Teresa de Jesús

Por legítimas y cumplidas causas, en la Antigüedad reinaban algunos de los tesoros más fascinantes  de la mente: el misterio, lo inefable, lo imponderable y lo sagrado. Administrado por la religión, lo desconocido colmaba la existencia con signos prodigiosos, fastos o nefastos. Indicios nunca faltaban, al grado de que se crearon lenguajes, liturgias, ritos, historias e inclusive doctrinas para glorificar este sustento mayor de los credos. El cristianismo abominó del delirio asociado al culto pagano, pero abrió el corazón y las puertas al embeleso causado por la unión del alma con Dios, distintivo del misticismo. Fuera de luz, silencio, sigilo o estallido verbal, lo divino se manifestaba a los elegidos no nada más para recompensar su virtud, también para enviar señales de advertencia u orientación.  De este modo en horas de crisis o de cualquier suceso trascendental,  aun contra la adversidad o pese a la falta de fe, triunfaba el recurso de los portentos y sus complementarios seres iluminados que, como Santa Teresa de Ávila, aportarían a la Iglesia el sello de singularidad que acrecentaba las relaciones espirituales.

Ya se sabe que no hay poesía sin misterio y que a esta semilla de lo inexplicable pertenecen también la idea del Destino, los mitos, la adivinación, revelaciones y augurios que, con el misticismo, se han sumado a las víctimas de la modernidad. Sin duda la ciencia, el racionalismo y el pragmatismo han traído comodidad, salud e higiene a nuestro tiempo atribulado, pero se han llevado consigo esa parte del temor y el temblor que destacaba lo bello y lo siniestro. Ya es poco,  muy poco, lo que del estado del alma se manifiesta en nuestra época, pero el declive del catolicismo no impide que a ciertas figuras tutelares se las siga honrando en el panteón de la cultura. Es el caso de la reformadora de la Orden Carmelitana y primera mujer en nuestra lengua consagrada a las letras, que creció fascinada por las vidas de santos y las novelas de caballería: temas imprescindibles tras la expulsión de árabes y judíos en una España que, en plena expansión imperial, internamente se abría a la doble aventura de la imaginación y la poesía con intensidad equivalente a la devoción, en tanto y en el exterior guerreaba con la cabeza en Flandes y con arcabuces, azotes y sotanas conquistaba saqueando al Nuevo Mundo.

No es extraño que en la segunda década del siglo XVI, quizá mientras caía la Gran Tenochtitlan, la pequeña Teresa, a sus seis años de edad, pretendiera fugarse con su hermano Rodrigo para hacerse mártir en tierra de moros, pero fueron pillados por una tía al franquear las murallas de su Ávila natal. Lo mismo jugaba a ser ermitaña en la cabaña construida en el huerto que con ser la dama de un caballero ilustre. Si la fábula infantil se nutría con vidas de santos y acaso con las mismas novelas de caballería que décadas después inspiraría la genial invención de Cervantes, el agitado espíritu del siglo se mantenía ocupado entre los que guerreaban en Flandes, los que se embarcaban a la aventura de América y una feligresía  supeditada a los rigores del clero intimidado por la expansión de la Contrarreforma.

La biografía de Teresa de Cepeda y Ahumada se antoja por consiguiente sugestiva por múltiples causas. Enemiguísima de ser monja y huérfana de madre a los trece de edad, por coquetear con un primo el padre la internó en el Colegio de Gracia, cuyas prácticas conventuales despertaron indicios de su vocación. Destinada a las grandes empresas espirituales, a ella tocó en suerte el misticismo y la fundación de conventos, en tanto y su hermano Rodrigo hizo la América y María eligió el matrimonio que, como el posterior ejemplo de nuestra Sor Juana, horrorizó como posibilidad personal a Teresa por considerarlo el peor de los destinos para una mujer dotada con genio y carácter.

Desde que tuve noticia y un primer contacto con su obra, quedé prendada de su siglo, de su escritura y su biografía singular. Mi curiosidad aumentó al paso de las páginas, se detuvo en sus envidiables encuentros con Juan de la Cruz y fue creciendo al ritmo en que me atrapaba esa mezcla tan suya de enfermedad, pasmo, visiones, hiperactividad y estados de arrobamiento que la llevaban a hablar con su Señor y con el Niño Jesús, de quien le viene el nombre consagrado por aquello de ser “el Jesús de Teresa o Teresa de Jesús”. Buscarla en el corazón del viejo reino de Castilla, se hizo necesidad de entender contrastes de un siglo que prodigaba santos y poetas en la medida en que la colonización de nuestras tierras sacaba lo peor de la “España negra”.

