pluma que tuve y conservo a la fecha, y del tintero antiguo de tapa dorada que solía rellenar como si se tratara del Santo Grial. Coleccionaba además hojas de árboles, flores secas y cositas pequeñas, el Kempis en miniatura que alguien me dio y jamás comprendí, la moneda antigua que supuse romana y creo que una campanita de plata, quizá regalo de nacimiento. Eran objetos de origen anónimo, de los que nunca se sabe cómo ni de dónde llegan a nuestras manos pero tan cargados de significado que miles de años después sigo creyendo que vinieron a mí como guías del destino. 

No recuerdo una edad específica ni sucesos tan singulares que merecieran contarse. Tampoco los cumpleaños se dejaban sentir como frontera de cambios drásticos. La provincia era un calendario de repeticiones ociosas, a veces péndulo interrumpido por relatos de viajeros ocasionales, enfermedades puntuales e invariables recuentos sobre abandonadores, adúlteros  y muertes “que apenas podían creerse”. Y yo, un niña incapaz de conformarse con la medianía que impregnaba los días aprendí a estar en las partes sin estar en ninguna. Crecí con el oído y los ojos abiertos en mi Guadalajara natal, cuyos árboles maravillosos contrarrestaban el desfile de analfabetos, locos, majaderos, borrachos y furibundos que hoy me parecen de broma frente a la cáfila de criminales, funcionarios corruptos, ladronzuelos de cuello blanco o descamisados, narcotraficantes y uniformados que, adueñados de las vidas de los demás, saquean, extorsionan, intimidan, asaltan, torturan y matan sin que les tiemble la mano y sin que para ellos exista una ley divina o humana que castigue y frene sus fechorías. 

No obstante el engolamiento de nacionalistas exacerbados que publicitaban las glorias del México “como no hay dos”, la fealdad urbana era simiente traída de lejos que se iba apoderando, a pasos agigantados, de construcciones antiguas, monumentos, símbolos y espacios abiertos que, pese a mi corta edad, me parecían hermosos y dignos de aprecio. De entonces data mi repudio a la índole depredadora de esta cultura, agravada por la arrogancia que primero con timidez y con agresividad hacia el fin de siglo, impuso la convicción de los necios de que, en nombre de la modernidad, a la Naturaleza había que abatirla, explotarla y degradarla para sembrar en su lugar cemento, plástico, químicos irrespirables, asfalto y edificaciones monstruosas. 

El resultado de la demolición ambiental, desencadenada con ferocidad a partir de la segunda mitad del siglo pasado, confirma que la pobreza estética del mexicano es correlativa a su incapacidad secular para labrarse un destino digno. Esa conducta contraria al dictado de la moral, al amor por la vida, a la compasión y al sentimiento de fraternidad es propia de pueblos vencidos o de espíritus intocados por la pasión de aprender y sobreponerse a la adversidad. No solo percibí el lado oscuro de un mestizaje forjado en el caldero del odio, también, al inaugurar mi estancia universitaria, me di cuenta de que Cronos continuaba devorando a su hijos y nada ni nadie podría evitar que, en lo sucesivo, los jóvenes fueran tenidos por estirpe maldita, condenada al fracaso o a empeorar el deterioro social mediante la multiplicación de delitos cada vez más espantables. 

En realidad tan aciaga aprendí que para sobrevivir había que aislarse para reflexionar, estudiar con ahínco y escribir sin desatender los asuntos del mundo, pues respecto de los locales y más inmediatos nadie podría sustraerse. Entre actos de rebeldía, alguna esperanza que a mi pesar ha burlado mi natural pesimismo y alegrías que no faltan porque nada es tan negro tan negro que nos refunda en una irremisible melancolía, también descubrí que aún tenemos país por “los garbanzos de a libra” y que debemos más a los menos –que son los mejores- que a la cohorte de aduladores, codiciosos, bribones e insaciables que década a década se echan a saco sobre nuestros recursos como si los pájaros, los ríos, las semillas, el aire, las personas y la tierra fueran eternos o pudieran renovarse como milagro del cielo.

