No encontré título más hermoso en la portada de un libro que Nightwood y, desde la primera página, me pareció promisorio: Djuna Barnes, la del nombre raro, estaba en el fraseo que, sin ser el del verso -como escribiría T. S. Eliot-, trasmitía tal vitalidad que hace décadas, cuando la descubrí, me apuré a buscarla para que a mí también y como se pudiera, me contara de la noche. Al paso de las páginas confirmé que poco o nada le importó a esta originalísima mujer escribir un relato de sí para satisfacer a los demás porque ella era, como los atribulados que poblaron sus dibujos y sus páginas, “un alma hablando consigo misma en el corazón de la noche”.
Melancólica vitalicia, la libertad fue su pasión y su condena. Amante infortunada, persiguió lo absoluto y falló. El Hado le dio la gracia de la genialidad, pero le negó el sosiego y ser amada por sobre todo. Su atípico padre se encargó de sembrarle la amargura depresiva que la acompañó hasta la muerte al violarla a sus dieciséis de edad. Se dice que si no fue él “para introducirla en los placeres del boudoir”, quizás un vecino mayor o el hermano de una de sus amantes, lo que se antoja improbable. Tanto el músico fracasado, polígamo, mantenido, abadonador y pintor Wald Barnes, nacido Henry Aaron Budington, como la aún más irreverente y adelantada abuela Zadel Barnes -periodista inglesa, sufragista, culta y recia defensora del amor libre-, se encargaron de trasmitirle su devoción por el arte y el libre pensamiento educándola en casa. Más borrosa, su madre violinista tampoco era ajena a las inclinaciones libertarias. Rodeada de intelectuales desde la cuna, a la voz de “si no me contratan serían unos tontos”, desde su adolescencia colaboró en las principales revistas neoyorquinas con reportajes, relatos y entrevistas que ilustraba ella misma.
Inestabilidad y talento creador eran sinónimos en su entorno. Absorbió la sofisticación y ruptura de normas que abundaban en la cabaña de troncos donde, con un montón de hermanos y medios hermanos, observaba el Río Hudson desde lo alto de la Storm King Mountain, donde vivían en una especie de comunidad bohemia o antecesora del hippismo. Era un hogar sórdido no sólo por la poligamia paterna, sino por el repudio a los “convencionalismos burgueses” que agravó la precariedad familiar y la inclinó al alcoholismo al grado de tener que hospitalizarse en varias ocasiones hasta que, hacia la mitad de su vida y tras un largo periodo de “sequedad” literaria, un día sustituyó la botella por el tintero y con dificultad se apuró a escribrir borradores con menos fortuna que la adquirida en El bosque de la noche: obra maestra que, más allá de romper tabúes sobre la homosexualidad, disecciona el alma humana. Tan espléndidos como torturados, sus personajes vagan sin rumbo a través de la noche en busca de satisfacción donde la haya o colgados -como Nora- de la felicidad que pueda ir robando a los otros.
Desde compartir la cama y tanteos sexuales con la abuela, hasta el simulacro de matrimonio que a sus 18 de edad no duró ni dos meses con el editor Percy Faulkner, hermano de Fanny, amante de su padre, su inusual vida fue el germen de sus letras. En sus misivas desenfadadas que intercambió con Zadel dejó caer datos reveladores sobre su peculiar intimidad compartida. A fines de los años veinte se retrató como la mujer Tom Jones de su tiempo en Ryder y treinta años después -hacia 1960-, demostraría en The Antyphon -una difícil obra de teatro en verso y con pretensión de tragedia-, que no hubo episodio, etapa o punto de vista en su biografía que se alejara del lado oscuro.
Hay vidas a las que no les está dado el reposo. Lo extraordinario es extraer siquiera una joya del fondo senagoso. Djuna Barnes, inclusive por encima de otras atípicas como Anais Nin, Jane Bowls, Clarise Lispector o Carson McCullers, lo logró al atreverse con las honduras del espíritu, donde subyacen los misterios del ser. No quiso explicarse nada. Sólo, sin más, clavó la mirada y su pluma en las maneras de gastar la vida de los que padecen, sienten y se dejan llevar por la depresión y el laisse-faire en su camino a ninguna parte.
Es ocioso pensar que le atraía la ficción, pues el destino le deparó una realidad entretejida de congoja, pasión, rabia, genio, ironía y delirio que supo convertir en sátira. Era tan grande su fascinación por James Joyce, a quien conoció y admiró según consta en el perfil publicado en Vanity Fair en 1922 que, “ante su perfección”, llegó a dudar de su propia escritura. Con tendencias suicidas, por más que desafiaba a la muerte ésta de burlaba de sus intentonas. Acaso por compasión o cansancio, a su 90 de edad y con todas las carencias posibles, empezando por su nulo amor propio, la Parca se apiadó de ella en 1982 y dejó que finalmente muriera de inanición. Tal vez se olvidó de comer o, cansada de su longevidad y su enojo, decidió que ya no cabía ninguna apetencia en su cuerpo disminuido. Murió seca como palo, después del aislamiento que sustuvo con ferocidad durante cuarenta y un años, confinada en su apartamentito alquilado de 5 de Patchin Place, en el corazón del Greenwich Village neoyorqino.