Así la encontré, cercana a Madrid: sobre la colina a la vera del Ádaja y con la vista al espléndido valle Amblés. Y es que el sigilo de Ávila se anticipa en la dureza castellana. Hay encinas que ruedan al capricho del viento helado, olor a pan y chimenea encendida, manos apretadas contra el cuerpo, gestos endurecidos y la mirada de soslayo que distingue al español del campo. Amurallada y celosamente resguardada por noventa torres, la ciudad aún ostenta profusión de templos y conventos. Predomina la prenda oscura quizá por reminiscencia mora o por la cerrazón del catolicismo intolerante que  serpentea en sótanos y mentes intocadas por el laicismo y la democracia. Podría ser, también, que grises y negros se prefieren allí para destacar el invierno que, en sus horas feroces, cala hasta el hueso. La aridez incita al recogimiento; el espíritu de los creyentes se reanima al calor de la fe en tanto y la liturgia se fusiona al espectáculo de sotanas que deambulan libremente vigilando las conciencias.

“La Jerusalén castellana”, apodan en la actualidad a esta pequeña urbe llamada también Ávila del Rey o Ávila de los Caballeros, cuyo pasado de austeridad, luchas y silencio, aunado a su espléndida arquitectura considerada por la UNESCO patrimonio de la humanidad, resulta idónea para las procesiones de la Semana Santa. La profusión de campanarios completa el escenario propicio al recogimiento de la Santa durante sus largos periodos de enfermedad que aprovechaba para dictar o escribir sus célebres métodos de oración. Más de una vez se preguntó si acaso las visiones que comenzaron a frecuentarla hacia 1542, eran “el espíritu de Dios o del diablo”, pero igual trasladaba su experiencia a hermosos versos que todavía nos estremecen.

Quinientos años han transcurrido desde el nacimiento de Teresa y la región sigue impregnada con su esencia. Y es que Ávila es silencio, zozobra que comienza a vislumbrarse en los maderos del Redentor y concluye con el clamor esquivo de los antiguos comuneros. Es rigor de afuera adentro y de adentro afuera. Es muralla y piedra secular: austeridad perpetua solo en apariencia. En sus calles se respiran la devoción encumbrada por el franquismo y rescoldos del remoto oro americano que allí sirvió para construir caseríos monumentales y tal cantidad de ornamentos religiosos que no pueden menos que llevarnos a preguntar a qué tanto sacrificio de indios esclavizados y colonias explotadas si al fin y al cabo perdurarían como evidencia del dolor inútil. Sobre tal abundancia de relicarios y piezas amontonadas de extraordinaria orfebrería, detrás de la deliciosa dulcería y bajo la historia que se lee en la memoria del Imperio, el misticismo de Teresa se impone en la meseta ya resquebrajada.

El Camino de perfección sigue atrayendo a los lectores con el resto de sus páginas. Y eso llama la atención, igual que sus conventos ya vacíos. Las iglesias quedaron para los viejos que acaso piden a Dios siquiera una buena muerte, porque los jóvenes solo persiguen la noche urgidos de diversión. Huele aún a intolerancia. El aislamiento pesa como eco de la Inquisición y perdura el sacrificio de vivir, ponderado por santos y poetas. Quieto, inamovible, el pasado, un cierto pasado consagrado por la Santa, es inseparable del paisaje. Ninguna morada se iguala al Castillo interior. Y eso, porque Ávila es de Teresa y su memoria, hebra de voz de aquella monja Carmelita que, en escaleras y corredores de su convento, hablaba de tú con Dios.

A diferencia de nuestra Sor Juana Inés, que nunca fue mística a pesar de haber cultivado la voz interior, Teresa renunció a los negocios mundanos, no obstante su rebeldía y aunque sorteara con habilidad los rigores del Claustro. Escritoras las dos, Sor Juana cultivó el saber y los favores palaciegos; Teresa, en cambio, ponderó el ensimismamiento con Dios en un tiempo (siglos XVI para una y XVII para la otra) en que la Iglesia recelaba hasta repudiar, por pecaminoso, el talento de la mujer. Su inteligencia hizo desobediente a sor Juana y pertinaz a Teresa por lo que la de Ávila ascendería a las alturas de la santidad, mientras que la criolla se transformaría en símbolo de mujer pensante en un país doblemente sometido por la religión y la corona. Nunca tuvo necesidad Teresa de rubricar con sangre su protesta de fe y el abandono de los estudios humanos, aunque para ambas fuera divino el lenguaje y similar la persecución; pero sor Juana, al renunciar a lo que más amaba en 1694, trece meses antes de su muerte, cifró la fundación de la cultura mexicana. 

