Mucha gente. Poco mundo

Ghirlandaio. Anciano con su nieto (1480), Museo del Louvre

Caímos en un mundo lleno de gente: masas en China, multitudes en India y desplazados de sus tierras como maldición bíblica; vientres preñados desde las primeras menstruaciones en América Latina y demás regiones asoladas por la desesperanza y ningún plan activo de ordenar esta locura.  En suma, un panorama más cercano a la Edad Media que a las libertades y derechos del mejor siglo XXI.  Lo peor son los niños, millones de niños sedientos, hambrientos y enfermos en África, Haití, el Medio Oriente, a la vuelta de nuestras casas, mendigando en los semáforos, viviendo en coladeras o emigrando para huir de la muerte. No que falten motivos de alarma, pero los niños, los conflictos armados y la desertificación de las tierras ilustran a golpes de vista el drama de nuestro tiempo.

Se me ocurre que el Tercer Mundo no ha dado filósofos ni sociólogos porque la realidad sobrepasa todo: desde el intento de examinar su tremenda complejidad hasta la circunstancia cultural y la correlativa escasez de lectores de calidad: formados, responsables y actuantes. Si el individualismo neoliberal no hubiera trasmutado a algunos intelectuales en celebrities del Hola!, al propio Mario Vargas Llosa no se le habrían ocurrido disparates como el divulgado a los cuatro vientos, hace unos días: “Los pobres no leen porque son ignorantes (…) los ricos tampoco porque le dan poca importancia a la cultura y a la literatura, y también son ignorantes”.

Precisamente la reflexión de los filósofos sociales sobre los cambios de las culturas, las presiones económicas y los intrincados fenómenos que inciden sobre la pobreza, la riqueza, la injusticia, las ideas, el arte e inclusive sobre el retroceso del pensamiento y la conciencia crítica evitan lanzar dislates como si nada o, aún peor: confundir desatinos con hallazgos intelectuales. ¡Ah! Qué perspicaz Vargas Llosa: ricos y pobres igualados por una misma ignorancia. Ojalá fuera así de simplona la descomposición gradual de las sociedades.

Por fortuna en otras lenguas todavía hay editores que no han cedido a la banalidad de excluir obras y autores originales y de calidad. Gracias a que aún hay talentos que pueden publicar con rigor, conocimientos y espíritu crítico, la cultura se defiende sin igualarse del todohacia abajo. Que no es optimista el diagnóstico, pues no, no lo es. Peor será si no conseguimos concienciar a un mayor número de personas dispuestas a participar de un inminente cambio reparador. Solo los necios o los miedosos se defienden diciendo boberas tales como “no todo es tan malo”, como si imperaran los absolutos. No hay modo de contraponer la visión apocalíptica de mentes tan lúcidas como la de Carlo Bordoni y de los recientemente fallecidos Humberto Eco y Sygmunt Bauman: los tres coinciden en que más pronto que tarde “nos encontraremos en una situación parecida a la del Imperio colonial en la India, en el archipiélago malayo o en África central…”

Y en advertencia conjunta,  más de una vez abordaron también el tema contrastante del envejecimiento general de la población y cuanto implica –especialmente en Europa y países desarrollados- la superpoblación de ancianos con medias de vida que ya amenazan con sobrepasar los 90 de edad, “prósperos y lozanos”, cuyas costosasdemandas deben ser cubiertas por minoría de jóvenes, a la sazón amenazados por el desempleo y las mareas migratorias que tienen en vilo al “viejo continente”.

El problema mundial, por consiguiente, no es sencillo: mientras que los hijos del bienestar dejan de reproducirse y ya sufren la presión de las pensiones que hay que pagar a la mayoría de jubilados, “los condenados de la Tierra” que dijera Franz Fannon, siguen anhelando “el Norte”, como lo hicieran las hordas en tiempos de Aníbal, de los Hunos o de las impresionantes movilizaciones descritas por Norman Khon en En pos del milenio. De que este enredo humano augura un reacomodo de etnias, razas, culturas, costumbres, economías y religiones, ya no cabe duda. La cuestión es vislumbrar qué tipo de mapa vital se está prefigurando en condiciones tan adversas como las actuales, empezando por las del medio ambiente.

