Fernando VII. Realidad que supera la ficción

Retrato de Fernando VII. Óleo sobre lienzo, 246 x 120 cm., de Vicente López Portaña. Expuesto en el Palacio de Cervelló (Valencia). Colección pictórica del Ayuntamiento de Valencia. Número de inventario 0036.

Retrato de Fernando VII. Óleo sobre lienzo, 246 x 120 cm., de Vicente López Portaña. Expuesto en el Palacio de Cervelló (Valencia). Colección pictórica del Ayuntamiento de Valencia. Número de inventario 0036.

Fernando VII, “El esperado”, “El deseado”, “El felón” (por sus felonías), fue el peor gobernante de la de por sí florida monarquía española. Y vaya que los ha habido nefastos y variados, desde el siglo XVI. Su propia madre lo llamó “marrajo cobarde” y aun confesó que su verdadero padre no era el blandengue Carlos IV, sino un monje de El Escorial. Atarantado y proclive a ensalzar idiotas, ineptos y chapuceros, el pueblo lo aclamó en plena turbulencia de las primeras décadas del XIX. Perverso sin escrúpulos, hipócrita, traidor y capaz de destruir lo que tocara, no consiguió engañar a los liberales con quienes mantuvo una batalla a muerte. Las caricaturas que aún circulan son tan feroces como los comentarios de sus coetáneos que van nutriendo a los biógrafos.   Incapaz de amar y creer en la inteligencia y la virtud, se rodeó de los peores. Se dedicó a doblegarse ante Napoleón y llegó a rogarle, desde Bayona, que lo hiciera su “hijo adoptivo”.  Zorro como era, el Emperador lo reconoció “monarca legítimo de España” cuando, en marzo de 1814, era insostenible el fiasco de José I (“Pepe botella”). Entonces le permitió a Fernando VII abandonar su exilio y entrar a Madrid de manera triunfal. Encumbrado en el territorio hecho jirones, el ensoberbecido monarca desoyó presiones y se concentró en su megalomanía.  Comenzó el llamado “Primer sexenio absolutista” (1814-1820) entre el júbilo popular y, como sería de esperar, no tardó en desplegar su arbitrariedad represiva. Lo que siguió fue mera consecuencia.

Todo era adverso durante los años registrados por el genio de Goya.  El espíritu ilustrado tenía que resistir y reinventarse a pesar del enemigo interior. Tortuoso, el siglo XIX español comenzó y continuó con enfrentamientos, intrigas, crímenes sanguinarios y persecuciones brutales.  A tirones entre el efecto de la invasión, las Juntas de Gobierno, el Consejo de Regencia y las Cortes de Cádiz,  el país era una ruina, sin autoridad ni condiciones y mucho menos recursos para recuperarse. A excepción de Cuba y Puerto Rico, se independizaron las colonias con desigual fortuna y sus destinos nacionales, a partir de entonces,  tampoco serían pacíficos ni prósperos.

El efecto de la Ilustración y principalmente de la Revolución Francesa fue totalizador. España cayó bajo yugo napoleónico y, dividida, no atinó a definirse bajo nuevas y necesarias leyes.  Pocos regentes han ascendido con la popularidad de Fernando VII.  El fervor de la muchedumbre  que lo aclamaba, sin embargo, solo sirvió para exhibir sus defectos. Sujeto de caricaturas tan geniales como obscenas, aún inspira a quienes no cesan de agregar detalles escabrosos u ocultos de su poder y su personalidad. De hecho, pasaría a la historia como  el personaje/visagra entre el pasado que no supo administrar su fortuna y la España empobrecida, estigmatizada por la soberbia del aristócrata venido a menos, la fe ciega del pueblo enajenado por la Iglesia y la pujanza, siempre minoritaria y crítica, de las mentes avanzadas.  Para entender la tragicomedia de Fernando VII no hay más que  ver en el Museo del Prado el retrato pintado por Vicente López Portaña, hacia 1815. No obstante, siempre estará la genialidad de Goya. Nacido en 1784 en El escorial, tendría 21 años de edad este panzón que, con ridículo flequillo,  se muestra de pie ataviado con el uniforme de capitán general, el infaltable bastón al uso y medallones acharolados en el pecho.

