(In) decencia de Marcelo

Para los fines que fuere menester, decían los abuelos que “el que parece lo es”. Vago dicho y por demás tendencioso, pero feroz al dar en el blanco. Aunque cierto problema ocular no le ayuda, el gesto, la apariencia, la actitud y la manera de hablar de Marcelo Ebrard no corresponden a los de un hombre de honor. Si alguna evidencia faltara a su deshonor, su candidatura plurinominal como suplente de su exempleado René Cervera despeja cualquier duda. Vergüenza para él y peor descrédito para el Consejo General del Instituto Nacional Electoral, cuyos miembros, en mayoría, aprobaron su registro.  Los beneficios de tan ostensible “caída hacia arriba” comienzan con el fuero constitucional con el que el infatigable soñador del poder absoluto escapará de la justicia, como “Juanito” (si es que la mexicana merece tal nombre), a causa del inaudito fraude, aun sin aclarar, de la línea 12 del Metro.

Lo conocí servil y obsequioso con su entonces mentor Manuel Camacho. De mirada esquiva –no inteligente, por cierto-, daba la impresión de mentir y de estar mintiendo. Entre los invitados a la que sería reveladora reunión, una “chucha cuerera”, de las de antes, me dijo al oído: “le falta de todo, le sobra ambición y no entiende las reglas”. Su actitud no ocultaba su apetito de poder. Afamado operador de “concerta-sesiones” -las kafkianas discurridas por Camacho con otros gestecillos populistas del conflictivo salinismo-, Ebrard fue recompensado por Manuel con una subsecretaría en Relaciones Exteriores. También fue tocado por el síndrome del chapulín y gracias a tal “nerviosismo partidista” pudo disfrutar las mieles del acomodo a costa del presupuesto. Como Secretario General del fantasmal Partido del Centro Democrático, renunció a la candidatura a la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal en favor de Andrés Manuel López Obrador, entonces en el Partido de la Revolución Democrática.  Lo demás es la historia que alrededor de su nombre todos los días –o casi- atrae a la prensa, a pesar de que lo que oculta es más de lo que enseña.

Lo he visto como producto representativo del moderno sistema político mexicano, lo que no es algo que deba honrarlo. Al observar su conducta y la de otros que exhiben la misma deshonestidad como mérito, pienso en la sociedad que los ha engendrado. Ni siquiera su destino puede considerarse excepcional, lo que hace más grave la indecencia política. Los ciudadanos aguantamos todo con una pasividad pasmosa, por una causa: como estos vivos, nosotros tampoco tenemos patria: de ahí la facilidad con que se la mancilla, se la pisotea, se la burla…

Carecemos de orgullo patrio o siquiera republicano porque México no ha marcado nuestro espíritu con una herencia digna. Esa es la verdad: somos apátridas, en el más riguroso sentido del término, aunque los nacionalistas hagan su propio barullo porque no entienden la diferencia entre patriotismo y nacionalismo. Sobre nuestras cabezas pende un inmensa, ancestral vergüenza a la que, para colmo, se han agregado la delincuencia y la degradación social.

No tenemos nada que defender, ni siquiera territorio, porque ni eso nos queda. Carecemos de pertenencia espiritual. Veo con tristeza el derrumbe de los ideales de algunos mexicanos probos, valientes, inteligentes, como aquellos liberales “rojos” del XIX, como ciertos conservadores que ya quisiéramos entre nosotros, como no pocas mujeres que se dejaban el alma a la sombra de las batallas o al modo de artistas y pensadores que iban consolidando los sedimentos de la cultura para que nosotros, generaciones que llevaban en mente, construyéramos un gran país y encumbráramos lo recibido con nuevas y mejores obras que nos permitieran llevar la cabeza bien alta entre propios y extraños.

El sueño de nuestros viejos admirados, por desgracia, se volvió pesadilla. Pesadilla urbana, política, burocrática, social, económica, ecológica, territorial, electoral, tangible… El pequeño Marcelo no sería de suyo un personaje si no encarnara tan lastimosamente el carácter de nuestros “representantes” a puestos de elección popular. Durante su escalada burocrática hizo más ostensibles sus defectos, al grado de creerse presidenciable, aun a pesar del saldo tenebroso que dejó en el Distrito Federal.  Esta última “jugada” no tiene por qué sorprender a quienes ya estamos fatigados del cúmulo de bajezas que descaradamente campean en el país. Aquí y ahora todo, absolutamente todo es posible porque no hay un solo funcionario que defienda el honor, la probidad, lo justo y necesario, lo que dignifique a la patria.

Ebrard es uno más entre la muchedumbre de darquetas existenciales y chupasangre que enturbian la vida pública. Que sigan gastando fortunas para promover el voto. En lo que a mi respecta no hay dinero, publicidad ni subsidio que encubra esta inmoralidad cargada de fetidez. Hasta las farsas requieren límites. Hemos caído bajo el dominio de bribones y farsantes. Y el que parece, lo es…