Sin agua, entre crisis alimentarias, viviendas que no merecen su nombre, gobiernos espurios que prevarican, engañan, saquean y atesoran para su peculio los bienes de sus gobernados y la criminalidad extensa que no cesa: el diagnóstico de los especialistas nos pone los pelos de punta. Es de creer que los estallidos de la criminalidad y de la corrupción no son obra de la casualidad, sino efecto obvio e inseparable de la desintegración de las sociedades.

Los modelos que nos rigieron en el pasado ya no funcionan y nos obnubilan con su saldo canceroso. No nos atrevemos con proyectos curativos en el presente y preferimos revolvernos en la depresión paralizante, en la partidocracia irresponsable  o en el consumismo devastador que no para de reducir al planeta bajo toneladas de basura.  A querer o no, estamos en tiempos regresivos. El porvenir inmediato está encima de nuestras cabeza y se cierne como una amenaza brutal sobre la de nuestros hijos y nietos, en cuyos hombros ya recae la desgracia de mantener, durante 10, 20 y hasta 30 años. a sus padres viejos y a sus abuelos ancianos y no menos saludables.

Ya no se sabe si agradecer a la ciencia, a la salud pública, a las vacunas y a los antibióticos esta incesante conquista de “una mejor calidad de vida”, que si se logró, aunque como espejo fiel de las desigualdades imperantes. Lo que no se discurrió es cómo asumir esta realidad como problema “de seguridad nacional” y prioridad de la economía política, social y demográfica.

Los hechos lo están indicando a gritos desde todos los puntos de la Tierra, aunque en unas países con más claridad que en otros: los estilos de gobernar y de ser gobernados ya son incompatibles con los problemas y exigencias existentes. Mesianismos, azuza bobos, venganzas sociales, revanchismos, ladronzuelos, delincuencia enchufada a las nóminas y toda esa partida de “líderes” y “políticos” que se aprovechan de la masas, lisa y llanamente ya no funcionan y hasta son contraproducentes.

Sin otros modos de gobernar y ser gobernados, sin una relación distinta con nuestro entorno y sin conciencia de lo que significa el cuidado del medio ambiente este mundo de hoy y de mañana se irá al traste.

Actualidad de los mitos

Goya, "Saturno devorando a un hijo"

Primera expresión narrativa de lo sagrado, los pueblos discurren historias extraordinarias para explicarse lo inexplicable, como el origen de la vida y de todas las cosas o como su situación en el mundo, el destino, la muerte, los fenómenos naturales y la complejidad de los dioses.  Cuanto más tremendo y portentoso un suceso, más singular y reveladora resulta su riqueza/baúl. Así, por ejemplo, el invaluable mito del Edén y de la primera pareja, de cuyo único acto de decisión -nefasto a los ojos de su creador- procede el destino humano.  Origen de todas las lenguas, la Torre de Babel, por su parte, lleva en la imposibilidad de comunicarse el signo del supremo castigo a los hombres por haber pretendido alcanzar a Dios.  Incontables, aunque unas más fascinantes que otras, estas fábulas que por primitivas no son menos complicadas, encumbran la heroicidad con imágenes que pertenecen a la tradición y a la memoria colectiva aunque, por encima de todo, demuestran que el misterio, la argucia y el afán de vencer obstáculos son tan inherentes a lo humano como la conflictiva intervención del poder absoluto en los asuntos de los mortales.

