Burocracia cultural

Biblioteca del Traductor

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 Un paquidermo envejecido que mira atrás con indiferencia, no sabe dónde está y pisa con torpeza hacia delante: así se percibe la cultura mexicana en pleno siglo XXI. De tan cerrada y sometida a la pachorra excluyente del CONACULTA, pareciera que no hay talento ni ideas ni vitalidad. Tampoco voluntad de modificar la fatalidad que se cierne sobre el país. Pareciera que el arte y el pensamiento quedaron en un pasado inamovible y que la medianía es lo único o más presentable dentro y fuera de este pobre México aporreado. Miedo, indolencia, melancolía, incapacidad, complicidad o falta de imaginación: el resultado es el mismo. Y nada es más dramático en un tiempo urgido de vencer su postración que esta cultura burocratizada.

Tras las nefastas administraciones pasadas, creí que la política cultural, como el Ave Fénix, renacería de sus cenizas, pero no fue así. El declive continuó en picada o en ninguneo, como si en México no hubiera inteligencia ni aportaciones a la altura de los mejores de nuestro tiempo. Convencida de que en crisis tan prolongada deberíamos redoblar esfuerzos para mejorar y dignificarnos, creí que los conacultos sentían un doble pavor a los intelectuales “no alineados” y marginadosy al descontento del gobierno. A fuerza de observar la necia repetición de limitaciones, concluí que la pereza o el menor esfuerzo es en realidad lo suyo porque ni siquiera se toman la molestia de averiguar qué cabezas pensantes trabajan en vez de “grillar”. Lo peor es que el neoliberalismo y la tramposa “libre competencia” poco o nada ayudan al cultivo y divulgación de las obras del espíritu.

Es un hecho, pues, que los encargados de la política cultural no se interesan en averiguar dónde está lo novedoso, creativo, crítico e interesante o cuáles son las aportaciones singulares, oportunas y/o necesarias que contribuyan a sacudir esta murria que hace parecer al país un buque desgastado y pulguiento.  La obviedad así lo demuestra, inclusive en cuestiones editoriales o más bien, para empezar, en las ventanas editoriales: la comodidad, las alianzas o las complicidades los hace elegir y privilegiar al mundillo que los rodea, en tanto y discriminan  lo incómodo e inorgánico, en términos de Gramsci.

Música, artes plásticas, arquitectura, literatura, teatro, cine… Si observamos el plan de exposiciones, por ejemplo, nada hay, absolutamente nada que muestre la producción contemporánea, la riqueza plástica, el rumbo social de la arquitectura y la necesaria crítica que cuestione el diseño en un urbe enferma y sobrepoblada… Más allá, tampoco se ventila el compromiso de la ciencia o la dirección de las artes plásticas.  Hasta parece que la creatividad se echó a dormir después del trillado tema de los muralistas y sus cuates. La buena Frida ya es agobiante, una caricatura de sí misma. Me parece muy bien darle un lugar sagrado a los amos del Renacimiento y recobrar algunos muertos, pero hay un lenguaje vivo y actuante que no tiene por qué permanecer oculto, que tiene algo qué expresar y sabe cómo hacerlo.

Debemos enterarnos de cómo el arte, la estética, la invención, la fábula y el pensamiento responden a la injusticia y a los terribles problemas que nos aquejan. Ya es hora de ponerle nombre a nuestra situación y dar acceso al lenguaje a los millones de marginados que, de tan despojados de todo, no tienen palabras, solo rabia y dolor, solo carencias y desgracias. Por eso hay que insistir: la cultura libera e iguala hacia arriba; la cultura participa del despertar de la razón o se niega a sí misma.

Al Conaculta corresponde fomentar la lectura y apoyar a los escritores para abatir con ideas, con saber y mediante el poderoso recurso del lenguaje las desigualdades que marginan no solo de la cultura, sino de la vida activa a cuando menos 52 millones de mexicanos. Son los condenados a nacer, crecer, multilicarse y morir en su infierno de ignorancia sin redención. Son los que carecen de opción electiva. Son, pues, los marcados por el estigma del vencido que solo puede acudir a su cuerpo como instrumento de trabajo.