La memoria -acomodaticia con los peores-,  no fue indiferente a su vulgaridad  ni a su desvergüenza, al mal humor, la crueldad ni al aspecto de sátiro bofo, repugnante y obeso, que llevó al extremo de elevar a política personal el despreció que profesó por su madre, María Luisa de Parma, y a su poderosísimo valido y acaso amante, Manuel Godoy. Verdadero poder detrás de la corona, Godoy fue encumbrado en 1801 por el debilucho Carlos IV como “Generalísimo de los ejércitos”. La inmensa y bien parecida figura de este hombrón admirado de casi dos metros de altura, fue la figura más influyente del reinado de Carlos IV y la pesadilla vitalicia del Príncipe de Asturias, título que recibió Fernando al cumplir un mes de edad.  Parece irónico que criatura que sería tan poquita y despreciable fuera bautizada con veinticinco nombres:  Fernando, María, Francisco de Paula, Domingo, Vicente Ferrer, Antonio, Joseph, Joachîn, Pascual, Diego,  Juan Nepomuceno, Genaro, Francisco, Francisco Xavier, Rafael, Miguel, Gabriel, Calixto, Cayetano, Fausto, Luis, Ramón, Gregorio, Lorenzo y Gerónimo.

Absolutista, intolerante, traidor y usurpador, desde 1808 y plegado a la agresiva intromisión napoleónica, prefirió demoler los restos del mejor pasado que defender a su patria.  Desplazados por él, sus padres se retiraron a Aranjuez prácticamente sin privilegios. Sus alharacas, mientras tanto, instigaron al  “pueblo” enardecido para invadir y destruir el palacio de Godoy con la saña de que es capaz el populacho cuando enardecidos por un “líder” paranoico que no chistó ante la imposición  de José I, hermano de Napoleón, como monarca “legítimo”.

Consideró  sencillo destronar a su padre, el débil Carlos IV, porque dejaba el reino en manos de su esposa, María Luisa de Parma y de su amante, Manuel Godoy.   De ahí que su primera acción “real” consistió en dirigir su odio contra el poderosísimo “generalísimo de los ejércitos”. Lo tuvo todo para exhibir los fondos cenagosos del poder: megalómano, vengativo, desconfiado, paranoico, arbitrario, tramposo, incapaz, demagogo, arbitrario… Ninguna, hasta donde se, compite con  las vueltas de la vida/viva, las intrigas del poder entremezcladas de argucia, pasiones y jugadas del destino que enredan a pueblos y generaciones.

Su anecdotario sexual compite con el político. En privado y en  público era un monstruo, el ser repugnante que, según Salvador de Madariaga, “fue el rey más despreciable que ha tenido España”, aunque los  vigilantes de “lo políticamente correcto” se dedicaran a encubrirlo. Dejaba a las mujeres si no en la tumba, al filo de la desgracia y la maledicencia. Sus relaciones fueron tan burdas como su modales: un engendro de mala cepa. Desposó a su prima María Antonia de Nápoles (1784-1806), a quien se atribuyó la dirección del encono brutal contra Godoy. Ella murió de tuberculosis después de dos abortos. Al punto se casó en segundas nupcias con su sobrina adolescente, María Isabel de Braganza, infanta de Portugal (1797-1818), hija de su hermana mayor Carlota Joaquina y de Juan VI de Portugal. A esta alturas ya eran públicas y motivo de burla sus extravagancias. Cualquiera sabía que su físico no estaba a la altura de sus apetencias ni el descomunal tamaño del pene le ayudaba a lograr coitos satisfactorios. Probaba sin parar aventuras amorosas seguramente fallidas y a costa de tremendos dolores y sufrimientos femeninos. El hecho es que, en el lecho, era un amador tan indeseado como mal preñador y cónyuge majadero, pues la infeliz María Isabel de Braganza, tras dar a la luz a la pequeña María Luisa Isabel, quien murió a los cuatro meses de edad, se embarazó de inmediato por segunda ocasión. Los médicos, creyéndola fallecida,  le extrajeron el feto mediante una brutal cesárea. Su alarido de dolor no solo les demostró que aún estaba con vida, sino que ellos mismos le había causado la muerte.