Tramados de sueños, aventuras, trampas, engaños, portentos y desafíos inauditos, los mitos crean su propio contexto teñido de realidad. Así su lógica y las jerarquías que transitan entre lo inmortal y lo mortal, entre lo verosímil y lo inverosímil. El impulso de probar límites humanos se extiende al ingenio de los héroes para burlar la supeditación absoluta a los poderes supremos, lo cual destaca la condición de criatura en estado de orfandad del hombre común, invariablemente urgido de protección compasiva. Y a pesar de desplegar tramas y desarrollos fantásticos, los mitos no dejan de mostrar una cara y un revés tanto del héroe como del hombre, del dios, del desafío e inclusive de la solución, como si de antemano se supiera que lo principal no se nombra porque está oculto más allá de lo aparente, “en los confines de la noche”. No por nada ahí habitan las Grayas, las Moiras, las Ninfas y cuanta criatura temible y monstruosa resguarda los grandes secretos. No hay duda de que los remotos abuelos advirtieron cuán profunda y simbólica es la hondura inexorable del ser; sin embargo, tuvieron que pasar siglos para que Freud le pusiera nombre a “esa región oscura del alma” que, desde el pozo del inconsciente, abrió las puertas a la doble riqueza de la interpretación y del psicoanálisis.

Los mitos son al pensamiento lo que la pintura rupestre a las primeras huellas humanas. Cuando unas manos remotas trazaban figuras y animales en las cuevas, las palabras primordiales comenzaban a convertir sueños, deseos, miedos, fantasías y modos de ver y estar en el mundo en fábulas que irían engrosando el entonces delgado hueso de la memoria. Puente entre lo sagrado y lo fantástico, el pensamiento mítico sería de tal modo el ingrediente más prodigioso de la creatividad humanizada por la feliz unión de la  poesía y lo sagrado; del arte y el pensamiento.

No hay religión, creencia ni versión de la vida que no se vincule, siquiera por una vez, a la tentación de los mitos. A diferencia de otras ficciones, su carácter portentoso o descomunal despliega un tiempo distinto al que suponemos real o contingente. Suyo es el espacio del sueño, donde fluyen la simultaneidad, la razón y la sinrazón, lo bello y lo siniestro y cualquier imagen, sensación o suceso entre lo posible y lo inaudito, por absurdo que parezca en estado de vigilia. Cuando el durmiente sueña algo de preferencia tumultuoso e inquietante, sin saberlo está tocando el rico depósito individual y colectivo, donde subyace el pensamiento mítico.  De tal sedimento enigmático proceden los mitos, donde “se oculta” y vibra la memoria compartida. De ahí que decir mito es decir misterio, antes que fábula o cuento extraordinario: espejo de la parte de sí que el hombre no puede descifrar, aunque la intuición pertenezca a su ser esencial. Por eso, para aproximarse al entendimiento o la claridad, debemos interpretar y rehacer el relato con múltiples y espontáneas versiones que, sin alejarse de lo esencial, se va ajustando al cambio de las edades y las culturas.

Quizá la primera pareja conoció el pavor al ser expulsada del Paraíso. Desde el punto de vista religioso, el miedo esencial, expresado mediante el “temor de Dios”, fundó con su temeridad o pecado un punto de partida en la memoria de todos y de todo. Memoria primordial e inseparable del sentimiento de culpa, de la “vergüenza” y de la indefensión que dota de sentido al símbolo de la caída que se perpetúa con cada generación.  Profano o sagrado, lo cierto es que en los pueblos, sin saber cómo ni por qué,  prosperó desde aquella noche de los tiempos  un  saber esencial que, enriquecido con versiones múltiples, perduró para siempre como lo que se sabe sin saber que se sabe. Inclusive nosotros, habitantes del complejo y materialista siglo XXI, compartimos un mismo sedimento del humano saber que podríamos ilustrar como zona arqueológica del alma. Allí están, latentes y listos a manifestarse o germinar, los frutos de la Antígona que desafía al tirano y dirige su voluntad contra las leyes de la ciudad. Está la Electra vengadora de la muerte del padre quien, con su hermano Orestes, asesina a Clitemnestra, su madre. Asimismo los  indispensables Edipo y Yocasta, desde Freud, que no dejan de dar vida a las interpretaciones psicoanalíticas. Ni qué decir de Medusa, la de cabeza de serpientes, que paraliza a quien la mira. Intemporales son además, Sísifo y su referente de la enajenación del hombre moderno. Fausto, Don Juan, Frankenstein, Peter Pan, Supermán… Nada falta a la humana capacidad de mitificar que por igual sedujo a Platón que a nuestra contemporánea Yourcenar, al sabio, al maestro, al terapeuta o al modesto campesino.