¿Para qué sirve y es la cultura si no para mejorar la vida, para hacernos mejores personas y dar un sentido ético y estético a la existencia? Sin alardes, sin pretensiones ni listas de “favoritos” o de moda, los escritores y creadores en general ya deberíamos estar integrados a un sistemático y regular programa de conferencias y conversaciones, cuando menos con alumnos de educación media. Mover las obras, ventilar el espíritu de la letra, mostrar y examinar motivos de orgullo y de grandeza moral de nuestro pueblo, dar el valor que merece la inteligencia para dignificar al país o, en lo más elemental, salir a las calles, como en su hora con enormes y rápidos resultados, hicieron los miembros del Ateneo de la Juventud. Y aunque entonces jóvenes en un México no menos atribulado que el actual, no eran figuras menores: Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Antonio Caso, Jesús T, Acevedo, Martín Luis Guzmán…

No solo en zonas rurales o en pueblos olvidados de Dios, también en las ciudades y en el laberíntico y lumpenizado DF hay millones de personas de todas las edades que jamás han oído hablar a un escritor, a un músico, un museógrafo, un arquitecto, un científico… Se trata de aportar algo positivo -de preferencia mediante el pensamiento crítico y conscientes del valor del compromiso-, a una sociedad rasgada, lastimada, humillada. Una sociedad que no sabe qué le ocurre ni cómo salir de su postración. Una sociedad que para empezar a curarse de sus males, debe ponerle nombre a su situación, a su infierno.

A una crisis como la desencadenada a partir de 1929 en los Estados Unidos, el presidente Roosevelt respondió con su celebrérrimo “New Deal”: reto totalizador para echar a andar a la sociedad desde el peldaño cultural. Capa a capa,  de abajo ariba y e lado a lado el trabajo rebotaría en la recuperación económica, como de hecho ocurrió. Que todos necesitaban participar con talento, saber de experiencia o aptitud concreta. A intelectuales, deportistas, actores, músicos y creadores, que desempeñaron un papel decisivo en este proceso, correspondió asumir la defensa moral, la crítica, el fortalecimiento del espíritu y el rescate de la memoria. Quienes ostentaban la responsabilidad del poder, de este modo, encargaron enseñanzas, conferencias, biografías, historias regionales, publicaciones… Emprendieron proyectos tan originales como la recuperación de músicas, cuentos y cantos tradicionales, casi olvidados. Se construyeron museos, escuelas, talleres, monumentos… En fin, el país se movió como una sola máquina, sin perder de vista el valor de los fundamentos culturales para recuperar la confianza colectiva, para sanear el dolor, abatir el hambre, arreglar la tierra, generar empleos y activar, en resumen, la dinámica del bien común y compartido.

La historia lo demuestra: no es la economía lo que salva a los pueblos; es la cultura la que da sentido a la economía para que se salven los pueblos. Cuando asciende la cultura media la civilidad se incrementa, mejora la convivencia, disminuyen las agresionesy los gobiernos tienden a reducir vicios tan arraigados como la prevaricación, la ilegalidad, la impunidad y el montón de causas evitables de sufrimiento e injusticia, propias de la ignorancia.

Sobran razones para indignarse. Somos los escritores quienes debemos interpretarlas, hacer visible lo evidente, mirar para donde nadie mira, nombrar las injusticias con inteligencia crítica, con razón contestataria, con rebeldía e inconformidad no despojadas de compromiso moral ni de la certeza de que la cultura enseña a rebelarse, a elegir algo mejor y posible. Nuestra misión está ceñida al poder del lenguaje, a su capacidad esclarecedora y al cultivo de la razón que nos hace menos débiles y menos expuestos a la servidumbre y a la humillación.

Nada más alejado del provocador, del gritón fanatizado, del empeñado en encender la furia irracional que la obra de la cultura.  La ignorancia hace dóciles, manipulables y fáciles de engañar a los ignorantes. El intelectual no puede ni debe dejar de insistir en que esa es una sociedad de esclavos. Una sociedad sin palabras es una sociedad sometida, expuesta a los vaivenes del poder del dinero y de los intereses espurios. Formar ejércitos de lectores ciertamente carece de fines utilitarios y ni siquiera nos salva de nada, pero sin duda un lector o estudioso regular aprende a pensar, a formar carácter y a decidir lo mejor, lo posible u oportuno en ámbitos adversos.

En tiempos de crisis, como la que llevamos como segunda piel, lo sensato sería aplicarse a mejorar y no, como se ha optado sistemáticamente en este mundo del revés, castigar lo esencial por considerarlo prescindible. Para los que suponen que el progreso consiste de destruir ciudades con profusión de adefesios, combatir el poder de la razón, abatir la Naturaleza “para atraer al turismo”, industrializar para el consumismo, confundir cultura con actividades sociales, componendas e intereses creados y reducir el concepto del hombre a su ínfima expresión en vez de cultivar atributos, hay que ponerles enfrente el mundo y el país que han creado. No hay más: la verdad es lo que es.