De la tarde nefasta recuerdo cierta neblina con llovizna que ensombrecía la atmósfera. La memoria es una gran inventora y, al tiempo, todo cambia y nos transforma. Sobre faltantes y sobrantes conservo una narrativa de sensaciones. A distancia se divisaba una mancha humana, colorida y en movimiento. Apostados en el edificio Chihuahua, miembros del Comité de Lucha y/o de Huelga “calentaban” la plaza con arengas y lances contra el gobierno: nada que no hubiéramos oído hasta el hartazgo, incluido el “pliego petitorio” que leído a la distancia de las décadas, era casi infantil. En realidad, todo era agitación hasta que se desencadenó la tragedia. Éramos unos mocosos sin ninguna experiencia, con fantasías reivindicadoras o cuando menos transgresoras. Mal se entendían los discursos allá abajo, en la Plaza, a pesar de los altavoces. Nada grave: una sola frase bastaba para adivinar lo demás. En realidad, a nadie le importaba ni se enteraba. La multitud espejeaba la vitalidad juvenil. Infrecuente aún, el pantalón femenino era acampanado en los bajos y ajustado a la altura de la cadera. Dominaban los rojos, los rosas, azules, amarillos…, blusones floreados, minifaldas en línea, camisetas ajustadas, melenas, boinas, diademas o bandas en la cabeza, ojos maquillados, anillos, pulseras… Sin atender el blablabla de líderes en posesión del micrófono, reparé en la sensación de ser y no parte de la multitud. Agorafóbica, me quedé en una de las orillas para salir corriendo quizá hacia la Avenida, ya que desde el día anterior se anunció que el mitin sería reprimido. Nunca ni nadie imaginó el alcance de la agresión. No vi la luz de Bengala que según se diría después sirvió de señal al Grupo Olimpia para iniciar el ataque; tampoco me enteré de la presencia de Oriana Fallaci. Herida en la nalga por una ráfaga de metralleta, fue dada por muerta y trasladada a la morgue, creo que del Campo Militar. Mientras repartía extremauciones a diestra y siniestra, se publicó que fue un cura quien se dio cuenta de que la intrépida periodista italiana continuaba con vida. A poco la sacaron de la morgue y desde el hospital la activista florentina, que recién había renunciado a su corresponsalía en Vietnam por cuestiones políticas, declaró a la prensa internacional que la de Tlaltelolco fue “una masacre peor de las que he visto durante la guerra”. Agregó que los soldados le robaron su cámara fotográfica, su grabadora y las notas que enviaría a su periódico. Con toda razón y hasta es de creer que se quedó corta, puso a las autoridades mexicanas del asco y cumplió con la promesa de jamás regresar a México. Fallaci colmaba mis fantasías: corresponsal de guerra de L’Europeo, nada la arredraba. Publicaba en numerosos diarios y revistas internacionales. Realizaba entrevistas y crónicas espléndidas. Su prestigio crecía como espuma y yo la leía con admiración. Desde el desierto mexicano, donde un par de periodistas se alzaban como logros del ingenio, nombres como Fallaci y Susan Sontag marcaban la diferencia femenina e inclusive intelectual. Por el reconocimiento que le profesé me llevaría una gran decepción al leer, en 2002, su irracional respuesta al ataque de las Torres Gemelas en Rabia y orgullo. No obstante, nada enturbia el respeto que le he profesado y lo que debemos a esta mujer de excepción.
La Plaza de las Tres Culturas en Tlaltelolco era una olla idónea para quedar atrapados por los cuatro costados. Aunque a mi alrededor reconocí rostros de la Facultad, no había modo de protegerse en grupo. Únicamente percibí el caos bajo el silbido de las balas. Como no fuera la ley de “sálvese quien pueda y como pueda”, hubiera sido imposible salir librados de aquella locura. Con la balacera sentí el rayo. Al divisar a distancia a una embarazada traté de aproximarme, pero en un parpadeo desapareció de mi vista. El gentío comenzó a correr por los cuatro rumbos. Todo era difuso, terrible. Vi cuerpos tirados quizá por los empujones y otros que caían o tambaleaban ensangrentados. Supe al tiempo que mucha gente no advirtió lo que sucedía, mientras la bola se dispersaba entre callejuelas. En situaciones así formamos una sucesión de instantáneas en cámara lenta que se van procesando después. Esto ocurrió a partir de que el boca a boca fue construyendo una historia sin sucesión y sin lógica, cuyos retazos formaron una incoherente memoria colectiva que también me influyó. Imposible reconstruir con precisión los hechos. Medí del horror con la desvandada. Por uno de esos milagros que ocurren cuando el instinto nos hace actuar con insólita agilidad, corrí con rumbo a la Alameda, donde un taxista me llevó, sin cobrarme, hasta la Casa del Lago, en cuya entrada estaba el entonces Director de Difusión Cultural, Gastón García Cantú. Allí le dije, casi sin aliento: “don Gastón, los están matando en Tlaltelolco…” Ni él, ni el Rector Barros Sierra ni ninguno de los funcionarios de la UNAM allí reunidos estaban todavía enterados.
Días después, cumplida la “limpieza”, Díaz Ordaz inauguró los Juegos Olímpicos entre loas periodísticas y muestras de solidaridad, tanto del Congreso bajo sus órdenes como de Fidel Velázquez, líder vitalicio del sindicalismo charro. No faltó el apoyo incondicional de la jerarquía eclesiástica y de quienes, como numerosos empresarios y la cáfila de lambiscones, se sumaron a las fuerzas más encarnizadas que decían que estudiantes era sinónimo de delincuentes de alta peligrosidad. Siguió el oropel de la mascarada. Para los universitarios, en cambio, fue principio de otra manera de ser, de probar alcances del autoritarismo y de orientar la propia vida, con lo que se pudiera. Yo advertí que mi alma se quebraba y supe que en adelante seríamos una generación rota. Los grillos se sumaron a las nóminas y los peores nos ponen, todavía, la cara roja de vergüenza. El trágico octubre de 1968 fechó con sangre el final de los ardientes sesenta mexicanos. También rompió algo muy hondo y de tajo en nuestro profundo ser. Al menos en lo que respecta a esta generación, el ’68 fue un golpe tan demoledor que destruyó el espíritu y la confianza de los más. Los palos, la cárcel, la amenaza latente, las malas y peores decisiones aunadas a la carga de los muertos dejaron a miles de boomers como sin rumbo, como perdidos, como sin identidad y apesadumbrados por los recuerdos.