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Martha Robles

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Parejas extraordinarias. Abelardo y Eloísa, I

February 25, 2018 Martha Robles

Reservadas al secreto o al cotilleo, las historias privadas son el mejor registro del espíritu de los tiempos. La intimidad atesora la sal de la vida. En parte, el exterior determina la conducta porque presiona,  conforma y deforma; lo oculto, sin embargo, es la tablilla donde se inscribe el relato incómodo de la existencia. Al desvelar lo que se calla o se confina en  corredores oscuros estalla el escándalo y, con él, un surtidor de versiones que, literarias en el mejor de los casos, retratan la temperatura del ser ante la imposibilidad de modificar el destino.  Historias/espejo como ésta perduran en la memoria como referente de las diferencias entre géneros y culturas a los ojos de Dios.  Fresco aún en el historial de infamias, Pedro Abelardo y Eloísa protagonizaron uno de los amoríos más sonados justo cuando, desde el papado y entre toda la cristiandad, se atizaba el delirio redentor agravado con mortificaciones del cuerpo, mandas, sacrificios, abstinencias forzadas y horas interminables entregadas a la oración.


Nada mejor que las acciones proscritas para exacerbar demonios, miedos, prejuicios y supersticiones de creyentes fanatizados. En ese sentido y por encima de los legendarios Tristán e Isolda, lo padecido por Abelardo y Eloísa en el París del siglo XII congregó todos los ingredientes para ilustrar, cual ficción verdadera o verdad ficticia, un régimen de dominio tan brutal y perverso  como solo puede serlo el de la intolerancia fomentada en nombre de Dios.


En tanto y la más erótica y sensual literatura islámica endulzaba la sensibilidad andalusí, desde una agitada ciudad de Córdoba, los amplísimos intereses papales sufrían las consecuencias del gran cisma (año 1054) que desde entonces y de manera definitiva  separaría geográfica, dogmática y doctrinariamente la Iglesia en romana y bizantina. Tal ruptura, en medio de tremendas sacudidas políticas, económicas y sociales que imposibilitaron la aplicación de cualquier estrategia de concordia en ambos lados del cristianismo, provocó el endurecimiento tanto del control de la creatividad como del principio obediencia entre la feligresía.


El primer gran efecto de tal división fue la intransigencia extrema del clero que, imbuido de autoridad para condenar a las almas en éste y el otro mundos, administró con idéntica irracionalidad lo prohibido y lo permitido.  La subsecuente cancelación absoluta de libertades, “en nombre de la fe”, dio paso franco al imperio de la superstición, el comercio indiscriminado de indulgencias y reliquias, la superchería espiritual y la arbitrariedad hasta instaurar la costumbre de condenar a discreción cualquier brote o gesto de rebeldía, pues no se podía aspirar a nada que no fuera la santidad, a la supeditación a la autoridad inviolable y a la salvación de las almas.

Tanto para el cristianismo como para el aún joven Islam sería difícil y accidentado superar resabios dispersos de la caída del Imperio Romano, fechada en definitiva en el siglo V. Parte de la Antigüedad se respiraba en la vida cotidiana  durante la Alta o temprana Edad Media, aunque predominaba la urgencia de aniquilar cualquier vestigio de paganismo. Una desenfrenada necesidad de autoafirmación religiosa  incurrió en tremendas injusticias y calamidades en lo público y lo privado. El historial de acosos y persecuciones, tramado de órdenes religiosas recién fundadas, plegarias y  agrupaciones de caballeros “defensores de la fe” era inseparable del gusto por las intrigas, las invasiones territoriales y de una cabal ausencia de escrúpulos entre miembros mayores y menores de un clero ciego para sus faltas y de mano dura contra los pecadores. 

 
El belicismo y la intransigencia imperantes en la geografía de los monoteísmos no impidió al Islam crear obras artísticas de una notable libertad, incluida la colección de relatos populares en varias lenguas posteriormente reunidos  en árabe en Las mil y una noches.  Expuesto a cismas y confrontaciones internas, el cristianismo en cambio selló con furia su clericalismo, se concentró en la creación de un arte litúrgico auxiliado con vidas de santos a cual más de exaltadas y típicamente escatológicas y cerró filas en la producción monacal  de mamotretos –principalmente tratados, misales y libros de horas- para abundar en temas filosóficos y arengas a favor de la humildad, el ascetismo y la penitencia. A esa tradición, en la que destacarían San Agustín, Anselmo de Canterbury y Tomás de Aquino, pertenecería Pedro Abelardo, celebrado entre sus pares por sus tratados sobre teología y filosofía.

Imposible equiparar la sensualidad oriental, distintiva de la riquísima cultura árabe, con la austeridad monotemática del Medievo europeo.  En un panorama dominado por la severidad cristiana, el desplazamiento de los cruzados abrió una ventana a la creación de novelas y relatos de caballería: verdadera exaltación de logros y fantasías masculinas, invariablemente coronadas con la figura casi sagrada de la Dama. Para una fogosa Eloísa que descubre a los diecisiete años de edad la pasión potenciada por la sexualidad fusionada a la atracción intelectual, aquél entorno sobrecogido con amenazas de hoguera o condenación eterna, con cantos a la pureza y al sacrificio y proclive al culto del martirologio, debió representarle al verdadero y tangible infierno. Así consta en sus misivas, todas ellas marcadas por reclamos a Dios y protestas emitidas al pie del altar  por haberla despojado de su amor “hasta reducirla y sacarla del siglo”. 

Si el placer coronaba el horror cristiano, se reprimía hasta la más sutil expresión de erotismo, sexualidad, goce de los sentidos y curiosidad intelectual. La tremenda psicología del pecado no era otra cosa que odio a lo femenino. Tal la causa por la que floreció el amor cortés o “amor tras la cortina”, y la costumbre trovadoresca de cantar las florituras del cortejo en plazas o entre damas encerradas en castillos o en sus torres  y caballeros partícipes en torneos, aventuras de conquista y batallas triunfales en tierra de infieles. 

Como no fueran el filón poético reservado al misticismo o unión mística con Dios y el cultivo del canto monódico, simple, llano o gregoriano, el arte también quedó supeditado a la infame y perdurable figura del pecado: fuente fecunda del desprecio absoluto e intimidante a las más altas virtudes humanas. La feligresía medieval, de tal modo, tuvo que plegarse a la generalmente calificada “época de oscuridad” de un cristianismo teñido de corrupción, espiritualidad, rebatiñas por el poder, saqueos, crímenes y severas contradicciones que afeaban la propaganda de humildad, caridad y amor al prójimo.  El saber proscrito, por otra parte, significaba un claro contraste en la política de fundaciones de monasterios, abadías, universidades e instituciones encargadas de unificar y divulgar no solamente la expansiva escolástica, sino  principios doctrinarios que encumbrarían el poder papal, cabeza de la Iglesia de Roma para Occidente.

Si bien el rigor piramidal de la Iglesia sirvió para sujetar al villano agreste y de pobre experiencia urbana, la población educada, principalmente captada por la vida monacal o destinada a crear los órdenes y administraciones feudales, militares y/o civiles, era la que más padecía el determinismo religioso.  No había otro margen de acción que el concedido por la gracia –invariablemente arbitraria- de los dueños de la verdad absoluta en su carácter de representantes de Dios en la Tierra.

Como sería de esperar y sobre la gran división de la poderosa cristiandad que daría vida propia a la ortodoxia  oriental, el agitado siglo XI declinó en el territorio europeo en medio de embates feudales y militares, campañas contra el poder del Islam, peregrinajes violentos a Jerusalén y la profusión de robos, asesinatos, emigraciones masivas,  enfrentamientos entre turcos y cristianos y no pocas persecuciones públicas y privadas que arrasaban con fama, fortuna y la vida misma. Triunfó el fanatismo de un clero aún sin unidad que oscilaba entre la disipación, la intransigencia, el control del conocimiento, la enseñanza, la prédica cerrada, la prédica y la corrupción.  Apoyado en el alegato de la defensa de la fe contra los blasfemos y la liberación armada de Jerusalén y los Santos Lugares, el papa Urbano II se prodigó en arengas hasta convocar, en 1095, el Concilio de Claremont para movilizar a la feligresía en contra del dominio musulmán en los recintos y territorios sagrados: con esta fecha puede decir que el signo de la Alta Edad Media se había puesto en alto.  

Tal era el ánimo reinante cuando Pedro Abelardo nació, en 1079, en una aldea próxima a Nantes. Además del declarado interés de los señores feudales de no renunciar a sus privilegios ni responder en primera instancia al mandato papal contenido en el grito “¡Dios lo quiere!”, la Alta Bretaña estaba imbuida del fervor religioso atizado con ánimo expansionista que inauguraría, en 1096, el fenómeno más importante del milenarismo: las Cruzadas. Liderada por mayoría de nobles medios provenientes  del reino de Francia y del Sacro Imperio Romano Germánico, la Primera Cruzada fue el fenómeno inaugural de la migraciones masivas del pueblo-pueblo que caracterizarían al milenarismo.  Integrada por caballeros, soldados y muchedumbre de artesanos y campesinos tan fanatizados como ignorantes y deseosos de acceder a la doble recompensa terrenal y eterna, la fuerza invasora era inflamada por el clero con una mezcla de fe, codicia y un implacable afán de dominio. Así, al avanzar por el Sultanado de Rüm cometiendo rapiña y media en los años inaugurales del siglo XII y dejar tras de sí una mortal siembra de brutalidad, violaciones, crímenes y despojos, este desplazamiento de “cruzados” iba construyendo fortalezas, templos y sagrarios en sus rutas consagradas. A su paso dejarían los guerreros de la fe sobrada constancia de lo poco piadoso, cristiano y compasivo que era credo en todas sus partes: desde el dominio papal hasta sus más modestos defensores armados.  

Radicalizada sin remedio y llevada a su máxima expresión de brutalidad durante los siglos siguientes, la brecha entre el Islam y el cristianismo dejó para la historia del Medio Oriente un horrendo surtidor de sangre, ciudades arrasadas y cuerpos desmembrados. El fenómeno de las cruzadas con las migraciones que provocó, con enriquecimientos provenientes de saqueos tremendos, con el surgimiento de cotos de poder que deben ser estudiados para conocer a fondo los alcances deshumanizados de que son capaces las religiones cuando se fanatizan,  estremeció hasta la raíz dos mundos inconciliables. Desde entonces, el cristianismo y el Islam quedaron para siempre enfrentados y mutuamente cargados de odio, hasta ahora irremisible.

Si bien el caso de Eloísa no puede ni debe abordarse sin estas consideraciones, el entorno en el que creció Abelardo era también, por consiguiente, del más puro fanatismo a pesar de que a los hombres estaba reservada la posibilidad de pensar, actuar y elegir no obstante los límites señalados.  Su padre Berengario trazó para él y sus hermanos un modelo de educación ajustado a las más altas exigencias, propias de su nobleza.  Destinado a la vida militar en la que se destacó Berengario, el niño  repudió las armas y condenó la violencia. Dotado con un talento de excepción, se caracterizó en cambio por cultivar el estudio, la música, la retórica, la filosofía y el canto.  Ante el disgusto paterno por elegir las humanidades, tuvo que renunciar a   su herencia y a los derechos de su primogenitura para concentrarse en el ejercicio del pensamiento, lo que por necesidad estrechó sus vínculos con el clero. 

Presionado por su circunstancia familiar y a la sombra de los alborotos religiosos, se hizo viajero constante en pos del saber que no se oponía del todo a su realidad doméstica, pues sus padres eran tan devotos y  cumplidos cristianos que cada uno por su lado, en plena madurez, renunciarían a sus bienes, tomarían los hábitos y se dedicarían a la vida contemplativa. Pedro Abelardo, en cambió, descubrió que nada en el mundo era más disfrutable y digno de una entrega cabal que el culto al saber.  Simpatizó con los peripatéticos y hacia los veinte años de edad se integró a la célebre escuela episcopal de París, dirigida por el archidiácono Guillermo de Champeaux, donde obtuvo el título de Magister in artibus. Orgulloso de su dominio de las disciplinas atesoradas por la Iglesia en la formación medieval -retórica, gramática, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música-, fue cediendo a la soberbia de un modo no tan secreto, hasta pagar con creces lo que la religión condena como pecado de orgullo. 

Amante de los debates y en posesión de atributos que sin esfuerzo lo hacían brillar ante los más destacados maestros, el joven y refinado Abelardo, con modales propios de la nobleza, se desplazaba en busca de los mejores para  probarse y probar en público sus habilidades dialécticas. Una de las poquísimas autobiografías medievales conocidas en nuestros días, su Historia Calamitatum (Historia de mis calamidades) refiere en misiva dirigida a un amigo -desde luego a su favor-, el  cúmulo de desdichas que lo elevaron a figura/cifra del Medievo. 

Allí describe cómo él mismo forzó a discutir en París a su maestro  Guillermo de Champeaux, “en cuyos círculos florecía la dialéctica”.  Tras ridiculizarlo “por su realismo ingenuo”, lo convirtió en su enemigo vitalicio.  No contento con disminuirlo, hizo que lo abandonaran sus alumnos para incorporarlos a su propia escuela: Mi fama se acrecentaba día a día: la envidia se encendió contra mí. En fin, presumiendo en exceso de mi genio y olvidando la debilidad de mi edad, yo aspiraba, a pesar de mi juventud, a dirigir, a mi vez, una escuela. Establecida en la prestigiada Melun, ciudad real, pronto estalló el conflicto entre discípulo y maestro, a resultas de lo cual Abelardo trasladó escuela y discípulos a Corbeil –cerca de París- mientras que, humillado, Guillermo abandonó la enseñanza, tomó los hábitos y se retiró a la soledad de Saint-Víctor, hacia 1112 o 1113, aunque nunca dejó de denostar al rival.

Mitificada o no; convertida en paradigma de los infortunios amorosos de una pareja singular y colmada de detalles para conocer dos destinos distintos que solo se cruzaron para acentuar su signo trágico, lo cierto es que las varias versiones que enriquecieron durante unos ocho siglos esta historia de amor, desamor, fanatismo, ensañamiento familiar y hasta de un grito femenino desesperado y vuelto contra el poder divino, no ofrecen desperdicio. Tanto Pedro Abelardo como Eloísa merecen, cada uno por su cuenta, una mirada acuciosa para leer las entrelíneas de un determinismo que no se ha abolido del todo; no, al menos respecto de la realidad femenina, pues aunque el talento de la joven era un hecho tan estorboso socialmente como admirable e indiscutible, para su maestro e inevitable amante, el torneo intelectual significaba probar su superioridad sobre los notables. Hay que entender, por consiguiente, lo que le representaba el descubrimiento totalizador  de una muchacha ajenada en casa del tío como traída de otro planeta. No se trató únicamente del estallido de la pasión, era además el fuego compartido del saber entre dos inteligencias atípicas. Para el gran vencedor de lides verbales, ella representó el trofeo inequívoco que a poco se transformaría en regalo envenenado. 


(Continuará)

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Lolita: mito y realismo puro

February 8, 2018 Martha Robles

Desde que Rimbaud escribió que “la vida es la farsa sostenida entre todos”, la mitología redujo su función de espejo de anhelos, temores y sueños extraordinarios para ceder a la novela el arte de mostrar a los hombres en su cabal desnudez. Grotesca y aterradora en ocasiones, desde entonces la realidad, protagonizada por gente como uno, sitúa en su exacta dimensión a aquellos monstruos, más ficticios que verdaderos. Medusa misma se paralizaría ante el alcance de la bajeza y la hondura de la maldad que nos circunda. No más hazañas extraordinarias, ni fábulas ni historias insólitas; tampoco héroes que desafiaban a los dioses mediante embates contra criaturas y situaciones magníficos. Nos basta observar lo que hay para repetir, con Albert Camus, que "cada hombre engendra un monstruo". Para confirmarlo, el siglo XX creó un nutrido batallón de antihéroes para ilustrar la violencia, la falta de escrúpulos y de cuanta brutalidad es capaz nuestra especie. En paralelo al universo literario que presenta y representa la vida, la cultura del espectáculo se encargaría de abolir hasta el último reducto de sugerencia para fomentar, exhibir y explotar comercialmente y en toda su crudeza, lo que –paradójicamente-, oculta la desnudez; es decir, el alcance ilimitado de la perversión.

Mediante personajes transgresores, contradictorios y desmesurados, la literatura  moderna se deslizó hacia un realismo tan tremendo que arrancó el velo a lo que la sociedad se negaba a aceptar y, en apariencia, no podía soportar: violaciones, crímenes, dolor, servidumbre humana, crueldad: el mal en sí y por sí mismo. Los narradores se atrevieron con lo que sus antecesores tuvieron por proscrito: la verdad oculta, la verdadera y tan tremenda que provocó complicadas heridas de conciencia que al tiempo se agravaron, lejos de subsanarse.  Así, desde la perspectiva literaria  comenzó a hablarse con familiaridad de “los grandes mitos modernos” como paradigmas identificables por la mayoría. De pronto proliferaron figuras reales, con nombre y apellido, en la que ya es, sin duda, una nueva mitología.  En ella ocupa un lugar destacado el personaje de una novela hiperrealista como Lolita que, de menos, deja al descubierto uno de los dramas que más lastiman la dignidad. No faltan entre los nutrientes del imaginario colectivo actrices tan monumentales como Marilyn Monroe o Sofía Loren, “divas” a la manera de María Callas, famosos  del espectáculo, boxeadores, atletas o futbolistas...  En esta clara tendencia a “mitificar” tanto personas de carne y hueso como personajes de novela, fantasías, deseos, bajezas, situaciones e inclusive fenómenos políticos o religiosos se imponen la obviedad, la crudeza  y  el compendio de signos que espejean la complejidad que nos ha tocado en suerte.

Hay que reconocer, sin embargo, que en el inconsciente colectivo subyacen las mismas peculiaridades que inspiraron a los griegos la creación de las vengadoras Irinias; persisten los móviles que los llevaron a discurrir a Medusa como símbolo petrificante del Miedo o del tremendo sentimiento de culpa que, insoportable a pesar de esfuerzos monumentales por abatirlo, hicieron que Hércules se arrojara a la hoguera para “purificarse”.  Aun así, ni siquiera su espantosa manera de buscar la muerte en las llamas lo libró del dolor insoportable de la culpa. El hombre pues es el hombre, es el Hombre… Lo que varían son los modos de manejar las respuestas circunstanciales a los mismos y viejos yerros.

Los hombres y su montón de secretos son los mismos para los hijos de Adán que para un recóndito profesor y pederasta que, como el Humbert novelado con maestría por Vladimir Nabokov, se enamora apasionadamente de una niña de doce años cuya perversidad compartida parece gritar, con Baudelaire, que “la humanidad tiene como primer instinto hacer daño”. La diferencia que separa a unos seres de otros subyace en la inocencia aparente con que los ancestros remotos cedían a sus impulsos bajo la mirada implacable de los Inmortales. Si algo destaca en el “mito” o más bien en el ya sin temor a equivocarnos podemos definir el “complejo de Lolita” (en términos psicoanalíticos) es precisamente que la indiferencia es la forma más refinada de la crueldad social que a todas luces nos ha obligado a ver la violencia y la degradación como si fueran hechos naturales, casi obligados e inevitables.

Despojada de la fuerza vivificante de los mitos clásicos, la humanidad ha quedado desasida, como legión de sombras o seres en tinieblas. Somos la única especie supeditada a su sentimiento de orfandad, aunque ahora sin la visión tutelar y vigilante de los antiguos dioses, con los que sin duda en el pasado podía dialogar o cuando menos relacionarse. Cuando una sociedad se ha empeñado en matar a sus entidades y acabar con sus héroes, descubre que la humanidad al desnudo y por sí misma, tiene poca originalidad, mucho aburrimiento y más y peores bajezas y tendencias devastadoras que las que pueden reconocerse. De ahí que, bajo el imperio de la crudeza, las historias extraordinarias se fusionen al universo de la pequeñez cotidiana, donde brilla la estupidez y la necia costumbre de repetir los errores. Y en eso estamos. No hay grandeza ni hazañas en medios dominados por el Mal, el individualismo, la autocomplacencia, el tedio y la inclinación al ridículo. El erotismo, la brutalidad, la sinrazón  y la indeclinable costumbre de tropezar con las mismas piedras son iguales ahora que para los descendientes de Abraham o para la de aquellos griegos que veían la señal del destino en todos sus actos. Sin embargo, en cada cultura varían las reglas, los estilos de utilizar el poder de la palabra. Varían la civilidad, la fuerza moral del derecho, la proyección artística y el atractivo que por ejemplo en los griegos, ejercían aquellos relatos cargados de poesía en los que andaban mezclados hombres e inmortales, monstruos castigadores y pegasos voladores, flores del molu que hacían olvidar la patria, Minotauros, Ariadnas, Clitemnestras, Heracles y más de una Helena capaz de desencadenar sucesos inauditos.

Las normas modifican los juegos entre lo prohibido y lo permitido. A querer o no, las ficciones verdaderas fincan su propio atractivo donde las culturas más y peor se degradan por una visible tendencia autodestructiva. Ahí es donde, desde la primera transgresión, aparece la novela como si fuera escalpelo. Su cruda verdad rasga la hipocresía de “las buenas conciencias” para dejar al desnudo la brutalidad de lo real que ya no podemos dejar de ver. No más Tiresias chismosos ni Casandras anunciando la fatalidad con voz temblorosa y condenada a no ser creída. No más inframundos donde las sombras piden a Ulises que las reanime con sangre para volver a la superficie, donde habitan los vivos. No más medusas coronadas de serpientes para petrificar a los hombres ni Ícaros o Teseos, unicornios o sirenas.  Lo de hoy es lo que es en su versión pura y dura: el hecho de vivir en permanente estado de crueldad, con el ojo en alerta sobre el peligro y, de manera paradójica, en tal comodidad que la ley del antiguo esfuerzo tiende a reducirse a su máxima robotización.  

La verdad verdadera ya no se oculta en mitos ni en fábulas ni en pregones religiosos envueltos en invenciones deliciosas. Tampoco el secreto mantiene su antiguo poder de atracción. Ahora el yo, desde los días de su creador Montaigne, se desdobla mediante el recurso expansivo y esclarecedor del ensayo. Se ilustran el mundo y la existencia en los reflejos de la ciencia ficción. Se canta la vida en la poesía o se presenta la realidad, nítida y tremenda como es, en el arte de la novela.

En la escritura actual, como antes en voz de poetas o rapsodas, se expresan los nudos de que está hecha la  vida. Así y entonces, entre las frases que van saltando de la página hasta el ojo y la mente de los lectores, se va causando el prodigio que muestra a un Humbert que va relatando su tétrica historia desde la cárcel. Al describir suceso a suceso el drama que no deja de estremecernos vuelve, como en el pasado remoto, a manifestarse el horror con una tensión interna que todo devora, inclusive la curiosidad del lector. Así es como vuelve a experimentarse el estallido de las pasiones que sin piedad agitan hasta a los mismos dioses.

En ese filón de lo que ha sido común y ordinario brillaría la pluma de Vladimir Nabokov. Acusado de pornográfico, ningún editor en los Estados Unidos advirtió en los archiconservadores años cincuenta que Lolita sería una de las más influyentes e irritantes novelas de nuestro tiempo. Lolita saltaría de las páginas impresas a la mitología de nuestros días. No como heroína, sino como víctima más que representativa de la perversidad y del antifeminismo que aún nos alcanza.

Centrado en las relaciones sexuales entre la disipada niña de doce años de edad, y el maduro y no menos retorcido profesor Humbert, Nabokov arrancó el velo a la pedofilia que solía encubrirse con hipocresía, de preferencia entre sacerdotes, o al menos sobrellevarse con la indiferencia social que de tantas infamias es también responsable. Son recientes y aisladas, aunque ineficaces en mayoría, las legislaciones que condenan la pedofilia en buena parte de mundo. Lo común es voltear la cara para no ver la infamia extendida hasta el lucrativo negocio de la prostitución infantil.

Lolita parte de una ficción verdadera o de un hecho verosímil novelado como pura ficción. Antes que Nabokov hiciera del tema una obra clásica del siglo XX, otros autores se habían probado con la atracción que ejercen las niñas y adolescentes en hombres de mediana e inclusive de edad avanzada, pero ninguno logró la aguda penetración emocional, sexual y totalizadora que haría de Lolita el verdadero referente de la pedofilia y la humana degradación. Como en todos los mitos, la trama es mero escenario para destacar la señal de un horror que se aloja en la consciencia antes de mostrarse en el cuerpo. Y ahí, en los Estados Unidos del medio siglo XX, como podría ser en cualquier otro lugar, aparece un profesor a quien atraen las niñas entre nueve y doce años de edad a causa de un suceso –el destino- que determina su historia. Para conseguir el favor de la niña, Humbert desposa a la viuda y solitaria Charlotte, su madre, y fantasea con matarla para cumplir su propósito. Fortuna hace que ella muera antes atropellada por un automóvil y durante un año él, en su carácter de padre sustituto,  emprende con Lolita una odisea sexual por todo el país hasta establecerse otro año en el lado Oeste y comenzar de nuevo el viaje con la joven adolescente. Durante la huida aparece otro hombre enamorado de Lolita y la rapta.

 Tres años después Humbert, en su abandono, descubre su identidad y asesina al rival. El desenlace rompe la estructura de lo que podría ser un verdadero mito al enfrentar la justicia y mostrar a una Lolita preñada. Tras el final marcado por la muerte sugerida de los protagonistas quedaría el signo de la pedofilia encarnado en la perversidad compartida e idealizada por un adulto entrampado en sus fantasías neuróticas y la violencia que entraña la aparición de la culpa.

Al cerrar el libro aparecen en la visión del lector las Lolitas y los Humbert que pueblan la realidad en medios cuyo arquetipo, más allá de la fábula como ocurriera en la tragedia de Edipo, dibuja el quebranto de miles de historias que no consiguen ennoblecerse ni con el arte de la palabra. ¡Y vaya si Nabokov fue un escritor más que dotado!

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António Lobo Antunes en mis diarios

February 1, 2018 Martha Robles

Vivir es como escribir sin corregir, se lo he leído dos o tres veces a Lobo Antunes. Tiene razón.  Pienso en el guión mal dispuesto y al fin entregado al azar que determina nuestras vidas. Compatible en lo esencial con mi talante, su relación con el silencio, la soledad y muy especialmente con la literatura ha sido eje de una estrecha, muy estrecha conexión de-un-solo-lado, siempre al través de la lectura.  No pierdo de vista que, desde Memoria de elefante, advertí que en su sensibilidad y su peculiar estética finca su identidad dubitativa y el nervio de su obra, una falsa dualidad que, en apariencia, aún lo sostiene al filo de la vejez.

En el modo peculiar de ver y entender el mundo de este portugués que dejó el tiempo completo de la psiquiatría para consagrarse a las letras descubrí el filón poético que a tantos contemporáneos ha sido negado. Para no apreciarlo demasiado tuve que separar al António Lobo Antunes que supuse real del autor en posesión de un finísimo estilete para escudriñar recodos del alma.  De preferencia oscuros, estos recovecos que al parecer tanto lo atraen, obligan al lector a meditar sobre los misterios de la existencia. Así en Tratado de las pasiones o en El orden general de las cosas.  Con la figura de la muerte en perspectiva, despliega los dones refinados de su profesión inicial  para bucear en las vilezas y las embrolladas razones que mueven la conducta,  tanto de los individuos como del Estado.