Teresa transitó de la experiencia contemplativa a la agitada creación de conventos, de la revelación a la escritura y del estado de arrobamiento a esa humildad que, por probar la quietud con el gozo y el resplandor con el sufrimiento, no se rindió en su anhelo de unirse con su Señor. Sor Juana encontró en el saber, el estudio y la poesía su camino, en la prosa la reflexión y en la razón actuante la tarea transformadora del pensamiento y del ser. Teresa de Jesús, monja de Nuestra Señora del Carmen, profesa de la Encarnación y guardada en San José de Ávila, probó en carne propia la diferencia entre entender y creer. Según ella, el entendimiento pertenece a la vida intelectual del mismo modo que la fe corresponde a la creencia. Si pensar y conocer era la más alta forma de orar para Sor Juana, para Teresa vivir significaba embelesarse en la devoción. Al modo de las geografías y las circunstancias disímiles que las engendraron,  ambas consagraron la palabra como el más alto y sagrado ejemplo del “camino de perfección” que “saca a la mujer de su natural estado de ignorancia”, como glosaría Octavio Paz al biografiar  a la sin par jerónima novohispana.

Hija de un imperio en expansión y de una Iglesia dividida entre la disipación y el rigor, para Teresa no había obra menor ni tarea indivisa de su comunión con El Señor. Cocinaba embebida en la divinidad; viajaba “gastando provecho de la oración”; aceptaba la enfermedad con el misterio de la revelación y en la abundancia o en la miseria hallaba ocasión de bendecir el sagrado nombre de Dios. Así eran sus arrebatos, así las ausencias de su alma para encontrarse con Él, su dulce Amor, esposo y única redención. Su Dios era un gozo interior, una voluntad que irradiaba con gracia y una locura de amor erótico que la llevó a decir que... “Esté callando o hablando,/ haga fruto o no le haga,/ muéstreme la Ley mi llaga,/  goce de Evangelio blando;/ esté pensando o gozando,/ sólo Vos en mí viví...”

Que no fueran contemplativas, les ordenaba Teresa a las monjas, sino que olieran, sintieran, oyeran y experimentaran la presencia divina en cada aspecto de la Creación. Y Ávila, después de impregnarse de una espera en vida y alma para fundirse a la luz, trasmite algo de amorío sublime, de apetito de eternidad. Invoquen a Cristo, decía, en su camino del huerto. “Pues el amor nos ha dado Dios…” Sor Juana, en cambio, dudaba, pensaba, cuestionaba la abominable desigualdad y enriquecía el lenguaje con las ideas que, siglos después, aún agitan conciencias y sirven de referente de rebeldía femenina.

Tierra doliente. Piedra de toque: algo tiene sin embargo Castilla que exhala el amor que no puede estar sin obrar. Allí brincan las almas saturadas de humanidad; almas que por el don de su misticismo, excedieron fronteras de sacrificio y furor. Allá lejos palpita bajo una neblina espesa el aliento del Todo en Uno. Perviven el misterio y el eco poético de Juan de la Cruz. Ciencia de Paz y piedad ponderada por él, ciencia perfecta que bañaba de claridad el espíritu de Teresa.  Estaba tan embebida, tan absorta en sus iluminaciones que, como el canto de Juan, ella se quedaba de todo sentido privado. Entonces salía de sí para colmarse de ardor. Y en ardor se entregaba a los más altos misterios del corazón.

Deslumbraba en el siglo y por toda España el oro extraído del Nuevo Mundo. Crecía la codicia en pueblos de aventureros que se vaciaban de hombres para hacerse a la mar. Los monasterios se enriquecían y, tras pedir a su hermano Rodrigo que trajera de las colonias “un costal con esas piedrecitas verdes” aumentaban las fundaciones tras penosos requerimientos, en tanto y las grandes voces de nuestra lengua contrastaban desde España la mordaza impuesta en nuestras colonias.  Se respiraba sin embargo con intensidad en Castilla la herencia mora que ni el sayal de los místicos borraría de una raza que, por sobre las penitencias del cuerpo y durante siglos de batallar con el azadón contra el clima, acabó por asimilarse en el talante castellano. Y es que Castilla es como el alma que gime y desfallece mientras que el silencio se va volviendo palabra hasta elevarse a plegaria.

