Páginas del diario. El Sistema redivivo

Manos orantes. José Clemente Orozco

Los que se atreven con ella lo saben: sin violencia no hay política. Estar dispuesto a ejercerla o padecerla es la adrenalina del poder. Todo se vale al “hacer y arrepentirse, antes que no hacer y arrepentirse”, según Maquiavelo. “Hacer y no arrepentirse” sería sin embargo el santo y seña del sistema mexicano, designado así por Porfirio Díaz al precisar el poder infalible del mandatario por encima de los demás poderes. Con evoluciones perfeccionadas a partir de Calles, en 1929, esta fórmula de dominio personal consumaría el régimen presidencialista, en el emblemático 1939 de Lázaro Cárdenas. “La dictadura perfecta” estableció sus propias y discrecionales leyes,  hasta alcanzar la cima del autoritarismo con Díaz Ordaz, Echeverría y López Portillo. Finalmente el Sistema se fue degradando a partir de De la Madrid, hasta alcanzar honduras de corrupción que trascienden el coto del Poder y se desparraman por el país como agua envenenada.

Entre dimes y diretes, avances, retrocesos y tropiezos, el Sistema se encumbraría en el Anáhuac como Zeus en el Olimpo, gracias a su red de alianzas, componendas, proyectos de desarrollo con movilidad social y una extraordinaria capacidad de acomodo durante oscilaciones entre revolución y contrarrevolución.  Ser “un hombre del Sistema” garantizaba mediante la triunfalista fundación del PRI en enero de 1952, la pertenencia al régimen de privilegios políticos, económicos e institucionalizados, distintivo del capitalismo en ascenso. Creador de prodigios, la mayor virtud del Sistema no sólo sería su ubicuidad (estar en el cielo, en la tierra y en todo lugar), sino su singular destreza para mantener un “centro medio”, trazado para  adaptarse a las más disímiles demandas, presiones, discrepancias y “lo que vaya surgiendo”.

No hay que desdeñar su genio para encumbrar anodinos, hacer lúcidos a bobos, guapos a los horrendos, cultos a los apenas instruidos, sinceros a los embusteros, confiables a los chapuceros y ricos súbitos, muy ricos y atractivos a quienes oportunamente pidieron a la Virgencita de Guadalupe: “No me des; sólo ponme donde hay”. Y sus oraciones fueron desde luego atendidas no únicamente por los más “disciplinados”, también por quienes, desde la oposición, aprendieron en know how del “arte populista de gobernar”: conjunto de técnicas de ascenso,  acomodo, acarreo, recompensa y persuasión de “las bases”; así como apego a las jerarquías y destreza oportuna (u oportunista) para “pegarse” y seguir el destino del “bueno”… Eso entre lo más visible, porque el Sistema acumularía en sus rechimales tenebrosos  un tesoro de artimañas al servicio de iniciados en la “alta escuela” de cochupos, tranzas, vocabularios, discursos populistas, intercambio de favores,  y “arreglos en lo oscurito”.

No deja de asombrar que semejante crisol discurrido por mentes apenas escolarizadas, aunque excepcionalmente sagaces y de inaudita perversidad  (empezando por la diarquía Obregón/Calles), primero “limpiara” de caudillos y cabecillas adversas el entorno, y a poco mostrara “su disposición” de dar cabida a lo más disímil para “institucionalizar” el moderno señorío. Al fin adherido al Poder, el Sistema no tardó en acumular beneficios: por su enorme versatilidad, lo mismo pudo “disciplinar” al universitario de altos vuelos que al inconforme,  al acarreador de ambulantes, al ideólogo, al grillo, a la chucha cuerera, al intelectual, al infaltable líder campesino, obrero o estudiantil, al burócrata, al periodista y/o a la creciente organización  sindical; es decir, en cualquier rincón de la sociedad había cabida para todos, a condición de no transgredir las normas que, jamás declaradas, eran de tal modo claras e implícitas en lo cotidiano que sabía lo que arriesgaba el que se atrevía a dar pasos en falso. Precisamente por su equitativa disposición a prodigar recompensas y castigos resultaría tan acertada la metáfora de Octavio Paz para ilustrar la naturaleza de el Sistema: el Ogro filantrópico.