Uno de nuestros contemporáneos más notables, este gran novelista lisboeta no duda en zambullirse en el pozo inescrutable de la complejidad psicológica. Precisamente donde las frustraciones, los gozos y en general “las pasiones” van desnudando –de preferencia en primera persona- esa cosa extraña y con frecuencia enojosa que llamamos “condición humana”. Cuando pienso en la trillada “nuestra condición”  inevitablemente recuerdo el pasaje casi inicial de las Antimemorias de André Malraux. Me refiero a unas breves líneas que sintetizan la vida entera en voz del futuro capellán de Verçors, su dialogante en la Resistencia quien, en 1940,  entregaba partidas de nacimiento a manos llenas para salvar de los nazis a los judíos. Que después de unos quince años de confesar, “nada le había enseñado la confesión”, salvo que “la gente es mucho más desdichada de lo que pensamos….  “Y, además, lo que pasa es que, en el fondo, no hay gente madura”.

Ese mutuo afán de especular sobre la vida –acerca de la vida frente a la muerte-  me llevó a establecer vasos comunicantes entre el complejísimo Malraux y el no menos complicado Lobo Antunes.  No obstante la distancia entre sus edades, sus mundos, sus biografías y sus respectivos modos de abordar la aventura humana, ambos convergen al forzarnos  a reflexionar en nuestras propias interrogaciones.

Coincido con el capellán y con el padre y el abuelo de Malraux en que el hombre es un mísero montón de secretos. En lo fundamental, el hombre está hecho de olvidos, de lados oscuros, de muchas frustraciones y de esas pasiones en las que el portugués bucea dudando de si él mismo es en verdad el gran escritor que los demás creemos que es.  A diferencia del autor  de La condición humana y fundador del Museo del Hombre, Lobo Antunes suele preguntarse cómo es que los lectores de tantos países se interesan por sus libros. En contrapunto de las dudas e inseguridades confesas del lisboeta, el colega francés murió entronizado en un ego monumental.

Él era él en lo público y lo privado, en el amor y en el desamor, en la gloria y en el dolor. Vivió como el gigantesco Malraux de las letra de la V Republique: un hombre de su tiempo que supo a la perfección quién era en la historia, en la cultura, en las letras e inclusive en el aprecio que le profesó Charles de Gaulle.  Hay que releer Los robles que se abaten y La hoguera de encinas para comprender el trasfondo de la  monumentalidad de su dialogante Charles de Gaulle, quien a su vez colmaba los días y la imaginación popular al afirmar sin pudor: ¡¡¡Je suis la France!!!!, especialmente al encumbrarse como un gran estadista, a partir de 1958.

 Claro que la literatura es la vida y una pasión, acaso la más intensa de todas. De suyo desciende de la vida y se regresa a la vida. La voz, las voces de Lobo Antunes, rítmicas y hermosas, traspasan lo aparente y donde menos se lo espera, detienen el aliento. En su estilo caben la pausa y la fuerza vital del silencio. A diferencia del ensoberbecido e inalcanzable Malraux, aunque no menos talentoso,  este peculiar  escritor/psiquiatra portugués y protagonista él mismo de guerras internas y externas,  se aventura a cruzar el otro lado, como gustaba a Borges y al mismísimo Lewis Carroll; es decir, António Lobo Antunes es un explorador magnífico del revés del alma/espejo. 

Coincido con él en que muchas veces es preferible fascinarse con los escritores a través de sus libros que desilusionarse al conocerlos.  Sólo son gente como el resto del mundo, salvo que el talento los distingue. Él mismo suele decir que si vemos a quienes leemos con admiración, con seguridad nos van a parecer horribles en su vida cotidiana, aburridos o soberbios insufribles. Aseguró que sus verdaderos amigos son los que tenía antes de sus libros.  Por consiguiente, son los que te quieren como eres y  a pesar de la obra.  Para ilustrar esta distancia entre el hombre del diario y la celebridad relató que cuando un hombre encontró en una calle de París a la admiradísima actriz, le preguntó: “¿Es usted Sarah Bernhardt”?, y ella contestó: “Lo seré esta noche”. Yo misma he conocido a numerosos escritores que me harían coincidir en que “Ni siquiera Balzac era Balzac.”

Miedo, dolor, inseguridad, falta de autoestima, desesperación ansiedad, dudas, tendencias autodestructivas… Ese ramillete oscuro e inspirador de lo humano que como psiquiatra enseñó al portugués a ver el alma desde otras orillas es por necesidad  nutriente de la gran literatura. Lo supo Tolstoi, lo exploró Yourcenar; con esa materia Flaubert dio vida a su insuperable Mme. Bovary y no se diga del estilete de Shakespeare que no dejó emoción sin tocar. Y eso es lo que se descubre en la obra de Lobo Antunes: al hombre en sí que ya no puede ocultarse ni de sí mismo, como ocurre en el cuento falsamente infantil “El traje del emperador”.

La obviedad del carácter de Malraux, a pesar de su natural mitomanía, impidió que  las  excelentes biografías que de él he leído me sorprendieran con la revelación de algún secreto. Convencido de que todo en su vida era trascendental para la historia y/o las letras, acaso nada tuvo tan recóndito que no se descubra en su vastísima obra. Si los tuvo, los secretos de Malraux trasmutaron en verdades ficticias. No así Lobo Antunes, quien sabe cuál es el hombre portador de un historia privada que vive más allá de sus libros y cuál el escritor inseparable de sus obras.  De hecho y quizás como mecanismo de defensa, entrevista tras entrevista sigue neceando con que no sabe por qué se venden sus libros. Que si no sabe si es escritor. Que si hay cosas que le interesan más que su notoriedad o su fama, “como la forma en que el libro te lleva consigo cuando empieza a existir”, según consta en sus Conversaciones con María Luisa Blanco.

Que hay gente escribiendo sobre su obra y que está haciendo un gran esfuerzo por comprender “lo que yo no comprendo muy bien”. Y, más allá aclara el hombre de las contradicciones ostensibles  que  sólo lamentaría morir por dejar de escribir, “porque es el único sentido de mi vida. Mi vida sin la escritura no tiene sentido […] Sin libros me sentiría perdido […]” En sus ires y venires entre el yo doméstico y el yo público que se ostenta como creador de ficciones, para el Lobo Antunes que no abandonó del todo la psiquiatría cobra un gran sentido lo que Freud decía: que nuestra vida es un combate contra la depresión. “Y yo creo que eso es verdad –asegura António. Uno intenta atenuar la depresión con el trabajo, con el amor, con los amigos… Cada uno busca sus antídotos. Para Freud el objetivo de psicoanálisis es intentar cooperar con la depresión, transformarla en algo creativo. Jung, por su parte, decía que no envidiaba ni a los escritores ni a los pintores, porque quienes no crean tienen la fortuna de poder crearse a sí mismos, lo cual es mucho más importante”. 

“Crearse a sí mismos…” Dilemas y afirmaciones  así son los que nos dejan como al rey desnudo.

No obstante haberse jubilado hace años de la consulta, todos los días se va a trabajar en lo suyo al psiquiátrico. Allí, en ese universo y con esa población que tanto quiere y con la que dialoga hasta escudriñar el alma, lee, se relaciona y escribe lo fundamental de sus crónicas, sus ficciones, sus páginas todas. Con otros nombres que frecuento con similar simpatía, hubo un tiempo en mi vida en que me hubiera gustado iniciar la que creí que sería una gran amistad con Antonio Lobo Antunes. Al observar con detenimiento sus fotografías e inferir aquí y allá lo que podría haber más allá del silencio, no dudé en retomar sus libros y regresar al invaluable espacio que, inagotable, se tiende entre el creador y su lectora.

Y ése, entre otros, es el prodigio liberador de las letras: imaginar, escudriñar el inagotable espacio de lo sutil y posible mientras vamos leyendo historias y juegos del destino que, a querer o no, nos exhiben de cuerpo entero.

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De aquellos días y de hoy

January 25, 2018 Martha Robles

M. C. Escher

Hubo momentos en que la literatura y la vida eran una y casi la misma cosa; una  era, más bien, extensión de la otra. Inclusive la música, la pintura, las protestas sociales, el teatro y el diseño gráfico parecían inseparables del estallido creador.  Aunque breves, eran esperanzadores los instantes de alegría, consuelo y confianza en el poder transformador de la cultura. Y la cultura se abría y avanzaba como río vertiginoso, como si diera al traste con siglos de cerrazón y miedo a los cambios.  Lectores y escritores tenían presencia social. No que fueran un montón equivalente al lleno de los estadios, pero hacían sentir la fuerza formidable de la palabra en medios balbuceantes y timoratos. Una, dos, tres voces se elevaban por encima de los demás. Se dejaban oír. Se reconocía la autoridad moral.  Empresarios, uniformados y políticos temblaban cuando los figurones esgrimían índice y verbo contra las malas acciones.

Esto de los liderazgos –y especialmente de los intelectuales- era privativo de los hombres, ya se sabe. Pero al menos quedaba el consuelo de que, en otras geografías, algunas mujeres “incómodas” arrojaban obras y reflexiones tan deslumbrantes que, como hachas clavadas en terrenos pedregosos, no dejaban lugar a dudas sobre el alcance transformador y crítico de sus voces. Voces tan esencial y simbólicamente  femeninas como las de Oriana Fallaci, Susan Sontag, Marguerite Yourcenar, Lillian Hellman, Simone de Beauvoir… Unos cuantos nombres en no más de cinco lenguas sacudían a las generaciones. En un remolino de ideas y transformaciones, las más jóvenes supieron que, por vez primera en la historia, no repetirían el destino de sus madres.

Esto sucedió en el siglo pasado. No durante todo el siglo, no. Fue cuando en nuestra América las ficciones y las letras adquirieron prestigio. De la costumbre de relatar boberas y enaltecer mundos tediosos y vidas pacatas, las plumas comenzaron a atreverse con los muertos, con desafíos a los dictadores, con disidentes trasmutados en palomas, con perseguidos que se refugiaban en salas de concierto,  con el pasado barroco que uniformaba con lana gruesa y colores afrancesados a negros aún tocados con el síndrome de la servidumbre. Las ficciones verdaderas se entremezclaban a las verdades ficticias en una espiral de voces que hacían decir a los lectores que ya nada sería igual, que en adelante nadie dudaría del poder transformador de la cultura.  En medio de un entusiasmo que dio en considerarse “realismo mágico”, aparecieron  caribeños que derramaban sudor con la intensidad de las fuentes.  Las mujeres, con libros entre manos, entendieron que  servían para algo más que para procrear. Un tratado sobre ciegos quitaba el sueño y con soledades de cien años y más, las novelas hacían sonreír aun a los más tiesos. Las letras también le perdieron el miedo a la crítica, al ensayo y a la poesía quebradora de viejas métricas. Inclusive por la radio y la televisión resonaban las voces de intelectuales que democratizaban el saber y, con temor o sin él, demostraban que la política compromete a quien la ejerce, pero que el compromiso político compromete más a todo un pueblo.

Eran pues, años en que las historias consagraban la palabra y las palabras hacían mejores a las personas. Lenguas y  muchas palabras vivificantes se sentían en el ambiente como el agua fresca en primavera. Una llamaba a la otra; algunas se traducían y lo nuevo hacía sentir que el vocabulario esencial, que hasta entonces se ignoraba o se daba por sentado, era tan grande, tan grande y en pleno ensanchamiento que las voces avanzaban como cohetes abriendo el  universo. No que el mundo fuera ancho y ajeno, no, es que los autores lo jalaban hacia sí para dotarlo de una dimensión manipulable, al alcance de la vista, a la altura de lo que era posible comprender en dosis adecuadas de asombro, verdad y revelación.  

Durante los años en que los intelectuales eran vistos, atendidos y temidos, inclusive  los remisos aceptaron que el saber, la creatividad y las búsquedas no eran delirios ociosos, sino maravillosos instrumentos de salvación de personas y sociedades. En esos días de gloria, cuando las letras dotaban de sentido la existencia, hasta se llegó a creer que  lo imposible no lo era tanto, que el porvenir sería mejor y que los Baby Boomers, hijos de la masa, portadores de rebeldía, de nuevas utopías, de música que hacía mecer el alma, de protestas consagradas como signos de los días y del lenguaje de la flor, encabezarían una edad de luz y de su anhelada democracia.

Eran los años en que los sueños se correspondían con actos cumplidos. Al menos eso se creía. Y ¿cómo no creer si el hombre pisó la luna y los anticonceptivos se podían comprar como aspirinas?  El piso se sentía bajo los pies. Se caminaba como en estado de  flotación. Las mujeres se aplicaban a abrir, abrir el asfixiante espacio del prejuicio para ganarle al tiempo lo que el tiempo les negó durante siglos. Ninguna ignoraba que arrastraban  milenios de sufrir la mordaza como emblema de virtud. No más  resignación abyecta ni toda esa costumbre de aguantar y llenar con lágrimas domiciliarias cubos y cubos de frustración y sueños fallidos. Claro, el puñado de pioneras llegó a creer que el feminismo, como milagro de la noche a la mañana, barrería con todo y lo barrería muy bien, empezando por las esperanzas frustradas y la condena discurrida por la imbecilidad moral.

Ilusiones. Muchas ilusiones, pero las mentes, el mundo se movía.

Un día amanecimos atenazados por la puritita verdad. ¿De qué panza salieron tantos sapos y culebras? Paridos con horror, los hijos de los cambios anunciados espetaron su “golpe de oreja” a los cófrades de la flor.  Se impuso el pensamiento único durante la hora del rojo y el negro. Murieron o se marginaron las voces consagradas, respetadas, admiradas. Publicidad y comercio ensombrecieron las ideas. No necesitaron gritarlo, bastó demostrar que individualismo y pragmatismo encabezaban el progreso.  Que nadie dudara de que el saber, el arte, las letras y el pensamiento crítico eran más peligrosos que las banda de criminales, la impunidad absoluta y la corrupción adherida a la vida social. Mediatizar la cultura, igualar hacia abajo, fomentar  la indiferencia enfermiza de los vencidos: eso define al México moderno, al México actual, el de las conquistas democráticas.

El siglo cambió aferrado a los signos del Ave Fénix. Desplumada y caduca, el Ave no renació. Anidó el huevo podrido de la miseria moral, de la mentira, del abuso abyecto y de la infamia disfrazada de política liberadora. A cambio de la autoridad moral que ejercían los intelectuales, hoy los de dizque avanzada publicitan el insulto, el enojo acedo y los adjetivos necios. Esto es lo que aporta la “ciudadanía” al modelo de país que sustituirá los logros de las palabras que, por desgracia, ni fueron eternas ni llegaron a viejas ni consiguieron meter ideas en la cabeza hueca del hombre/masa.

Y en eso estamos: dominados por la medianía del hombre sin nombre ni cara. Estamos bajo el yugo  sanguinario del crimen. No feminismos, sino feminicidios, desapariciones y robos para el comercio sexual. Estamos teñidos con el negro de la abyección, con el tartajeo de los vicios del consumo y del dominio aceptados como muestras de una fatalidad administrada por extraterrestres.

Muertos los días de la autoridad mítica, de las voces consagradas, de los compromisos con la verdad, aunque la verdad poco saliera de sus linderos utópicos, quedó a su aire  la certeza de que todo está permitido: el absurdo de la vida burguesa, la degradación del arte de gobernar, la política reducida al juego de Juan Pirulero y la costumbre del chapulín, la mudez selectiva, la danza de monstruos cuyas atrocidades  harían palidecer a Atila, a Stalin y a los malos malísimos dictadores africanos, asiáticos y latinoamericanos.

Las palabras quedaron partidas por la mitad. Perdieron sustancia, unidad, sentido, alegría y esperanza. Partidas y repartidas, las voces no dicen, aúllan y muestran un mundo despiadado, desalentador. Los lobos acechan. El amor está  pervertido o aniquilado.  El engaño impera y el cinismo exhibe su miseria moral con descaro. Hoy no hay voces equivalentes a las de ayer. Y si las hay, ni siquiera se notan.  Y si, hay que insistir: la cultura y los intelectuales importan. Sin su fuerza moral sólo nos queda lo que hay: crimen, corrupción, impunidad…

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El descenso de México

January 18, 2018 Martha Robles

sinembargo.mx

Un torneo de medianías. A eso se reduce el espectáculo de las contiendas, sin descontar el capítulo de las esposas/sucesoras: conjunto de nadie, mujeres sacadas de la nada que no sirven para nada. Sin ideas ni proyecto nacional; sin patriotismo, sin sensibilidad cultural ni estructura política; sin propuestas innovadoras ni visión del desarrollo con progreso; sin biografía que avale probidad y congruencia en sus aspiraciones: un desfile, en suma, de las peores características del realismo mexicano que cada sexenio renace y se reinventa con si el pasado no existiera. Cada sexenio seguir con fidelidad la tendencia a descender, a no saber qué hacer en presente para dejar el porvenir en manos del azar o para "vivir al día, como la lotería...", como cantara Ramón López Velarde.

Los candidatos nos acosan con veleidades cada vez más obvias y pagamos mucho, muchísimo dinero, esfuerzo y costo social  para que el puñadito que va tras el Ejecutivo federal o estatal, tras una curul, una recompensa plurinominal o cualquier otra denominación vinculada al hueso protagonice un simulacro de democracia. No hay seriedad. Tampoco nada que esperar de la contienda que ya es feroz, bajuna, carente de ideas. Una mal llamada precampaña electoral sin signos comprometedores y sobrecargada de señales que indican que   siempre se puede ir a peor; siempre se puede descender más y más y cínicamente demostrar que amar al país no es requisito para gobernarlo ni es necesario aplicarse para dar lo mejor de sí mismos en bien de la dignidad que tanta falta hace.

Muerto el nacionalismo a golpes de odio a las ideologías, México quedó sin nada porque, a decir verdad, era muy poco lo creado como sedimento para el futuro. Tras aquella pantalla de desmesurada pasión  por “nuestro país”, que se mantuvo viva y “disciplinada” durante casi siete décadas, resulta que ni había patria ni sustento cultural para construir la democracia. Tampoco se formó la población para que entendiera, valorara y defendiera el significado de pertenencia responsable a un territorio y a un Estado específico. Esa es la desgracia, que por el peso ancestral del paternalismo el mexicano no tenga la iniciativa ni el espíritu de superarse. Siempre está con la mano tendida a la espera de que el padre otorgue, de que el padre premie, reconozca, bendiga, maldiga o castigue. ¿Cómo cambiar esa naturaleza dependiente?

Vacíos, pues, de responsabilidad moral, de decencia  y de compromisos: así nos quedamos cuando, a la muerte del PRI histórico y con el subsecuente estrechamiento de las clases medias, quedó a la vista la inexistencia de estructuras políticas, sociales, educativas y económicas suficientemente sólidas para que las nuevas generaciones construyeran el México del siglo XXI.  Al respecto, todavía falta llamar a cuentas al sindicalismo charro, que tanto daño hizo a la población. Dos décadas han transcurrido desde que el presidencialismo se autodestruyera y nada, absolutamente nada digno de reconocimiento ha surgido de los polvos de aquellos lodos. Como no sea una partidocracia espuria, subsidiada y carente de ideario y principios no hay evidencia de que la vida política, la propia ciudadanía y el sistema de gobernar hayan superado los vicios de sus antecesores; antes bien podría asegurase, dadas la injusticia social, la impunidad, la delincuencia descontrolada y una corrupción totalizadora y sin antecedentes, que el México “antipri”, el de los parásitos dizque forjados a la luz de la democracia, es moral, social y culturalmente mejor al que lo engendró en las postrimerías del siglo pasado. Y eso es precisamente lo que, con impudicia, se ha puesto de manifiesto en este torneo de deslealtades partidistas, acomodos y tales arribismos que sujetos tan abiertamente descarados como el tal Lozano pueden brincotear vociferando de una facción a otra sin siquiera un poco de discreción a la hora de presumir sus traiciones. ¿Algún compromiso de Meade con este tipo?

¡Pobre México! y pobres mexicanos tan incapaces de echarse palante. Pobre pueblo de vencidos y agachados, tan fácil de convencer con tan poco… ¿Y que sigue después de proferir tantos insultos? ¿Cuál es el país a construir? ¿Cuál el modelo, el ideal a seguir?

Ninguno de los candidatos siquiera imagina que las personas, cuyo voto es lo único que requieren y pretenden con avidez rayana en lo neurótico, somos sujetos sociales y políticos. Los electores tenemos pasado y pretendemos prefigurar un futuro menos desalentador. Ansiamos motivos para enorgullecernos. Requerimos razones para no avergonzarnos. Necesitamos país. Urge justicia, decencia, confianza. Deseamos patria y, en suma, estamos hartos de la chabacanería tercermundista que encumbra la mala vida y la marginación como sinónimo de buena gente. De eso ya está agotado el discurso mesiánico y más que probada su infecundidad.

Los adjetivos son lancetas hirientes, no alegatos. Ningún insulto sustituye al indispensable proyecto sociopolítico que no se ve, no se intuye, no se discurre en cabeza alguna. Y no lo hay porque los contendientes carecen de apegos partidistas, ignoran lo que es el patriotismo. No hay en sus antecedentes lealtades precisas ni convicciones definidas. Lo mismo sirven para un barrido que para un trapeado. Da igual inclinarse a la derecha, a la izquierda, vociferar, tambalear en el centro o dar vueltas sin sentido, como la burra alrededor de la noria.  

De hecho y por donde se los vea, los partidos políticos están muertos. Ahora se presumen “ciudadanos”.  De idearios y de partidos no quedan ni las divisas, tampoco cenizas ni sombra de compromiso. Mucho menos la vieja y necesaria formación de cuadros que encumbrara al IEPES. A cambio de ideas deslumbran los dispendios económicos de los que también estamos hartos los mexicanos; pero sobre todo, estamos avergonzados. Estamos atenazados, pues, por una banda de mediocres y ambiciosos  de poder que, bajo ninguna circunstancia, parece dispuesta a comprometerse con el pensamiento y la acción. Pensar los males obliga a discurrir remedios. El problema es que la mayor crisis que padece el país es precisamente de inteligencia, de ideas, de calidad y congruencia moral.

Por todos los medios campea la  demostración del descenso general de la sociedad. Y los contendientes, cada uno en lo suyo, son ejemplos representativos de la miseria cultural que, a querer o no y década a década ha jalado hacia abajo a la población. Allí está sumida la mayoría de miserables, de pobres y clasemedieros:  en el pozo de la rabia, donde los males colectivos mejor se complican y resuena con nitidez el grito airado de millones de atrapados. Ése, así, es el saldo de décadas de degradación en el modo de gobernar. Si la clase política asimila para sí logros, vicios y aspiraciones de ciudadanía mancillada, la ya abultada criminalidad comanda el desafío de aniquilar resabios de orden e institucionalidad y la muchedumbre que pulula sin rumbo ni garantías facilita, con su actitud infecunda, que el caos se expanda de lo público a lo privado y al revés.

¡Qué impotencia sufrimos lo que aún creemos que México es un país con reservas éticas y culturales! Qué sensación de tristeza tan profunda atestiguar todos los días y minuto a minuto que la política se ha reducido a carrera imparable hacia el retroceso y la traición a los grandes ideales de los fundadores de la República!

¿Qué hacer con tal desaliento?

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De la enfermedad y los doctores

January 11, 2018 Martha Robles

Asclepios, fundador de la medicina. Circa s. VIII ac.

Cuando la enfermedad me toma por asalto, procuro distraerme con lecturas sobre la fragilidad de la existencia. Un mal pasajero, aunque no menos perturbador, entremezcla lo vivido y lo aprendido en la relación del médico con el paciente.  A fuerza de acompañar enfermos y gravedades en varias estaciones de mi vida, comprendí el valor de Ser médico: una pequeña joya del sabio y añorado Eduardo Césarman, que debería ser texto obligado en la profesión. Allí asegura y con razón, que “la mala muerte es la que se deja en manos de los médicos”. No obstante sus prodigios, la medicina ha elevado de tal manera su costo que, inaccesible para los más, aun los seguros se cotizan a partir de privilegios millonarios. Y no es ningún secreto que se puede prolongar la vida de los viejos, de los padecimientos degenerativos y de los desahuciados unas cuantas semanas, pero serán “las más caras de su vida”.  Esta realidad lacerante, impensable en el pasado inmediato, es otro producto del monetarismo neoliberal en el complejo universo de la salud y la enfermedad.

Las contradicciones del modelo económico/social y del acoso fiscal que atenaza por tener o no tener,  por ahorrar o por gastar y así sucesivamente, son insalvables y no dejan rincón sin afectar: mientras que de una parte el Estado favorece las condiciones para el incremento de ancianos en la población, de otra los margina bajo el principio que demuestra que envejecer es  empobrecer. Mientras los pobres mantienen su desamparo en el último peldaño de las garantías vitales, la clase media sufre el hachazo de la tercera edad cuando se da cuenta de que al que tuvo, lo fastidiaron la devaluación y las corruptelas y al que apenas retuvo no le queda con qué costear el “privilegio” de ser un anciano atenido a su suerte.

Entre el oneroso sistema hospitalario, los medicamentos, laboratorios, tratamientos, terapias y los honorarios inmorales de los médicos he visto cómo se adelgaza el presupuesto de familias que, por deseo o pensamiento mágico, suponen que la salud de su enfermo depende de su fatídico empobrecimiento. Y claro que la mayoría se enfrasca en esta aventura porque, además de que no hay demasiadas opciones electivas,  observamos curaciones asombrosas gracias a que el siglo XX desencadenó una sucesión de logros científicos, electrónicos y nucleares sin precedentes. Sin embargo, cuando ya no hay carteras, bienes ni préstamos para cubrir la vida artificial y las exigencias clínicas,  la “ética” del régimen privado desaparece donde el lucro afianza su nombre.

Las cajas hospitalarias son el penúltimo eslabón de la desgracia. Con una cuenta de metros y varios dígitos en mano, al familiar insolvente le aguardan otros corredores del pánico a cargo de los agentes de “seguridad”. Atrapado por la deuda, no puede dejarlo adentro ni sacar a su paciente, porque se convirtió en rehén de la factura sin cubrir. Lo interesante es que nadie considera este abuso como un secuestro, a pesar de que las cuentas abundan en rubros insólitos e imposibles de comprobar o siquiera descifrar. En suma, respecto de la medicina privada, todo es cuestión de gastar y no parar hasta que los bolsillos quedan vacíos. Sin embargo y tomando en consideración que los seguros médicos son escandalosamente caros y limitados, la medicina privada  es la única a la que gran parte de la población tiene acceso (y me incluyo).

Todo es comenzar el peregrinaje en un consultorio para depositar en un desconocido medio recomendado, una confianza ciega. Lo demás es una moneda al aire porque no hay modo de valorar sus atributos profesionales, su aptitud o sus verdaderos conocimientos. Al ojo pues, y obedecer la intuición porque tampoco hay  referentes oficiales para considerar su confiabilidad, ya que la mayoría carece de obra significada y/o calificada. Así que esperanza y buena fe nos igualan a  los remotos sumerios que iban a los templos de la salud para curarse mediante la gracia divina.