Ser mujer, elegir la soledad creadora y vivir en México ha sido por consiguiente un desafío que no acaba ni deja de ser fatigante. La ignorancia mayoritaria es como un plomo que aplasta lo que queda de vivo, colorido, respirable y alegre en este Altiplano cuya riqueza biológica fue alguna vez de las más altas del planeta. Me repito que la criminalidad, la ínfima calidad moral de los gobernantes y el envilecimiento social alguna vez podrán subsanarse, aunque no toque a mi generación ni acaso a las que nos siguen probar el orgullo de pertenecer a un Estado confiable y decente. 

No se requería en el pasado, como ahora tampoco, una inteligencia notable para darse cuenta de que la sabiduría no estaba ni está entre las aspiraciones mayoritarias. Más bien la autocomplacencia del mentecato relucía en las dos expresiones imborrables del carácter que aún nos distingue: el machismo ranchero –ahora contaminado por la narcosociedad y la demagogia política- y su complementaria discriminación femenina, invariablemente teñida de tal violencia, gestecillos de ridícula irracionalidad y menosprecio que cualquier expresión de agudeza, ingenio, originalidad, imaginación o curiosidad femenina era acreedora de etiquetas vitalicias, sin distingo de edad,  que estigmatizaban a las mujeres calificándolas de “peligrosas”, “descocadas” o de “malas inclinaciones”. 

De que en unas décadas mucho ha cambiado, nadie lo duda, aunque es innegable que el desmesurado crecimiento demográfico no ha contribuido a construir un habitat mínimamente satisfactorio. Hoy, como ayer, los prejuicios persisten aunque en vez de atosigarnos con el trillado discurso de “los gobiernos de la Revolución”, padecemos galimatías enredadas a mentiras insostenibles sobre los logros de la ciudadanía. No faltan promesas cargadas de supuestas reformas redentoras y el infierno en la tierra se exhibe mediante una partidocracia que no hace más que espejear la ínfima calidad de nuestro sistema político. Y es que todo viene de atrás y todo sigue anudado a la mala herencia.

Cuesta reconocerlo, pero desde los días de la Independencia hasta los crímenes cometidos hoy la historia del poder no ha hecho más que avergonzarnos y dejarnos la cara roja de vergüenza. 

Pese a la evidencia que nadie en su sano juicio puede negar, el amor a la vida es más fuerte que la espantosa realidad que nos ha tocado en suerte. Debemos insistir en que hay mucha gente que sin alarde y sin ruido es mejor que las sombras empeñadas en reducirnos a nada. La fraternidad, la compasión, el entendimiento esencial, el trabajo ordenado y la alegría de amanecer cada mañana con el deseo de contribuir a mejorar lo que tenemos a mano es suficiente razón para no ceder a la tentación del desaliento.

Ya no tengo el resguardo de mi vestidito azul de la infancia ni conservo una caja con objetos sagrados, pero ahí está la página blanca para mostrarme cuán sanadora puede ser la palabra, cuán maravilloso es el lenguaje y cómo se alegra la vida cuando fluyen los nombres después de la primera frase.

Más consumo y menos mundo

Desde que los primeros hombres miraron al cielo para crear a sus dioses hasta las muchedumbres congregadas en plazas y templos para honrar al Único-uno; del Hades al Infierno dantesco y al urbano actual, el peor de todos; del Gilgamesh al Bhagavad Gita; de Homero y Sófocles a Shakespeare, Cervantes e inclusive en la hora de Borges, la humanidad fincó su estado social a partir de la indiscutible certeza de qué es lo que había que hacer, quiénes tenían que hacerlo y para qué; es decir: la moral surgió para salvar al hombre de sí mismo. En cuanto se impuso la complejidad en las relaciones comunitarias y el consumo alteró el orden y la conducta, la política hizo su aparición a la cabeza de las culturas, para consolidar la función reguladora del Poder y del Estado.

Mancuerna inseparable de lo que al tiempo habría de denominarse economía, el Poder hizo su entrada triunfal en el deslinde de gobernantes y gobernados para que unos decidieran cuáles acciones tenían que llevarse a cabo y los otros las realizaran de acuerdo a su jerarquía. De proceso tan prolongado y no menos laberíntico puede decirse que en los registros de la humana memoria el comercio estuvo en el eje de avances, enfrentamientos y retrocesos, de riquezas y empobrecimientos e incluso en las modalidades estéticas, artísticas, artesanales y recreacionales.