Es fama que Susan Sontag, “hechizada por la lectura de Nightwood”, frecuentaba la zona con la vana esperanza de toparse con “el milagro”. Así Carson McCullers o Anaïs Nin no se cansaban de llamar a su puerta ni de recibir la misma respuesta que la anciana gritaba desde la ventana: “Quien sea que esté llamando al timbre, que se vaya al infierno”. Nada más atendía su abultada correspondencia para responder a unos cuantos con peeticiones de dinero. Por desencanto, sentimiento de fracaso o alguna secreta reacción contra las relaciones tumultuosas se entregó al silencio. No quiso saber más de los placeres que afilaron su ironía y su maravilloso dominio de las palabras. En en una soledad que muchos consideraron lastimosa, se dedicó a escribir, corregir, reescribir y acumular páginas que no publicó y que con seguridad reflejan el estado de su alma herida.
Todo fue intensidad entre sus 21 y unos cuarenta de edad: etapa en la que formó parte de los expatriados afincados en la rive gauche del famoso París de los años veinte. Todos vosotros sois una generación perdida, escribiría Hemigway en el epígrafe de Fiesta, en 1926, parafraseando a la mentora Gertrude Stein. Y es que, nacidos en mayoría a fines del XIX, la Primera Guerra Mundial fue el rayo que los marcó para siempre. Lo cierto es que desubicación e inteligencia congregaban a jóvenes sobrevivientes de la calidad de Dos Passos, Steinbeck, Jean Rhys, Sylvia Beach, Peggy Guggenheim, T. S, Eliot, Ezra Pound, Scott Fitzgerald, el propio Joyce, etc. Con mujeres pensantes, arrojadizas y más que adelantadas, Djuna encontró en los cafés, donde todo era más barato, y en el moderno barrio de Saint-Germain-des-Près, el ámbito idóneo para vivir intensamente y expresarse en libertad. No deja de sorprender que sin los alardes ideológicos actuales ni el vocerío con el que los homosexuales hacen valer su protagonismo en nuestro siglo XXI, lesbianas, gays y transgéneros actuaban a sus anchas y a cielo abierto en aquel universo de entreguerras que, de tan plagado de “salones”, excesos y creatividad, aportó a la cultura uno de los grandes capítulos de la literatura moderna.
Sin exceptuar los ocho años compartidos entonces con la escultora Thelma Woods -el amor de su vida-, su bisexualidad fue un río vertiginoso en el que abundaron amantes peregrinos, el desamor y la vitalicia falta de dinero. Djuna fue singular de punta a punta: sofisticada, bohemia, elegante y talentosa al grado de convertir el enojo y la agonía en oro puro. A pesar de ser reconocida como la más misteriosa y vanguardista anglo-estadunidense que tuvo en la libre expresión su verdadera patria, decidió anticiparse a las etiquetas, que tanto aborrecía, al definirse a sí misma como “la escritora desconocida más famosa del siglo XX”. Se lo dijo su madre al ver su doloroso desgarramiento cuando su adorada amante la abandonó por otra mujer: “tu mayor don consiste en embellecer el horror”.
Y ella, ebria de alcohol y abatimiento, era una pura congoja cuando su querida protectora y mecenas, Peggy Guggenheim, la llevó a vivir entre 1932 y 1033 a Hayford Hall, en Devon, al que los amigos renombraron Hangover Hall o Salón de la resaca, por obvias razones. Allí y en medio de la intensa actividad social de la famosísima coleccionista y protectora de artistas, Djuna escribió Nightwood como una errabunda que, inclusive entre las páginas, persiguía a la causante de su tortura aun a sabiendas de que no habría regreso.
Al filo de la Segunda Guerra Mundial se había disipado su mundo, los amigos se habían marchado y para ella no quedaba más que la memoria para llevarse consigo el saldo de lo vivido a su Nueva York natal. La oscuridad la habitó y, aunque confesara que “sólo recibía o escribía a los muy conocidos”, la verdad es que detestaba a la gente tanto como a los elogios y comparaciones con los más grandes por parte de quienes la consagraban como la Garbo de las letras o cabeza de las autoras lesbianas.
Desde las circunstancias de su nacimiento en Cornwall-on-Hudson, en 12 de junio de 1892, quiso el destino que el precio de su talento fuera vivir hasta los 90 de edad a contracorriente, carente de apetito, sin merma de su carácter transgresor y sin renunciar un solo día al afán de descubrir, desafiar y saber sin que nada violentara su libertad. La rebeldía fue eje de su carácter y complemento de la curiosidad intelectual que la convirtió en una escritora fuera de serie, cuya buena pluma y forma de ver y entender la pasión nocturna la llevó a crear el bosque donde vagan los atribulados. Por la riqueza de imágenes, el poder de sugerir y “la asombrosa capacidad de expresión” T. S. Eliot, en 1937, la consideró “el genio más grande de nuestros días”.
Hay mujeres que parecen haber nacido para la intemperie y vidas que no encajan en clasificaciones ociosas. Para ellas, de espaldas a best sellers y multitudes, la literatura es refugio y campo de batalla. Djuna Barnes fue un alma errante que hizo de la escritura no una profesión, sino un destino.