El hombre actual valora la salud y la libertad tanto como el habitante de la edad de piedra. No obstante apreciar en lo esencial estos dos pilares de la vida, mucho, muchísimo ha cambiado nuestra civilización respecto del conocimiento de los males, la intervención del médico y la supeditación del enfermo, pues en unas cuantas décadas la medicina privada se ha convertido en un negocio inhumano, a pesar de sus maravillosos logros. Gracias a la investigación sostenida de grandes talentos, a las políticas sanitarias, a los antibióticos, a la medicina social y las vacunas, el siglo XX fue el del gran salto de las muertes masivas a la conquista de una mejor calidad de vida que trajo consigo algo desconocido en el pasado: el envejecimiento de la población y las consecuentes enfermedades degenerativas de las que apenas tuvieron noticia los abuelos.

Entre las heridas de guerra, accidentes, partos complicados y ciertos males, durante milenios el promedio de vida mal podía rebasar los 35 o 40 años de edad. Ser ancianos, por tanto, es cosa nueva. Desde esa perspectiva,  la historia se extiende como un arco en tensión entre los modos de nacer, curar, abatir el dolor y retrasar hasta lo posible la fatalidad de morir. Del diagnóstico y la curación mediante oráculos, sueños para recibir el recado del dios y enseñanzas básicas de los asclepíadas o médicos de la remota Babilonia a la era de la tecnología de punta que no deja parte del cuerpo sin escudriñar y/o modificar, las civilizaciones han dado un salto tan inaudito como el de la ingeniería genética, los trasplantes de órganos y la conquista del espacio.

Me emociona imaginar la confianza con la que, durante varios siglos antes de nuestra era, los peregrinos en busca de cura seguían los rituales asignados para cada enfermedad: primero, purificarse en el tholos, el estanque o manantial asignado. Pernoctar en el abaton o sala de dormir donde mediante una atenta introspección, recogimiento o incubatio, aguardaban a que el dios les hablara. Este indicio de diagnóstico por intuición se completaba con el oráculo y/o prescripción de los discípulos de Asclepios, el hombre/dios fundador de la medicina, llamados asclepíadas: elóboro negro para las locas de Argos; ungüentos y yerbas varias contra las fiebres; cuevas de confinamiento pobladas con serpientes seguramente para los más incautos y música, mucha música y poesía para curar a todos desde el alma. Antecedentes remotos de los hospitales de hoy, en ninguno de aquellos recintos  estaba permitido parir o morir, ni siquiera en el pórtico de incubación y mucho menos en el de la convalecencia.  Sostenidos con donaciones asequibles, aquellos complejos templos de la salud eran de una sofisticación fascinante.

No deja de ser verdad que, con tecnología de punta o sin ella, el hombre es lo que ha sido. En el fondo de su ser continúa aguardando el recado del dios y, con escandalosa asiduidad, de manera simultánea se practican la superchería, la magia, los oráculos y cuanto enredo se discurre para curarse con mediación de poderes oscuros. Así me quedó en claro al ver un hermoso documental sobre un connotado cirujano que con auxilio de la robótica y a través de su computador dirigió desde Boston una cirugía como de ciencia ficción: un tumor enorme entre la cara y parte del cerebro de un niño en la India que pudo ser intervenido después de peripecia y media.

En tanto montones de especialistas y recursos de lo más sofisticado se congregaban para realizar una hazaña intercontinental, parientes y aldeanos auscultaban “el otro lado” para “proteger” al niño con sahumerios, amuletos y cuanto artilugio se pueda una imaginar. Y si que ocurrió el milagro, a partir de que se pudo obtener el financiamiento gracias a algunas fundaciones internacionales. Se sumó la generosidad del talentoso cirujano de prestigio mundial que además de no cobrar honorarios, contribuyó a formar médicos de la India y hasta habilitar las condiciones hospitalarias requeridas en Nueva Delhi.

Mejor que nadie Einstein supo que cuando ciencia y humanismo se fusionan ocurren  milagros. Y así lo afirmó: “Hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen milagros; la otra, que todo es un milagro.” Hay que creer, pues, que algún día será posible abatir el lucro en la medicina para democratizar el acceso a la curación. Mientras tanto, sin embargo, roguemos no enfermarnos de gravedad a la Guadalupana, porque eso es es para ponerse a temblar.

 

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De amores y errores

December 28, 2017 Martha Robles

Elvira Gascón

Tiempo de relecturas. A salto de autores, se unifica lo real. Sea Shakespeare, Cervantes, Pessoa, Neruda o mi voz interior, cuando se trata de amores generalmente triunfa la fantasía, por lo que de antemano está servido el conflicto, el enredo o la frustración. La pareja ideal  se prefigura al filo de la adolescencia. Con suerte madura; si no y a partir de entonces, la visión idílica del amor sigue sus propias leyes, sin conciencia de lo real, sin autocrítica ni disposición de ver y aceptar que lo que es es como es. Así se impone con facilidad el intruso y desencadena el infierno: infierno a veces más bien anodino, otras tedioso, loco o violento cuando rozamos lo peor. Y lo dejamos pasar, en las páginas y en la vida. Cedemos y concedemos. Remember Mme. Bovary, Anna Karenina, Julian Sorel, Philip Carey, en La servidumbre humana… Unos ejemplos peores a otros, la lista es antigua e interminable. Y hasta donde recuerdo, nadie acaba bien, ni siquiera los héroes.

La gente va creciendo en casi todo, salvo en inteligencia emocional: si no fuera así no existirían la literatura, las religiones ni el psicoanálisis. Tampoco el alcohol y las drogas serían panacea de ingenuos que creen en el Paraíso, en el arte de la fuga y en los prodigios. Mientras que a la sombra del indeseado el desamor tiñe lo cotidiano de divergencia instintiva, la novela, la vida, el teatro o la poesía coinciden al ponderar al amante perfecto: es la ficción –su poder insustituible-  a la que se acude para hacer soportables los días. Es también el relato de lo anhelado el que divide en dos la existencia, nada más que para convertirnos en esquizofrénicos o equilibristas. Esos dos lados, tan infaltables y juguetones, tan tramposos el uno y el otro, tan mentirosos ambos y frecuentados por los amantes.

Sin la invención del porvenir promisorio que nos aguarda con quien, por descontado, no existe, nos sentiríamos como desnudos, como sin rumbo, sin sentido y a la deriva. Al menos así lo espejean los grandes autores. Pienso en Stendhal, en Baudelaire, en  Tolstoi, en Dovsteievski, en Cervantes… Vaya, pienso en el drama, en la tragedia y la infelicidad que, según lo demuestra Sandor Márai, se van tejiendo desde el mero principio, con las elecciones e intenciones equivocadas. Lo demás llega solo y se escribe con dificultad porque duele; duele de cerca cuando acerca, y de lejos porque espejea, advierte y desenmascara al errático  y débil que llevamos adentro.

Distante del común de los mortales, el amante fabulado se va refinando en nuestras cabezas al ritmo en que lo que hay, lo que conocemos y se toca está  lejos, muy lejos de parecerse a  nuestra ficción amorosa. Sin embargo ahí nos quedamos, en la primera, segunda y tercera estación del error. Y si damos el salto, Anna Karenina asalta, Mme. Bovary nos espanta, Ekaterina Máslova, la seducida abandonada y encarcelada de La resurrección, obra tremenda de Tolstoi sobre los prejuicios y la hipocresía de la sociedad y la Iglesia,  nos infunde terror.  Y de ahí en adelante, hasta abarcar decenas y centenas de destinos femeninos arrasados por la sinrazón y la barbarie patriarcal. Esa barbarie tremenda que por más instruidas, creativas y autosuficientes que seamos algunas mujeres, se nos aparece en la intimidad para revelarnos el verdadero secreto que nadie nos dice: no es Medusa, es Meduso el monstruo que paraliza. Es el hombre coronado de serpientes; es el depositario del veneno letal que hacia fuera se muestra paternal, protector y sabe dios cuánto más y muros adentro se arranca la máscara para dejar en libertad sus culebras.

Presentimos que “algo” falla todos los días. Algo recóndito  no nos acaba de contentar. Falta o sobra de todo: un tirano domiciliario, demasiado machista para nuestras ansias de libertad: violento, celoso, egocéntrico, con visos de envidia de sabe Dios qué, no tan brillante como presume, indolente, miedoso, un alma agreste… El catálogo de peros y observaciones calladas brilla en nuestro interior o administra el silencio brutal que Márai transforma en obra maestra en El último encuentro. Hecha para sufrir, hay que aguantar. Y yo, tú, ella, nosotras aguantamos. No darse por vencida, es la consigna: a fin de cuentas, todo va a mejorar.  Para eso está la emoción perturbada, para construir destinos a dosis de deseo, inexperiencia, dolor y presión social. De todas maneras, siempre quedaremos mal.

Lo sabemos: los fracasos se anuncian por todo lo alto, pero mejor no moverse. ¿Qué sería de las letras si los amores tuvieran finales felices? No es que los  dioses cieguen a quienes quieren perder: es que paralizan, más bien. Es la Medusa/Meduso  la culpable.  En medio del ir y venir de la ficción al recuerdo, del libro a la evocación, de sueño a la vigilia y del deslinde entre la verdad ficticia y la ficción verdadera, se impone a mi  pesar un momento en que la voz de Pessoa retumba allá adentro. Traída de lejos, cada palabra pega, como una denuncia: Soy quien no acerté a ser.// Todos somos quienes nos supusimos.// Nuestra realidad es lo que no logramos nunca. Y más allá, el tic-tac restallante, lo inevitable y la urgencia de arrancarse la máscara, porque el sabio Pessoa, otra vez, lo probó con razón y nos lo espeta, otra vez:

Todos tenemos dos vidas:// la verdadera, esa que soñamos en la infancia// y seguimos soñando, adultos, en un sustrato de niebla,// y la falsa, esa que vivimos en convivencia con los otros,// la práctica, la útil,// esa en la que acaban por meternos en una gran caja.

Y en esa suma/resta entre lo ficticio y lo real me queda claro que hay un momento en nuestras vidas en que le asignamos al intruso o enemigo domiciliario virtudes. Inclusive le disminuimos defectos y a su alrededor construimos un futuro llevadero a pesar de que la realidad resuene como campana de catedral.  Fabuladores somos, pues, aun sin páginas de por medio. Y lo somos de punta a punta, como si de una enfermedad congénita se tratara.  

Así es el Dictado, la Necesidad: hay que iniciarse sexual y socialmente en pareja, para lo cual se aprende a no mirar más allá de la frente.  Eso, porque hay un momento extraño o un mandato secreto en que por cuestión cultural, deformación del prejuicio adquirido, comodidad o incapacidad de entender dividimos en partes inconciliables el mundo deseado del mundo tangible, el que aguardamos como se espera la lotería y el que todos los días se  presenta como agenda a cumplir: hacer esto y lo otro, ir por aquí y por allá, contestar a éste, procurar a aquél o aceptar que hay cosas que tenemos que hacer.

Tolstoi, ese santurrón y demonio que se cansó de hacer trabajar y reescribir a Sofía, la esposa al final repudiada, tuvo el acierto de iniciar su Ana Karenina con una verdad de a kilo: “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”.  Y vaya que él abundó en su vida en motivos para hacer sufrir a los más cercanos. Mucha, muchísima gente está condenada a la infelicidad. Los que descubren o persiguen el codiciado secreto de amar, ser amados, vivir sin sobresaltos y sin que las pasiones los desborden, no suelen ascender a las letras. Tampoco se dan a notar ni en general nos parecen tan atractivos para siquiera desear una biografía similar.

Entre anodinos, buena gente y almas felices permanece un estado de flotación que contrasta y mantiene en vilo a los equilibristas tan maravillosamente descritos por Kafka. Kafka: santo de mi devoción, cucaracha bendita, pluma si  par, odiador de su padre, genio de tempestades, incapaz hasta de amarse a si mismo, perplejo si los hay.  Los “otros”, los torturados de la tierra, los que suelen poblar el teatro y la novela y tarde o temprano se convierten en manjar del psicoanalista, son los problemáticos que han hecho pensar a filósofos, prelados y poetas sobre el sentido del ser y del sufrimiento. Por ellos tengo por sagradas a las letras, por ellos creo en la redención y gracias a la fusión de dolores propios y ajenos sigo creyendo que no hay libertad que se paladee mejor que la que se conquista cuando se ha sido rehén de un tiranuelo mayor o menor. Siempre estarán Antígona, Sócrates, Wan Fo y Galileo, por ejemplo, para probarlo.

De los motores que mueven al espíritu humano, sin duda el poder y el amor se cuentan entre los más potentes. Múltiple, diversa, expuesta al juego engañoso de la interpretación, la idea del amor es tan ambigua que acepta cualquier interpretación. De ahí su riqueza, su insondable capacidad de inspirar páginas deslumbrantes.

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De mis diarios. Alexandra David-Néel

December 21, 2017 Martha Robles

Hay que tener un gran espíritu, cuerpo de acero, curiosidad y voluntad sin par, valentía y un apetito de saber fuera de serie para atreverse de por vida con las doctrinas, los signos, lo cotidiano y la espiritualidad de Oriente, inaccesibles aún para los occidentales en la primera mitad del siglo XX. Esta belga-francesa tan fuera de serie, bien pudo haber sido extraterrestre. Hija única de maestro –perdedor de la fortuna familiar en pésimas inversiones-, y madre ultrarreligiosa,  al nacer en Saint-Mandé, en 24 de octubre de 1868,  nadie habría imaginado que arrullaban a una pionera  feminista con tales visos de anarquía que, por vanguardista, ningún editor se atrevió a publicar su manifiesto ni sus primeras páginas entre el fin del XIX y principios del XX.

No bien hablaba y caminaba cuando, a los dos años de edad, abrió la verja y huyó de casa. A los cinco repitió el numerito, pero en esta ocasión y en vez del parque cercano, se internó en el Bosque de  Vicennes, en las afueras de París. Las fugas se volvieron rutina, sólo que cada vez más largas, peculiares e internacionales, hasta irse al extremo del mundo para encumbrarse como la mayor orientalista del siglo. Lectora formidable,  fascinada con el estoicismo, a los quince cogió el tren a Londres y, sin más equipaje que la lectura de Epícteto, allí se quedó a pesar del impotente asombro de sus padres, hasta agotar una pequeña herencia. Se dice que antes viajó a España o a Suiza  en bicicleta. En sus escritos autobiográficos, la franco-belga Alexandra David-Néel,  bautizada  Louise Eugénie Alexandrine Marie David, se probó en el canto, el teatro, el periodismo y con la ópera en  Europa, Indochina y Atenas, de donde partió a Túnez hacia 1900, en vista de que el lirismo “no era lo suyo”.

Como le picaba la urgencia de responder al llamado de Oriente,  se disculpó con Philippe Néel por haber cedido en Túnez a la abominable tentación del matrimonio en 1904, a pesar de que el amasiato entre ellos había funcionado durante cuatro años, con altas apasionadas y bajas marcadas por el desaliento.  A fuerza de enormes misivas y un lenguaje dirigido a cultivar la amistad por encima de todo, desde París le escribe, a poco de haberse desposado, para abundar en cuán horribles le parecen los prejuicios que, por demás, a nadie  hacen mejores personas:  …Para ser feliz no es necesario tener una compañera anodina, sentimental y sin voluntad. Junto a esta apatía que la masa vulgar toma por la expresión de la dicha, está la dicha activa, que actúa con más fuerza y más eficacia (…) Formamos un matrimonio singular; nos casamos más por malicia que por ternura. Fue una locura, sin duda, pero ya está hecha. La verdadera sabiduría sería organizar ahora nuestra vida en consecuencia, tal como puede ser apropiada para unos seres de nuestro temperamento.  Y eso fue lo que hicieron, en definitiva, a partir de 1911: sostener una amistad amorosa que, con el agregado del apoyo financiero sin el cual hubieran sido imposibles sus andanzas, duró hasta la muerte de él, en 1941.

Viajera por naturaleza o por karma, se  disfrazó de mendigo tibetano en 1924 para ser la primera mujer occidental no solamente en acceder a la proscrita Lhasa, sino en avecindarse durante meses en Tíbet para estudiar su cultura.  Lo que siguió fue una larga vida de exploradora, escritora, meditadora, yoguini y budista.  Llevó el desapego al extremo de renunciar a la comodidad, al canto, a la actuación, a la relación de pareja, al trabajo convencional y a cuanto le representara cualquier obstáculo a su libertad, por leve y simbólico que fuera.

Leer Diario de viaje. Cartas desde la India, China y Tíbet, me dejó deslumbrada. Marie-Madeleine Peyronnet, su secretaria durante sus últimos años en Samten Dzong  (“Fortaleza de la Meditación” en tibetano), en Digne-les-Bains, en los Alpes franceses, se dio a la tarea -conforme a las instrucciones póstumas de Alexandra- de seleccionar,  ordenar y publicar 600 páginas con detalles de países, viajes, credos y personas, extraídas de 40 años de correspondencia con su generosísimo y también peculiar marido Philippe Néel, a quien sobrevivió 28 años.

Nada ni nadie la detuvo.  Algo como un resorte interior la impulsaba a buscar, a ir más y más allá, a tocar lo imposible  y hacerse de maestros espirituales que localizaba en cuevas o en los más afamados monasterios de China, India, Nepal, Sikkim, Ceilán... Su obra, vastísima y rigurosamente documentada, se convirtió en imprescindible entre  orientalistas desde que, a partir de 1911 y hasta después de su muerte, ocurrida en 1969, comenzaron a divulgarse títulos tan  atractivos  como Le Modernisme bouddhiste et le bouddhisme du Bouddha, Voyage d’une Parisienne à Lhassa, Mystiques et magiciens du Tibet y quizá una treintena más, a veces anticipados en artículos y conferencias, a veces en cartas que se sumarían por miles de cuartillas o mediante dictados a su secretaria, inclusive cuando Alexandra, sin rasgos seniles, ya era centenaria. Ahora me doy cuenta –decía ya al final- de lo poco que se, de lo que me falta por hacer….

Durante sus exploraciones observaba, con cierta tranquilidad, cuán maravillosas son aquellas culturas remotas pues por más que los conquistemos, los engañemos y los robemos, los asiáticos continúan viviendo en un mundo de belleza y grandeza cuya puerta  permanece cerrada a Occidente (…) Vivió la Gran Marcha, la independencia de India, la ocupación del Tíbet y, en medio de sucesos a cual más de extraordinarios o peligrosos y a pesar de carencias y dificultades tremendas, seguía “su viaje” a pie, en andas, en burro, en carretas destartaladas, elefante o a lomo de algún nativo sin que hubiera obstáculo o prejuicio que la detuviera. Además de porteadores ocasionales, se hizo de un sirviente llamado Yongden que le servía de lo que fuera, desde cocinar y dialogante hasta preparar la pequeña tina donde se bañaba todos los días sin importar clima ni dificultades geográficas.

“Lámpara de sabiduría”, la llamaban los lamas en los monasterios, porque además de su enorme intuición entraba a fondo en las enseñanzas hasta desentrañar sus secretos. Si del  cristianismo absorbió cuanto tenía que saber para renunciar a la fe, el Corán y el judaísmo cerraron su interés por el monoteísmo. Oriente, en cambio, le dio hasta lo no buscado.  Aun al filo de su muerte decía que su obra seguía incompleta. Además del dominio de la telepatía, del manejo de los sueños vívidos y otras prácticas reservadas a iniciados, probó una, especialmente secreta y en posesión de unos cuantos, que consiste en la creación mental de una especie de robot llamado tulpa o fantasma tan fusionado al “amo” que, “materializado”, puede usarse como esclavo por el  monje que lo genera. Y Alexandra tuvo el suyo hasta que con enorme dificultad pudo librarse de él, pues “ya se le había rebelado”.

Sus libros se harían tan imprescindibles  para la Generación Beat, que Jack Keruac, Allen Ginsberg y el muy influyente  Alan Watts se constituyeron en voceros del orientalismo. En pocos años las doctrinas orientales fueron emblema de las generaciones siguientes. Empezando por las comunidades hippies, escritores y vanguardistas hicieron suyas sus enseñanzas. Las librerías de Berkeley, Big Sur, Santa Cruz y prácticamente de toda la costa californiana se adelantaron en la venta de traducciones, en tanto y los miembros del  Baby Boom se vanagloriaban de ser los más entusiastas lectores y divulgadores de la obra de Alexandra. El orientalismo influyó poderosamente el espíritu del ‘68. Fue tan significativo su efecto que no era posible referirse a  California ni a los años sesenta sin considerar las literaturas y el budismo zen, el interés por el tao, la súbita multiplicación de escuelas de yoga y el deseo de cultivar otra forma de pensamiento mediante estados meditativos para experimentar diversos  estados de conciencia.

Su lectura es un pozo insondable. La descripción de cómo tuvo que amarrarse a la espalda a Yongden, tibetano 30 años más joven que ella, cuando se rompió la pierna en una ruta dificilísima de los Himalaya, no tiene precio. Ella, entonces de sesenta años de edad, siguió sorteando el camino de nieve, los ríos, las piedras, el hambre y lo que se presentara durante semanas con el hombre a cuestas  hasta llegar al poblado donde pudiera convalecer.

Superar presiones por ser mujer, proveerse de fondos, crear y sostener vínculos institucionales y editoriales para divulgar su obra en Francia y por añadidura, distinguirse como una de las más avezadas especialistas en filosofías, doctrinas y religiones orientales no solo la acreditaron dentro y fuera de Europa, también fue especialmente acogida y reconocida por el Dalai Lama. Cuenta su secretaria que la muerte de Philippe fue decisiva en su aventura. Gradualmente se fue despidiendo de Asia y acercándose a los Alpes para entregarse a la escritura  febril. De allí, a partir de entonces y durante la década siguiente, salieron títulos, ensayos, artículos y conferencias. Siempre estuvo acompañada por su fiel Yongden, hasta que él murió en 1955 en Digne, donde nunca dejó de practicar sus disciplinas.

En abono de su poderosa personalidad, Marie-Madeleine Peyronnet recordó que en 1969, la víspera de su 101 cumpleaños y unos meses antes de su muerte, Alexandra acudió a las oficinas municipales para renovar su pasaporte. “Nunca se sabe”, dijo a los demudados funcionarios. En lo que a mi respecta, suelo tenerla en mente. Lección tras lección, su lectura me permitió entender que unos exploran de afuera adentro; otros se van en pos de iluminación a las cuevas, y los menos combinan la acción con el pensamiento y la espiritualidad.  En todos los casos, sin embargo, hay algo que nos conduce a lo que nos corresponde. Así lo entendí cuando, de madrugada en Benarés, un día recordé que en 1973 quizá su sobrina con la propia Marie-Madelaine arrojaron al Ganges las cenizas de Alexandra y de Yongden para que todo siguiera su curso o tal vez para que allí concluyeran sus ciclos en la rueda de la vida, como lo hubiera deseado.

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De mis diarios y Sir Richard Francis Burton

December 14, 2017 Martha Robles

Sir Francis Richard Burton

Volver con ojos de intrusa a las páginas de los propios diarios, desvela un yo que en realidad es “el otro”: el que al escribir deja en libertad la palabra y, con ella, lo que se sabe sin saber que se sabe. Por pereza o temor a descubrir a la que transcribe un mundo casi personal, casi literario y de visos filosóficos, evité  releer mi dilatado registro puntual del camino recorrido.  Espinoso en ocasiones, en mayoría fascinado con la luz, con lo sagrado, las lecturas, la música, la ficción verdadera, los sueños, el silencio y el lenguaje, el contenido de ayer o de hace décadas, mantiene una asombrosa fidelidad a la niña que un día, sin imaginar cómo ni por qué,  decidió probar cuál de tantos misterios que la habitaban podría desvelar por el prodigio de la escritura.

Inquirir secretos ha sido el móvil de mi obra: nombrar lo que se observa y no se dice, lo olvidado o  velado y lo que se reserva al silencio. Las historias, el saber y las voces me atraen por lo que ocultan, no   por lo que muestran. Así lo concerniente al revés del libro, lo que se pierde en el tiempo, lo enmascarado en recuentos autobiográficos y lo que Edmond Jabès consignó en su Libro de las preguntas. Al enterarme cómo sus diarios y parte “peligrosa” de la obra de  un espíritu esencialmente libre como Sir Francis Richard Burton fueron quemados por su muy católica y metiche esposa,  por añadidura aterrorizada por la mala imagen que de ella quedaría en las páginas, empecé a interesarme por las contradicciones de nuestra especie.

Este mismo explorador, genial aventurero, vanguardista y curioso inglés que en todo superó al memorable Thomas Edward Lawrence (el de Arabia), circula con frecuencia, como si de un amigo se tratara, por un medio centenar de libretas rigurosamente encuadernas y ordenadas en un mueble especial. Por él me interesé en el Medio Oriente y sus vericuetos, así como por manuscritos extraviados, cónyuges/espías de diarios, víctimas o campeones de sus fantasías, verdugos que actúan de corderos y una amplia variedad de simuladores, vividores, abusadores, trepadores y sufrientes: el mundo de gente que ha pasado de largo, de cerca o de lejos o que se ha entrometido en mi existencia por similares causas a las que el escandaloso “Dick el rufián” o el “Blanco negro”, tropezó con la pareja equivocada.

Por la riquísima biografía de Burton también abrí los ojos y la curiosidad para entender algo de lo que es capaz la envidia, ese acto doliente del infecundo que tanto padeció Petrarca: “Cuando nada explique la agresión del otro, es envidia”, decía Boccaccio sobre los ataques al poeta. Mediante biografías estupendas que iban esclareciendo el laberíntico universo del escritor, vislumbré el lado oscuro de los envidiosos, los que destruyen páginas ajenas  o se dan a la oficiosa tarea de editarlas, los que darían  lo que fuera por tener talento, pero saben que la naturaleza se los negó. De este modo, repasar un par de diarios de la prehistoria me recuerda que el secreto es, en suma, un espacio vital tan amplio, abultado y diverso que allí se gesta lo mejor y lo peor de las personas,  sea la complejidad del poder o la no menos complicada expresión  del amor  o de las pasiones, como ilustrara el genio de Shakespeare.

Al desentrañar algo largamente escondido, experimento la alegría de encontrar la pieza decisiva de un rompecabezas. Entonces se aclara un carácter que, como el de Sir Richard Francis Burton, echaba mano de lenguas y disfraces  para mimetizarse con árabes, musulmanes e hindúes. La facilidad con la que dominaba idiomas y dialectos europeos, asiáticos y africanos, hacía más verosímil al personaje que se infiltraba en espacios proscritos, como en La Meca, donde a la menor sospecha de que se trataba de un intruso lo habrían matado. No bien entraba en un rechimal de matarifes, políticos, especuladores o grupos armados cuando al punto, casi de manera milagrosa,  se daba a la tarea de describir costumbres, intrigas, negocios, actitudes y/o conductas que lo afamarían unas veces por antropólogo, otras por explorador, cónsul, traductor, diplomático, espía, militar… Y casi siempre bajo etiquetas que él se sacudía con el desparpajo que mantuvo hasta el final de su días, creyéndose en posesión de una excelente salud.  Se desmoronó sin embargo durante sus últimos años en Trieste, donde un montón de padecimientos mal cuidados le pasaron factura. Corroído por la gota, angina de pecho, achaques circulatorios y secuelas de cuanto se pueda una imaginar, murió en 1870, a los 70 años de edad.

