Mundo de ayer y de hoy

Disparate de miedo. Goya

Inmersos en el sueño de los sesenta, Baby Boomers y optimistas que se sumaron al espíritu de la flor, creyeron que el mundo se inclinaría a la izquierda. Los Estados dominantes recapacitarían. No más gobernantes terroristas ni perseguidores. Las empresas se humanizarían por las buenas o las malas. La defensa del medio ambiente sería puntal en las políticas del siglo XXI. Las instituciones funcionarían cual navíos en aguas mansas. El ejército de miserables -masas mal queridas y mal comprendidas, sufridas y en imparable capacidad reproductiva-, ascenderían a la categoría de clases medias. El secreto del entonces multicitado “estado de bienestar” descansaría en el péndulo económico, al modo de  las bolitas de metal pendientes de un hilo, que no cesan de ir de aquí para allá. Vaya, que se esperaba el logro de lo que Popper calificó del “menos malo de los sistemas políticos discurridos hasta ahora”.  

El ilusorio desarrollo con progreso, de tal modo, recaería durante las postrimerías del siglo XX sobre una incesante movilidad social; es decir: supuestamente fortalecida con derechos y libertades, la sociedad de prestigio arrojaría frutos maduros como signo inaugural del tercer milenio.  Idealmente y gracias al esfuerzo obligado de individuos y países, las generaciones se irían incorporando en capas de edad al sobrevalorado régimen de merecimientos, entonces vigente. Ese era, a grandes rasgos, el discurso durante el declive de la llamada Guerra Fría que tuviera al mundo en vilo durante 40 años, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la subsecuente disolución de la Unión Soviética.

Palabras y discursos iban y venían de Norte a Sur y de Este a Oeste cuando los primeros bloques del apodado “Muro de la vergüenza” cayó en Berlín la noche del 9 de noviembre de 1989. Era el rayo. Y como rayo sentimos la transformación súbita del mundo conocido. De los lenguajes nutridos por la “lucha de clases”, “movilidad social”, “meritocracia”, el poder social de las izquierdas, ideologías, nacionalismos, grupos hegemónicos, imperialismo yankee, dictaduras, etc., de golpe saltamos al universo del “desarrollo a tres velocidades”, “el fin de la historia”, la Comunidad Europea, derechos humanos, democracias, globalización, derrota de las ideologías, libre mercado, equidad de género…

Verdadero símbolo milenarista, el neoliberalismo sería la etiqueta de los nuevos tiempos y antes, mucho antes de que el azoro desapareciera de los rostros incrédulos, el planeta dio un tirón y quedó abierta y sensiblemente inclinado a la derecha: la era del Neoconservadurismo no sólo había comenzado en plena madurez (como nacieran los dioses griegos, inclusive con todos sus atavíos) sino que abría las puertas con fuerza inusitada a un siglo XXI dominado por el consumo, el monetarismo, la destrucción del Estado tradicional y el supuesto libre tránsito de mercancías.

Un emblemático “do it yourself” que sustentara el capitalismo salvaje trasmutaría en  “compite y vencerás”. Y del enredoso tejido de la dictadura del proletariado surgiría la partidocracia, el descrédito del sindicalismo, las grandes mafias intercontinentales y el difuso concepto de hombre cada vez menos pensante que todavía no prefigura un rostro propio.

Entre dimes y diretes y contra el furor acrítico de los optimistas, que se creen infalibles, la globalización trajo consigo la figura de las desigualdades extremas que, en numerosos aspectos, parecen arrojar estampas sólo identificables con la Edad Media. Del árbol podrido del poder económico surgió, además, el modelo de hombre del siglo XXI: experto en empujones, individualista, rehén del consumo, enemigo del humanismo, de la cultura y, de cuanto evoque los días del pensamiento crítico, del intelectual comprometido o del compromiso ético de la razón.

Lejos de hacer historia en este espacio, pienso el pasado porque finalmente se impuso la sociedad del miedo que vimos venir entre nubarrones, como se anuncian las tormentas. Los nacionalismos reaparecen en nuestras narices con violencia renovada, el fanatismo discurre cauces cada día más violentos y el terrorismo, que debe ser condenado por todos los medios, en todas las lenguas y sin dejo de debilidad, se impone ya en la actualidad como sello apocalíptico, emblema del odio e instrumento letal de torceduras religiosas. 

