Mexicanización

El problema no es que exista, es que el Papa le puso el cascabel al gato. Ya no se puede hacer mutis. Digan lo que digan, sobrevivimos de milagro. No se de dónde sacamos energía para soportar tanto horror, tantas mentiras, saqueos, crímenes, carencias, vergüenzas y desgracias. A diferencia de los venezolanos, aquí al menos podemos decir que ya es demasiado, ¡caramba!

Ya nadie puede tirar la piedra y esconder la mano porque la internet destruyó fronteras entre lo íntimo y lo público. Ahora sí es real la sentencia bíblica que nos recuerda que lo que se susurra en los sótanos, se grita en las azoteas. “Infalible” por virtud de su investidura, Francisco tecleó su advertencia sobre los peligros de la mexicanización y la envió al legislador porteño Gustavo Vera. Como Jorge Mario Bergoglio, le externó su preocupación por Argentina; como cabeza de la Iglesia provocó un problema diplomático.  La entrenada habilidad vaticana que sabe sortear lo duro y lo maduro resolvió la tensión de un plumazo al despojarla de importancia; sin embargo, la verdad puso en aprietos al canciller mexicano, José Antonio Meade, quien manifestó “tristeza y preocupación” por el juicio papal. 

Resulta que nuestra realidad no es “de terror”, sino mal de muchos: una tontería inaceptable que ha llevado a reponerle que "hay de males a males".  Agregó que hay que “dialogar” sobre sabe Dios qué para no estigmatizar a nuestra hermosa y límpida República, pero ningún dialogo sustituye la evidencia. Total, que tras los dimes diretes entre el Canciller y los diestros emisarios del Vaticano, “seguimos tan amigos” y aquí no pasó nada, aunque esté pasando de todo. Sabemos que, a pesar de los golpes de pecho, lo cierto es que hasta el Papa entiende con preocupación que padecemos terrible un derrumbe social y que no hay manera de enmascararlo.

El tema es que ya no hay secretos ni discreción: e-mails, mensajes y redes sociales acabaron con los usos de la vieja diplomacia. Se perdieron velos, susurros y reductos para negociar y ya no hay manera, al menos no por mucho tiempo, de actuar o hacer política a la sombra. Aun las argucias del diablo tienen un testigo, un wikileaks o un escucha computadora en mano. Distinto a sus antecesores, el Papa ventila  verdades ocultas secularmente bajo sotanas y con ello se suma a la imparable vertiente de decirlo todo y trasmitirlo todo que, en cierto modo, puede hacernos más libres no obstante sus desventajas.  Con la misma espontaneidad Francisco denuncia a las mafias cardenalicias y sacerdotales que desafía al cerrado protocolo del clero más rancio. Las cosas, por consiguiente, “ya no son como antes”, ni siquiera en el Vaticano. Progresista para los intolerantes, moderado entre quienes desearían que la Iglesia diera un salto de siglos y “de buen talante”, lo cierto es que el argentino pone a temblar a curas y seglares que se creían intocables. Respecto de su “opinión” -personal o no- sobre el horror que padecemos, no es ni falsa y menos aún intrascendente.

Lo divertido es que cuando estalló públicamente eso de la mexicanización, él se apartó a meditar, como buen jesuita, y dejó en manos de los experimentados obispos la nada difícil misión de suavizar el lomo del gobierno de México. Zorros tenían que ser: no por nada ostentan dos milenios de experiencia. El asunto, pues, está saldado por ambas partes, a la mexicana y con suavidad cardenalicia; es decir, haciendo mutis tras chillar un poquito y al final aceptar que “no pasa nada” o al menos que ocurre un poquito, pero "con gran esfuerzo" el gobierno ya está atendiendo el problema.

Pero resulta que sí, que lo grave es verdaderamente grave y la malhadada mexicanización es una verdadera tragedia. La vimos venir, pero nadie y menos los gobernantes, entendieron el peligro anunciado. Siguieron enfrentamientos criminales, la expansión del narco poder, la degradación de las instituciones, un imparable derramamiento de sangre, secuestros, asaltos, blanqueo de capitales, alianzas y componendas, extorsiones, el imperio del miedo, impunidad, mentiras y cuando destruyó hasta la médula el tejido social.

El problema creció y no hubo hazaña, ley ni poder que frenara su avance frenético. En principio los mexicanos callaron, pero la desmesura puso en evidencia no solo la podredumbre, sino la ingobernabilidad: secuestros, asaltos a mano armada, feminicidios, robo de niños, abusos de autoridad, extorsiones, desaparición de personas, asesinatos sin cuento, impunidad, ataques a caminos y bienes federales, toma de plazas, agresiones inimaginables… El episodio de los 43 de Ayotzinapa rompió el falso y frágil equilibrio entre resistencia popular e ineptitud del gobierno y se abrió el paso a las primeras manifestaciones masivas de la que ya es un rebelión de consecuencias impredecibles.

La tragedia comenzó a manifestarse partir del último tercio del pasado siglo. Se ignoró el pasado y se desdibujó el futuro. En cuestión de ideales y guía, nos quedamos con las manos vacías. Aunque deficiente, el proyecto del levantamiento armado estableció el compromiso ineludible de la Constitución. Indicó un rumbo económico al Estado; precisó el deber de educar y prometió resolver el problema más antiguo del país: el desarrollo agrícola.  Siete décadas tuvieron los “gobiernos de la revolución” para realizar sus deberes, pero la mezcla de ineptitud, corrupción, autoritarismo y ausencia de madurez de la sociedad devino en desigualdad, injusticia y tremendos daños colaterales. Sobre saldos nefastos y gobernantes nada confiables, agregamos caos a una crisis que empeora en vez de mejorar.

Del nacionalismo que manipuló a varias generaciones, el sistema forjó el fracaso de los grandes modelos que, a saltos de contrarrevolución y políticas dirigidas a un orden estabilizador, declinó en la demolición de estrategias que pudieron crear un México digno y equilibrado. Lo impidieron una burocracia enferma, un sindicalismo abyecto, ignorancia brutal y el desbarajuste de medidas insensatas y teñidas de presiones internas y externas, solo favorables al monetarismo de los macropolios que han puesto contra la pared a las mayorías.

Entre la vergonzosa degradación de las izquierdas y la ausencia de un proyecto democratizador por parte de las derechas, el pluripartidismo no solo no contribuyó a sanear la herencia política del “sistema”, sino que encumbró la corrupción al asimilar vicios de la “dictadura de partido” hasta causar la mayor crisis del México contemporáneo.

Por su parte, la mayoría observa pura degradación, sea ésta ecológica, social, cultural o económica. Y así estamos: rehenes de la violencia, atenazados por la anarquía de los que marchan, toman plazas y destruyen lo que pueden y atrapados en los varios frentes de la disolución. El desaliento enciende el enojo y una onerosa y amañada actividad electorera nos abruma con su imbecilidad. La mexicanización pues, también entraña un estado del espíritu que debió evitarse porque, como se sabe, a la descomposición social sigue el estallido armado.

No atender la regulación normativa ni los recursos civilizadores de la educación y la cultura es el gran yerro de los poderes vigentes. Ya son inocultables las consecuencias del abandonado del deber primario de toda política pues, sin justicia, no hay democracia ni paz ni orden posibles. Las advertencias se multiplican pero, ciegos y sordos, los políticos eligen la insensatez y la rapiña en vez de concentrarse en las prioridades. Y lo principal es abatir la mexicanización. No hay más.