Atípico de nacimiento, viajero desde la cuna, se dice que cuando la familia vivía en Venecia él, adolescente, se hizo amante de un gitana para aprender romaní. Educado por tutores en estricta tradición clásica, ni de niño podría decirse que hubiera sido el inglés característico. No bien se instalaba en el prestigioso Trinity College cuando lo expulsaron los mismos que, años y logros después, celebrarían sus aportaciones monumentales a la cultura. Que su conducta no simpatizara con los convencionalismos victorianos no evitó que sirviera a la Corona. Los puritanos lo denostaban por extravagante, por publicar observaciones orientales sobre la longitud de los penes, poligamia, sexualidad femenina, pederastia, prostitución u homosexualidad, pero la moralina pasó y aún continúa asombrando legado tan extraordinario.  Nada, ni sus propios repulgos, le impidió ser cofundador, con James Hunt, de la Sociedad Antropológica de Londres.  Tampoco desdeñó la real distinción que lo armó caballero en 1866 ni dejó de  aprovechar las ventajas de su nombramiento como cónsul británico en la isla africana  de Fernando Poo; luego, en Santos, Brasil; en Damasco, Siria y en Trieste, Italia.

En suma, un hombre y una vida tan formidables que no me extrañó su admiración vitalicia por Luis de Camoens. Más allá de mis notas, acumuladas durante años en mis diarios con la intención de biografiar siquiera alguna de sus etapas que con justicia lo encumbraban como un personaje de ficción, ahora contrasto lo recogido en Wikipedia y con asombro compruebo lo que aún desconozco de su obra, no obstante los títulos que me han acompañado: 43 volúmenes de viajes y expediciones. Dos libros de poesía. Cien artículos y una autobiografía de 143 páginas que no continuó porque fue plagiada. Notas por miles, títulos y títulos ahora indispensables para conocer India, el Islam, tribus nómadas, las Fuentes Azules del Nilo…

Tradujo al inglés las Mil y una noches en dieciséis tomos rigurosamente anotados, así como seis obras de literatura portuguesa, incluido Os Lusiadas, el clásico poema de Luis de Camoens; dos de poesía latina (las Elegías de Catulo y los Priapeos), más cuatro de folklore  napolitano, africano e hindú. Abundó en el Kama Sutra… No está de más insistir en que, sin excepción, todos sus trabajos contienen el inmenso soporte de las notas que testimonian su monumental erudición, genialidad y capacidad de trabajo.

Gracias al dialogo de simpatías y diferencias, que con maestría han practicado los ingleses en beneficio del conocimiento, sus exploradores, viajeros y estudiosos en general llenaron de hallazgos valiosísimos el British Museum, sus bibliotecas y el montón de sociedades científicas, navales y de conferencias que prosperaron con el espíritu de  descubrimiento que floreció durante el siglo XIX. Entre la muchedumbre  de nombres que, empezando por Darwin, hacía las delicias de los londinenses que acudían en masa a escucharlos, el de Francis Richard Burton sacudía como si de un actor popular o un deportista de nuestros días se tratara. Amado y odiado por arrojadizo y singular, el ánimo victoriano no sabía qué hacer con él: demasiado sabio para menospreciarlo; irreverente de más para aborrecerlo. Ningún académico estirado, por añadidura, podría competir con su fecunda originalidad. Por eso y a pesar de lo destruido por Isabel Arundell (con quien mantuvo un irregular matrimonio de idas y venidas, de repudio y distancia, y al final inexplicable cercanía), su legado continúa a la cabeza de los orientalistas, sin que faltaran aportaciones sobre ocultismo y sufismo.

Veo los míos y reconozco que los diarios son reflejo y espejo comunicantes del autor: el dialogante ideal, una forma de pensamiento y guía de la propia escritura.  Sean de Burton, de Kafka, de Thomas Mann, de Virginia Woolf y de tantos escritores que me han acompañado, las páginas del día son el semillero capaz de fertilizar  las letras con ficciones verdaderas.  A vuela pluma y acaso por la implícita libre asociación, se escapan revelaciones invaluables. En los diarios van quedando el santo y seña de las biografías más jugosas, sueños frustrados, héroes destrozados por las culpas, aventuras malogradas e inclusive, rasgos de bibliotecas desparecidas: justo lo que, de punta a punta, nutre mi curiosidad por lo que el hombre es, lo que quiere y no puede ser o en lo que se convierte cuando mira de frente a la Medusa.  Acumulamos temas y biografías  clandestinas, en suma, que tarde o temprano y a fuerza de leer más allá de lo aparente, nos muestran al ser esencial, sus fortalezas y debilidades, lo oscuro que moldea no exactamente un carácter, sino lo que se rinde a los caprichos del destino.

Reconozco por esta vía mi larga fidelidad al genial explorador, aventurero, distinguido espadachín vitalicio, orientalista, políglota, cónsul, traductor, escritor originalísimo e inclusive espía, Sir Richard Francis Burton. Por si no fueran bastante mérito sus tres volúmenes sembrados de relatos sobre sus viajes y expediciones, incluido el descubrimiento al lado de John Hanning, nada menos que del lago Tanganica, tiempo y ánimo tuvo para completar los mapas de la región fronteriza del Mar Rojo para habilitar el comercio inglés.

Era imparable. Cada una más fascinante que la anterior, sus hazañas bibliográficas son tan espectaculares como sus aventuras.  Se batía y montaba como árabe con tal maestría que ni los nativos descubrían su identidad. Más de una vez se salvó de morir de manera atroz.  Se atrevió con éxito  a entrar en Harar, la capital somalí, de la que se decía que si un cristiano la pisaba se degradaría el sitio hasta destruirse. A cual más de atrevido, durante sus inusitados diez días de estancia en esa región proscrita, intercambió conversaciones con el Emir.

Si las primeras noticias en Occidente sobre la costumbre musulmana de la clitoridectomía o ablación genital femenina se debían, en 1799, a los hallazgos del explorador William George Browne, a “Dick el rufián”, debemos no sólo descripciones detalladas de esta brutal agresión, sino el correspondiente análisis sobre lo más prohibido del África profunda, del Medio Oriente y no se diga de la India, donde llegó a hablar con fluidez  hindi, guyarati, maratí, persa y árabe. Escribió que sus estudios de la cultura antigua y moderna alcanzaron tal profundidad que su profesor hindú le permitió vestir el janeu o cordón brahmán…

Inabarcable, pues. Biografiarlo exigiría seguir sus andanzas y sus páginas durante más de dos vidas. Me basta continuar inquiriéndolo y disfrutándolo desde mis diarios. Allí lo imagino con su montón de monos domesticados. Lo veo cabalgando en el desierto, sin perder su turbante verde, con una lanza atravesada de una a otra mejillas que le dejó una gran cicatriz. Lo reconozco en los Estados Unidos, donde examinó a la comunidad mormona en su libro The City of Saints. Insomne vitalicio, caminaba en las montañas apoyado en un bastón de hierro  “más pesado que un rifle”. Tercer espadachín del imperio británico, desayunaba a las cinco de la mañana y practicaba esgrima una hora todos los días; durante el verano, agregaba la natación y en todas las estaciones era el mismo entusiasta disciplinado que, inclinado sobre la página, escribía cuartilla tras cuartilla como si desenredara un ovillo infinito, acaso depositado por los dioses en alguna de sus encarnaciones pasadas.

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Fanatismo o milagro

December 9, 2017 Martha Robles

Así las cosas...

Se espera uno de los procesos electorales más hostiles y menos esperanzadores, desde el sangriento 1929.  La suma de búsqueda de justicia, rencor acumulado y el sueño de rebelarse contra un aparato estatal asfixiante ha corroído el ánimo colectivo.  Sin ideario ni modelo de país, sabe no obstante la mayoría ofendida que el régimen de poder no le garantiza bienestar ni satisfacción. Lo que no sabe, no acepta o no quiere saber es que tampoco se procura el bien a sí misma. Y a pesar de su furia, no se transforma ni sabe elegir:  pueblo cansado de sí mismo, sin salir de sí mismo. Hastiado  de su desaliento rancio y, de lo más preocupante: su inconfesada incapacidad para vencer sus yerros, sus defecciones, su violencia y sus obstáculos reales e imaginarios.

Ante el panorama electoral, enfermo de antemano, el desafío es ceder a la tentación del fanatismo o atreverse a mirar y reconocer a la sociedad desde dentro. Vociferar contra los síntomas de la enfermedad agrava el entorno y no  alivia la causa. Desde el siglo XIX y hasta la fecha, el drama se repite. Los mexicanos se niegan a entenderlo, porque el malhadado paternalismo pervive enquistado en el inconsciente colectivo. Se espera que “el otro, “el de arriba”,  actúe de Gran Tlatuani, raíz del por fortuna vulnerado presidencialismo.  En lo grande y lo pequeño, sin embargo, se resisten a creer que para volverse adultos hay que soltar al padre, y al revés. No obstante, eterno menor de edad, el promedio espera que el Presidente, el Gran Padre y/o gobierno abominado y adorado por las mismas causas, adivine, atienda y resuelva la vida común o individual.

La historia lo enrostra una y otra veces. Y no se equivoca: si no cambia la sociedad, sus errores se repiten, potenciados. El espíritu de 1929 resurge como lección desatendida... Y empeorada. Dada la realidad entonces y ahora, no podía ser de otro modo: la actitud popular es la misma, pero con una demografía más abultada y más compleja. ¿Cuál es la causa del  rechazo invariable a estudiar nuestro pasado? ¿Qué hay en las mentes de un pueblo que se niega a saber, a mirarse y reconocerse? ¿De dónde este tenaz repudio al conocimiento, empezando por el de sí mismo, de su país, de sus orígenes, su entorno y peculiaridades?

La máscara, el machete, el insulto, la violencia, el abuso y el chanchullo; las agresiones, una degradación incesante de uno mismo y de los demás; la procacidad infaltable en el lenguaje, en los gestos y en los actos, no son accidentes del destino. Tampoco es cierto que “el otro es el culpable”, como diría Sartre al referirse a la evasión de la propia responsabilidad. Culpar al otro es lo sencillo. Asumirse agente y sujeto del propio destino es obra mayor de la razón, de la inteligencia educada. Las conductas y actitudes vejatorias corresponden al  carácter agreste, inmaduro, que se niega a mirarse y reconocerse para superarse. En ese sentido y para nuestra desgracia –ya es hora de decirlo- la sociedad mexicana todavía no está por encima de sus gobernantes: éstos son producto de la sociedad que primero los engendra “a su imagen y semejanza”,  y después los repudia porque también se odia a sí misma.

En la actualidad, a la manera también de 1929, el electorado busca espejos de sus deseos. De hecho, lo semejante llama a lo semejante y cada conglomerado deposita su fe en lo que espera o fantasea, no en lo que  fundamenta. Al margen de la ilusión, la verdad es lo que es. Entre el mesianismo redentor, la partidocracia espuria y la tecnocracia neoliberal, las ofertas actuales, como la sociedad/espejo que las creó, están lejos de ser civilizadoras. Los vasos comunicantes entre candidatos y sus simpatizantes  son tan claros que no hay manera de no darse cuenta de sus respectivas correspondencias, empezando por el redentor, sus acólitos y una feligresía tan fanatizada y ajena a la cultura que está dispuesta a llevar su fanatismo al extremo con tal de consagrar a su justiciero emblemático.

El monetarismo promete orden, aunque sin cultura, sin artes, sin libros, sin la virtud del saber… Pragmatismo puro, gerencias, escalafones y jerarquías sí, pero otra vez: ¿cómo estructurar una sociedad enfurecida, desarticulada, violenta, carente del ímpetu protestante del capitalismo, del do it yourself weberiano que mueve a los líderes de la globalización? Aceptemos que nadie ha podido cambiar el mundo, pero si podemos aspirar a que con mejores personas, sea un poco menos miserable y desesperanzador.

Con dos candidatos en punta, fiel reflejo de la extrema división social, se hace aún más ostensible la vaguedad de una partidocracia costosa y sin sustancia; pero sobre todo infecunda, como el vasto sector de una población que ignora su presencia social, que no sabe qué decir ni cómo decirlo, aunque anhela “un lugar” que lo identifique, que lo dote de visibilidad, aun a costa de seguir sin voz y sin argumento.

 Agréguese que, sobre las mismas bases de la sociedad desarticulada, los   contendientes carecen de los contrastantes atributos de un Calles o un Vasconcelos, ambos engendrados en un medio caótico, dominado por caciques, caudillos y tales rebatiñas por el poder, que en ese escenario de violencia las demandas populares carecían de importancia. Inmersos en un circunstancia tanto o más aciaga por la corrupción, el imperio de la delincuencia y la impunidad, donde la verdadera cultura está en el subsuelo, tendría que ocurrirle un milagro a la justicia, otro al desarrollo con progreso y uno más al ascenso cívico de la población enfurecida.

Y si de milagros se trata, hace tiempo deseo el más grande de todos: la formación de una población activamente consciente de sus derechos y responsabilidades, que hiciera expeditas a las instituciones y se aplicara a  superar sus rémoras ancestrales. Lo ideal sería, pues,  que hiciera suya la cultura del esfuerzo para abatir el síndrome de la derrota, la atadura del vencido y su incapacidad de entender que la gente es el núcleo del Estado, su meta y su punto de partida. Es decir: todos integramos al Estado. Cada quién debe preguntarse por qué, después de tantas batallas armadas y políticas, iniciadas en el siglo XIX, no tenemos un Estado con poderes confiables ni la sociedad que lo haga posible.

No podemos ni debemos voltear hacia otro lado mientras la intolerancia y su complementario fanatismo están creciendo. El hartazgo sin conciencia cívica ni cultura es el perfecto acicate para una confrontación peor a la anticipada. En 1929, la mayoría estaba insatisfecha, analfabeta y miserable. No habían garantías vitales, sólo un modelo subdesarrollado de producción.  En el superpoblado y globalmente neoliberal 2017, con 52 millones de pobres y un puñado de dueños de la riqueza, protagonizamos una democracia espuria. Hay urnas, aunque nos dominan  la delincuencia de arriba abajo,  la impunidad, un Poder Judicial supeditado al Ejecutivo y degradado por la impunidad; saldos del sindicalismo charro, deuda exterior, la  paupérrima educación pública, destrucción del medio ambiente…

Vaya, pues si: requerimos sociedad; sociedad consciente y sólida. Requerimos proyectos sexenales y a largo plazo. Urgen, en fin, cultura general e inteligencia política. ¡Pobre, pobre México!: estar una y otra veces entre el fanatismo y la espera de un milagro…

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Nuestra ciudad, un infierno

November 30, 2017 Martha Robles

Fotografía, El Heraldo de México

Con la aportación innovadora del urbanismo, desde el siglo XIX quedó en claro que las ciudades en crecimiento requerían planes, normas y sistemas de higiene, vialidad y  transporte, recreación, seguridad y control de servicios para que fueran razonablemente  habitables y con la diversidad necesaria para satisfacer las demandas. Con los avances del XX, aunados al incremento demográfico y la movilidad social, se hizo   inminente evitar lo que, para nuestra desgracia, ha ocurrido con la monstruosa Ciudad de México: que en vez de urbe civilizada creciera de manera anárquica una megalópolis superpoblada y en extremo envilecida por la mancuerna de gobernantes corruptos e inversionistas que lucran a costa del bien común, gracias a la impunidad que acabó con las instituciones.

Parecen extranjeros y de la prehistoria los 14 años  (1952-1966) en que Ernesto P. Uruchurtu, entonces “Regente de Hierro” del Departamento del Distrito Federal, se enfrentó a adversarios, especuladores, “paracaidistas”, constructores  y opositores para establecer el indispensable compendio de Leyes y Reglamentos, en la actualidad violentados y sujetos a la “ley del sapo”.  Impuso el uso del suelo, el ordenamiento urbano, la adelantada en su hora protección del medio ambiente, y el crecimiento regulado del transporte público que, en lo sucesivo, de acuerdo a lo prescrito debía ser eléctrico y no contaminante.

No obstante el subdesarrollo que nos caracteriza desde los días de la Independencia y peor en la actualidad rendida al sentimiento de la derrota del mexicano, la ciudad capital era razonablemente agradable, pero ante todo segura. Los niños jugaban en parques y calles y podían ir y regresar solos a las escuelas. Las jóvenes no eran robadas ni asesinadas como ahora. Se podía circular sin regresar a casa asaltados, aterrorizados o atiborrados de insultos y mentadas de madre. La infortunada multitud de a pie no daba el lastimoso espectáculo de maltrato e indignidad durante la espera y uso del transporte público ni gastaba horas demenciales en moverse del infierno domiciliario al averno laboral, y al revés. Gobernantes y funcionarios no pagaban fortunas en propaganda e “imagen” para convencer a otros, más tontos que ellos por haberlos elegido, de lo buenos, inteligentes y eficientes que son: justo la inútil máscara de la mentira en política que pretende hacernos creer las bondades de nuestra dizque democracia. Tampoco había embotellamientos porque el número de coches en circulación no superaba el cupo de las calles, diseñadas para proporciones y flujos  totalmente distintos a las adquiridos en nuestros días.

En tanto y los recientes dirigentes de nuestra ciudad han dado incontables permisos turbios a diestra y siniestra tanto a transportistas y basureros como a la arbitraria construcción de centros comerciales monumentales y  torres enormes de oficinas y viviendas de alto costo, la ciudad se infla como enferma de hidropesía. Nacionales o extranjeros, los constructores saben cuál es la única Ley: el tanto por ciento. No sólo no cumplen con los requerimientos normativos de agua, drenaje, espacios abiertos, estacionamientos, vialidad, seguridad anti sísmica, cuidado medioambiental y servicios, sino que se convierten en causa de nudos viales, falta de transporte, hacinamiento sin áreas verdes, y ejemplo permanente de la corrupción que nos ahoga.  Debemos insistir, al menos para crear conciencia al respecto, en que tanto el diseño urbano como un adecuado desarrollo social urbano han quedado tan rezagados que da la impresión de que nuestra megalópolis fue obra del diablo para demostrarnos hasta que hondura somos una sociedad incapaz de gobernarse y de crear una república democrática.

Empezando por las distancias abismales entre los dueños de fortunas majaderas y los millones  de víctimas de la miseria con ignorancia, todo lo creado por los gobiernos de las últimas décadas (sin distingo de partido) es bizarro, desproporcionado, indigno de una sociedad que se supone con derechos.  Los ricos/ricos que fueran hasta las décadas de los sesenta y setenta, hoy pertenecerían a las clases medias.  Además del dinero y defecciones que lo acompañan, la minoría  atesora los privilegios del  neoliberalismo. Gracias a la impunidad y su “lógica monetarista”, el modelo económico y urbano  multiplica, sistemáticamente, condiciones infrahumanas y amenazantes de vida. Los contrastes entre los barrios son el espejo de la desigualdad entre sus habitantes.  Y si poco faltara al caos, el imperio del crimen campea de punta a punta.

En ámbito tan aciago y ajeno a la urgencia de imponer un sistema de deberes y responsabilidades, por consiguiente, sólo los tontos, los ignorantes, los demagogos o los locos pueden tragarse el cuento de los ángeles exterminadores que prometen acabar con el mal sólo “porque lo digo yo”. Que con su espada flamígera impondrán la era de la justicia: ¡vaya usted a saber! Lo cierto es que esta democracia es tan chapucera que hay que subsidiar a los partidos para que jueguen el juego de insultarse entre sí para hacerse del poder.  Carentes de doctrina, de moral, de confiabilidad y de compromiso, las facciones en pugna contribuyen al atraso moral, político, social y cultural a costa de una población cada vez más burlada, cada vez más infeliz, enojada, supeditada al ancestral paternalismo e incapaz de superarse para mejorarse.

Con todo y sus defectos, que los tenía -¡faltaba más!-, hay que reconocerle a Uruchurtu sus aciertos invaluables. Sus limitaciones, hoy, parecerían cosa de niños comparadas con los excesos de la abominada e impopular clase política. Enemigo de gansters sindicalizados, de padrotes adueñados del siniestro  negocio de la prostitución y de las mafias dedicadas a invadir predios privados y federales, no fue ni de lejos el funcionario  tradicional que negociaba al tanto por ciento ni  establecía acuerdos en lo oscurito. Trabajaba “con mano de hierro” para modernizar un Distrito Federal que requería complicadísimas reformas viales, sanitarias, culturales y de construcción para resolver las demandas de los Baby Boomers: la generación de niños nacidos al fin de la Segunda Guerra Mundial, beneficiarios de la penicilina y de la seguridad social; por consiguiente, primera muchedumbre destinada a salvarse de infecciones y muertes tempranas. A cambio de alcanzar en estado de salud la vida adulta, a los Baby Boomers  tocó la desgracia de superpoblar al país y crear las sociedades de masas. 

Y el regente entendió lo que significaba gobernar una urbe que ya era complicada. Con extrema mayoría de menores de 18 años de edad, en presente y a futuro se requería agua, electricidad, drenaje, viviendas,  seguridad social, escuelas, parques, jardines, clubes deportivos, reciclaje de basura,  teatros, caminos, sistemas viales, transportes, hospitales, fuentes de trabajo… En eso consistía el diseño urbano, en planificar, distribuir y construir desde el drenaje profundo hasta el Anillo Periférico, el Viaducto y la ampliación de calles y avenidas. Sus sucesores sin distingo de facción, en cambio, se han igualado hacia abajo en el empeño de envilecer y hacer de nuestra ciudad un infierno dominado por la delincuencia y el caos: emblema de la suciedad, de la injusticia y la impunidad, del horror, el abuso y, en suma, del mal vivir que dio al traste con el ideal que sin duda nos habría hecho un mejor país y mucho mejores personas.

No debemos olvidar que la urbe es nuestra morada.  Así como las culturas se conocen por sus dioses, sus logros y aspiraciones, la gente lo hace por su educación, sus barrios, sus ciudades y su civilidad. Las tremendas desigualdades sociales que ya nos ahogan extreman el hacinamiento de la muchedumbre condenada a padecer delitos tremendos en viviendas astrosas, en calles tan infames como sus espacios públicos, comerciales y privados. Barrio a barrio, y sin distingo de lo alto o lo bajo, se exhibe la codependencia entre la corrupción y el descenso de quienes han fusionado lenguaje, violencia, lucha de clases, contaminación ambiental, ínfima calidad en los transportes públicos, higiene, ruido, ausencia de parques y áreas de recreación… La corrupción, pues, es el eje generatriz de la dinámica de una urbe que ya no puede disfrazar sus bajezas  porque la lumpenización se ha expandido como el mal olor.

Y no tenemos a dónde ir ni para dónde arrimarnos. Estamos literalmente atrapados. Los chilangos somos las mayores víctimas de un régimen de poder  que debe desaparecer con todo y su partidocracia, antes que tanta corrupción acabe con todos nosotros. Ésa, así, es nuestra CDMX: agresiva e insufrible,  insegura, intimidante, enferma, degradada, fea y despreciada por sus habitantes… De “Ciudad de los palacios” pasó a ser uno de los frutos podridos de nuestra incapacidad de gobernar y de ser gobernados. Si al menos la sociedad despertara…

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Romance del Moro (Cuento)

November 17, 2017 Martha Robles

"Toro", de Francisco de Goya y Lucientes

¡Si hubieras visto con qué

gracia movía las piernas!

¡Qué gran equilibrio el suyo

con la capa y la muleta!

García Lorca

De la noche a la mañana le crecieron las tetas a Verónica. Concluyó su infancia en cosa de horas, sin que el cuerpo se adaptara al ascendente ondular de piel y músculos que la transformó en una total desconocida. No tenía vestidos adecuados ni podía dormir porque una sensación extraña la invadía cuando apenas conciliaba el sueño. Al percatarse de que un par de bultos se mecían levemente al caminar bajo sus prendas, se habituó al espejo para ver y ver lo que no podía entender.  Juró que escuchaba el estiramiento de tejidos y de músculos y hasta un chirriar de huesos que convertían su desnudez en paisaje de dunas y caminos curvilíneos.

Pasado el trance, modificó su guardarropa, abandonó la camiseta y conoció el secreto deleite de acudir a una lencería. Sin dificultad abandonó sus hábitos de niña y también fue pronta para desatarse la cola de caballo. El día que tiró sus calcetines, Verónica bailó por vez primera. Entonces descubrió un sabroso oleaje que iba y venía de la piel al vientre y de éste a la zona interna de sus muslos en donde la emoción se transformaba en  rayo y luego en cosquilleo.

Pronto averiguó que no era el baile en sí lo que le provocaba ese aturdimiento que dejaba en ascuas sus sentidos, sino la proximidad de un adolescente que olía a corteza de laurel y, como el laurel, la incitaba al arrumaco, a repasar su superficie, a mirar y oler a un tiempo; después, tocar sus nervaduras, el camino sinuoso de su tronco, los brotes, la firmeza de sus ramas o hermosos recovecos en los que cabe por completo el día.

De ser curiosa, ya lo era; por eso a nadie extrañaron sus preguntas sobre si éste o aquél estiramiento era natural y si todos conocían el ir y venir del rayo al cosquilleo que ahora se expandía bajo el brassiere como red finísima y húmeda. Los cambios de su cuerpo, tan llenos como estaban de explosiones sensoriales, la obligaban a aplicarse a dialogar con ellos: reconstruía a la Verónica que llevaba en la memoria  y luego la enfrentaba al reflejo de esa joven que encontraba en el espejo. Registraba con minucia desde el pronunciamiento de una curva en la cintura o en el hombro hasta la textura mutante de sus cejas. Quizá era cosa de no saber mirarse, pero aseguraba que el frente iba más aprisa en eso de adquirir volúmenes que la parte trasera de su cuerpo.

Lentamente, y no sin incurrir en inofensivas confusiones, aprendió a distinguir cuanto ocurría bajo su piel conforme a la zona o la intensidad del hormigueo que sonrojaba sus mejillas, le ponía en tensión los músculos del pubis, temblorosas las rodillas o erectos como lanzas sus pezones. Bien a bien no acaba de entender las condiciones de la misteriosa relación entre un zumbido súbito que la arrancaba de su sueño y el recuerdo del joven erguido como árbol a quien olía mientras bailaba, aquel cuyo cuerpo se expandía según ella se acercara y el primero en advertir el torbellino que en vano pretendía encubrir con los pliegues de su blusa.

Era seguro, sin embargo, que dejaba de dormir cuando ocurrían tormentas como éstas, porque prefería quedarse allí, nomás imaginando, que perderse en el oscuro hueco de otra noche sin memoria.

Si breve, requirió también de cierto aprendizaje para entenderse con su cuerpo. Caminaba con sus libros apretados contra el pecho porque en los ojos de los hombres miraba reflejados sus pezones. Descubrió que a veces se deslizaba por sus muslos una suerte de humedad: hebra poderosa, hecha de gotas diminutas que provenían de algún corredor inexplorado. La percibía primero en lo alto de los muslos y a poco le erizaba el cuero cabelludo o le iba estremeciendo el cuello, la espalda y las partes anteriores de brazos y rodillas. Por eso juntaba las piernas al sentarse, porque así creía controlar esa espiral de cuerpo entero que se alojaba en un posible hueco al frente, pasada la cintura, aunque quizá comunicado con el pubis.

Así como otros recuerdan imágenes, Verónica evocaba sensaciones. Llegó a creer que su aptitud era común y, propio de su género, que lo natural sería sentir y luego transformarse. Se aficionó a la Fiesta desde que una vez en que pecho y ruedo se encendieron mientras un torero dominaba al toro. De obsidiana pura era su estampa y amarilla su divisa. Con traje color del fuego, bordado con hilos de oro, iba el matador por la arena como si envistiera a Verónica. Bufaba el toro y jadeaba ella. Acometía al capote con las astas y a ella se le estiraban los pitones. ¡Olé!, ascendía el clamor en la plaza y el matador avivaba la faena. Alejado del burladero, el matador celaba a su toro en una tarde de mayo que ardía como los muslos de la muchacha.