Si el trillado Nuevo Orden Mundial se anunció como conquista de la razón que  auguraba un lento aunque firme avance hacia modos más civilizados de gobernar y ser gobernados, la verdad parece probar que lo único que discurre el hombre con increíble celeridad, tanto en política como en sus deformaciones religiosas,  son los modos de dañar, autodestruirse y extremar las tensiones entre la razón y la sin razón.

Comandada por los derechos humanos y civiles, la ruta hacia el porvenir de las sociedades abiertas encontró en Popper la guía de la esperanza y a poco, en Zygmunt Bauman el pronto desencanto, representado con la sociedad líquida, el amor líquido y una realidad tan líquida y banal que comenzó a escapar entre los dedos. Entre una y otra tesis de pensadores tan avezados se infiltraron el miedo, la criminalidad, las prioridades empresariales y un imparable descenso en la calidad de gobernantes y políticos que, con el agregado de la corrupción, están contribuyendo a desintegrar en definitiva la cohesión social: otro de los efectos de la extinción de las izquierdas a favor del Neoconservadurismo.

No encuentro otra etapa de la historia capaz de competir en optimismo como la de los prolegómenos y ascenso de la democracia global. Y no encuentro otra, como la actual,  en la que el terrorismo, el imperio del miedo, la criminalidad, las migraciones y la presencia de Mal hayan avanzado al grado de alterar radicalmente las conciencias y aun el concepto del Hombre.

Los sanguinarios ataques terroristas en Barcelona nos son únicos ni los peores ocurridos en nuestro mundo convulso; sin embargo, cada hecho de sangre como éste, el de Londres, el de Boston… es una evidencia agregada de que, con todas sus consecuencias, el miedo en estado puro, la inseguridad y los fanatismos no son males contraídos por las democracias y sus libertades, sino una de las más claras evidencias de la derrota del Estado y del más dramático abandono de un necesario régimen de equilibrio entre derechas e izquierdas.

Brutales, facilísimos de cometer… Nada causa tanta indignación como los ataques terroristas. Nada pone a prueba como esta barbarie el concepto de justicia. El impulso general, como reacción lógica, es extremar las medidas policiales, intimidatorias, represoras… Veo las imágenes del horror y pienso si acaso ya estamos ante la instauración de la siguiente etapa del orden global: la del gobierno policial, la del espionaje y del palo, la de la violencia que se responde a la violencia con más violencia… ¿Se controlará así esta era del terrorismo?

Mucha gente. Poco mundo

Ghirlandaio. Anciano con su nieto (1480), Museo del Louvre

Caímos en un mundo lleno de gente: masas en China, multitudes en India y desplazados de sus tierras como maldición bíblica; vientres preñados desde las primeras menstruaciones en América Latina y demás regiones asoladas por la desesperanza y ningún plan activo de ordenar esta locura.  En suma, un panorama más cercano a la Edad Media que a las libertades y derechos del mejor siglo XXI.  Lo peor son los niños, millones de niños sedientos, hambrientos y enfermos en África, Haití, el Medio Oriente, a la vuelta de nuestras casas, mendigando en los semáforos, viviendo en coladeras o emigrando para huir de la muerte. No que falten motivos de alarma, pero los niños, los conflictos armados y la desertificación de las tierras ilustran a golpes de vista el drama de nuestro tiempo.

Se me ocurre que el Tercer Mundo no ha dado filósofos ni sociólogos porque la realidad sobrepasa todo: desde el intento de examinar su tremenda complejidad hasta la circunstancia cultural y la correlativa escasez de lectores de calidad: formados, responsables y actuantes. Si el individualismo neoliberal no hubiera trasmutado a algunos intelectuales en celebrities del Hola!, al propio Mario Vargas Llosa no se le habrían ocurrido disparates como el divulgado a los cuatro vientos, hace unos días: “Los pobres no leen porque son ignorantes (…) los ricos tampoco porque le dan poca importancia a la cultura y a la literatura, y también son ignorantes”.

Precisamente la reflexión de los filósofos sociales sobre los cambios de las culturas, las presiones económicas y los intrincados fenómenos que inciden sobre la pobreza, la riqueza, la injusticia, las ideas, el arte e inclusive sobre el retroceso del pensamiento y la conciencia crítica evitan lanzar dislates como si nada o, aún peor: confundir desatinos con hallazgos intelectuales. ¡Ah! Qué perspicaz Vargas Llosa: ricos y pobres igualados por una misma ignorancia. Ojalá fuera así de simplona la descomposición gradual de las sociedades.