Tener descendencia era cuestión de Estado, pero Fernando VII era mal ponedor. Nadie dejaba de intervenir en el tema, empezando por el Vaticano, de cuyos mentideros  salió la propuesta de usar una especie de gruesa dona para colocársela en el pene y así evitar la penetración completa. También recomendaron los experimentados jerarcas que la mujer se colocara sobre un cojín inclinado para que, entre la rosca en cuestión y una postura menos incómoda, se realizara la cópula real en benefició de los intereses de la Corona, de la Iglesia y de los que depositaban sus esperanzas en la continuidad de los borbones. 

La tercera tentativa, en 1819,  también estéril, puso en la lista de fracasos y tumbas maritales a María Josefa Amalia de Sajonia (1803-1829), hija de Maximiliano de Sajonia y Carolina de Borbón-Parma. No hay más que imaginar el terror de la muchacha  de dieciséis años al toparse en su noche de bodas con el gordinflón babeante en camisa de dormir, “con el labio inferior colgándole” y un miembro “tan largo como un taco de billar y la punta tan gruesa como un puño”. Se atribuye su macrosomía genital a la degeneración de los borbones por reproducirse entre primos y parientes cercanos. Lo cierto es que desde su nacimiento en 1784 fueron pocas –por no decir ninguna- las cualidades que agraciaron a este tipejo que, por añadidura, era un fumador empedernido.

Al escritor francés Prosper Merimée, autor de Carmen, la novela corta que inspiró la ópera homónima, se debe la famosísima descripción de la noche de bodas entre el monarca y la casi niña María Josefa Amalia de Sajonia: que era un rijoso moreno con aspecto de sátiro. Al verlo tan grosero y desvergonzado, “la joven se escapa de la cama y corre por la habitación dando gritos. El Rey la persigue; pero, como ella es joven y ágil, y el Rey es gordo, pesado y gotoso, el Monarca se caía de narices, tropezaba con los suelos. En resumen, el rey encontró este juego muy tonto y montó en espantosa cólera.”  Enfurecido, hizo traer a su cuñada y a la camarera real, a quienes trataba de putains  y de brutes para que “preparan” a la muchacha mientras él se paseaba en zapatillas y camisa sin dejar de fumar. Agregó Merimée que las mujeres espantaron de tal modo a la joven que “su digestión se vio perturbada”. En sus palabras: “cuando volvió el rey y quiso reanudar la conversación en el punto donde la había dejado, ya no encontró resistencia; pero, a su primer esfuerzo para abrir una puerta, abrióse con toda la naturalidad la de al lado y manchó las sábanas con un olor muy distinto al que se espera después de una noche de bodas. Olor espantoso, pues las Reinas no gozan de las mismas propiedades que la algalia.” Que el rey se fue maldiciendo y estuvo ocho días sin tocar a su real esposa. Como sería de esperar -escribió Merimée-, no tuvieron hijos en los diez años que duró el matrimonio. Ella murió en 1829 y a poco tocó el turno del cuarto enlace a otra sobrina y, paradójicamente, nieta de Godoy: María Cristina de las Dos Sicilias, hija de su hermana menor María Isabel de Borbón y Francisco I de las Dos Sicilias. Con ella, ¡por fin! engendró a la tremenda Isabel II, quien llegó a reinar durante 25 grotescos años. Asímismo a Luisa Fernanda infanta de España, que sobreviviría casada con el duque de Montpensier.

La patología real estallaba por donde sería de esperar.  El dramático historial de este sujeto que causaba graves heridas en el clítoris confirma que la realidad supera la ficción. No solo dejó una larga sombra personal, también una sucesora  desquiciada, ninfómana y grotesca. Tuvo que hacer abolir la ley sálica para impedir el derecho real de su hermano para legar el cetro a Isabel II quién creció como mala yerba, sin que se ocuparan de ella y obligando a fornicar con ella, públicamente, a cuanto portador de pantalón existiera en la corte, el ejército o donde fuera. Asiduo de los barrios bajos y de callejones oscuros donde perseguía prostitutas,  Fernando VII enfermó a causa de sus excesos.  Dependiente de un médico liberal, a quien hizo sacar del calabozo para atenderlo, murió en El Escorial a los 48 años de edad, en septiembre de 1833. Dejó una España pobre, sumida en una feroz guerra civil y en las manos nefastas de Isabel II.