Él sorteaba con arte en medio del vocerío; ella trasmutaba la capa en luna encendida. Abundaban lances y quiebres. Llovían gaoneras y muchos desplantes. Vino el quite por chicuelinas. Fuera del tirón primero que empitonó al vestido, no sintió Verónica incomodidad ninguna, más bien supuso que el placer venía del ruedo y que en la piel le iban quedando los registran de los lances con el capote.

Algún pase por aquí, la mano en la cintura, un quiebre armonioso o la mirada del torero puesta en los ojos de su toro. Le llamaban “El Moro” por sus ojos olivados, por sus cabellos oscuros y una piel como de cobre. A ella le gustaron sus piernas largas, la cabellera aceitada bajo la montera y esa figura suya tan de torero gitano en traje de fuego. Cuando “El Moro” alistaba la muleta, Verónica sintió que la tela se rasgaba. Agitaba su abanico para ventilar sus mejillas, pero la brisa caliente se le metía en la camisa. Atenta al desliz de la pañosa, el paseíllo rítmico del matador en pleno centro y el desplante entre muleta y cornamenta, descuidó Verónica su cosquilleó de pezones y el abultado espesor de sus lunas como manzanas.

El Sol se agarraba a la tarde como si quisiera encender la arena. Iluminaba el rostro de “El Moro”, mientras esperaba en los medios, con una pierna doblada y la espada dispuesta. Observaba el toro la escena en ese juego de muerte: o lo quitaba él o lo mataba “El Moro”. Ya se sentían los pañuelos en los tendidos y desde un palco gritaba Verónica: ¡Olé!  ¡torero!, ¡Torero!

El matador perfilaba su arma de plata. Brillaba en el rostro el filo y el Sol se reflejaba en la hoja. En Verónica ascendía el fuego como si estuviera en el ruedo. No miraba la plaza ni escuchaba al gentío; ojos y cornamenta se orientaban al “Moro”, en tanto y un hilo húmedo le ablandaba los muslos. Pesaba el silencio en esa hora de desafíos entre la espada y el toro herido. Allí nada se movía; quietos el toro al acecho y el matador en alerta, tenían a Verónica con el alma en un hilo.

Echado palante, “El Moro” quiso atraer al toro, éste bufó con fuerza y se arrojó a envestirlo con todo. Allí estaba el acero en punta; allí la muerte segura y una mancha de sangre tendida en la arena.  Albeaba la plaza por el ajetreo de pañuelos y la afición vitoreaba al triunfador de la tarde. Paseaba “El Moro” con orejas y rabo cuando le acometió el galardón de Verónica: punta en asta y redondez perfecta, mostraba desnuda, sin darse cuenta, su extraordinaria cornamenta. Poco quedaba de su camisa de hilo, a no ser que los jirones contaran. El abanico brillaba en cambió, nada más de acercarse a la tersura de la muchacha. Clavado “El Moro” en el burladero sintió el rayo en su bajo vientre y una tormenta en sus muslos. Como no le ocurriera ante el toro, allí perdió firmeza y arrojo. Le sudaban las manos, sentía alas en la entrepierna y sueltas las zapatillas.

Se miraron los dos como se miran la Luna y la noche, y de ahí salió Verónica para encontrarse con el fuego. Estaba “El Moro” de pie, con su traje bañado de sangre y la montera en la mano. Llevaba un mantón Verónica, todo seda y claveles, que le caía por los hombros como señal luminosa. Ondulaba el cosquilleo por su cuerpo y la pasión la abrasaba. Matador en el ruedo y hombre donde se debe, sus ojos estaban prendados de aquellos pitones. Se miraron de nuevo los dos. Se encontraron como se encuentran el deseo y la pasión.  Él se echaba palante y ella envestía con roces. A más se le acercaba “El Moro”, más le crecían sus astas. Dura su piel como el bronce y afianzada por el antojo, le susurraba Verónica palabras ardientes a su torero.

Sin capote ni chaquetilla iba saliendo el hombre de su traje color del oro. En camisa de olanes y corbatilla delgada, le quedaba estrecha la tela al ensanchamiento de sus tributos. Con prisa desajustaba su taleguilla; daba tirones aquí, acomodos allá y no faltaban los empujones cuando intentaba librarse de la prisión de su vestimenta.  Verónica se acercaba o retrocedía, según mirara al torero enredado en sus prendas. De haber faena, sí que la había, pero el matador recelaba ante la inminencia de una estocada. Jadeaba, gemía “El Moro”, ¡cómo gemía!, mientras Verónica recordaba otras tormentas del pubis, algún cosquilleo de pezones y el aroma a laurel que se le fundía a la memoria.

Ya no miraba al del paseíllo gallardo, noble torero de cepa. En vez de quiebres torcía la seda y a cambio de dorso erguido se le nublaba la tarde. Con el estoque era diestro, ni quién lo dudara. Conocía la disposición del morrillo y el punto exacto donde clavar su espada. Todo ignoraba el gitano, en cambio, de los muslos de brasa o de ese cabello negro extendido como la parra. Seguía Verónica empitonada, aunque ya poco encendida, porque ese torero desnudo le resultaba de pocos antojos. Pesaba la sombra en el encierro de los postigos. Pesaban también un extraño temblor de sangre y tantos ruidos que llegaban de fuera. Ella continuaba echada en el manto como si fuera el capote. Sin tarde de luces ni Luna en el pecho, la muchacha lloraba, ¡cómo lloraba!

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Silencio

November 9, 2017 Martha Robles

@gaby heatley. Agradezco a Gaby Heatley esta hermosa fotografía de la vista desde su ventana al amanecer, en Sikkin, entre Nepal y Butan.

Pausa entre la claridad y el estallido verbal. La voz aguarda el prodigio de hacerse nombre. No hay atrás ni adelante. Lo que se sabía no se sabe, salvo que el decir va a nombrarlo. Todo es juntura de obscuridad y de luz. En el umbral del silencio se percibe una lucha, algo como un balbuceo. Raya en la escritura mental: principio y admiración. En la garganta se aloja una angustiosa necesidad, la exigencia de representar lo existente. Lánguida luz furtiva. Nada descansa en el profundo hueco. Tiembla el vocabulario en la hondura, en la fuente no hallada del libro de Dios. La mente se prueba en un espacio y en otro, entre el silencio y el habla, entre la música y las sensaciones ignotas. Hay esperanza, torrente y fortuna. Callan las voces allá adentro y todo se reduce a inhalar y exhalar, a fundirse al yo que se va, al yo que no es yo. “Si pudiera pensar, el corazón se pararía”, recuerdo a Pessoa: otra pausa. El universo es pequeño e insignificante la travesía del azar. Empecinado, el deseo confunde al vacío inaugural. Traídas de lejos, empujan la imagen, la nota interior. Crece el impulso de extender cierta música, el murmullo lejano de una obsesión anegada de vida: apenas cadencia para hacerse escuchar. Poco a poco se infiltra el misterio. El extrañamiento sacude a la memoria dormida. Y la memoria se torna espiral que va, se desdobla, se muestra. No, no es lo que es. Tampoco su movimiento coincide con el recorrido creador, ni con la soberanía del decir ni el triunfo sobre el olvido.

Vuelvo a la contemplación interior. El ruido perturba, pero el silencio palpita allá atrás. El pensamiento prefigura la levedad. El espíritu cede al éxtasis, al trascender de límites, intenciones, obstáculos. Adviene el deslumbramiento: el universo está en sí y para sí. El don es gracia y la gracia señal por venir. Lo sagrado identifica y repara. Sí pura, se vislumbra la simiente generatriz, un resplandor que es presencia, indicio de la primera traída, correspondencia. Tiempo de gravidez. No es vigilia ni es sueño; tampoco ilusión ni recogimiento. Al estado lo dejamos sin nombre porque no es nombre aún. Hölderlin diría "un dios mismo, no lo conoce y no lo ve". Está solamente. Para decirlo, deben nacer palabras.

Abierta a lo abierto y encaminada, se percibe una huella donde la voz cree encontrar su destino, su sonido recóndito, ese silencio de Dios que es y no es la palabra del Hombre, el libro anterior al libro y el blanco principio que contemplara Jabès.

Que sea nítido, que siga, que sea...

                                                          Que viva la voz, que vuele

Que venga y  vierta,

                       Voz en vos, 

vivifica,

           vitorea,

                     vindica,

                                 viene voz,

                                                 vigila.

                                                                   Verbo vivo

                                                                                      Verbo...

Escapa un clamor sin certeza, como en una oración. Demasiado deleite al imaginar la cadencia. Demasiado riesgo cuando se presume facilidad. Y pronto, más pronto que tarde, se prueba el sabor de una ausencia. Ausencia líquida, totalizadora. Ausencia que es vacío y plenitud. Lo irreal parece real, el fuego hielo y la mente brisa. No hay juego de luces ni juego de olas, sino cierto vaivén de aquí para acá. Movimiento sin fin, exceso que pugna por alcanzar su cualidad primordial. Envidia de Dios.

Contemplar. La mente es lo que contempla. Contempla el silencio creador. Contempla la Nada que es Todo en la manzana de Eva. Contempla el vocablo, la singularidad subversiva. Blanca línea en página blanca, serpentea la frase vacía. La red de agujeros es lienzo que burla al más diestro. Mente en pasmo, la abraza una brasa difusa. Crece en hoguera. Lumbre en lumbre, luce en sí, para sí, en alumbramiento, en lucidez. Lúcida luz. Arde la lengua, duele y se paladean expresiones que nos dan qué pensar. Pendiente de un hilo, la invocación evoca de luz en voz, de voz en boca, de boca en letra, de letra en signo y de signo en símbolo. Se puede, sí; se puede no. Sobre la prisa por descifrar el origen de la palabra, su raíz esencial, se pide paciencia.

Cala la certeza de Heidegger: "la casa del ser es el habla". Y lejos, eco de Hölderlin y sombra otra vez, "el canto cantando dice". En el hueso de la memoria se oye que lo desconocido subleva, lo desconocido remonta la desesperanza de Adán. ¡Cuánto decir mostrado ante sigilo tan propio! ¡Cuánta ceguera ante la Palabra que mira, la que se prolonga y nos forma! Lo de adelante es largo, tan largo y sinuoso como la batalla entre la vida y la muerte. Sin entender cómo ni por qué, se inserta al destello un zumbido perturbador. Aparecen el sufrimiento y la tempestad. La suspicacia se expande. Viscoso clamor, la ansiedad hiere al alma. El adjetivo disfraza la escasez de sustancia. Se borra mucho más de lo que se escribe. El silencio se adueña del territorio del sueño. Irrumpe la sensación de retroceder donde la palabra es posible, en la promesa del despertar. Viene, va un murmullo propiciatorio del habla que habla como vestigio de claridad. Pesa el olvido. Vuelve la pausa. La traza es trance, ahogo y vaivén de la voz/verdugo. Remota, la manifestación de su luz se hace más y más inasible, rígida y oprimida. Otro temor, una nueva inseguridad desmerece el decir falsamente logrado. Así se pierde el camino, en la persecución del atajo. ¡Cuánto desgaste por absorber lo imposible! ¡Cuánto abarcar y extraviar un fin último! ¡Cuánta inocencia en el desamparo!

Traído de lejos, sojuzga un extraño delirio que oculta más de lo que revela. El silencio engulle nombres sin compasión. Por remontar la oscuridad ancestral, la escritura construye su paraíso desde un inframundo donde la soledad inventa, con la poesía, su más alta realización. El proceso emprende su propia hazaña. Edén, tronco de voz y fruto de fundación: los caminos del tiempo se cruzan en la imagen de la Caída. Colmados de voz, los nombres se atreven con las ausencias. Persiste la pausa. ¿El silencio, tal vez? Lo ganado se pierde. El habla es pizarra, eco, un espejo habitado por vocales y consonantes. Quema el color en la piel. El ser en la página ostenta el poder de ser lo que es. Un palpitar recóndito auspicia el movimiento anhelado. Mientras más finamente se disuelven las referencias, mayor la certeza de ir más allá y no ir, sino fluir, permitir y diluirse. Es un estar en dos con la voz. Comulgar, congregarse. Silenciarse para fundirse y conquistar la unidad. Despertar. Nombrar.

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La ceguera de los que quieren perder

November 2, 2017 Martha Robles

paralalibertad.org

Cuando la masa todavía coreaba consignas alegres, su líder cogió sus bártulos con algo más, rompió pruebas comprometedoras y huyó de manera furtiva en mitad de la noche. Se apagó el entusiasmo, al menos hasta reencontrar el cauce, porque la energía colectiva se sigue moviendo, como impulsada por una fuerza de siglos. En medio de la confusión, las banderas perdieron sentido, el nuevo territorio quedó Nepantla (que en México significa “no lugar”), y abandonada por dirigentes que prometieron y amenazaron con todo, la muchedumbre quedó en vilo, expuesta a su descomposición y exhibida por ignorar una lección de la historia, válida en todo lugar y para todos los tiempos: ni en democracias que se presumen civilizadas,  el poder se entrega con facilidad. La caprichosa aspiración “de la mitad que odia a la otra mitad” a ser una sociedad cerrada, desde luego, no es alegato que ayude a nadie ni augura una solución pronta y mucho menos sencilla.

Si por las malas, el poder se arrebata con sangre. A un altísimo costo se paga con dolor y sufrimiento inaudito a plazos muy largos; si dizque por las buenas y mediante las urnas, para conquistarlo hay que hilar fino, presionar, hacer maroma, campaña y media, alianzas, concesiones y acuerdos a puños, dentro y fuera del núcleo en cuestión.  Aún así, el beneficio del empeño independentista –que reproduce a la perfección la psicología de la mitad que odia a la otra mitad- es una moneda al aire que suele tardar generaciones en manifestarse. Como muestra, el desigual destino de los ex miembros  de la URSS, a pesar de que tanto la circunstancia como los antecedentes son del todo distintos al ya añoso separatismo de Cataluña.

Mientras que el reloj político marca pausas y plazos al curso de un conflicto regional al que aguardan aún varios y negros capítulos, en Europa y sin reservas la prensa califica de circo la aventura de Carlas Puigdemont. A él, huésped incómodo en Bélgica, no lo bajan  de “tragafuegos, equilibrista o payaso”.  Inclusive es increpado en la calle cuando asoma la cabeza o al lanzar, desde su guarida, nuevos manifiestos incendiarios. No menos aporreados están los cuatro colegas que lo acompañan en su huída, en tanto y en España ha comenzado lo obvio y que sería de esperar por tirios y troyanos: sobre el anuncio de las próximas elecciones, las detenciones de los ocho ex consejeros de la Generalitat, incluido el vicepresidente, Oriol Junqueras, bajo cargos de rebelión, sedición y malversación.

Observar pueblos empecinados en “avanzar” hacia atrás me ha parecido una triste forma de autoflagelación. Especialmente si consideramos lo que era España ayer, antier y aun en su decadente siglo XIX.  Formar parte de la Comunidad Europea no sólo les ha significado un salto civilizador y democrático inimaginable que deberían cuidar por encima de todo, sino un privilegio que les ha permitido, a las generaciones recientes, participar de los mejores logros del mundo moderno.  Sospecho que la comodidad, sin embargo, los ha hecho desmemoriados y más soberbios de lo que ya se les consideraba desde afuera.

Como mexicana, crecí coreada por la furia, el dolor y la frustración de montones de transterrados a causa de la Guerra Civil. Yo los quería y respetaba, sin distingo de las ideologías que los separaban entre sí. Por su fatigante y obcecado vocerío, aunado a un enojo indeclinable y fatalmente heredado a los hijos nacidos aquí, supe que la mitad de España ha sido y es la eterna agresora de la otra mitad. No hay modo, al parecer, de que atinen con el punto intermedio para convivir sin rencores. Eternamente ocupados en mantener la inútil etiqueta de anarquistas, republicanos, comunistas, antimonárquicos y su largo etc., no bien disfrutábamos de su saber o de sus cualidades cuando, a propósito de pum, emprendían la retahíla que si antimonárquica, que si antifranquista y separatista, que si contra la transición y contra Felipe González… No había dios, logro, conquista, razón, cambio o política que apaciguara un ardor más que rancio que me llevó a creer que los españoles sólo estarían en paz cuando consiguieran hacer pedazos al otro y  “barrerlo todo y barrerlo bien”.

Los acontecimientos recientes han enderezado, de Madrid a Barcelona y al revés, un torneo de torpezas. Pero así suele desencadenarse el caos y, una vez desatadas las Furias, la dinámica de la degradación social se vuelve impredecible. Y en eso están atareadas las partes en conflicto. Luego de golpear, empobrecer la casa, abominar del “gobierno del Estado español”, despreciar a Europa y montar una mise en scene ultra nacionalista en todo lo alto, al saberse abatido el ahora líder en fuga cambió el mensaje. Ahora resulta que si hay un Estado español, si un poder Judicial y una Comunidad Europea porque, ante su inminente detención, pretende condicionar su regreso a la Península a “la garantía de un juicio justo”. ¿Cómo? Si hasta hace unos días no daba crédito a las normas ni reconocía los poderes instituidos… Un enorme galimatías pues, que compromete el destino de millones de personas que no tardarán en probar, de manera irremisible, nuevos sufrimientos, peores  enfrentamientos, declives económicos y odios nefastos.

De principio a fin, lo que observamos a distancia demuestra que el oportunismo encaramado a un viejo, real e innegable conflicto local no da por resultado un milagro. Nadie en su sano juicio y para no ir más lejos en atención a la memoria  del acoso franquista, puede negar que en Cataluña se hayan invernado rencores, enojos y un cada vez más cerrado e infranqueable nacionalismo.  Pero en este siglo XXI que por fin ha conseguido ampliar aspiraciones y conquistas democráticas, parece inconcebible que se pueda levantar la bandera del atraso y presentarla, en plena globalización, como divisa de libertad y puerta de acceso a la modernidad, a pesar de que abiertamente conlleve más aislamiento, peores restricciones económicas y sanciones múltiples y tremendas.

La política es compleja, sembrada de vericuetos, subterfugios, trampas y acertijos. A veces, como en este caso, se divisa el abismo, pero ya decían los oráculos griegos que “los dioses ciegan a quienes quieren perder”. Tan enredada es la lucha política –y peor la politiquera-, que suele enmascararse de adjetivos, profecías, alardes, ideologías, engaños, ficciones verdaderas y fanatismos que invariablemente enardecen el ánimo colectivo. Bajo esa red de apariencias que aglutinan a las masas, se mueve lo fundamental: intereses concretos, de preferencia económicos, que en realidad estrechan las libertades que las masas suponen ampliar disminuyéndose.

Ya sabemos que especialmente en África y aun en el continente europeo, los brotes independentistas son algunas de las tentaciones antiguas que aún palpitan en nuestros días.  Ejemplo moderno de derrota colonial, el orgulloso imperio británico  tuvo que aceptar, a medio siglo pasado, la pérdida de su “joya de la corona” después de largas y avezadas movilizaciones.  Estrategias internas, culturas arraigadas, hartazgo de una feroz  explotación y el liderazgo de un Gandhi confiable vulneraron al invasor hasta expulsarlo del país ocupado. Ni la aún ejemplar  independencia de la India, sin embargo, se logró sin sufrimiento, sin jalones, sin rupturas territoriales y sin muertos, a pesar del  pacifismo emblemático, no obstante la importancia de la desobediencia social y aunque se tratara de una de la regiones más pobladas, ricas en recursos y complejas del mundo.  

Ultranacionalismo, repudio a la monarquía y separatismo no son sinónimos de independencia, aunque los términos se han enredado al separatismo sin ofrecer solución. Desde siempre se sabe que, en política, las profecías acaban en mala literatura. El caldero catalán, sin embargo, apunta a arder a más altas temperaturas y eso no ofrece un panorama alentador para nadie. ¡Qué pena, si, qué pena que los pueblos no aprendan de sus errores! ¡Qué intimidante resulta la imagen de las masas envalentonadas que ondean banderas y vociferan como si el mañana no existiera, como si el ayer no les hubiera servido de nada. Pero el destino es así y así se empinan los necios, enemigos de la razón y de la concordia.

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Eco y Narciso

October 26, 2017 Martha Robles

Creadores de una mitología tan poderosa que lejos de morir se vuelve más moderna, expansiva y reveladora de nuestros males, quizá los griegos inventaron a los dioses para conocer  las neurosis o discurrieron las imperfecciones supremas para hacer más soportable la parte oscura de la humana naturaleza. Como sea, mitos como el de Narciso  ilustran con tal exactitud el individualismo actual, que es el referente perfecto para entender hasta dónde el modelo neoliberal aniquiló la capacidad de ver al otro,  de amarlo y compadecerlo a cambio de fomentar, mediante el culto al dinero y al consumismo, un peculiar egocentrismo –por fusionado al enfermizo enamoramiento de sí  mismo-, que incapacita a los narcisistas a  convivir o siquiera ver, apreciar y relacionarse con los demás.

Tan hermoso era el muchacho que su también bella madre, la ninfa Liriope, creyó que la criatura había nacido para el amor, para ser admirado y alegrar la vida y los sentidos de quienes lo rodearan. Lo llamó Narciso para que el sonido de su nombre   fuera melódico y armonioso, como su figura y su rostro. Acreedor de todos los merecimientos, la vanidad nutría su egoísmo, aunque él, ignorante de los espejos, sólo se intuyera a sí mismo a través de la mirada de los otros.

Al evocarlo en el libro III de Metamorfosis, Virgilio narró que un oráculo reveló que el niño sólo llegaría a viejo “si no se conocía”. Nadie entendió esa confusa respuesta pues era célebre el precepto de Delfos que, desde el pórtico, advertía al consultante: “Conócete a ti mismo”. “Conocer” pues, entonces y ahora, significaba mirarse y  “ser visto”: algo equivalente a conocer y reconocerse. De hecho, Narciso iba creciendo feliz, entre halagos y muchos éxitos que acrecentaban su bienestar. Era admirado por los demás, pero él “no se conocía”; es decir, nunca se había mirado, en ningún sentido.  Doncellas y púberes lo deseaban y él, ensoberbecido por ser la causa de tantos y tan variados amores, no hacía caso a ninguno, pero se complacía enseñoreando su belleza y su fatuidad.

Atentos a los asuntos del mundo, para los dioses no había mejor diversión que entremeterse en el destino de los humanos. Disfrutaban especialmente yacer con mujeres y ninfas, provocar disputas, alianzas, rivalidades y muchas intrigas entre ellos, contra ellos, a favor o en contra de los héroes y de preferencia a costa de algunos mortales para que nunca, nadie, pretendiera igualarse a su divino poder. Por eso al destino de Narciso no podía faltar el enredo   que, tramado con varias hebras, se manifestaría cuando Hera, la esposa eternamente celosa y perseguidora del lujurioso Zeus,  se cansó de oír a la parlanchina Eco, una ninfa que no paraba de hablar para distraerla mientras Zeus trasmutaba en cualquier criatura para violar a cuanta mujer, ninfa o diosa se le antojara.

Harta de su parloteo y de la imposibilidad de la encubridora Eco de mantener la boca cerrada, Hera le infligió un castigo terrible: dejarla sin habla ni voz propia.  La condenó a repetir, devolviéndolas, las muchas o pocas palabras que los demás emitieran. De que eran ocurrentes los dioses griegos, nadie lo duda. Se requiere una imaginación superior para discurrir, además, que la desdichada muchacha se enamorara perdidamente del bello Narciso mientras vagaba, según Virgilo, “en apartados campos”, donde ella se resguardaba. ¿Quién está presente?, preguntaba él, y Eco respondía “Presente”. “Ven”, decía uno; “Ven”, respondía la otra, hasta que llamara ella al que llamaba diciendo “juntémonos” sin haberse visto las caras.

Narciso huye de ella cuando Eco decide echarse a sus brazos sin saber que su amor imposible repetiría, por última vez, “Las manos del abrazo retira antes de que tenga poder sobre nosotros”. “De que tenga poder sobre nosotros”, repetiría la infortunada   al ser despreciada por el amado ya en fuga, aunque perturbado por el efecto que le causaban sus propias palabras. Eco languideció de amor hasta reducirse a sólo huesos y voz. Los huesos se convirtieron en piedra, pero su voz aún puede ser oída con indiferencia por todos, salvo por los que adoran escucharse a sí mismos.

Enfurecida Afrodita a su vez por los reiterados desdenes con que Narciso hacía caso omiso del poder de la seducción que ella representaba, discurrió para él un castigo terrible.  La fatalidad se cumplió cuando Narciso, asomado a un estanque, descubrió una imagen que lo miraba con unos ojos esplendorosos y una magnificencia como ninguna había visto sobre la Tierra. Condenado por la diosa a enamorarse de sí mismo al conocer su reflejo, Narciso dejó de cazar y de distraerse como los otros muchachos porque sólo encontraba placer, tendido frente a la superficie del agua, al contemplar su  figura allí reflejada. Todo admiraba en él: las mejillas rosadas, el fulgor de la piel, la boca perfecta, la línea del cuello y la mirada cada vez menos interrumpida por parpadeos que lo apartaran de buscar alguna respuesta de aquel que lo seducía desde el espejo del agua. Entregado a su propia contemplación, nada ni nadie lo complacía, salvo la inútil pasión por sí mismo que lo arrebató en el frescor de la fuente.

El cruel castigo de enamorarse de sí mismo lo fue consumiendo hasta languidecer como Eco.  Como la ninfa que una vez despreció Narciso, él dejaría de hablar y de comunicarse con los demás. Nada podía calmar el ansia por poseer el vano reflejo que reía cuando él reía, lloraba a su par, tendía como él los brazos para alcanzarlo y repetía cada gesto con tanta belleza y puntualidad que, enamorado hasta la locura de su propia hermosura, Narciso quedó allí en el estanque, consumido por el furor del verano.

Murió joven, como las flores más bellas, cuando depositó en la yerba su cabeza cansada mientras lloraban las náyades y las dríadas que cerraron sus ojos que ya no se reflejaban en la fresca superficie del agua. El inútil enamoramiento de sí mismo le impidió conocer el amor verdadero. Dejó tras de sí una lección que, para todos los tiempos, se llamaría narcisismo: infecundo complejo que continúa atormentando a quienes, como él, no tienen más pasión ni más gozo que el de contemplar el espejismo doloso de sí mismos. Desde entonces  Narciso adormece, fascina, embota y atrae  a sus seguidores hasta consumir el poder de su propia  mente. Su ciclo es como el de las violetas, los jacintos, las anémonas y el de todas las flores que declinan abatidas por el furor del Sol, en la perfección de su juventud. Es la trampa mortal para quienes se quedan asidos a la imagen inmóvil de la hermosura fugaz de la adolescencia. Hipnotizados como este joven que cayó en la trampa de la ilusión que con maestría domina Dionisio, los narcisistas no ven ni distinguen la vida a su alrededor. Para ellos, el otro no existe. Nada tocan, no abrazan, no dan ni reciben. No aman. Tampoco se reproducen como los demás y llevan en su propio enamoramiento la sanción de la diosa Afrodita que los condena a la necia repetición de sí mismos hasta que los alcanza la muerte.