Por fortuna en otras lenguas todavía hay editores que no han cedido a la banalidad de excluir obras y autores originales y de calidad. Gracias a que aún hay talentos que pueden publicar con rigor, conocimientos y espíritu crítico, la cultura se defiende sin igualarse del todohacia abajo. Que no es optimista el diagnóstico, pues no, no lo es. Peor será si no conseguimos concienciar a un mayor número de personas dispuestas a participar de un inminente cambio reparador. Solo los necios o los miedosos se defienden diciendo boberas tales como “no todo es tan malo”, como si imperaran los absolutos. No hay modo de contraponer la visión apocalíptica de mentes tan lúcidas como la de Carlo Bordoni y de los recientemente fallecidos Humberto Eco y Sygmunt Bauman: los tres coinciden en que más pronto que tarde “nos encontraremos en una situación parecida a la del Imperio colonial en la India, en el archipiélago malayo o en África central…”

Y en advertencia conjunta,  más de una vez abordaron también el tema contrastante del envejecimiento general de la población y cuanto implica –especialmente en Europa y países desarrollados- la superpoblación de ancianos con medias de vida que ya amenazan con sobrepasar los 90 de edad, “prósperos y lozanos”, cuyas costosasdemandas deben ser cubiertas por minoría de jóvenes, a la sazón amenazados por el desempleo y las mareas migratorias que tienen en vilo al “viejo continente”.

El problema mundial, por consiguiente, no es sencillo: mientras que los hijos del bienestar dejan de reproducirse y ya sufren la presión de las pensiones que hay que pagar a la mayoría de jubilados, “los condenados de la Tierra” que dijera Franz Fannon, siguen anhelando “el Norte”, como lo hicieran las hordas en tiempos de Aníbal, de los Hunos o de las impresionantes movilizaciones descritas por Norman Khon en En pos del milenio. De que este enredo humano augura un reacomodo de etnias, razas, culturas, costumbres, economías y religiones, ya no cabe duda. La cuestión es vislumbrar qué tipo de mapa vital se está prefigurando en condiciones tan adversas como las actuales, empezando por las del medio ambiente.

Sin agua, entre crisis alimentarias, viviendas que no merecen su nombre, gobiernos espurios que prevarican, engañan, saquean y atesoran para su peculio los bienes de sus gobernados y la criminalidad extensa que no cesa: el diagnóstico de los especialistas nos pone los pelos de punta. Es de creer que los estallidos de la criminalidad y de la corrupción no son obra de la casualidad, sino efecto obvio e inseparable de la desintegración de las sociedades.

Los modelos que nos rigieron en el pasado ya no funcionan y nos obnubilan con su saldo canceroso. No nos atrevemos con proyectos curativos en el presente y preferimos revolvernos en la depresión paralizante, en la partidocracia irresponsable  o en el consumismo devastador que no para de reducir al planeta bajo toneladas de basura.  A querer o no, estamos en tiempos regresivos. El porvenir inmediato está encima de nuestras cabeza y se cierne como una amenaza brutal sobre la de nuestros hijos y nietos, en cuyos hombros ya recae la desgracia de mantener, durante 10, 20 y hasta 30 años. a sus padres viejos y a sus abuelos ancianos y no menos saludables.

Ya no se sabe si agradecer a la ciencia, a la salud pública, a las vacunas y a los antibióticos esta incesante conquista de “una mejor calidad de vida”, que si se logró, aunque como espejo fiel de las desigualdades imperantes. Lo que no se discurrió es cómo asumir esta realidad como problema “de seguridad nacional” y prioridad de la economía política, social y demográfica.

Los hechos lo están indicando a gritos desde todos los puntos de la Tierra, aunque en unas países con más claridad que en otros: los estilos de gobernar y de ser gobernados ya son incompatibles con los problemas y exigencias existentes. Mesianismos, azuza bobos, venganzas sociales, revanchismos, ladronzuelos, delincuencia enchufada a las nóminas y toda esa partida de “líderes” y “políticos” que se aprovechan de la masas, lisa y llanamente ya no funcionan y hasta son contraproducentes.

Sin otros modos de gobernar y ser gobernados, sin una relación distinta con nuestro entorno y sin conciencia de lo que significa el cuidado del medio ambiente este mundo de hoy y de mañana se irá al traste.