Expuesta a enfermedades, hambrunas, accidentes y guerras, la humanidad conservó durante milenios un involuntario equilibrio entre nacimientos y muertes, hábitos de consumo, creencias, costumbres y con la Naturaleza. Todo cambió con el “estado de bienestar” que, amparado por la “modernidad”, consagró el capitalismo como antes a los dioses. Así, el hombre fue cediendo indistintamente a su condición de consumidor, dependiente de la tecnología y partícipe activo en el gradual pero efectivo deterioro del “estado social”: uno de los síntomas más críticos de los ecosistemas.

Aturdido por la sobreproducción y su complementaria publicidad, inmerso en una superpoblación asegurada por antibióticos y sistemas sanitarios; invariablemente dócil a la multiplicación de necesidades prescindibles y deseos dirigidos por la industrialización y el consumo masivo, el hijo del siglo XX –condenado a la sazón a vivir hasta convertirse en bisabuelo o tatarabuelo-, revirtió en unas décadas el equilibrio mantenido durante millones de años en el planeta.  En apenas tres o cinco décadas los apetitos insatisfechos de las masas se dispararon hasta volverse rehenes del consumismo y títeres individualistas. En tanto y “los condenados de la Tierra” fueron despojados de patria y destino, los países más ricos se rindieron al dictado neoliberal y la indiferencia aniquiló la otrora función estabilizadora de la ética.

No hay misterio en el estado del hombre actual ni nada que justifique su impulso de muerte: la degradación del planeta no es accidental ni sorpresiva. Los más avezados denunciaron con oportunidad la veloz extinción de especies animales y vegetales, la desertificación y la contaminación. Como sería de esperar y en atención al síndrome de la infortunada Casandra que con el don de la profecía recibió de Apolo la condena de no ser creída, los ambientalistas también advirtieron que se requerirían los recursos de cinco planetas en vez del único que disponemos para cubrir las necesidades de una población mundial que pronto alcanzará la cifra de 10 mil millones de habitantes cuya mayoría, indiscutiblemente, no solo estará en niveles de miseria extrema, sino de furia e inconformidad extrema.

Ésta, así, es la era de la tecnología sofisticada, de las autopistas de la información, la publicidad, los jets y los trenes/bala. Reino del mercado global y del monetarismo, sus excesos habrían sobrepasado la imaginación más diabólica del pasado. Nada qué ver con el mundo de Confucio en su China inescrutable, con los hallazgos de Herodoto allende el Mediterráneo o con los días en que filósofos y artistas viajaban a pie prodigando el saber. Eran siglos de fundación y de un porvenir tan largo y desconocido como los caminos frecuentados por las caravanas de camellos, carros, burros donde los hubiere o tamemes entrenados a cargar como bestias, que hacían del comercio una de las actividades más intrépidas, necesarias y lucrativas de cuantas han existido en la historia.

Nuestra especie no es la racional, también la única industriosa y mercantil de cuantas han poblado el planeta. Las oscuras horas del trueque precedieron a las ciudades y a la formación del Estado, al grado de que aun los nómadas y las tribus más apartadas practicaron el comercio como recurso de sobrevivencia. Una temprana y complicada invención de los equivalentes a pagarés, cheques y letras de cambio contribuyó a proteger a los comerciantes de asaltos y abusos desde el próspero Cinere, en Egipto, y por todo el Mediterráneo hacia el Norte y el Oriente y al revés, quizá hasta abarcar zonas cada vez más impenetrables y peligrosas, como la legendaria China. Por consiguiente y previo al helenismo alejandrino, el sistema bancario creció y se multiplicó bajo el dictado de las mercancías y los correlativos créditos al tanto por ciento, destinados a producir y/o distribuir toda suerte de artículos: aceite, vino, telas, cerámica, muebles, especias, té, joyas…

Tanto el empleo de guías y guardias armados como el uso corriente del sustituto del dinero tuvieron que ajustarse a las condiciones del mercadeo. El establecimiento regulado de divisas y papeles bancarios, de tal modo, trajo consigo una gran diversificación de valores que, además de mejorar las condiciones de vida y ensanchar comunicaciones marinas y terrestres,  fortalecieron las relaciones diplomáticas y civiles entre los pueblos. No hay modo de menospreciar el efecto que el comercio ha tenido tanto en el correo entre culturas como en el historial de las guerras de invasión o conquista; su extralimitación, no obstante, se convirtió en un arma letal, la más nociva de todas.