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Machismo y abuso sexual

October 19, 2017 Martha Robles

La sociedad los crea y la cultura los arropa: violadores, acosadores, abusivos, explotadores, embusteros, hipócritas, prepotentes, chantajistas, padres abandonadores, golpeadores, maltratadores, pederastas, asesinos... La amplia gama del machismo es la cloaca que contamina e impide ascender a las mayorías a estados de dignidad y civilización. Hay quienes, en su infinita necedad, alegan que es de feministas resentidas, amargadas por añadidura, denunciar humillaciones, abusos y hechos discriminatorios que no por practicar y agravarlos durante milenios son menos condenables ni menos reveladores del imperio del Mal que todos, absolutamente todos, debemos repudiar.

Arraigada en comunidades primitivas, la permisividad vejatoria ha tenido a la mujer en el eje de las ofensas y la injusticia. Los padecimientos de mujeres y niños indican cual es el verdadero carácter y la calidad moral y normativa de cualquier cultura, credo o Estado. Nuestra especie lleva el Mal en las honduras del ser. A diferencia de los otros animales, tenemos que domeñar a la bestia interna hasta el último de nuestros días. Educación y reglas en iguales dosis son los instrumentos ya depurados durante milenio para reprimir, evitar y/o sancionar agresiones que han situado a la condición femenina en el peldaño más bajo de la humana consideración.

El saber de experiencia no se equivoca: hay que nacer, crecer y envejecer como mujer para conocer lo que es, lo que no es y de lo que es capaz el machismo. Nada de máscaras, disfraces ni paliativos: nada importan nuestra formación, edad ni origen social porque la mujer -en este caso la mexicana- es la desclasada a la que cualquier patán puede impunemente ofender, insultar, vejar, zaherir, meter mano y algo más: violar, golpear e inclusive asesinar, sólo porque ES MUJER: una pinche vieja. Y se nos agrede inclusive frente a la complicidad de los cobardes que atestiguan las bajezas de sus maestros, sus parientes, sus jefecitos, amigos o colegas; y si no es así, en el peor de los casos los celebran, se quedan callados o haciendo una mueca de ¡qué barbaridad!

No se necesita ser Harvey Weinstein para atribuirse el derecho de abusar sexualmente de actrices que aspiran al guión, situación, papel o nombre en la gran pantalla. Formamos legión quienes sabemos que desde escritores e intelectuales, burócratas, empresarios, políticos y curas que se les dan de muy decentes, puros y respetuosos, hasta albañiles, taxistas y miembros del infinito universo patibulario, los productos mejor logrados del machismo se igualan entre sí cuando, a la sombra, sacan su verdadera naturaleza. Y luego sigue la intimidación, la amenaza, la administración del secreto y el juego de las apariencias que exhiben a la mujer abusada como prenda de la virilidad o beneficiaria de la comprensiva "ayuda" del respetable "don señor", reconocido públicamente por su probidad. "Tan buena gente, él..."

El fenómeno del acoso, del abuso y de las conductas sexuales indebidas es tremendamente complejo, de consecuencias graves y más frecuente de lo que se acepta. Peor en medios que, como el mexicano, es tal la corrupción, la impunidad y el influyentismo que no hay modo de obtener un acto de justicia, por pequeño que sea. Hay batallones de mujeres que hemos denunciado lo que en inglés significa Sexual Harassment o acoso sexual, aunque aquí es algo que se da por sentado y aceptado. Tanto, que hasta la víctima resulta culpable de haber sido agredida porque "se lo buscó". 

No es lo mismo llamarse Gwyneth Paltrow, Angelina Jolie, Ashley Judd o Rose McGowan que Lupe, Juana, María o como tantas maltratadas, asesinadas y humilladas que igualan su desgracia personal a la del México bárbaro que si de algo, sólo se siente orgulloso de sus mascaras. Hollywood sigue siendo la gran pantalla y la voz, el rostro de las actrices, sus "estrellas". De ahí que sus juicios y denuncias adquieran la súbita categoría de escándalo internacional.

Aquí, miles de feminicidios no merecen las ocho columnas de ningún diario. El robo de chicas y de niños no pone la cara roja de vergüenza a los gobernantes ni a los representantes del Poder Judicial. Tampoco las violaciones ni las agresiones sexuales movilizan a esta sociedad, acostumbrada al imperio del Mal y "hecha al modo de la injusticia". En mi entorno y a lo largo de varias generaciones, no he conocido a una sola mujer que se haya librado de actos de acoso, coerción, discriminación y de lo que las buenas consciencias procuran ocultar en lo propio de la vida privada: "lo que no se dice ni al confesor".

Una de las tendencias perversas más elementales consiste en vejar al otro, disminuirlo y subyugarlo por las causas que sean. Zaherir, lastimar, despojarlo de cara y autoestima producen indudable placer al agresor sexual. Y no se dice del trillado "objeto sexual" que ha sido el orgullo de los "hombres de verdad". Al respecto, sólo por citar una sola opinión masculina, me atrevo a incluir un breve pasaje de mi autobiografía inédita porque ilustra la multicelebrada hombría del Tata, el bueno y adorado Cárdenas, descrita con admiración por García Cantú durante una cena con "los meros principales":

"-Algunas veces, habiendo sido citado por el ex presidente en su casa de Pátzcuaro, lo acompañé a uno de sus recorridos por los pueblos de Michoacán. Allá nos íbamos desde temprano en coche, como mejor le gustaba hablar y relajarse. Al divisar las primeras casas, el conductor bajaba la velocidad. Y la gente veía, veía ... Unos animales arreando, otros a pie en la orilla del camino, niños corriendo ... Al reconocerlo, lo saludaban con la mano en alto o sacudiendo el sombrero. Y él, consciente de la gran influencia política que conservó hasta su muerte, les correspondía asomando la cabeza por la ventana abierta. El conductor daba una o dos vueltas para "calentar" el ambiente. Luego estacionaba el coche en un lugar adecuado, mientras bajaba a anunciar que "por ahí andaba el Tata". Tras una señal prevista, don Lázaro salía  parsimoniosamente y se dejaba seguir por dos o tres lugareños ... Y luego más, hasta que se juntaba la gente. Volteaba a un lado ya otro mientras llegaba a pasitos hasta la Presidencia Municipal y se quedaba un buen rato en mitad de la plaza, como un santo patrón. En minutos se multiplicaban los campesinos a su alrededor. Le daban la mano, le pedían esto o aquello, especialmente su intervención para mejorar las condiciones del campo. En su oportunidad llegaba un viejo de la localidad y le hacía una indicación en susurro, algo acordado por la costumbre. Y allí se iba don Lázaro, a una ranchería apartada en el descampado, donde lo esperaba una niña ya preparada. Ya se sabe que 'jalan más dos tetas que dos carretas..." Tenía la costumbre de dibujar con su cuchillo un corazón en los árboles con sus iniciales y las de la recién desflorada.

-¿Un "verdadero hombre", el tal Cárdenas? ¡Lo que usted nos está describiendo se llama pederastia y violación!

-No seas tan severa, Martita, hay que ser cuidadoso con el feminismo exagerado... Aquí hay costumbres y otras formas de ver las cosas..."

Otra manera, pues, de ver las cosas. Otra manera de seguir tolerando el submundo autosatisfecho con su medianía, incapaz de grandeza y moldeado por la psicología del vencido, del pobre diablo, del pésimo amante y de todo aquel que se sueña patriarca y sólo lleva en su naturaleza un pequeño y (más) caricaturesco Zeus.

Así que qué bien que las actrices hablen. Qué bueno que hagan ruido e impliquen a las redes sociales. ¡Qué horrorosa la realidad mexicana, tan embustera! Qué tremendo que aquí la voz femenina que habla y dice mucho más siga todavía tan desatendida. Qué bueno, en medio de la pura verdad, que existan hombres decentes que no confundan el agua con el aceite. Qué bueno, para bien de todos, que haya una respetable minoría en ascenso de mexicanos decentes que entienden la gravedad del machismo. Qué terrible, en fin, que el Mal domine aún nuestras vidas en México.

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Parejas extraordinarias. Hannah Arendt y Martin Heidegger, II

October 12, 2017 Martha Robles

Discípulo distinguido de Rickert y Husserl, Martin Hiedegger fue sin duda una de las mentalidades más influyentes del pensamiento alemán, durante y después del régimen fascista. A diferencia de su filosofar, él era débil, escurridizo y temeroso de asumir compromisos en lo político y amoroso. Aun en el declive del nacionalsocialismo  eligió mantenerse a la sombra. Jamás accedió a responder a la lluvia de críticas que, encabezadas por las de su colega transterrado Rudolf Carnap, opacaron su preeminencia en la filosofía del siglo XX no por su obra, sino por su negativa a retractarse de su discurso de 1933 y del silencio que mantuvo sobre el Holocausto.

No obstante la condena sostenida a nivel internacional, encabezó una de las expresiones más creativas del filosofar europeo desde su idea del pensar y la significación del lenguaje definido como  “la casa del ser”.  En realidad se salvó, inclusive de sí mismo y de su al menos aparente cobardía, gracias a los franceses Jacques Derrida, Emmanuel Levinas y Paul Ricoeur, que admiraron su precisión y su defensa del discurso humanístico.  Antes que ellos el rescate fue emprendido por su discípulo Herbert Marcuse y la conmovedora decisión de Hannah de reunir, hacer traducir y publicar su obra en los Estados Unidos. Quizá sea el único caso de que, no obstante su supuesto antisemitismo, hayan sido y sigan siendo judíos sus mejores lectores, intérpretes e inclusive divulgadores de su obra. Títulos como De camino al habla aportan otra perspectiva de lo humano desde la raíz del Verbo: imagen, paradójicamente, que no puede estar más vinculada a la esencia del pueblo judío, como de punta a punta, en toda su obra, lo evoca Jabès.  Resultado de una madurez espléndida, Heidegger concluye que “la razón es habla”, “lo hablado puro es el poema” o “el hablar de los mortales es invocación que nombra…”, postulados indivisibles de la poesía que entendieron a profundidad autores tan notables como George Steiner.

No extraña, por consiguiente, que la precoz y talentosísima Hannah se deslumbrara con sus reflexiones, a partir de su lectura de El ser y el tiempo.  Considerada la primera fase en su evolución filosófica, Heidegger entonces pensaba la existencia y la filosofía del ser. Influido por Kant, interesado en la metafísica y hacia el final de su vida en el lenguaje y en la idea del “pensar conmemorativo” tuvo también una fase historicista que Arendt no cultivó, aunque no cabe duda de que nunca dejó de estar abierta a sus tesis, porque hacia el final de su vida hay indicios de haber dado un salto retrospectivo a sus orígenes idealistas.

Hito en su vida, por su parte, el fascismo y lo que siguió a su breve paso por un campo de confinamiento, su fuga a Praga y su activista residencia en Francia la situaron en tan clara filiación de izquierda que ese mismo “shock de experiencia” se extendió a su  vida sentimental. Casi siete años de matrimonio con su otrora condiscípulo Gunther Stern, de 1929 a 1936, en realidad sellaron sus años estudiantiles de los que decidió desprenderse de manera radical. Más que una relación de pareja, este vínculo espejeaba un periodo de turbulencia bélica, de huidas y búsqueda de sosiego político y personal. Arrestada en 1933 por la Gestapo, fue liberada a los ocho días acaso por presiones académicas. En tanto y se aclaraba el suceso, salió como pudo de Alemania guiada por la intuición de lo que aguardaba a los judíos. Su inteligencia la salvó porque todavía no eran obvias las persecuciones antisemitas ni conocidas entre el gran público las purgas en los campos de exterminio.

Sin papeles, con la inestabilidad propia de una  intelectual en fuga, pudo sobrevivir como tantos en situación apátrida durante dieciocho años, hasta adquirir la ciudadanía estadounidense, pasado el medio siglo. Gunther Stern la alcanzó en Francia, cuando su matrimonio ya tambaleaba. Divorciados en 1940,  la pasión política e intelectual de Arendt allí dio el salto decisivo hacia sus intereses dominantes: el totalitarismo y la desobediencia civil. Acosados por la Gestapo, los más previsores salieron de Alemania con las manos vacías. La madre de Hannah pudo rescatar residuos de su fortuna familiar, ya confiscada por el gobierno de Hitler, gracias a la sagaz idea de coser botones de oro en sacos y abrigos. Una vez reunidas en París, conocieron por primera vez las carencias. Apoyadas al menos de manera indirecta por la comunidad local de judíos, Hannah trabajó en una organización de ayuda, la Juventud Aliya, dedicada a enviar y situar a huérfanos en Palestina. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la rápida marcha del ejército alemán a lo largo de Europa, su situación volvió a vulnerarse. Juntos aún, Hannah, su madre y su primer esposo acudieron al auxilio internacional para obtener el visado de emergencia de los Estados Unidos y trasladarse cuanto antes a Nueva York.

Durante su agitada residencia en París,  conoce al berlinés Heinrich Blucher, maestro y activista de filiación comunista. Vital como ella, compartieron el escepticismo teñido de sentido del humor con el que, convertidos en matrimonio desde 1940, contaban chistes sobre los expatriados que, como ellos, emigraron a los Estados Unidos. No fue sin embargo sencilla su adaptación a la vida neoyorquina. Durante los primeros meses, aún conviviendo con Stern, tuvieron que ocupar un estrecho departamento, donde, hacinados los tres –Hannah, su madre y Gunther-, debían desempeñar toda suerte de tareas para subsistir. Gracias, otra vez, al auxilio de sus entonces escasas relaciones judías en ese país, Hannah comenzó a escribir una columna en un periódico de lengua alemana, el Aufbau, que le daba magros ingresos, en tanto y obtenía una posición académica en alguna universidad.

Sería en 1942, que pudo obtener una plaza para enseñar historia moderna de Europa en el Brooklyn College. Las noticias sobre la exterminación sistemática de judíos la tenían sin embargo desolada y sumida en “un verdadero estado de shock”: término que emplearía de manera recurrente en sus escritos para diversas situaciones. Tal el estado de ánimo que, durante toda esa década, fortaleció la idea de escribir su laborioso ensayo sobre el totalitarismo. “El abismo se ha abierto”, afirmó entonces, “y las llamas de Auschwitz representan la más pura encarnación del mal”. Con esta premisa desarrollaría la obra mayor de su vida. Aseguró que tal perversidad, por su magnitud, significaba el acto de mayor irracionalidad de que fuera capaz el género humano. Y no se equivocó, aunque es de creer que el Mal puede ser infinito.

Por primera vez su condición femenina sufriría un “shock de experiencia” que la forzó a controlar cualquier indicio de debilidad. Estados Unidos era tierra de promisión para los perseguidos, pero por ser mujer, judía e indocumentada era objeto de toda suerte de discriminaciones que, en vez de debilitarla,  reforzaron su sensibilidad para abundar en la importancia de la desobediencia civil y abominar del determinismo histórico. Su padecimiento es una de las pruebas fehacientes de que aun en la filosofía política tanto la circunstancia como la autobiografía y el saber de experiencia son inseparables de la obra.

”Ser filósofo”, a la manera de Heidegger, la habría vinculado al idealismo puro de tradición alemana; sin embargo, la circunstancia eligió por ella. No obstante admirarlos, tampoco optó por la selecta minoría de pensadores relacionados con la ontología, la epistemología, la estética o el lenguaje. Si su protector Karl Jaspers era referente unívoco de racionalidad, Heidegger del sentido total, cuya clave se cifraba en el lenguaje. No por nada, en mezcla de enamoramiento y fascinación, lo llamó “rey secreto del pensamiento”, aunque supo apartarse en bien de su autonomía, a pesar de que nunca dejó de ponderar su genio.

Hay biografías que se entrelazan al grado de que no se entenderían sin el espejo ni el contrapunto del otro. Las respectivas de Arendt y Heidegger entrañan el complicado dramatismo del enamoramiento proscrito, un ego masculino por encima del culto al pensamiento y la adversidad del fascismo. Ambos, desde orillas distintas, se interesaron por la verdad en una realidad en que ideas y política se confrontaban desde la más pura negación de la libertad. Aunque su también mentor y amigo entrañable Karl Jaspers tratara inútilmente de que se considerara alemana en vista de su educación liberal y arreligiosa, ella revaloró sus orígenes judíos como resistencia al feroz racismo que por fin la alcanzó hasta sellar su destino. Radicalizó su postura antes, mucho antes de que otros intelectuales advirtieran el peligro ideológico, nacionalista e inclusive criminal que se cernía sobre ellos. Así lo resumió a pregunta de Günter Gaus, en 1964, durante una reveladora entrevista para la televisión alemana: “Si te atacan como judía, debes defenderte como judía”.

Con el ascenso del nacionalsocialismo, otra muy diferente sería la elección y el desarrollo de Heidegger quien, desde 1928, impartía la cátedra de filosofía en Friburgo en sustitución de su guía y profesor Edmund Husserl. Acusado de antisemitismo e injerencia en el nazismo, el severo y hasta rígido creador de Arte y poesía quedaría estigmatizado, a pesar de que antes de cumplir un año en funciones renunciara al puesto, deseablemente afectado por problemas de conciencia. Entre su obra y las indecisiones que habrían de distinguirlo, triunfó el silencio hasta el día de su muerte, ocurrida el 26 de mayo de 1976, a sus 87 de edad,  seis meses después del súbito fallecimiento de Hannah, en Nueva York, el 4 de diciembre de 1975.

Para George Steiner, en Heidegger, -interpretación del filósofo y de la crisis del espíritu alemán-, esta forma de astucia practicada por Martin era parte de su “sagacidad campesina”: “La boca apretada y los ojos diminutos que parecen escrutar al interlocutor desde una herencia milenaria de hábil reticencia”. Actitud o más bien posición efectiva, lo cierto es que Heidegger se negó a decir cualquier cosa sobre la política mundial e inclusive sobre Hannah. Tampoco se refirió al ascenso soviético o al materialismo estadounidense ni, de manera concreta, al fascismo que conoció a profundidad por los oficios policíacos de su militarizada y horrenda esposa.

Sólo así, desde su aislamiento, el “genio de la palabra” aseguró la continuidad de su obra y, fundamentalmente por carta y, no sin reservas la relación con Hannah, después de largos periodos de distancia. Heidegger fue siempre Heidegger desde el  orgullo por su preciada cultura alemana –principalmente la lengua, la filosofía y la música-. Consciente del trasfondo de esa soberbia, Hannah, a pesar de todo, mantuvo tan conmovedora fidelidad intelectual por su maestro que se empeñó en darlo a conocer al resto del mundo y a las nuevas generaciones.

Lo fascinante de este peculiar enamoramiento intelectual es que, a querer o no, cada uno va dejando claves oculto donde menos lo imagina. Él, defensor por excelencia de la palabra y ella quien más afeaba el lenguaje. Brillantes los dos, los separa una distancia abismal en sus respectivas maneras de apreciar el decir y el habla.  Quizá sus reflexiones orientadas al estar-en-el-mundo, vigentes aún mientras Arendt se relacionaba con él, despertaron en ella una gran curiosidad sobre la manera como el hombre (o la mujer) es literalmente “arrojado” por el ser, cuya casa, la casa del ser, es nada menos que el lenguaje. Y Hannah, según observara su amiga entrañable, la novelista Mary McCarthy, “trataba de hacer con el idioma una suerte de violación que la lengua no tiene por qué soportar”: contrapunto singular de la pasión que su maestro sostuvo por la palabra.

Hannah no dudaba en discurrir neologismos, por incomprensibles que fueran. Tampoco desdeñaba aberraciones lingüísticas que desesperaban a su colega norteamericana quien, orgullosa de su estilo y su concisión, pulía sus páginas con ostensible perfeccionismo. Cuando Hannah enviaba sus manuscritos para que los corrigiera la puntillosa Mary, esta novelista se irritaba ante el cúmulo de “horrores” que destruían el idioma y que la filósofa justificaba alegando que “escribía a toda prisa” porque así era la velocidad de su pensamiento y no estaba dispuesta a sacrificar sus ideas por la estética.

A diferencia de Heidegger, quien en ocasiones rozaba la poesía en sus disertaciones sobre el habla, Arendt lo desatendía sin pudor. Era tan descuidada con los términos como con la gramática. Si el antiestilo fuera estilo, el suyo brillaría; sin embargo, agita al lector en cada línea por la intensidad de sus juicios. Al respecto se lamentaba Mary diciendo que la escritura es la más alta manera de “humanizar el salvajismo de la experiencia”. Hannah era una mujer de juicio y de experiencia antes de serlo de palabra, de palabra a la manera de Heidegger, que tanto ponderó la belleza y la fuerza vitalista y luminosa de la expresión.

De años atrás comenzó a integrar su obra con artículos periodísticos, ensayos, conferencias y con cuanta página o saldo aislado considerara útil para examinar las tres formas de la vida activa: labor, trabajo y acción o, en contrapunto, el espacio del pensamiento puro o vida contemplativa que dio en rechazar en el pasado. Todo lo cual indica que, quizá de manera inconsciente, con esta obra dedicada “a la mente”, pretendía sellar, armonizándolas, las dos orillas de su pensamiento y de su razón cordial: las nutridas por los grandes maestros del idealismo alemán y la propia del filosofar político, forzada por el furor nacionalsocialista.

La relación entre ellos no era antecedente menor si tenemos en cuenta que Hannah se convertiría en la gran teórica del antisemitismo. Que reverenciaba el proceso reflexivo de Martin, aseguran sus críticos, aunque al avecindarse en Nueva York y afianzar su matrimonio con Blucher se empeñó en borrar de su biografía éste, un episodio no tan íntimo que si bien pudo ocurrir antes de que Heidegger escandalizara al mundo intelectual, no dejaba de significar para ella un incidente desfavorable desde la perspectiva semita.

Seguramente por estudiar la condición lingüística del pensamiento, por su parte Heidegger plasmó en sus obras la misma semilla antitética que caracterizó su vida. Así como abundan pensadores de prestigio que aseguran que fue un charlatán prolijo y “envenenador del buen sentido”, otros, como Hannah, lo llamaron “genio de las percepciones profundas”. Lo defendió inclusive a pesar de su silencio sobre el Holocausto. Tal dualidad, propia de su temperamento quizá melifluo, se evidenciaba en las cartas a Hannah, fechadas en el periodo en que ella insistía en formar y publicar una colección completa de sus obras. En realidad su tono, deliberadamente frío, era la respuesta dirigida a sus detractores: no rectificar ni ocultar su temor a que, al publicar artículos, discursos o declaraciones que pudieran comprometerlo, se enardeciera la animadversión de los intelectuales contra él.

En un medio tan virulento intelectual e ideológicamente fue inevitable la politización de Hannah. Amenazados con el yugo nazi, los años veinte y treinta de su juventud en Alemania exigían un ideario práctico, sentido común, temple y potencia crítica. Algo que Martin no siquiera imaginó para sí. No deja de asombrar cómo a tan corta edad comenzó a reflexionar sobre el bien y el mal desde la perspectiva de la responsabilidad del Estado. En su ensayo sobre la Banalidad del Mal abundaría con una congruencia admirable en los alegatos sobre la obediente inconsciencia de las masas a propósito del juicio a Adolf Eichman, en Jerusalén,  que tantos enemigos le arrendó porque las víctimas aguardaban un castigo ejemplar, como si el acusado fuera cabeza y no un ejecutor de órdenes criminales. Su premisa, que tanta discusión provocó, era clara: Eichman no poseía de suyo una trayectoria o un carácter antisemita. Carecía de los rasgos de una persona retorcida o mentalmente enferma. Actuó como actuó movido por el deseo de ascender en su carrera profesional. El daño causado fue resultado de haber cumplido las órdenes de sus superiores. Que Eichman era un simple, vulgar burócrata sin criterio propio que como tantos miembros de la masa obedece sin pensar en las consecuencias. No obstante terrible, lo que hacía en los campos de concentración era realizado con celo y eficiencia –como buen alemán-. No había ningún sentimiento respecto del Bien o del Mal en su conducta.

A pesar de la tormenta suscitada, Arendt no cejó: sorteó con talento la crisis y hoy sus razonamientos son indispensables para entender el efecto totalizador del Estado y la trascendencia de la moral en política. No era casual su juicio crítico: impelida por la situación, dedicó el esfuerzo fundamental de su vida a dilucidar hasta dónde una sociedad absorbe  de manera inconsciente el totalitarismo regente y contribuye a su rumbo incierto, lo cual no exime a nadie de su compromiso moral en términos individuales. También observó el fenómeno de la autoridad desde la perspectiva ética, a partir de la furibunda expresión de que son capaces las ideologías, aun entre las mejores conciencias.

Creyó, con Jaspers, que había que pensar enteramente el presente, en vez de someterse a deliberaciones predictivas sobre el pasado o el futuro. “Más aún debemos ser cautelosos –dijo- si consideramos que nunca había sido tan imprevisible nuestro porvenir”. Se anticipó  medio siglo a Francis Fukuyama al advertir que el exceso de historicismo no hace sino conducir a la humanidad a una sucesión de lugares comunes; pero, a diferencia del autor de The End of History and the Last Man (1992), ella fue cautelosa al desdeñar el valor totalizador de la historia y sobrevalorar la cultura democrática. Aseguró sin embargo que es tan veloz el olvido de cuanto pasa a nuestro alrededor que cualquier tentativa por rescatar la “necesidad histórica” se antoja despojada de realidad. Y quizá tuvo razón. Desde los albores del siglo XXI quedó  en claro que, para las generaciones actuales, sólo existe el aquí, el yo mismo con mis caprichos y el ahora en función de los imperativos monetaristas que de tan “globales”, consumistas y determinantes, modificaron la moral social y refinaron el impulso autodestructivo del Hombre contemporáneo.

Vivió una Europa colmada de violencia e inestabilidad. Paradójicamente es la historia la que explica y aun confirma sus tesis antihistoricistas; mismas que, con seguridad, fueron atendidas por Karl Popper, el mayor crítico de las sociedades cerradas. Hannah describió el fascismo como la vuelta a la Europa del salvajismo y el imperio colonial: algo que deberíamos tener en cuenta porque se trata de una interpretación que nos parece más actual y precisa en la medida en que las potencias se van escudando en el neoliberalismo y su complementaria democracia, con un solo propósito: imponer formas nuevas y mundializadas del totalitarismo, indiviso de la economía de mercado. Al estudiar temas tan candentes para varias generaciones como el propio del totalitarismo o la revolución, ella tuvo el acierto de explorar caminos intelectuales sobre la verdad, el compromiso y la libertad mucho más flexibles que las cerradas utopías de las izquierdas en boga que, para su desgracia y no obstante la soberbia con que ostentaban su mesianismo, desparecieron antes, mucho antes de que los llamados milenials siquiera conocieran sus últimos vestigios.

Antes de afamarse con los dos tomos de Los orígenes del totalitarismo, que comenzó a escribir en 1944 y publicó en 1951,  abundó en el existencialismo hasta atinar con la filosofía política y la circunstancia judía: eje de sus preocupaciones sobre el Estado, las libertades y el ser humano. Fue una formidable escritora de cartas. Las intercambiadas entre 1949 y 1975 con la novelista Mary McCarthy no se limitaron a temas privados o femeninos, no obstante su brillante originalidad en ese renglón. Cultas ambas, desplegaban versatilidad, curiosidad y talento en cada párrafo.  Sus misivas podrían encabezar una antología de los diálogos más inteligentes sobre la historia y la cultura de Europa y los Estados Unidos del pasado siglo. Juicios políticos, observaciones sociales, dudas y hasta experiencias sentimentales: nada falta al intercambio de dos individualidades contrastantes, aunque igualmente brillantes. Sus cartas abarcan el agitado periodo de la posguerra en Europa hasta las secuelas revolucionarias que, en 1968, marcaron cambios sustanciales en el orden mundial,  en el pensamiento y  en la actitud de apertura de las nuevas generaciones.