Inseparables en Grecia de las figuras trágicas, de la estética, la ética y en general del estallido del arte y del pensamiento fundador de nuestra civilización occidental, los mitos contienen la materia de lo humano en primer término;  después, modos de expresar la razón, la intuición y la argucia. Sea Perseo, Helena la de Troya, Narciso, Orfeo, Prometeo, Atenea, un Cronos devorador de sus hijos, Cupido, Afrodita, Deméter o la Guadalupana, invariablemente brotará desde el inconsciente un indicio para recordarnos cuán frágil y previsible es nuestra humana condición.

Algo extraño debe haber en estos enredos de hombres y dioses que se envidian mutuamente donde, no obstante su poder de seducción,  nadie ha podido definir al mito, siquiera de manera satisfactoria. De lo religioso a lo  profano, de la filosofía a la moral y de lo meramente antropológico al intrincado psicoanálisis pasando por el arte, la ficción pura, la poesía y los relatos primitivos, cada disciplina  ha tenido queveres con estos modelos irreductibles de la existencia y lo sagrado. De suyo entrañan una belleza tal, inclusive tremenda y simbólica, que con la misma intensidad los mitos conmovieron a Aristóteles y a Goethe; a los poetas griegos y latinos; a Shakespeare, Marlow, Wagner y Thomas Mann… Aun el alma más simple cita a los héroes y celebra sus hazañas aun sin saber nada de ellos y sea niño o anciano, letrado o patán no hay quien escape al rigor de este espejo que, tarde o temprano, desentraña lo que lo aparente oculta o enmascara.

Sin imaginarlo siquiera, cualquiera tiene en su vocabulario personal conexiones mitológicas. Se refieren a Edipo como pariente cercano.  Ponen Caronte o Hércules a su perro furioso sin conocer la mínima referencia de estas figuras. Perviven Pegaso, las Furias y la temible Medusa porque se niegan a declinar su poder sobre el miedo, el arrepentimiento y las culpas; se reacomodan atributos y nombres, pero el genio de Grecia, invariablemente, continúa fascinando con su intensa auscultación del espíritu humano. No deja de ser asombrosa la vigencia del pensamiento mítico y su capacidad de adaptarse a tiempos y culturas distintas. Será por la interacción de monstruos, dioses, fuerzas, conflictos, magia y seres sobrenaturales con semi dioses y simples mortales, como sucede en nuestra mente. O tal vez sea la heroica hazaña de vencer sentimientos oscuros, pero nada impacta tanto como los mitos en el laberinto que nos habita. Es quizá el extraño poder de entrometerse en la conciencia a golpes de realidad. O puede ser también que de suyo se trate del poder de demostrar que la vía más directa hacia la razón es el absurdo, la desmesura y la sin razón, pero una cosa es cierta: ninguna cultura, hasta ahora, se ha sustraído al poder de los mitos.

Remotos o cercanos, los mitos son la huella de la identidad intransferible: sintetizan el carácter, las fantasías, los ideales y aun los temores de la época. Aunque en versiones distintas los de hoy son lo que fueron y han sido sus precedentes: relatos de aventuras, hazañas que triunfan sobre lo desconocido, actuaciones memorables enmarcadas en su ficción verdadera, en su espacio y sus tiempos distintivos… Pensemos, por ejemplo, en los héroes que se aventuran a las estrellas en la Guerra de las galaxias: como sus remotos abuelos,  estos también se trasladan al misterioso universo del bien y el mal, donde confirman los mismos delirios, pasiones, rivalidades, tormentas y temores ya consignados por el genio griego, lo que viene a probar que el hombre es el mayor de los misterios.