“Era una Santa de mediana estatura –la describió la monja María de San José en su Libro de recreaciones-, antes grande que pequeña. Tuvo en su mocedad fama de muy hermosa, y hasta su última edad mostraba serlo. Era su rostro no nada común, sino extraordinario, y de suerte que no se puede decir redondo ni aguileño; los tercios de él, iguales; la frente, ancha y igual y muy hermosa; las cejas, de color rubio oscuro, con poca semejanza de negro, anchas y algo arqueadas; los ojos, negros, vivos y redondos, no muy grandes, mas muy bien puestos. La nariz, redonda y en derecho de los lagrimales para arriba, disminuida hasta igualar con las cejas, formando un apacible entrecejo... Era gruesa más que flaca, y en todo bien proporcionada; tenía muy lindas manos, aunque pequeñas; en el rostro, al lado izquierdo, tres lunares... en derecho unos de otros, comenzando desde abajo de la boca el que mayor era, y el otro entre la boca y la nariz, y el último en la nariz, más cerca de abajo que de arriba. Era en todo perfecta…”

Perfecta para sus coetáneos, fascinante en la actualidad por su pluma, Teresa de Jesús respondió a los atributos que la distinguían no únicamente entre las mujeres, sino entre monjas y hombres del siglo: “Tres cosas han dicho de mi en todo el discurso de mi vida: que era, cuando moza, de bien parecer, que era discreta, y ahora dicen algunos que soy santa. Las dos primeras en algún tiempo las creí, y me he confesado por haber dado crédito a esta vanidad; pero en la tercera nunca me he engañado tanto que haya jamás venido a creerla…”

Desde que ella misma fechara su conversión espiritual en 1555, a sus cuarenta de edad y a diferencia de la precocidad de sor Juana, Teresa de Ávila se aplicó cultivar sus gracias extraordinarias. Reformó a los carmelitas de ambos sexos hasta simbolizar en sus pies desnudos el retorno a la humildad que no solo demandaba la sencillez de su misticismo, sino la presión de las críticas luteranas. En la Vida, escrita por encargo de su mano, describió su trayectoria hacia Dios en hermosos pasajes que no sólo revelan los contrastes de sus éxtasis, sino de una España que se debatía entre el furor y la búsqueda de espiritualidad que encendía la pasión de cuando menos tres de las más grandes voces del catolicismo español: ella misma, san Juan de la Cruz y fray Luis de León.

Este 2015, consagrado por el Papa a la conmemoración del Quinto centenario de su nacimiento, resuma sus huellas entre corredores y celdas de San José, su primer convento reformado. Castilla perdura cual signo de hispanidad católica, contraste de sólidas influencias culturales y de los misterios de la fe. Piedra y oro se combinan no obstante en espacios marcados por la sanción y el horror ennoblecidos por cierta aspiración inefable. Ciudad pequeña, ensombrecida por la niebla, por imborrables efectos del ayuno y del cuerpo castigado con silicios: heridas hondas, pues, como aquellas que dejan los arbustos espinosos en la arcilla. Allí se exhibe el dedo de su Santa como reliquia y advertencia. Ese dedo, ya fosilizado, se me aparece en mis insomnios: señal más allá de razones que apunta al horror de los místicos por el pecado de soberbia intelectual. A diferencia de nuestras tierras americanas, tan ajenas al misticismo, allá adquiere sentido la entrega plena, la sumisión ciega a ese Dios de Luz que a nadie, salvo a los elegidos, le está dado comprender. Allí comenzó Teresa de Cepeda y Ahumada a experimentar estados de exaltación alucinante y de enfermedad que, al sacarla de sí “para entra en sí”, parecían depurar su aguda inteligencia y su ánimo creador.

La apetencia indómita que ha desasosegado a los místicos de todos los tiempos está contenida en la convicción de Teresa de que no era "pobre de espíritu", aunque lo tenía profesado, sino "loca de espíritu", lo cual se vincula al arrebato santo que consigue levantarse sobre sí mismo, ir más allá de la "inteligencia del ánima" y alcanzar el calor intenso de la mística teología. Como dijera Francisco de Osuna, "el ánima encendida ( ...) cuando concibe el espíritu del amor en fervor del corazón, en alguna manera sale de sí misma saltando de sí o volando sobre sí". De sí salió Teresa de Jesús para alcanzar la soledad con Dios: única inspiración que anima lo trascendental que a los hijos de las colonias nos es tan ajeno.

Únicamente la memoria peninsular es capaz de explicar porque Santa Teresa de Ávila se impone en cada calle, en cada muro, en la luz que penetra el cuerpo y en la voluntad inútil de "contemplar", siquiera "admirar" a Dios. Para nosotros, producto de un mestizaje con apetito de identidad, queda la evidencia de tiempos, aspiraciones y culturas diferentes: realidad que rebasa al delirio para depositarse en la obligada humildad de los que no eligen destino.