La literatura es un registro invaluable del enigmático y naturalmente mercantil universo oriental. Si poco fuera el puente imaginativo entre Las noches árabes y la memoria de Marco Polo, allí están la Biblia, las mitologías y una rica narrativa popular para recrear lo que la seda, las especias, la música, la artesanía, el ganado, los granos o los metales dejaron en el imaginario colectivo. Desde que la llamada civilización occidental se hizo de las riendas de una súper industrialización global y en nombre del capitalismo a ultranza se creó la mayor amenaza para nuestra supervivencia en la Tierra, se predispuso a nuestro hogar compartido al autosacrificio.

No es pues el comercio en sí la causa de nuestra veloz degradación. Es la codicia insaciable, la inmoralidad de la minoría de ricos que ha fomentado el consumismo y dado al traste con la otrora función del Estado y la sociedad. En su vejez, al filo de la muerte pero animado por un profundo sentimiento de humanidad, el sabio Sygmunt Bauman conserva arrestos para insistir en la obligación moral de demostrar el fracaso del actual modelo económico. Aferrarse a este delirio augura el peor fin.

“Este podría ser el momento –escribió-  de reconducir la responsabilidad moral hacia su manifiesta vocación: la garantía mutua de supervivencia.” No hay más camino para crear las condiciones reparadoras que revertir el proceso, desmercantilizar el impulso moral, volver a lo fundamental del ser y recobrar la moral que en más de una ocasión ha demostrado que no hay más noble y perdurable invención que un imperativo ético.

IGNORANCIA Y BARULLO

A más reparo en la pobreza del habla en México, mayor mi interés por descifrar el enredo de historia e intrahistoria en nuestra enferma cultura dominante. Quizá no hay nada qué decir, por eso se mal-dice, dice nada o mejor aún: se balbucean y gritan insultos eslabonados a lugares comunes y muchas, muchísimas banalidades ofensivas. Ni ideas, imágenes u observaciones; mucho menos expresiones originales: somos el pueblo condenado a la imitación y al tartajeo, a la negación de sí mismo, al miedo a mirarse y reconocerse en su verdadero ser. Por desgracia y sobre todo, somos aún el pueblo supeditado a los poderes monopólicos, partidistas y gubernamentales, del que buena cuenta dio un Paz pesimista ante el “tiempo nublado” que, pertinaz y agarrado a vicios ancestrales, se cierne todavía sobre nosotros.

En cada rincón del territorio, como tumor infeccioso, es inocultable la misma evidencia de la añosa y acumulada derrota educativa. Se trata de la más grave traición contrarrevolucionaria arrastrada desde la fundación de la SEP, en 1921, hasta nuestros días, con todas sus consecuencias. Si la máscara emblemática se aliña con proyectos y reformas sexenales vueltos alarde y ceniza,  la debilidad del idioma español pervive doliente en el verdadero rostro. No es que no haya nada qué enseñar ni que el magisterio se caracterice desde la noche de los tiempos por su cabal ineptitud pedagógica; tampoco se trata de discurrir el método maravilla que nadie ha inventado, desde los griegos remotos hasta los nórdicos de hoy, es que se enseña lo que se sabe, se exhibe lo que se tiene y también se trasmite lo que se padece o se ignora. Y en eso el magisterio mexicano no es excepcional sino producto puntual de su herencia y de su carácter gremial e institucional. 

La raíz del monstruo que pervive detrás de la máscara de la CENTE no es regional ni particular. Lo mismo existe en Michoacán, en Morelos, en el DF…, con la salvedad de que el pus brotó por lo más vulnerable, donde habría de ponerse a prueba el dilema del país: se comienza a limpiar el pudridero desde la simiente y sin simulaciones, se cultiva la crítica pública y se fortalece la sociedad civil para que controle y exija el recto cumplimiento de sus deberes a instituciones o gobernantes o el declive continuará avanzando hasta ahogarnos, hasta ponernos a unos contra otros, hasta encargarnos de nuestra propia destrucción.