Sobre su interés por desentrañar la conducta irracional y la realidad de las masas, en ella prevaleció una profunda preocupación por la ética racional, invariablemente politizada y en constante estado de alerta frente a la conducta de los gobernantes. Creyó que los grandes males requieren de un alto grado de conocimiento para depurar el pensamiento, la actitud colectiva y las formas de gobernar que influyen tanto en  libertades y derechos como en la educación cívica de los pueblos. Que en las tiranías es mucho más sencillo actuar que pensar –aseguró-; de ahí su pregón en favor del pragmatismo y la desobediencia civil, a condición de estar sustentados por principios. Agregó que sin el cultivo de la razón es imposible formar demócratas y democracias de calidad, capaces de evitar y aun combatir la tendencia perversa de los modernos sistemas de poder. En este sentido, el obvio y no poco agresivo ascenso de las derechas confirma sus advertencias. Sobre todo en lo que se refiere a la xenofobia y a los grandes movimientos migratorios que están reanimando, con sus contradicciones, el espíritu fanatizado de los años treinta.

Su racionalismo fue una respuesta desesperada al sufrimiento provocado por el fascismo. Ante la irracionalidad que experimentó a su alrededor durante las dos guerras mundiales, y especialmente ante el encumbramiento de Hitler, no atinó más que a ponderar las virtudes intelectuales para oponerse a la barbarie. Masculinizó su pensamiento como una reacción natural al rechazo. No consideró, sin embargo, que el nacionalsocialismo floreció y probó sus atrocidades inauditas en la cuna cultural de la más apreciada herencia filosófica de Occidente. De hecho, para subsanar el análisis de las contradicciones en procesos tan complejos como el antisemitismo reforzó su crítica contra el imperialismo y la crisis de la República.

Tras este repaso, la vida y la obra de Hannah Arendt confirman que el cultivo de la razón en tiempos de oscuridad es, ante todo, una prioridad moral.

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Parejas extraordinarias. Hannah Arendt y Martin Heidegger, I

October 5, 2017 Martha Robles

Johannah Arendt, una de las más fervorosas creyentes del poder de la razón para combatir la maldad enquistada en el mundo, nació en Linden, un barrio periférico de Hannover, el 14 de octubre de 1906. Única hija del ingeniero Paul Arendt y de Martha Cohn, provenía de familias no ortodoxas, de abierta filiación liberal y asentadas durante generaciones en Königsberg, en Prusia Oriental.  Pequeña aún, probó el dolor de la orfandad cuando la sífilis que se llevó a su padre era uno de los males aún incurables más frecuentes y temidos. Gracias a la apertura de sus abuelos creció en un ámbito de judaísmo reformado, sin ligas religiosas, en el que la educación igualitaria de las niñas era un hecho que se daba por sentado. Recibió los cuidados amorosos e intelectuales de una familia tan abierta al saber que no conoció la discriminación por su condición femenina. Sin limitaciones económicas, ella y su madre fueron acogidas como sólo el espíritu comunitario, que no suele abandonar a los suyos en la desgracia, puede hacerlo.

“Desgarrada” por su ausencia inclusive hasta su edad adulta, hablaba asiduamente del padre. En sus testimonios autobiográficos le atribuyó virtudes notables y aseguró que por él despertó su temprana pasión por el libro que habría de convertirla en una adolescente “rara”, por extraordinariamente brillante. Familiarizados con su talento, sus allegados consideraban “natural” que, antes de los quince de edad, leyera a los grandes pensadores, escribiera poesía y pudiera disertar al tú por tú con maestros connotados. A Günter Gaus reveló que por las habladurías de otros niños se enteró de que era judía y, por ende,  paria: una condición abominada en el entorno alemán que si bien no tuvo un efecto radical y notorio en esos años formativos previos al ascenso de Hitler,  habría de convertirse en sello de su identidad y móvil de su pensamiento político: “Ser judía es uno de los datos incontrovertibles de mi vida”, escribiría a Scholem, al explicar la causa por la que, como la filósofa que se negaba a ser a cambio de ser reconocida como teórica política, tuvo que abordar los grandes problemas éticos que, del fascismo a la Guerra Fría, etiquetaron al siglo XX entre los más crueles y deshumanizados de la historia.

Defensora del respeto a lo distinto, insistió en que sin “la inclusión del otro” era imposible realizar un régimen adecuado, práctico y dispuesto al equilibrio de poderes, aunque en lo fundamental inclusivo “del otro” y plural. Al reflexionar sobre los beneficios de la igualdad y la libertad política de las personas discurrió el ahora común y entonces novedoso concepto  del “pluralismo” adecuado, según ella, para un sistema de consejos o formas de democracia directa, pues nunca modificó sus oposición y falta de confianza por las democracias representativas.

Como pocos pensadores en el siglo, Arendt inquirió todas las modalidades del totalitarismo, el mal, la discriminación y, en suma, del drama implícito en la supeditación a la perversidad absoluta. Era el tiempo en que, con particular énfasis en su familia,  una generación ganaba dinero para que los de la siguiente fueran estudiosos, sabios o artistas. Y aunque la tradición judía no podía pensar para ella el destino equivalente al del rabino, en el estricto sentido no religioso del término, su curiosidad intelectual era el orgullo de los parientes. Tuvo la suerte inmensa de que su talento fuera no sólo comprendido y respetado, sino abiertamente admirado. Algo similar a lo experimentado posteriormente por George Steiner, respecto del rigor formativo del judío emblemático y fiel a la devoción por el libro, Hannah tuvo el privilegio de moldear su disciplina mediante una pedagogía que postulaba que “la cosa excelente ha de ser muy difícil para rinda sus frutos”. No extraña, por eso, que al descubrir de manera precoz la obra de Sören Kierkegaard, decidiera estudiar a los clásicos y teología cristiana en la Universidad de Berlín, a los 16 años de edad, sin objeción familiar ni académica alguna.

Un año después, en 1924, se matriculó en Marburgo donde formalmente emprendió sus estudios filosóficos. En mentalidad tan avezada y enamorada de la inteligencia, tampoco fue casualidad que durante su carrera y aún adolescente se aproximara a las tres mayores cabezas del pensamiento alemán: Martin Heidegger en Marburgo, Edmund Husserl en Friburgo y Karl Jaspers, en Heidelberg. Aunque poco reconocimiento respecto de su disciplinada formación se acreditara a Martha, su madre, es indudable que fue ella quien vigiló el buen curso de su desarrollo, inclusive en los momentos más aciagos del posterior peregrinaje en París, en pleno ascenso fascista, donde por trabajar en organizaciones judías hizo amistad con Walter Benjamin y Raymond Aron.

Una buena herencia aunada a la amorosa tutela materna le permitieron cultivar su monumental talento. Asistió a las mejores escuelas y, cuando universitaria, supo elegir dialogantes de entre distintas generaciones, aunque fuera ella quien claramente destacaba por sus razonamientos precoces. Quizá mimada en demasía, la sobreprotección no le impidió satisfacer un apetito de saber que a todos asombraba. Y es que no ha sido común, en país alguno, que una mujer se incline por los sistemas filosóficos y que, desde ellos, formule una razón política indivisa de un descarnado examen de la libertad. En realidad, los cuidados recibidos le ayudaron a crear un depósito de resistencia espiritual para sortear la brutalidad por venir cuando a su condición de judía se agregó el rigor de la guerra, el exilio  y la necesidad de refugio en residencias cambiantes. Este hecho, como ocurriera a tantos europeos en su situación, marcó su incesante movilidad y quizá también su connotado interés por participar en la reconstrucción cultural/espiritual del pueblo judío.

Pequeña aún, leía poesía, narrativa y especialmente filosofía pero, en estricta justicia, el destino no le otorgó la gracia de la claridad en la escritura. Probó los tres géneros; sin embargo, finalmente destacó en el ensayo por sus ideas, no por amor a la palabra ya que, como asegurara su gran amiga, la novelista estadunidense Mary Mc Carthy: “su escritura era ilegible”. Su primera publicación formal –su disertación sobre el amor en la obra de San Agustín- data de 1929. ¡Tenía 20 años de edad!

Obcecada con la irremisible figura de la muerte, cuando adulta y con buen sentido no retomó las tentativas poéticas cultivadas durante su adolescencia. Esas páginas, sin embargo, no fueron más que antecedentes dispersos de sus verdaderas preocupaciones sobre la condición del ser. Sören Kierkegaard despertó su apetito por la teología, pero salvo por su disertación juvenil sobre San Agustín, todo en ella indicaba que respondería a los efectos del antisemitismo y del imperialismo con una notable búsqueda, espiritual y política, de tantos elementos ocultos que condujeron, en especial a Alemania, a la más pura y letal insania. Y después, refiriéndose al fascismo, afirmó: “Es como si la Humanidad se hubiera dividido a sí misma entre quienes creen en la omnipotencia humana (los que piensan en que todo es posible si uno sabe organizar las masas para lograr ese fin) y entre aquellos para los que la impotencia ha sido la experiencia más importante de sus vidas”.

Amigos vitalicios y su asesor académico cuando, entre 1924 y 1925, todavía se encontraba en la Universidad de Marburgo disertando sobre el concepto del amor en San Agustín, el filósofo de la existencia, Karl Jaspers, maestro en la Universidad de Heidelberg,  empezó una singular correspondencia con la jovencísima alumna. Además de dirigir su tesis doctoral, intercambió cartas con ella durante cuarenta años. Profundamente marcada por sus ideas, sin duda los juicios de este gran pensador animaron su urgencia de comprender, desde el lenguaje de la experiencia, el peligroso y a menudo brutal choque del hombre moderno con los hechos políticos. Su maestro Heidegger, en contrapunto, representó para una Arendt que apenas rozaba los diecisiete de edad, un verdadero “shock de la realidad”. Éste, al lado del “Shock filosófico”  protagonizado por Jaspers, encabezó según ella, uno de los dos acontecimientos mayores de la década de los veinte, justo los que le otorgarían el sustento teórico de su obra: la consolidación del movimiento nacionalsocialista en Alemania y, posteriormente, el totalitarismo como fenómeno mundial. Ambos asuntos representaron la manifestación de experiencia que la llevarían a escribir Los orígenes del totalitarismo,  una de las obras clásicas y más monumentales del siglo XX, publicado originalmente en inglés en 1951.

Que a pesar de la ausencia paterna fue una niña feliz, reconoció en entrevistas, cartas y revelaciones autobiográficas que dejaba caer de vez en vez para satisfacer la curiosidad de lectores y no pocos críticos, asombrados por su poderosa personalidad. Pensante, disciplinada y dueña de un lenguaje racional y amparado por una inusual cultura, Hannah Arendt era una mujer que intrigaba por su “amenazante” presencia intelectual que seguramente ensombrecía a sus colegas, hombres en su totalidad. Cuidaba con celo su comportamiento en público, porque no ignoraba que allí donde se paraba y tomaba la palabra, con seguridad causaría polémica o un estallido masculino. Así que, consciente de que sus juicios a nadie dejaban indiferente, vigilaba la expresión pública de su inteligencia y se empeñaba en no incurrir en “actitudes femeninas” que pudieran vulnerarla en los medios intelectuales, reconocidos por feroces, competitivos y muy proclives a la envidia. Quizá no se empeñaba tanto en ocultarse como pretendía porque, ave de tempestades, solía provocar controversias enconadas en los ámbitos académicos donde se desplazaba con admirable autoridad y donde solía sentirse a sus anchas. Maestra siempre, conferenciante en las mayores y más prestigiadas universidades de Europa y los Estados Unidos, resultaron polémicos sus juicios, en 1958, sobre los derechos civiles de los negros y su movimiento de liberación en los Estados Unidos porque en ellos se infiltraban rasgos discriminatorios que parecían negar sus alegatos contra los antisemitas.

Tras permanecer sólo un año en Marburgo se matriculó en la Universidad de Friburgo tal vez para alejarse sentimentalmente de Martin Heidegger. Apenas conocerlo y escucharlo, experimentó tal fascinación por él o más bien por su inteligencia que ni el posterior y debatido vínculo de este connotado académico con los nazis, hacia los años treinta, consiguió disminuir esa profunda admiración tramada de amor que perduró hasta su muerte. Heidegger fue el primero de los tres grandes filósofos alemanes que influyeron directamente en su formación y el que, aun a distancia, alimentaba con sus obras un estado que sólo podría definirse como de deslumbramiento. No obstante las diferencias substanciales que existían entre ellos, empezando por la edad – Martin entonces de 34, y ella diecisiete años menor- y siguiendo por sus inconciliables puntos de vista respecto de la política, el lenguaje y la actitud alemana, entre alumna y maestro se tendió una de las ligas vitalicias que más ha fascinado a los biógrafos. Ninguna distancia ni el prolongado silencio con el que solían ambos demostrar una imposibilidad amorosa pudieron romper la secreta admiración que cada uno sentía por el otro, a pesar de que en sus cartas se empeñaran en mostrar la clara intención de no involucrarse en otro episodio amoroso que perturbara sus vidas.

Otra de sus figuras tutelares sería su también maestro Edmund Husserl, al igual que lo había sido en su hora el riguroso Heidegger. Husserl la introdujo a la fenomenología, corriente en la que Hannah pronto llegaría a destacar, inclusive superándolo. Por alguna causa no declarada, aunque es de creer que su talento contaba con una suerte de brújula para reconocer dónde estaban las fuentes intelectuales en las que debía beber, se trasladó a Heidelberg, donde estudió con Karl Jaspers, uno de los grandes exponentes del existencialismo alemán. Allí y entonces, desde que él fuera su tutor, comenzaron la memorable amistad que también conservaron de por vida.

Es célebre y fincada la sospecha de que durante esos años estudiantiles consumó su proximidad amorosa con Martin Heidegger, que resultó tan impactante en sus posteriores experiencias sentimentales como decisiva en la asimilación de su influencia filosófica. Desde luego casado con Elfride, una ruda alemana de uniforme militar, incapaz de alterar su disciplina doméstica, inflexible en su vida privada y alemán hasta la médula, a sus treinta y tantos de edad Heidegger ya era Heidegger en las aulas y en el medio intelectual y cultural, aunque aún no publicara lo fundamental de su obra.

Acaso para defender sus privilegios académicos a toda costa y por encima de la cuestión ética que exigía la circunstancia, Heidegger se convertiría en uno de los notables más impugnados en el medio internacional si no por su filiación abierta, al menos por su actitud conciliatoria con el nacionalsocialismo. Así lo asentó durante su discurso de entrada como rector de la Universidad de Friburgo, en 1933, en cuyos párrafos principales puede leerse una clara intención antisemita. Hay que reconocer sin embargo que, no obstante las frases controvertidas que durante décadas ensombrecieron el reconocimiento que sin duda merece su obra y que con profusión restituye su prestigio en nuestros días, Heidegger sólo se mantuvo en el puesto durante unos meses tal vez porque la carga de conciencia lo atenazaba con más intensidad que su no confirmada inclinación política o la indudable influencia directa de su peculiar esposa, a quien no cuesta imaginar como una walquiria. Al dimitir sin mayores explicaciones, a pesar de continuar en la enseñanza, se retiró a escribir sin participar abiertamente en los sucesos políticos, pero aceptando y concediendo sin chistar la entusiasta actividad fascista de su cónyuge.

Condenado por intelectuales dentro y fuera de su país, Heidegger nunca pudo librarse del estigma que lo acompañó hasta después de su muerte. Cuando los aliados ocuparon Alemania, los franceses se encargaron de separarlo de su puesto de profesor en Friburgo, hacia 1945, así como de actualizar el episodio nefasto del que todavía no pueden separarlo sus lectores. Siete años después se le permitió incorporarse al ámbito universitario, pero nunca reivindicó el calificativo de fascista que, en justicia o no, impidió que se conociera y aun valorara su obra en espacios más allá de lo académico. Es hasta nuestros días que su importancia ha comenzado a restituirse. Traducidos a numerosas lenguas gracias a la devota y sistemática mediación de Hannah, sus libros ya se celebran con algo más que simpatía. Inclusive abundan ensayos en los que se aclara que si bien en principio el notable filósofo del lenguaje fue capaz de una abyección para conseguir el codiciado rectorado, su actitud posterior fue cuando menos discreta.

Continuará…

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El día después

September 28, 2017 Martha Robles

San Gregorio, Xochimilco. elgráfico.mx

Imagino el último minuto de la II Guerra Mundial;  el último de Auschwitz. Imagino la  inmensidad de tantos “días después” que, de la Antigüedad remota a nuestros días, han atormentado a millones de personas y animales. Imagino incontables cautivos al ser liberados, congoleses famélicos, ciudades devastadas, bombardeadas, inundadas, quemadas, sembradas de cascotes, de supervivientes y de muertos.  Imagino palabras, generaciones, culturas extintas y sueños quebrantados.  Recuerdo rostros llorosos y manos tendidas, penas insondables, heridos, muertos y bombardeos en el Medio Oriente. Los niños abandonados, la destrucción de Katmandú, de Amatrice, de L’Aquila y otros poblados  del centro de Italia. Recuerdo vestigios de templos sin fecha en regiones que han cambiado de nombre y agregado memoria a la memoria encenizada de hace miles de años. Recuerdo cómo me llenaba de tristeza durante el paso a paso por  Treblinka. Recuerdo la carcajada de un turco desdentado, la mirada pícara de una muchacha en Kerala, la piras en las plataformas de Benarés, buitres sobrevolando a la espera de carroña en los linderos de Bombay. Recuerdo cómo me seguían los ciervos en Kioto y los patos al llegar a mi casa, en Den Haag. Recuerdo cada terremoto padecido en mi país y la necia repetición de las desgracias. Recuerdo al Hombre y me pregunto qué es el Hombre.

Mi mente se llena de voces nunca escuchadas, de plegarias desatendidas, susurros y rogativas en tantas lenguas que me pregunto si acaso a los dioses en verdad interesa el infortunio de los mortales. De tanto abultarla con imágenes, sensaciones, trazos, sonidos, ensoñaciones,  palabras, sentimientos, fábulas, fantasías, números e historias de la más diversa índole, llegué a creer que la memoria, como los pueblos, sus prejuicios y sus credos, tenía fronteras, límites preestablecidos. Pero misteriosa como es, igual que lo demás que nos define, en la memoria cabe más y más: cabe lo nuevo y lo viejo; lo tangible y lo intangible. Lo que pillamos al paso, el aroma del jazmín y el gesto ciego del Borges silente apoyado en su bastón. Cabe el llanto nocturno del anciano, la soledad del adolescente, el prodigio de parir, el desamparo del damnificado, una impotencia tremenda, otra forma inexplorada de indignación y modalidades del asombro, de la empatía y del amor que no pueden menos que dejarnos maravillados. Así el movimiento trágico cuando memoria, destino y descubrimiento se funden para sellar a fuego y hierro la traza de la solidaridad en un rostro que hasta entonces se daba por sentado. Volteo a mi alrededor y sin quererlo ni proponérmelo se me vienen encima la historia y lo sagrado; los poderes oscuros y la ocasión de deslumbrarme.

Propio o apropiado, de golpe el ayer me espeta la suma de incontables lamentos, esperanzas frustradas, quebrantos, duelos, ausencias que me arrancan la piel, pérdidas que nos hacen gritar piedad, nombres que quedan inscritos en muros funerarios y páginas o frases cargados con tal intensidad que por si misma la compasión me cubre toda, como neblina en los inviernos nórdicos. Hay dramas, miserias y temblores que nos obligan a tocar la ineludible fugacidad. Estamos hechos  de vida y muerte, de destellos de luz y pozos negros. Vida efímera, a ratos intensa, contradictoria siempre y fatalmente ensombrecida por el sufrimiento próximo o lejano.

Pienso en el dolor de víctimas de desastres naturales teñidos de corruptelas o de tal cantidad de ataques, abusos y crueldades que, ante las evidencias de nuestro reciente temblor, ya dudo de si es peor el azote de lo imponderable, la humana capacidad de hacer el mal y aprovecharse de la desgracia ajena o  perseguir el beneficio propio a costa de los caídos y de la congoja que dejan los recogidos por la Moira.

El día después inaugura el terror a lo ignorado, la noche oscura. Es lo no previsto, el día de las manos vacías: instante umbroso, frío, de incertidumbre, con los sentimientos orientados al cielo y de espalda al misticismo. Es la hora en que se resienten los dolores, los ojos se abren y el pasmo desafía al carácter. Un instante, el de la nada. El insomnio es largo y la conciencia se mueve desde honduras inexploradas. No hay rumbo, sólo temple.  La voluntad impone el  deslinde entre la inmovilidad y la acción: punto preciso en que la gente y unos pueblos se distinguen de los otros. Unos corren a ninguna parte; entre gritos ceden a la tentación del vencido y en medio de conflictos internos, desaparecen de la historia. Los menos o quizá más fuertes se rehacen, se levantan con heroicidad, empeños sostenidos y tan férrea disciplina que a poco fundan edades, sistemas renovadores y culturas tan abiertas que florecen los poetas y los músicos. Los débiles se rinden a la inercia, a la fatalidad y a la costumbre de sufrir y lamentarse. A los vencidos se los ve  cual sombras de sus miedos, eco de sus ecos ya enquistados y condenados a seguir como rehenes de fracasos seculares.

El porvenir es ya pasado. Mentira que el olvido condena a repetirse. Mentira que recordar evita los retornos cíclicos del mal, de los genocidios y de tantos episodios que nos ponen como sello el gesto de dolor o la cara roja de vergüenza. Hay casos en los que olvidar es una forma de sanar y otros en los que recordar afila el estilete que mantiene vivas las heridas. Recordar no impide la inclemencia.  Olvidar tampoco conduce a la crueldad. Motivos para llorar siempre tenemos, pero hay un Poder por encima del  poder que nos hace inhalar, exhalar, sonreír y ser felices aun durante  silencios profundos y noches oscuras.

Inundaciones, plagas, terremotos, incendios, enfrentamientos armados y muchas calamidades dejan tras de sí abultados anecdotarios de desgracias. Pienso en eso y en todo lo demás. Siento el llanto y me estremezco, pero la fuerza sanadora de las letras me trae de nuevo la poesía de Eliot que suena y me retumba con un ritmo pegajoso.  Sin querer queriendo, la poesía  pasa de una lengua a otra cual flujo interminable y prodigioso de las voces. Y entonces digo sí, la palabra es redentora, la palabra me nutre y vivifica:

April is the cruellest month, breeding

Lilacs out of the dead land, mixing

Memory and desire, stirring

Dull roots with spring rain.

 Winter kept us warm, covering

Earth in forgetful snow, feeding

A little life with dried tubers.

Summer surprised us, coming over the Starnbergersee

With a shower of rain; we stopped in the colonnade,

And went on in sunlight, into the Hofgarten,

And drank coffee and talked for an hour.

En traducción más o menos libre, esta primera parte (El entierro de los muertos) de The Waste Land de T. S. Eliot:

Abril es el mes más cruel, engendra

Lilas de la tierra muerta, mezcla

Recuerdos y anhelos, despierta

raíces inertes con lluvias primaverales.

 El invierno nos mantuvo cálidos, cubriendo

La tierra con nieve olvidadiza, nutriendo

Una pequeña vida con tubérculos resecos.

Nos sorprendió el verano, se precipitó sobre el Starnbergersee

Con un chubasco, nos detuvimos en los pórticos,

Y luego, bajo el sol, seguimos en el Hofgarten,

Y tomamos café y charlamos durante una hora…


 

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La ira de los dioses

September 21, 2017 Martha Robles

Noticieros Televisa

Morir emparedada puede ser tanto o más terrorífico que morir ahogada. Atrapadas entre fierros, toneladas de concreto, ladrillos, polvo, muebles, trapos, tiliches, alambres y una angustia más densa que la oscuridad, las víctimas de los derrumbes forman parte de las que, desde la noche de los tiempos, pagan con su inenarrable sacrificio la ira de los dioses. De la remota Grecia a Pompeya, de la Atlántida a Rodas e Iliria, de Creta a las islas del Pacífico asoladas por tsunamis y tantas poblaciones reducidas a causa de huracanes, plagas, inundaciones, terremotos, incendios o meteoritos, la historia de las catástrofes es la de la humana imposibilidad de gobernar al destino.

Lo imponderable, la Necesidad, ananké… Podemos decir de varios modos lo mismo. En los dominios de la fatalidad no hay voluntad que modifique el Dictado del supremo poder. Tanto el sentido del ser como el orden natural de las cosas, sin embargo, se violentan de manera tremenda   cuando los hombres desafían a los dioses y toman por su cuenta lo que se tenía por atributo superior inviolable: el nacimiento, la existencia y la muerte, mediante la manipulación y el dominio de la vida y del medio ambiente; es decir, del clima, las aguas,  los vientos, las piedras, los minerales y del resto de seres vivos.

Deificado él mismo y adueñado de atribuciones inimaginables por los abuelos, el hombre contemporáneo ya no se conforma con abatir impíamente a las potencias que lo mantenían a resguardo de sí mismo. Alejado de su otrora condición de criatura, ya no se considera la parte hablante de una maravillosa creación que lo dotó con la gracia del lenguaje, de las emociones y el pensamiento. Ignorante de que actúa como su peor enemigo, ahora –ensoberbecido- se autonombra principio, ombligo y fin del universo. Arbitrariamente confunde el sentido ético de la razón y la libertad al atreverse con alteraciones y ocurrencias brutales que atraen a la fatalidad en vez de alejarla de su hábitat, como sería deseable. Así vemos que la generación con más técnica, conocimiento y recursos de la historia pone al filo de la extinción la sagrada morada que, desde hace millones de años, venía acogiendo a la humanidad  en razonable armonía con una incalculable cantidad de especies.

Al respecto cabe recordar que la ciudad, tal como la conocemos y padecemos, es una invención estrictamente moderna, cuya apariencia y funcionamiento se distinguen y varían según la calidad cultural de los pueblos que las crean, las transforman, las conservan y/o las destruyen. Si bien el automóvil, la electricidad, los antibióticos y la multiplicación de los servicios sanitarios fueron el eje reproductor de las urbes verticales y sus innovadores estilos de vida, el urbanismo aportó los principios del buen vivir en comunidad que, por desgracia, son terriblemente desatendidos por los mexicanos.

Y es en esta veloz transformación del “carácter urbano” donde la otrora determinación del Destino comenzó a rivalizar en furor con los yerros y aciertos humanos, especialmente cuando de catástrofes naturales se trata. Si adquirir una vivienda, trabajar, transportarse, alimentarse, relacionarse con los demás y evitar el yugo de la enfermedad se convirtieron en prioridades del homo urbanus, formarse, distraerse, cultivarse, sentirse seguro y satisfacer necesidades espirituales, deportivas, recreativas, cívicas y sociales adquirieron la categoría de privilegios/reflejo de la jerarquía social.  

