El día en que una madre se arrodilló ante el presidente López Obrador para rogar por su hijo desaparecido, remontó la figura de Príamo quien, en uno de los actos más conmovedores y terribles de la literatura, se arrodilló ante Aquiles para suplicarle el cuerpo ultrajado de su hijo Héctor. Al mirar en las noticias la aflicción suplicante de la mujer reconocí el dolor del anciano troyano. Era idéntica aflicción, igual sentimiento de despojo y la misma fragilidad humana, a pesar de que entre ambos mediaran miles de años.
Hubo una diferencia abismal, en cambio, entre la actitud del héroe más prestigiado de la Ilíada y la del gobernante mexicano. Éste, incapaz de piedad, instó a la suplicante a incorporarse y, tras susurrarle unas palabras al oído, la hizo levantarse para quitársela de encima. Nada resultó de escena tan estremecedora porque el tabasqueño, dueño del poder absoluto, jamás mostró compasión por nadie. Durante aquellos años -por desgracia recientes y marcados por una violencia tremenda-, él no quiso trascender el odio social ni honrar la humanidad de los más vulnerados. A diferencia del héroe griego, el sufrimiento ajeno no lo transformó internamente, por lo que renunció a la oportunidad de un acto de grandeza. Mientras que la memoria de Aquiles se canta en todas las lenguas, la pequeñez del mexicano sin gloria al dejar el cargo debió ocultarse a consecuencia de sus bajezas, y por miedo a enfrentar el desprecio de tantos humillados.
Si solo quedara el canto XXIV de la Ilíada, Homero seguiría siendo inmortal. El gesto de piedad allí descrito transformó el sentido de la guerra y de la humanidad. Muerto su amado Patroclo a manos de Héctor, quien lo confundió con el héroe, Aquiles lo vengó abatiendo a su vez al ilustre troyano. Su duelo era tal que durante doce jornadas unció los caballos al carro, ató por detrás el cuerpo de Héctor y lo arrastró tres veces alrededor del túmulo. Luego de vejación tan pavorosa se apartaba a llorar al amante tras dejar el cadáver del enemigo de bruces para seguir ultrajándolo la mañana siguiente.
En situación tan aciaga y quebrado de pena por la suerte de su mejor hijo, el anciano Príamo decide renunciar a toda dignidad regia y dejar al desnudo el dolor del padre. En un acto de humillación pura, cruza solo el campo enemigo y se introduce en la tienda de Aquiles sin que nadie lo detenga. Allí, entonces, se arrodilla y se abraza a las rodillas del matador de Héctor para suplicar como ningún hombre había suplicado antes. No apela a la razón, ni a las leyes del combate, ni siquiera al deber religioso, sino que toca su vulnerabilidad al decirle: Acuérdate de tu padre, Aquiles, igual a los dioses…” En ese instante, Aquiles deja de ver al troyano como rey vencido o padre de su adversario y lo convierte en reflejo de sí mismo, de Peleo -su padre viejo y lejano- e inclusive de su propia condición mortal.
La noble actitud de Príamo conmueve a Aquiles y lo transforma. Por única vez en todo el poema, el héroe no solo llora por Patroclo, también por Héctor y por el dolor compartido con el enemigo. Es el llanto entre el que mató y el que perdió que, sin absolver ni redimir, hace ver al otro viéndose en la hondura de la conciencia, donde la humanidad es lo que es en toda su fragilidad. Aquiles llora por sí mismo y llora con Príamo. Ambos -el matador y el padre del muerto- se reconocen como hombres heridos por la misma condición: la pérdida, el envejecimiento y la muerte. De ahí la grandeza de saberse igualados por el dolor del otro: piedad en su forma más profunda; es decir, la compasión.
El episodio no transforma, repara. Homero muestra la fragilidad humana y sin ofrecer respuestas, enriquece para siempre la literatura al incorporar la piedad mediante un gesto trascendental: hacer hablar desde el despojo al padre arrodillado que toca las rodillas del otro, el matador de su hijo. Los dos saben lo que saben respecto del destino porque los guerreros seguirán matando. Troya seguirá ardiendo. Los héroes seguirán muriendo. Homero, sin embargo, se concentra en lo fundamental: cuando todo está perdido queda la mirada entre dos que se igualan en ese mundo de violencia, de honor mancillado y sangre derramada. La voz de Príamo desafía el orden heroico: no es la fuerza la que habla como ha hablado a lo largo del poema. Es la piedad. En ese instante la literatura trasciende el relato y empieza a ser conciencia. No solo nace la ética, sino el poder de la compasión que trasciende el odio, la violencia y la venganza.
Asi entendida, la piedad no es lástima ni condescendencia. Es apertura del alma, expresión del ser alejado del juicio, del odio, de la rivalidad y de lo perdido. Al devolver el cuerpo de Héctor, Aquiles no cede a la súplica del padre, cede a una verdad más honda que la venganza que funda un espacio de humanidad en medio del horror. Bello y terrible, el episodio que anticipa el final de la Ilíada no elimina el conflicto entre griegos y troyanos, pero introduce una ética. Homero no predica la paz, pero muestra cómo, en medio de tanta devastación, caben un gesto conciliador y una palabra redentora. Ese gesto es la piedad que no le fue dada al gobernante mexicano. En vez de enriquecerse con un acto de ética -tan necesario en el país quebrantado-, dejó tras de sí una evidencia lastimosa: otro fracaso del verdadero vencido, al ser incapaz de mirarse en el otro. No entendió que el dolor ajeno que se honra también honra el nuestro... Y todos los mexicanos perdimos.