El mundo no se harta de los violentos; los renueva con otros rostros e inventa excusas para justificarlos. Como dijera Borges, al destino le agradan las repeticiones, con o sin variantes. La gente no cesa de frecuentar la crueldad ni las muchas maneras de infligir sufrimiento para imponer su dominio. Se hiere al débil, se lastima a los pueblos y sobre mujeres y niños recae lo peor desde que la masculinidad se fusionó a la prepotencia. El mismo Zeus se encargó de demostrarle a Atenea -la más dotada de sus hijas- de quién era la mano que pega y el rayo que manda. Ocurrió cuando, al tratar de actuar y decidir por su cuenta, él la agrarró de las trenzas y con todo y carro y arreos de guerra, la zarandeó hasta desgreñarla y lanzarla al Cosmos: maltrecha y sometida por el poder absoluto del Padre, así comenzó y concluyó la intentona femenina que pudo haber derivado en la fundación de otra edad y otra forma de ver y entender la vida.
Ofender, someter y humillar es tan inherente a nuestra condición como la facilidad con la que se resta importancia a las agresiones. Después, los horrores se cuentan con indiferente naturalidad. Inclusive se hace costumbre olvidar las crueldades, por grandes o pequeñas que fueran. Con suerte a las peores se las apunta en la historia, aunque se lean como cualquier cosa, sin estremecimientos ni interés de evitarlas en el futuro. Respecto de las agresiones “privadas”, domiciliarias o menos visibles dejan dolor en la mente y en el corazón de las víctimas; pero -otra vez al tiempo-, el olvido va aflojando el yugo interior hasta debilitar la intensidad de la memoria.
Que la gente vaya restando importancia a la sujeción demoledora de los violentos hace que se repitan los mismos o peores agravios, con la salvedad de que si las agresiones se multiplican aritméticamente, es geométrica la de daños y víctimas. Qué mejor ejemplo que la opresión expansiva con que el crimen organizado y sus redes afectan nuestras vidas, empezando por la estructura del Estado. Lo que empezó a niveles controlables se volvió violencia horizontal y vertical para acabar con las instituciones y con logros que disponían el camino a la democracia. Hoy, los violentos campean a sus anchas en un México tan degradado como doblegado por la conformidad colectiva, por no decir complicidad estratégica. Decidida a olvidar para evitar compromisos y más dolor por el peso de recuerdos ingratos, la gente mira las monstruosidades como si no sucedieran o los violentos fueran ficciones que afectan a “otros”.
La memoria es tan corta, acomodaticia y chapucera, que por grave que sea no hay cosa que no olvide o reinvente. Resta importancia a las ofensas para seguir mirando para otro lado. ¿Para qué recordar la ferocidad de la Primera Guerra Mundial? ¿Y la Segunda Guerra…? ¿En cuáles pozos se refundieron las atrocidades de Stalin? ¿Y los historiales negros de las dictaduras? La mayoría prefiere no saber ni recordar para evitar problemas de conciencia y disponerse a las repeticiones con variantes. Así el Holocausto: la gran población prefiere borrar las huellas del sufrimiento ya que no hacerlo haría insoportable su existencia, por una causa: al parecer, se acepta o se tolera más la brutalidad en presente que el repaso de las monstruosidades pasadas. Si el terror viene de lejos, como de Rusia, Afganistán, Irán o Israel, mejor no sacarlo del contexto de las noticias para que lo ajeno siga allá, lejos, como si de Marte u otra humanidad se tratara.
Olvidar o hacer como que no se sabe, paradójicamente, facilita que la violencia se ensañe y se repita como nueva, a pesar de que solo mude de escenarios, sujetos y atavíos. Ayer se sacrificaba a decenas de miles de hombres, mujeres y niños en el Templo Mayor de los aztecas y los remotos abuelos edificaban Tzompantlies y torres a cielo abierto con sus cráneos pelados. Hay que escarbar para dar visibilidad a la evidencia de esos y otros horrores que obligarían a reconsiderar el pasado, pero para los intérpretes ciegos y de ignorancia alarmante, los antiguos mexicanos eran víctimas indefensas del mal de “los otros”, los invasores que -igualmente feroces, aunque “a su manera”, con la cruz y el acero- practicaban la humana costumbre de zaherir, someter, humillar, vejar y aplicar la ley del más fuerte. Sin dioses ni glorias que celebrar, hoy las bandas de criminales hacen lo propio, también “a su manera”: violan, decapitan, desaparecen, torturan, mutilan y matan con impiedad superada a miles y miles de infelices que no dejan cenizas ni rastro. No más zomplantlies ni guerreros ni rituales. La constante son los muertos y el resultado, igual sufrimiento.
Cartago y Numancia fueron antes de Gaza. Los invasores romanos antecedieron en ferocidad al actual ejército israelí en el Medio Oriente. El general Escipión Emiliano asedió durante todo el año 133 a.C a los numantinos para matarlos de hambre y sed, ya que no podían entrar a la ciudad amurallada. Con las temibles armas de hoy, Netanyaho hace lo propio y peor contra los palestinos en Gaza: dos sitios, dos mandamases demoníacos y violencias similares en siglos distintos, con protagonistas y geografías diferentes y un mismo propósito: someter a los vencidos, humillarlos, vejarlos hasta la ignominia y adueñarse del territorio. Los residentes de Numancia, agotados y sin salida, decidieron suicidarse antes que rendirse. Su heroica decisión es ejemplo de resistencia. La violencia, en síntesis, es eje de la historia.
Canibalismo, pedofilia, golpes, violaciones, torturas, secuestros, gente y culturas desaparecidas… En todo tiempo y lugar los pueblos aprenden a callar para no volver a temblar. Sobre todo aprenden a mentir, encubrir y negar.
El olvido es una segunda muerte. No hay actos más crueles que encubrir la violencia y convertir el sufrimiento en anécdota. El olvido no es inocente: está hecho de cómplices, de impunidad y de miedo; de poder y de encubrimiento.