A partir del agitado siglo XX, el florecimiento del urbanismo respondió con medidas civilizadoras al complejo crecimiento económico/social, principalmente de las naciones avanzadas.  En países subdesarrollados como el nuestro, en cambio, la población rural comenzó a abandonar en masa sus lugares de origen para hacinarse en conglomerados citadinos improvisados, malogrados, inseguros, sin servicios y proclives a fomentar la desintegración social que ya ha alcanzado niveles alarmantes.  Obra arquitectónica y colectiva de excepción, la Ciudad Universitaria, bella como es, no sólo perdura como alto ejemplo en el uso y distribución de espacios abiertos y cerrados, sino que particularmente continúa encabezando con brillo los escasísimos logros que existen en el país de un verdadero diseño urbano.  

Por ignorancia primero y a causa de la creciente corrupción que ha conseguido ahogarnos, en México se ignoró, menospreció y deformó la planeación urbana hasta hacer de la construcción irresponsable presea de la rapiña emblemática de nuestro siglo XXI. Hacinados, condenados a vivir especialmente en la Ciudad de México en edificaciones mal diseñadas, amontonadas, colmadas de errores estructurales, de preferencia inadecuadas para zonas sísmicas y de fondo cenagoso, carentes de espacios abiertos y consideradas de alto riesgo a la hora de los temibles temblores, las moles se multiplican como hongos sin que ninguna autoridad de indicios de interesarse por la indispensable normativa reguladora de la vida urbana.

Por desgracia, los terremotos forman parte de nuestra biografía. Con los cumpleaños sumamos recuerdos y experiencias nefastas teñidos de muerte y pérdidas extremas que atribuimos a la ira de los dioses, a venganzas de la Naturaleza mancillada o las reacciones cíclicas de las fuerzas ocultas u oscuras que suscitan movimientos telúricos. Lo que ya debemos considerar con seriedad, sin embargo, es que también y de manera muy especial la mano del hombre interviene como instrumento del infortunio.

La tristeza y tanta evidencia de sufrimiento que ocupa nuestra total atención a consecuencia de la tremenda sacudida del pasado martes no debe distraer la urgencia de combatir la corrupción, tan enchufada en el área constructiva. La planeación, el rigor, la decencia, el control responsable, las licencias vigilantes y un estricto diseño  salvan y protegen más vidas que cualquier maquinaria o movilidad ciudadana después de la tragedia.

No podemos negar que los medios más corruptos son los favoritos de la muerte y del dolor. Muchas desgracias pudieron evitarse si tanto en nuestra ciudad capital como en el resto de los estados afectados existieran regulaciones limpias y estrictas,  alternativas de apoyo y créditos para la autoconstrucción inteligente y vigilada por arquitectos interesados en vivienda popular de bajo costo. Así se requiere con urgencia en San Gregorio, en Xochimilco, en Chiapas, en Oaxaca y en tantísimos poblados pobres y afectados del país.

Hacer la vista gorda a excusa de la desgracia es tan inmoral como la codicia de constructores y burócratas que lucran y se forran a costa de la vida: entre los escombros hay muchas licencias de construcción  otorgadas por un sinvergüenza y requeridas por otro de igual especie.  Debemos temer más a la rapiña humana que a la ira de los dioses. Ya es hora de aprender y transformarnos.

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    • Jun 3, 2025 Ser de izquierda. Y eso, ¿qué diablos es? Jun 3, 2025
  • May 2025
    • May 19, 2025 Página del diario. Caos, signo de nuestro tiempo May 19, 2025
    • May 5, 2025 Insignificancia del Mal May 5, 2025
  • April 2025
    • Apr 17, 2025 De MVL e izquierdas y derechas Apr 17, 2025
    • Apr 5, 2025 De la pasión por los diarios Apr 5, 2025
  • March 2025
    • Mar 27, 2025 De la dificultad de ser distinto Mar 27, 2025
    • Mar 2, 2025 De la ansiedad al sectarismo Mar 2, 2025
  • February 2025
    • Feb 7, 2025 Robert Tsuovas (De mis Biografías Clandestinas aún inéditas) Feb 7, 2025
  • January 2025
    • Jan 28, 2025 Auschwitz, ¿hablamos de lo humano? Jan 28, 2025
    • Jan 7, 2025 Ninguneo Jan 7, 2025
  • December 2024
    • Dec 28, 2024 Legado de Alfonso Reyes. A 65 años de su fallecimiento Dec 28, 2024
    • Dec 20, 2024 La gran dignidad de Gisèle Pelicot Dec 20, 2024
    • Dec 10, 2024 Siria: su fatalidad ancestral Dec 10, 2024
  • November 2024
    • Nov 21, 2024 Alfonso Reyes, su cortesía Nov 21, 2024
    • Nov 8, 2024 Santa Muerte Nov 8, 2024
  • October 2024
    • Oct 30, 2024 Pobre, muy pobre democracia Oct 30, 2024
    • Oct 10, 2024 Sin modelo de país Oct 10, 2024
  • September 2024
    • Sep 26, 2024 El estigma de Emma Bovary Sep 26, 2024
    • Sep 11, 2024 Las Torres: el atentado del siglo Sep 11, 2024
    • Sep 4, 2024 Pliar Donoso. El riesgo de los diarios Sep 4, 2024
  • August 2024
    • Aug 20, 2024 Escribir sobre el padre: nueva tendencia Aug 20, 2024
    • Aug 7, 2024 Medio siglo sin Rosario Castellanos Aug 7, 2024
  • July 2024
    • Jul 25, 2024 Diarios. Otra vez los espejos Jul 25, 2024
    • Jul 13, 2024 La sociedad y sus letras Jul 13, 2024
  • June 2024
    • Jun 17, 2024 Del Padre/padre Jun 17, 2024
  • May 2024
    • May 30, 2024 Malas decisiones May 30, 2024
    • May 14, 2024 El tiempo del desprecio. Herencia innombrable May 14, 2024
  • April 2024
    • Apr 24, 2024 Del libro y la memoria Apr 24, 2024
    • Apr 2, 2024 Memoria y tatuajes en el alma Apr 2, 2024
  • March 2024
    • Mar 16, 2024 Entrevistas ficticias Mar 16, 2024
  • February 2024
    • Feb 29, 2024 Truman Capote, el siempre vivo Feb 29, 2024
    • Feb 13, 2024 Menopausia, el tsunami Feb 13, 2024
    • Feb 1, 2024 El arte no paga facturas; el saber tampoco Feb 1, 2024
  • January 2024
    • Jan 25, 2024 De la memoria. Bibliotecas Jan 25, 2024
    • Jan 12, 2024 Sobre las malas relaciones Jan 12, 2024
    • Jan 3, 2024 Del diario y la memoria Jan 3, 2024
  • December 2023
    • Dec 18, 2023 ADIÓS MARIO. ADIÓS BOOM Dec 18, 2023
    • Dec 7, 2023 Otra vez vencidos: no leer, no contar… Dec 7, 2023
    • Dec 1, 2023 Raro, ¿no? Eso de ser  mujer por estos rumbos Dec 1, 2023
  • November 2023
    • Nov 11, 2023 Veleidad de los premios Nov 11, 2023
  • October 2023
    • Oct 31, 2023 Acapulco, la puntiilla Oct 31, 2023
    • Oct 10, 2023 COVID. Pasos en la azotea y confesión obligada Oct 10, 2023
    • Oct 2, 2023 Página del diario. De sueños prestados Oct 2, 2023
  • September 2023
    • Sep 11, 2023 Javier Marías, un carácter Sep 11, 2023
  • August 2023
    • Aug 31, 2023 El Mal en tiempos del desprecio Aug 31, 2023
    • Aug 14, 2023 Ser lector (a): una pasión Aug 14, 2023
  • July 2023
    • Jul 31, 2023 El madruguete Jul 31, 2023
    • Jul 19, 2023 Página del diario. “Lo correcto es largarse” Jul 19, 2023
    • Jul 4, 2023 La atracción del Mal Jul 4, 2023
  • June 2023
    • Jun 21, 2023 Ya no se espera a los bárbaros Jun 21, 2023
    • Jun 9, 2023 Elegir. Lo que queda después del libro Jun 9, 2023
  • May 2023
    • May 30, 2023 Memoria infiel. De la cuna a la tumba May 30, 2023
    • May 19, 2023 Envejecer May 19, 2023
    • May 8, 2023 Maestros, ¿maestros? May 8, 2023
    • May 1, 2023 Príamo. El dolor del vencido May 1, 2023
  • April 2023
    • Apr 8, 2023 De viudas y herederos Apr 8, 2023
  • March 2023
    • Mar 29, 2023 Calcinados en las puertas del infierno Mar 29, 2023
    • Mar 14, 2023 No soy yo, tampoco el otro Mar 14, 2023
    • Mar 5, 2023 Feminismos, espejo de lo real Mar 5, 2023
  • February 2023
    • Feb 16, 2023 Haití y el síndrome del vencido Feb 16, 2023
    • Feb 6, 2023 Ricardo Garibay, escalpelo en ristre, 4 Feb 6, 2023
    • Feb 1, 2023 Ricardo Garibay, escalpelo en ristre, 3 Feb 1, 2023
  • January 2023
    • Jan 27, 2023 Ricardo Garibay, escalpelo en ristre, 2 Jan 27, 2023
    • Jan 24, 2023 Ricardo Garibay. Escalpelo en ristre, I Jan 24, 2023
    • Jan 18, 2023 Those were (are) the days Jan 18, 2023
    • Jan 4, 2023 Pasiones seniles Jan 4, 2023
  • December 2022
    • Dec 20, 2022 Larga sombra del Maximato Dec 20, 2022
    • Dec 1, 2022 Alfonso Reyes: el perfil del hombre Dec 1, 2022
  • November 2022
    • Nov 19, 2022 Proust: conversar con los difuntos Nov 19, 2022
    • Nov 7, 2022 Memoria y escritura Nov 7, 2022
  • October 2022
    • Oct 25, 2022 De la memoria y la carta de un difunto Oct 25, 2022
    • Oct 9, 2022 Lo de hoy: profanar el lenguaje Oct 9, 2022
  • September 2022
    • Sep 21, 2022 Sep 21, 2022
    • Sep 8, 2022 A propósito de Vila-Matas Sep 8, 2022
  • August 2022
    • Aug 20, 2022 Del diario: la posteridad y la fama Aug 20, 2022
    • Aug 4, 2022 El dolor de Virginia Aug 4, 2022
  • July 2022
    • Jul 19, 2022 Memoria y olvido Jul 19, 2022
    • Jul 10, 2022 Mediocridad como mérito Jul 10, 2022
  • June 2022
    • Jun 30, 2022 Con las manecillas al revés Jun 30, 2022
    • Jun 12, 2022 De la belleza de la imperfección Jun 12, 2022
    • Jun 3, 2022 De mujeres, hoy: escribir como sea, de lo que sea Jun 3, 2022
  • May 2022
    • May 24, 2022 Diarios perdidos May 24, 2022
    • May 11, 2022 Atrapada por los selfies May 11, 2022
  • April 2022
    • Apr 21, 2022 No se nace Grinch, lo hacen Apr 21, 2022
    • Apr 5, 2022 De mis diarios. Fidel, otra mirada Apr 5, 2022
  • March 2022
    • Mar 24, 2022 El escritor y la edad Mar 24, 2022
    • Mar 7, 2022 Marginadas desde la Colonia: espejo de la verdad Mar 7, 2022
  • February 2022
    • Feb 22, 2022 Nuevos tiempos oscuros Feb 22, 2022
    • Feb 8, 2022 A propósito del infierno Feb 8, 2022
  • January 2022
    • Jan 25, 2022 Decir no o dejarse caer Jan 25, 2022
    • Jan 10, 2022 Meditación sobre la tontería Jan 10, 2022
    • Jan 2, 2022 Olvido e ignorancia: misma desventura Jan 2, 2022
  • December 2021
    • Dec 15, 2021 Del Kîs que escribe en mi memoria Dec 15, 2021
    • Dec 7, 2021 Jimena Canales: historiar para cambiar la historia Dec 7, 2021
  • November 2021
    • Nov 17, 2021 Mi pesadilla, nuestro infierno Nov 17, 2021
  • October 2021
    • Oct 24, 2021 Los muertos. El otro relato, 1 Oct 24, 2021
    • Oct 12, 2021 Página del diario. Idea del desprecio Oct 12, 2021
    • Oct 1, 2021 Cuando me da por pensar en Lobo Antunes Oct 1, 2021
  • September 2021
    • Sep 23, 2021 Ironías de la historia: seguimos nepantla Sep 23, 2021
    • Sep 13, 2021 Lo feo. Su falsa reivindicación Sep 13, 2021
    • Sep 4, 2021 Del huésped incómodo y sus obsequiosos anfitriones Sep 4, 2021
  • August 2021
    • Aug 21, 2021 Velocidad: la tentación del abismo Aug 21, 2021
    • Aug 7, 2021 El zoquete por venir Aug 7, 2021
  • July 2021
    • Jul 21, 2021 Añoro la risa Jul 21, 2021
    • Jul 5, 2021 Más de esperpentos y tiranos Jul 5, 2021
  • June 2021
    • Jun 21, 2021 Las palabras, esos espejos... Jun 21, 2021
    • Jun 3, 2021 Mme. Bovary y yo Jun 3, 2021
  • May 2021
    • May 24, 2021 México entre vacunas May 24, 2021
    • May 14, 2021 De la Biblioteca de Alejandría y otras pasiones May 14, 2021
  • April 2021
    • Apr 29, 2021 Recordar, otra vez: de las madres de ayer Apr 29, 2021
    • Apr 12, 2021 Alaíde Foppa. Su signo trágico Apr 12, 2021
    • Apr 3, 2021 De mis diarios. Más de memoria Apr 3, 2021
  • March 2021
    • Mar 29, 2021 Retorno a los años oscuros Mar 29, 2021
    • Mar 21, 2021 De los días de "prende el radio" Mar 21, 2021
    • Mar 14, 2021 Metamir: mirar lo oculto Mar 14, 2021
    • Mar 1, 2021 Hipocresía y violaciones sexuales Mar 1, 2021
  • February 2021
    • Feb 20, 2021 De la memoria, esa incansable Feb 20, 2021
    • Feb 13, 2021 Del poder y los locos Feb 13, 2021
    • Feb 7, 2021 El libro: pasión de minorías Feb 7, 2021
  • January 2021
    • Jan 30, 2021 La magia del Cid campeador Jan 30, 2021
    • Jan 22, 2021 Contracultura y fracaso educativo Jan 22, 2021
    • Jan 12, 2021 Un mundo poscovid Jan 12, 2021
  • December 2020
    • Dec 31, 2020 Madre piedad: una deuda de amor Dec 31, 2020
    • Dec 19, 2020 Un tiempo raro Dec 19, 2020
    • Dec 9, 2020 Meditación sobre la tristeza de nuestros días Dec 9, 2020
  • November 2020
    • Nov 23, 2020 Página del diario. El virus del desasosiego Nov 23, 2020
    • Nov 14, 2020 José Revueltas, peldaño de la denuncia* Nov 14, 2020
  • October 2020
    • Oct 29, 2020 De mis diarios. Entre toros y Covid-19 Oct 29, 2020
    • Oct 10, 2020 Página del diario. Alfabetos soñados Oct 10, 2020
    • Oct 1, 2020 1968: memoria imperfecta Oct 1, 2020
  • September 2020
    • Sep 12, 2020 Los diarios: su fondo misterioso Sep 12, 2020
    • Sep 4, 2020 Fernando VII. Realidad que supera la ficción Sep 4, 2020
  • August 2020
    • Aug 20, 2020 Nuestra deuda con Agustín Millares Carlo Aug 20, 2020
    • Aug 13, 2020 Alfonso Reyes, otra mirada Aug 13, 2020
    • Aug 1, 2020 Esther, un alma errante Aug 1, 2020
  • July 2020
    • Jul 19, 2020 Lo mexicano: La vida no vale nada Jul 19, 2020
  • June 2020
    • Jun 25, 2020 Memoria de un cleptómano Jun 25, 2020
    • Jun 12, 2020 Sobre el arte de la biografía Jun 12, 2020
  • May 2020
    • May 26, 2020 De la enfermedad, el sueño y los dioses May 26, 2020
    • May 17, 2020 Fragmento de autobiografía inédita May 17, 2020
    • May 7, 2020 Confinamiento y silencio. Página del diario May 7, 2020
  • April 2020
    • Apr 22, 2020 María Zambrano. Palabras del regreso Apr 22, 2020
    • Apr 18, 2020 A propósito del FONCA Apr 18, 2020
    • Apr 9, 2020 Página del diario. A propósito de Alberti Apr 9, 2020
    • Apr 1, 2020 Otra caverna, mismas sombras Apr 1, 2020
  • March 2020
    • Mar 17, 2020 Escenas medievales Mar 17, 2020
  • February 2020
    • Feb 29, 2020 La confesión. Página del diario Feb 29, 2020
    • Feb 17, 2020 Me acuerdo, me acuerdo Feb 17, 2020
    • Feb 4, 2020 Kafka, a la vuelta de la esquina Feb 4, 2020
  • January 2020
    • Jan 27, 2020 De mis diarios: Auschwitz y Trzebini Jan 27, 2020
    • Jan 14, 2020 De mis diarios. Conferencias Jan 14, 2020
    • Jan 7, 2020 84, Charing Cross Road Jan 7, 2020
  • December 2019
    • Dec 28, 2019 Gobernantes a la baja Dec 28, 2019
    • Dec 18, 2019 De mis diarios. Egos monumentales Dec 18, 2019
    • Dec 9, 2019 Los huesos de Montaigne Dec 9, 2019
  • November 2019
    • Nov 15, 2019 De mis diarios. Deleites perdidos Nov 15, 2019
    • Nov 9, 2019 De mis diarios. Lo que el Muro derrumbó Nov 9, 2019
  • October 2019
    • Oct 18, 2019 Judía y mujer: una cabeza incómoda Oct 18, 2019
    • Oct 11, 2019 Memoria. De mis diarios Oct 11, 2019
  • September 2019
    • Sep 26, 2019 De libros y Los creadores Sep 26, 2019
    • Sep 16, 2019 La mediocracia, una pandemia Sep 16, 2019
  • August 2019
    • Aug 29, 2019 De mis diarios. Con Elizondo en el CME Aug 29, 2019
    • Aug 22, 2019 Narciso, otro símbolo de Borges Aug 22, 2019
    • Aug 2, 2019 Sobre La otra vida de Daniel Aug 2, 2019
  • July 2019
    • Jul 23, 2019 Esta curiosa pasión por las letras Jul 23, 2019
    • Jul 12, 2019 Primer recuerdo. Página del diario Jul 12, 2019
    • Jul 2, 2019 Vasconcelos: un antihéroe consagrado* Jul 2, 2019
  • June 2019
    • Jun 22, 2019 Cultura, un privilegio. ¡Claro que sí! Jun 22, 2019
    • Jun 7, 2019 Noa Pothoven. Del pene y la llaga Jun 7, 2019
  • May 2019
    • May 31, 2019 Larga noche oscura May 31, 2019
    • May 10, 2019 Museo de la Mujer May 10, 2019
    • May 2, 2019 De mi ficción verdadera May 2, 2019
  • April 2019
    • Apr 25, 2019 Lo sagrado y las urbes Apr 25, 2019
    • Apr 16, 2019 Apr 16, 2019
    • Apr 8, 2019 De mis diarios. La maldición de la culebra Apr 8, 2019
    • Apr 1, 2019 Reinvención del pasado Apr 1, 2019
  • March 2019
    • Mar 22, 2019 Sin máscaras. Resentimiento social Mar 22, 2019
    • Mar 15, 2019 Entrevista sobre Los pasos del héroe Mar 15, 2019
    • Mar 7, 2019 De la dificultad de ser mujer donde todo lo impide Mar 7, 2019
  • February 2019
    • Feb 26, 2019 Sin metis, solo mediocridad Feb 26, 2019
    • Feb 19, 2019 Páginas del diario. La mirada del otro Feb 19, 2019
    • Feb 12, 2019 Populismo para el hombre-masa Feb 12, 2019
    • Feb 5, 2019 Ni los dictadores son lo que eran Feb 5, 2019
  • January 2019
    • Jan 29, 2019 Saldos de enero y el fin del asombro Jan 29, 2019
    • Jan 20, 2019 La palabra y las libertades Jan 20, 2019
    • Jan 9, 2019 Yourcenar, otra vez: De la verdad y lo bello Jan 9, 2019
    • Jan 1, 2019 Izquierdas personalizadas Jan 1, 2019
  • December 2018
    • Dec 15, 2018 La memoria y su relato. Fragmento autobiográfico. Dec 15, 2018
    • Dec 10, 2018 Meditación frente al Xipe Tótec Dec 10, 2018
  • November 2018
    • Nov 30, 2018 ¿Otra sociedad? ¡Educar a la mujer! Nov 30, 2018
    • Nov 19, 2018 Soledad Nov 19, 2018
    • Nov 9, 2018 Y el Muro cae... Un capítulo de mi autobiografía inédita Nov 9, 2018
    • Nov 3, 2018 Mirar el mundo. Vivir es de bravos Nov 3, 2018
  • October 2018
    • Oct 21, 2018 La inmigración en masa Oct 21, 2018
    • Oct 11, 2018 Desvivirse Oct 11, 2018
    • Oct 4, 2018 Dolor Oct 4, 2018
  • September 2018
    • Sep 21, 2018 Djuna Barnes, 2 Sep 21, 2018
    • Sep 13, 2018 Djuna Barnes, 1 Sep 13, 2018
    • Sep 8, 2018 Desde la UNAM, otra vez la advertencia Sep 8, 2018
  • August 2018
    • Aug 30, 2018 Mujer en tiempos sin género (o de muchos géneros) Aug 30, 2018
    • Aug 17, 2018 1968, tan lejos y tan cerca Aug 17, 2018
    • Aug 10, 2018 Tropezar con las mismas piedras Aug 10, 2018
    • Aug 2, 2018 Literatura: escalpelo del drama humano Aug 2, 2018
  • July 2018
    • Jul 19, 2018 Sin educación: el infierno tan temido Jul 19, 2018
    • Jul 13, 2018 Carlos Fuentes: el demonio de la prisa Jul 13, 2018
    • Jul 5, 2018 Vida y literatura: un viaje extraño Jul 5, 2018
  • June 2018
    • Jun 21, 2018 Pasión por la lectura Jun 21, 2018
    • Jun 8, 2018 Páginas del diario. El Sistema redivivo Jun 8, 2018
  • May 2018
    • May 31, 2018 El huevo de la serpiente May 31, 2018
    • May 24, 2018 Fin de la máscara, hora del esperpento May 24, 2018
    • May 10, 2018 Páginas del diario. Insomnio y memoria May 10, 2018
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Culpas viejas, mujeres nuevas. Entrevista. https://youtu.be/9go7A0-hmso

En Huellas de la Historia, con Francisco (Paco) Prieto y Blanca Loolbe, Alejandro el Grande. Los pasos del héroe”, Radio Red, México, https://podcasts.apple.com/mx/podcast/alejandro-magno/id1243780697?i=1000431633702

Entrevista sobre los pasos del héroe, lunes 11 de marzo, 2019, 2019, Fabián Vázquez y Rafael de la Lanza; Revista Gandhi Lee+

https://www.facebook.com/mascultura/videos/451974625342403/

“Del amor a las letras y otras pasiones” en Poéticas de las inteligencia, programa de radio coordinado por Patricia Galeana y Beatriz Saavedra. Conductora Lourdes Enríquez, IMER, CIUDADANA, 660 am, jueves 27 de agosto de 2020. https://www.mixcloud.com/MujeresalaTribuna/po%C3%A9ticas-de-la-inteligencia-del-amor-a-las-letras-y-otras-pasiones/

A partir de septiembre 2020, colaboraciones en La noche es joven, programa de radio de Enríque García Cuéllar, Tuxtla Gutiérrez, Chis.:

Octubre 2, https://www.facebook.com/MuseodelaMujerMexico/videos/325674728612136/

Octubre 10, Casandra en la mitología, https://www.facebook.com/757213191075830/videos/362463818454782/

Octubre 16, Las migraciones en el mundo, https://www.facebook.com/757213191075830/videos/2675104412742380/

2020

- https://www.facebook.com/757213191075830/videos/3443483862406877 , “intelectuales y poder”, programa La noche es joven dirigido por Enrique García Cuéllar desde Tuxtla Gutiérrez, Chis., Oct. 26, 2020.

- “Helenismo en Alfonso Reyes”, video conferencia organizada por la Sría de Cultura, el Dep. de Literatura del INBA y la Capilla Alfonsina. Con Javier Garcíadiego (director de la Capilla Alfonsina) y la traductora del griego Natalia Moroleón. Moderadora Beatriz Saavedra, Trasmitido en vivo por Facebook, noviembre 5, 2020. https://www.facebook.com/283189608464004/videos/654522281924283/

“Intelectuales, prensa y poder”, en el video programa La noche es joven dirigido por Enrique García Cuéllar desde Tuxtla Gutiérrez, Chis., Nov. 6, 2020. https://www.facebook.com/757213191075830/videos/1034311790327823

“Mujeres y otras penas”, https://www.facebook.com/757213191075830/videos/286419819321195 en el video programa La noche es joven dirigido por Enrique García Cuéllar desde Tuxtla Gutiérrez, Chis., , Nov. 13, 2020

“Gobernar con sermones”, https://www.facebook.com/757213191075830/videos/815646722545743, Ibid., Nov. 27, 2020

“La amistad entre Alfonso Reyes y José Vasconcelos”, Capilla Alfonsina, con Javier García Diego y el dr. Hurtado, Capilla Alfonseca, junio 30 de 2021. https://www.facebook.com/watch/?v=357786745726168

 “Actualidad de Marguerite Yourcenar” , Julio 8 de 2021, en el programa La noche es jocen de Enrique García Cuéllar. https://www.facebook.com/100063493035749/videos/834712267158793


Debate 22, entrevista con Javier Aranda, Octubre 10, 2022, Canal 22. (https://twitter.com/MarthaRoblesO/status/1579661774965866496?t=jl5UKjczBPPI52y91C_now&s=03)

https://twitter.com/MarthaRoblesO/status/1579661774965866496?t=LNgpCJXplWwnHJVKfBU9EQ&s=08

“Las palabras, espejos de la vida”, conferencias, Noviembre 9, 16, 23 y 30 de 2023, Plataforma ZOOM, dos horas por semana, Instituto dde la Cultura y las Artes, Cancún, Quintana Roo. Disponibles en YouTube con este enlace: https://www.youtube.com/playlist?list=PLOOto7Tr4g7IWZRngC2m_3zwvuTIrqE4H

Agosto 7, 2024 A medio siglo del fallecimiento de Rosario Castellanos. Capilla Alfonsina. Coordinación Nacional de Literatura. Sigue en directo la charla especial en honor a Rosario Castellanos. Acompáñanos y explora su impacto en la literatura. Una oportunidad única para reflexionar sobre su legado. Participan: Martha...

www.facebook.com.

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“Martha Robles”, entrevista de Beatriz Saavedra para el Diario de Madrid, Noviembre 27, 2024. Entrevista a Martha Robles - https://www.eldiariodemadrid.es/articulo/critica-literaria/entrevista-martha-robles/20241127090423084011.html?utm_medium=social&utm_source=whatsapp&utm_campaign=share_button

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Enero 16 de 2025, Alfonso Reyes y el exilio, Ateneo Español de México, A.C

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