Autobiografía

El idioma fue mi primer vínculo con lo real, mi seña de identidad y lo que mejor me enseñó a entender lo que nos acerca o separa de los demás. Aun sin saberlo en la infancia, el lenguaje me hacía libre y rebelde. Uno de mis hallazgos en la biblioteca del abuelo fue un diccionario enciclopédico en varios tomos que olía a viejo, tenía ilustraciones preciosas y nombres para mi tan extraños entonces como sufragio, advocación, demagogia, génesis, ornitorrinco o hierofanía. Abrir un libro al azar, poner el índice en cualquier entrada y recibir lo que la palabra me diera me llevó a conocer la felicidad.

El concepto de patria nunca estuvo en mis intereses. Ahora tampoco. Por Kafka supe que el poder, para el que no hay escapatoria posible, nos hace sentir expuestos y a la vez insignificantes. También agrava el peculiar desamparo que, parecido al que causa el ojo de Dios, nos persigue hasta cuando nos ignora. De no haber alcanzado la edad en que los documentos pedían apuntar la nacionalidad, no me habrían intrigado las diferencias culturales. Así reparé en el sentido de lo humano, en los contrastes, la injusticia, lo bello y lo sagrado... También descubrí que México era un baúl de luces, culebras y alacranes, de sombras y colores, de milagros y derrotas. Me busqué en la mirada de los otros y me reconocí extranjera. Lo que siguió fue cifra de mi curiosidad y de mi obra: la exploración de la bête humaine que lucha por dejar de serlo a través de la cultura.

A la par de mi pasión por Grecia, lo sagrado y las letras, me propuse estudiar el pasado de México para entender los misterios intactos en su naturaleza serpentina. Tantos fracasos, tantas tentativas, excesos y faltantes; tanto desprecio, saqueos, abusos, mentiras y una escandalosa inclinación a la violencia, en principio me intimidaron al grado de no desear otra cosa que salir huyendo en busca del no-lugar, donde indistintamente depositaba mis fantasías. Pronto acepté que así como la verdad tiene dos lados, los pueblos ocultan el rostro y exhiben la máscara porque están cargados de enigmas y lados oscuros. Que este país y en circunstancias adversas nos haya dado una Sor Juana, un Alfonso Reyes, un Octavio Paz, un José Clemente Orozco, un Luis Barragán y otras tantas cabezas privilegiadas no puede menos que maravillarnos. En ese sentido y no obstante mi pesimismo, creo que precisamente por tales prodigios y no por la medianía exasperante la esperanza de redención es posible.

Pluma en mano, decidí que en caso alguno sería complaciente con lo que me avergüenza de mi país. Aunque en más de una ocasión, al escribir en la primera plana del otrora Excélsior, percibí el fluir del miedo en la tinta, no me tembló la voz al contestar los reclamos de algún presidente ni de sus habituales enviados.  Así que quien se atreva a decir que México ha alcanzado un nivel siquiera mínimo de justicia, bienestar, respeto o decencia es un ciego, un insensato o un político formado en la prevaricación, el engaño y el vicio de mentir, adheridos a su naturaleza como la máscara a la piel.

En lo esencial, y a pesar del puñado de talentos que nos honran, no encuentro indicio que indique que está cerca la hora en que nuestra diversidad cultural, la forma de gobernar, de ser gobernados y en general de vivir, crear, pensar, formarnos, reír, respetarnos y morir esté a la altura de la dignidad que merecemos. Lejos está de conocerse la verdadera historia del país. Ante cada problema, en cada golpe que nos deja sin aliento y aun tras las amenazas veladas, llegamos a una misma convicción: cuando se trata de nuestra realidad, es más lo que ignoramos que lo que sabemos y es también más, por desgracia, lo que padecemos que lo que podemos disfrutar.

Además de repudiar la perversidad, la inequidad, la violencia y la injusticia, en eso, desde la cuna, he gastado las décadas: en combatir atavismos, tratar de ser útil a los demás, descifrar enigmas, cocinar, leer y escribir lo mejor que pueda como una manera inequívoca de encumbrar el amor, la razón y lo bello. A fin de cuentas, mis saldos convergen en una sola certeza: el deber de ser feliz, aunque todo parezca empeñado en multiplicar las causas de sufrimiento.