De premios, distinciones y otras mañas


Elena Poniatowska, premio Cervantes de Literatura

Elena Poniatowska, premio Cervantes de Literatura

Ni premiando a Dios padre se conseguiría consenso. ¡Ni hablar! Hasta a la “monedita de oro” le brincan detractores, ascetas, renunciantes y evangelistas del desapego. En nombre del darma y de cuanto se vincule a la rueda de la vida, el influjo oriental nos conmina a repudiar lo “ilusorio”: la mayor plaga de este mundo, de donde proceden todas las frustraciones. Es ley lacaniana que lo que tiene uno el otro lo desea y, más allá, mucho antes que él, san Agustín dictaminó en su inamovible, milenaria e intransigente reflexión sobre el pecado, que la envidia es la enfermedad por el bien ajeno. Esto y más es cierto: somos la única especie no solo capaz de inconformidad, sino de quejarse incesantemente de lo que tiene o de lo que carece.

Hay que considerar, sin embargo, que toda verdad contiene dos lados y que en la parte oscura, cultural, de las distinciones y del reparto oficial de premios, becas y preferencias subyace una sucia costumbre de encumbrar y/o privilegiar a artistas, intelectuales y figuras públicas que, a discreción y al margen de sus atributos, espejean el carácter de una época: sus miedos, sueños y pesadillas, sus contradicciones e intereses reinantes. El controversial Cervantes otorgado a Elena Poniatowska, sobre quien llueven críticas airadas tanto en la prensa y la radio de España como en México, ofrece la oportunidad de examinar este enredo de méritos personales y conveniencias institucionales que deja en un frágil hilo la función de la crítica.  Imposible negar que el rigor electivo de un premio que desde sus orígenes estableció un alto nivel de exigencia internacional ha quedado en entredicho y que se ha vulnerado la confianza que inspiraban los fallos del Jurado.

Una elección en tiempos de crisis, esta de otorgar la más alta distinción en nuestra lengua a una escritora/periodista que no ha cultivado el arte de la palabra ni se ha caracterizado por la originalidad de su pensamiento o por posturas esclarecedoras sobre una realidad compleja, ciertamente provoca suspicacia; sobre todo, porque aun en su peculiar y oscilante izquierdismo emocional, nunca ha trascendido el lugar común ni sugerido algo comprometedor que la sacara de la categoría de “intelectuales cómodos y orgánicos”, establecida por Gramsci y examinada, desde la perspectiva de la ética en política, por el filósofo español José Luis López Aranguren.

Para no andarnos con rodeos, hay que decir que estamos ante un ejemplo de conveniencia circunstancial entre dos gobiernos conservadores que, en concordato –uno por proponer, el otro por acceder- destacan a una inofensiva aunque ruidosa representante de la conciencia airada que pulula alrededor de un lumpen proletariado legítimamente insatisfecho, que se ha constituido en el capital humano de un líder que no cesa de perseguir el poder personal. Como su brazo femenino e intelectual, López Obrador también domina el efectismo mediante el alegato emocional para mover a las masas que en absoluto acceden al lenguaje de la legalidad, al mundo transformador de las ideas y a la lucha organizada. Que es indispensable el avance de los derechos humanos en una sociedad plural, aún desintegrada, afectada por la criminalidad y urgida de una verdadera democracia, es innegable.  No será sin embargo con una partidocracia subsidiada y teñida de terribles deficiencias morales, educativas y políticas como se acceda al régimen de justicia y a la dignidad ciudadana que todos deseamos.

Si seriedad se buscara sobre el tema social, ahí está vivo aún Miguel León Portilla, con una sólida y documentada obra –traducciones del náhuatl incluidas-, imprescindible para el conocimiento de una larga injusticia, desde los días coloniales. Inseparable del despojo en connivencia de la cruz, la espada, la corona y el régimen de encomienda que ha dejado a los indios latinoamericanos en general y mexicanos en particular en tan complicada situación de supervivencia, el legado de León Portilla contiene claves, elementos históricos y filosóficos esenciales para valorar, desde la inteligencia educada (que es la que compete al muy académico ámbito cervantino), el significado y la presencia social de las etnias desaparecidas o aún en lucha por subsistir en medios que, como el nuestro, siguen siendo brutalmente agresivos contra los más débiles.

Empero y a todas luces, no sería tan monumental aportación cultural y específica lo que pretendió reconocerse a nivel internacional, sino la forma caricaturizada del lenguaje de protesta, incluidos la vestimenta de la galardonada y un discurso sembrado de desaciertos y evidencias de su prosa y peor conocimiento de la historia y la política. Lo demás: que si “la princesa”, como la dio en llamar su protector y pretendiente Fernando Benítez, tan dado como era a los excesos caprichosos, que si feminista, que si ingenua entrevistadora, que si amiga de los pobres, que si Sancha Panza y cuantas boberías y figuras retóricas se multiplican a su alrededor al paso de los días, resulta intrascendente porque lo que queda es lo que hay: la materia impresa de una expresión inferior a las grandes voces que ha dado el país, como pueden corroborarlo quienes leen, estudian, cultivan el saber y la crítica y saben, por consiguiente, de qué consiste la materia literaria.

Es de suponer que ante la terrible situación económica y social por la que atraviesa España, México representa una geografía idónea para las inversiones peninsulares. Enterados por voces “desde dentro del CONACULTA”, desde la “regencia” de Consuelo Sáizar se venía pujando a favor de su candidatura. No que se carezca de hombres y mujeres dignos de recibir el galardón, pero Elena reunía popularidad, apoyo tanto del régimen vigente como del lópezobradorismo y la simpatía irrestricta de algunas minorías activas que, supuestamente, gracias al galardón y a la satisfacción otorgada en su nombre, contribuirían a allanar el camino de acceso a los capitales, al menos no inconformándose.

Está de más insistir en que hay de lecturas a lecturas y que cada clase, gobierno o grupo social elige las voces que los representan y las que les ofrecen elementos para identificarse. Si no fuera así las telenovelas no existirían, tampoco los best sellers, el género del esoterismo encaramado a la astrología ni un lucrativo mercado en torno de la superación personal, incluidas las ramas anexas al espiritualismo “para todos”. Ya lo escribió Levin L. Schücking: el gusto literario es ondulante y caprichoso, aunque invariablemente fiel al carácter de la época. En términos sociológicos, refleja con indudable claridad las relaciones que existen entre la sociedad, el artista y el público.

En Elena Poniatowska debemos ver y reconocer al México que la aplaude, la admira, la sigue y la consagra, lo que no es mérito menor. Con Cervantes o sin él, su sintaxis y su lenguaje en general están más cerca del habla de los más que de esa belleza sin par de que son capaces las palabras y la música, pero que, como los vinos fuertes, no todos pueden ni quieren disfrutar ni paladear. La pregunta esencial, sin embargo, continúa en el aire: ¿Por qué el Cervantes?