Con el bamboleo que selló el cambio de siglo, del Sistema quedarían “logros y secretos” en el mismo armario donde aún se apretujan cadáveres añosos. Entre las joyas  insuficientemente exploradas de nuestra historia política destacan los misterios de la sucesión, la costumbre de “desaparecer”, ningunear, congelar o anular a discrepantes, incómodos e indisciplinados y ni qué decir respecto del sin fin de “arreglos” y concordatos que encumbraron a personajes y sindicatos tan emblemáticos como la CTM y su inefable Fidel Velázquez: emperador de la negociación y genio tutelar de espantajos como Robles Martínez, la “Güera” Martínez Alcaine, una cohorte de discípulos de válgame Dios y la virreina  Elba Esther Gordillo, adueñada del SNTE y sus respectivas triquiñuelas, hasta que sus adversarios la pusieron temporal e inútilmente tras las rejas. Pródigo en esperpentos de todo pelaje, sin desdoro del impune ejército de cabecillas y redes de hampones adueñados del inframundo mexicano, el Sistema no sólo pudo ser asimilado incluso por sus detractores, sino perdurar dispuesto a adaptarse con su costal de mañas a la nueva partidocracia, sin destruir el hueso que lo ha dotado de sentido y sin renunciar a la versatilidad del “nuevo lenguaje” revestido de democracia.

De vientre generoso y dedos ágiles y a pesar de la infortunada alternancia (que sólo sería tal respecto del cambio de partidos, nunca de la estructura del Poder), “nada puede destruir la esencia el Sistema”, porque sus raíces, bien afianzadas en el ancestral señorío e inseparables del machismo generatriz de nuestra cultura, perdura enquistado en el inconsciente colectivo. Entre indicios obvios en nuestro concepto de autoridad e inclinación popular a cultivar el favor del padre, el batallón de cráneos privilegiados convertidos en “chapulines” y trepadores que transitan entre facciones de tan lastimosa partidocracia demuestra, de manera inequívoca, que mientras los partidos se pudren e inútilmente se fusionan, el Sistema se afianza porque nadie, con su carga de traumas, supersticiones y prejuicios vigentes, puede aún abatir al Padre que lo procreó políticamente.

Sin idiosincrasia, carente proyectos de desarrollo y sensibilidad sociológica para “conocer” la complejidad de la población, y ya despojada del “compromiso de la revolución” que tuviera como guía a la no menos mancillada Carta Magna de 1917, la reciente no obstante fallida partidocracia, sin embargo, ha dejado al desnudo el hueso del codiciado poder. Y eso es lo que nos espeta la muchedumbre de aspirantes al gran, mediano o pequeño poder que se oferta mediante las urnas: un poder condicionado a fuerzas oscuras que ya no es ni sombra del Poder ni rival del alicaído presidencialismo, pero que a toda costa quiere serlo. La causa: no se formaron cuadros políticos durante décadas, no se fomentaron la educación cívica ni la participación ciudadana; tampoco se observó la movilidad social que solía fortalecer al Sistema al través de la acción gubernamental del Partido.

Tan unido está el Sistema a la historia política, social y económica del país que el mal llamado “tejido social”, durante la crisis que se cierne sobre nosotros, quedó hecho jirones, en cabal estado de ingobernabilidad y  víctima de la peor y más expansiva criminalidad de que se tenga memoria. En realidad, se trata de un dramático juego de espejos que, para subsanarse, exige una radical transformación, desde una nueva educación de la sociedad hasta en el estilo de gobernar y ser gobernados.

El Sistema pudo fusionarse a los pilares de la República hasta creerse una y la misma cosa, pero ni la ética republicana enriqueció al Sistema ni el Sistema estuvo dispuesto a madurar un régimen de poder que dañado no obstante inacabado, no corresponde a las presiones de un siglo XXI globalizado ni está a la altura de una población compleja, enfurecida, insatisfecha y a la sazón estancada en la inmovilidad económica y social. Ningún candidato ni facción, en las condiciones actuales, puede acometer semejante dilema dependiente la lógica de la República. Dada la naturaleza enferma de nuestra política, no hay alternativas a la vista capaces de romper con los vicios autoritarios y populistas del viejo poder/Poder. Así que, para nuestra desgracia, el pueblo/pueblo ya dispone el campo florido y vocifera a la espera de su Tlatuani redivivo.

El Sistema ha muerto. ¡Qué viva el Sistema!