FUNERALES REGIOS

Las fastuosas exequias de Isabel II me recordaron la agonía, la muerte y el inaudito peregrinar del embalsamado Alejandro el Grande en el 323 aC. En Babilonia, alrededor del palacio donde yacía el cuerpo disminuido por la enfermedad o el veneno, crecía un alboroto propiciatorio, entremezclado de arengas y gemidos dolientes. Mermados por los excesos y con su futuro pendiente de un hilo, los combatientes estaban conscientes de que no habría en adelante dos Alejandros  y ni siquiera un sátrapa capaz de encarecer los dominios de Oriente.  Con aduladores interesados en rendirle honores por última vez y los que ya se aprestaban a entronizarse donde pudieran, los mariscales competían entre sí para ajustar el testamento que no daban por válido. Pululaban cortesanos hablando de viudas y despojos de los vencidos; otros empuñaban sus lanzas y los de abajo se enjugaban las lágrimas no por el muerto, sino por la incertidumbre que enturbiaba sus vidas. Los hijos de nadie inauguraban las tradiciones locales, en tanto y puños de oportunistas aprovechaban la confusión para hacerse con lo que tuvieran a mano.

Si la mitificación del macedonio comenzó  años atrás al declararse hijo de Amón en el Oasis de Siwah, al morir inspiró la fábula del discípulo de Aristóteles que, en su delirio, también se creyó heredero de Heracles y dueño del universo. A partir de entonces, por la disposición de aquellos pueblos  para contar relatos extraordinarios, la literatura triunfaría sobre el rigor de la historia.  El personaje empezó a reinventarse y todavía se recrea porque supera al hombre; y el hombre, cualquier hombre como se sabe, es poco original. Es comprensible que con mayor eficacia pervivan las ficciones sobre los hechos que inmortalizarían a Alejandro. Además de ser novelable en un tiempo en que magia, aventura y sueños carecían de fronteras,  él pudo consagrar el poder porque el presente era de poco fiar y lo que estaba por suceder era la espera de lo inesperado: ingredientes que siglos después llevarían a Shakespeare a profundizar en lo humano en las acciones trascendentales y, aquí y ahora, a Isabel II a disponer otra escenografía tumultuosa para contrarrestar el debilitamiento de la corona.

Alejandro transitó entre edades, creencias, augurios y regiones como el último de los héroes de una mitología prodigiosa que hizo posible la edad ateniense. Él selló, con las suyas, las hazañas de los héroes en las que intervenían Inmortales. El destino del cadáver, por tanto, no era asunto menor. Sin embargo, sería tal la rebatiña por el cetro, el imperio y el símbolo que permaneció unos treinta días muerto en su lecho por los desacuerdos sobre la celebración de los funerales y respecto de dónde y cómo  debía erigirse su tumba. Qué hacer con el fiambre sería el móvil de otro relato, no menos fabuloso e inspirador que su biografía.  Los pleitos entre naciones y dirigentes se agravaron cuando un adivino anunció que sería para siempre pródiga la tierra donde yacieran sus restos. De ahí que el sarcófago, en carro regio y resguardado por contingentes armados, emprendiera una larguísima expedición lastimosa entre enfrentamientos furtivos y guerras civiles hasta que el rey-faraón Tolomeo I -ya cabeza  de la dinastía Tolemaica- se impuso a sus contrincantes para poner fin a esta locura.

Al escribir yo misma Los pasos del héroe, caí rendida al poder de las ficciones que se multiplicaban en vez de aclarar el destino final del autoproclamado “Amo del Universo”.   El veterano Tolomeo gozaba de consideraciones por haber combatido al lado de  Filipo II, antes de convertirse en uno de los principales mariscales del Alejandro. Así que entre jaleos y a golpe de autoridad se hizo con la parafernalia del carro y de los rituales que marcarían el asentamiento expansivo del helenismo. A partir de entonces y hasta nuestros días no han dejado de divulgarse versiones descabelladas sobre aquella tumba real. Unos aseguran que los restos permanecieron en Siria mientras se apaciguaban los ánimos. Otros, que luego se lo llevaron a Menfis, en Egipto, pues Tolomeo I insistió en que el vencedor de los persas debía reposar con su padre Amón, según “indicaciones precisas del monarca en su testamento”.  Es de creer que si el macedonio fundó Alejandría a resultas de un sueño, allí debería tener un túmulo digno de su memoria, donde podrían adorarlo quienes lo creyeron un dios u honrarlo los que lo admiraban por sus hazañas. La última noticia data de tres siglos después, cuando el mismísimo César Augusto dijo haber encontrado su ataúd de oro, “y le rindió honores…

” En voz del emperador romano desapareció el hombre y triunfó el mito…

Longeva y experimentada, en el otro extremo de la historia de monarcas, dominios, costumbres y pueblos la heredera de Jorge VI del Reino Unido conocía el valor de los signos. Supo que la pompa y los funerales marcan el cambio de las edades y que nada ejerce más fascinación que las vicisitudes del poder en las honduras humanas.  Previó el fortalecimiento simbólico de los ritos en la lealtad de los súbditos. No es casualidad que reinara  sin gobernar allí donde el genio de Shakespeare  dramatizó las circunstancias del mando y la fuerza de la acción con un nuevo lenguaje. Situada por encima de los extremos, permitió que fluyera la secular y muy abultada historia de pugnas, rebatiñas, envidias, cortesanías, crímenes y toda suerte de cotilleos que en nuestros días nutren la imaginación popular. Dispuso sus honras fúnebres con minuciosidad inglesa, y en vivo y a todo color, los demás nos sumamos al espectáculo a sabiendas de que el mensaje está en los detalles.  Su real peregrinación luctuosa ciertamente sellaba una época. Mientras  descendía el féretro hacia la cripta real en Windsor quedó en claro que el presente es incierto, que el futuro es la espera y que siempre queda el recurso de enriquecer el pasado con ficciones verdaderas para hacernos creer que lo extraordinario es posible.