La corrupción es el mal mejor extendido en los individuos, en el gobierno, en la enseñanza, en las cárceles…; es decir, es el mal endémico de una sociedad que desde sus orígenes marcados por la independencia de los criollos, compromete, a partes iguales, a funcionarios y sindicalistas, a burócratas  facciosos y aun a la sociedad que más y peor es aplastada, humillada y anulada por los poderes instituidos.  Con el furor de los cambios que anunciaron en el año 2000 nuestra aparición triunfal en la democracia, la partidocracia se encaramó a la jugada y carente de ideas, codiciosa y tan primitiva y de poco fiar como su tentación nerviosa para brincar de aquí para allá entre facciones, sin soltar las nóminas ni dar nada a cambio, contribuyó a empeorar los viejos vicios, a agregar nuevos males y a incorporar a “la cosa pública” más feroces elementos de engaño, simulación y destrucción.

 En todo este enredo que a fin de cuentas va trazando la doble historia del poder y de la cultura en México está el eje educativo y, en el núcleo, el drama de nuestra miseria lingüística. Entre 80 y 100 palabras integran el vocabulario del “ciudadano” medio y dizque favorecido por las aulas. La “cultura” media del mexicano está muy, pero muy por debajo de países organizados. “Igualados hacia abajo”, diría Alfonso Reyes porque del aula a la calle, de las familias comunes al habla popular, del campo a zonas depauperadas y estemos donde estemos, con las excepciones de las minorías  que aún creen en el poder vivificante del saber y la palabra, predomina la misma obviedad: el cultivo del pensamiento es preocupación tan infrecuente como la de conocer. Mejor que nadie los supieron los conquistadores: un pueblo sin memoria y sin palabras es un pueblo anulado, esclavizado y sometido al dictado del amo. Por eso la enseñanza verdadera del idioma no ha sido prioridad de nuestros enfermos sistemas de poder, porque mientras se carezca de significación, de memoria, de derechos, de rostro y de destino propio, los mexicanos seguirán siendo “carne de sacrificio”.

Todo es grave, lastimoso y sujeto de intimidación o abandono en este complejo país nuestro que lleva siglos ceñido a sus represiones y complejos, como la Coatlicue a su faldellín de serpientes. Pensar y hacerlo críticamente no es propio de nuestra cultura. De ahí la insistencia de Paz y otros cuantos escritores en hacer ver los beneficios de la lengua y el pensamiento. No hay más acicate contra el cochinero que el despertar de la conciencia crítica, que el cambio de actitud de la sociedad civil, que la transformación radical de la conducta política.

No hay mayor indefensión que la de un pueblo balbuceante, sin sustantivos ni capacidad de abstracción. El nuestro está esclavizado al pequeño, pequeñísimo mundo que puede nombrar y entender porque su vocabulario es la medida inequívoca de su enajenación. Tampoco hay mayor poder que el de un pueblo que habla, entiende, dice y exige con firmeza y claridad lo que en justicia y por derecho le corresponde. Encerrado en sí mismo, presa de su ignorancia, el mexicano atrapado en la compleja escala de la pobreza arrastra consigo la imposibilidad de elegir y modificar su destino. 

Y, asolados por una sobrepoblación que exagera los excesos y errores de nuestros antepasados, los millones de hombres y mujeres que reproducen “el sentimiento de soledad” que, según Paz, estalla cada vez con mayor violencia no conduce a la rectificación sino a una mayor anulación de sí mismos, a la enajenación que nos ahoga.

Hubo un tiempo y una generación de escritores que antepusieron el valor del idioma a los “falsos” alegatos de modernidad que, pese a la entusiasta demagogia de empresarios y hombres del sistema, no devino en el bienestar prometido a las mayorías, no igualó hacia arriba a la población ni propició el ascenso de mejores gobernantes;  tampoco condujo a una explotación racional de nuestros recursos. 

Y todo este horror comenzó como una gran mentira, elevada a motivo de fe y consagrada en los altares de la derrota.  Entonces se nos dijo que Dios hablaba la lengua del conquistador, aunque nada dijera a los naturales. Para los dominadores el idioma era el Verbo, lo sagrado, el poder, ruta asegurada hacia la gloria prometida; para los de la otra orilla, los aplastados y derrotados, balbuceo hacia el sometimiento, obediencia, olvido de sí, la condena de estar Nepantla, de ser Ninguno, extranjero en su tierra, esclavo… El choque entre dos universos y expresiones distintas de lo humano haría de la palabra impuesta el vehículo más efectivo para fundar la historia del país que nos contiene, aunque los idiomas y sus significados sigan separándonos.