Entrevista al hombre de la historia

André Malraux se lamentó en La hoguera de encinas de que un gran artista, pintor, escritor, filósofo o músico no hubiera publicado un diálogo con “un hombre de la historia”. Pensó en registros de primera mano sobre encuentros y desencuentros entre, por ejemplo, Miguel Ángel y Julio II, Alejandro y los filósofos de la India, Goethe o Chateaubriand y Napoleón u otros que, aunque rodeados de testigos, carecieron del informante culto y digno de crédito, capaz de cavar en el carácter, el entorno y la significación del entrevistado.

Para no desatender el llamado, conversó a profundidad con el general de Gaulle, ya alejado del Élysée, para desvelar al Charles que, a sus 76 años de edad y en su retiro de Colombey, ya no podía decir “Francia soy yo”, aunque lo había sido inclusive a pesar de los franceses y en ocasiones también con ellos. Apasionantes, como la totalidad de sus Antimemorias, estos “fragmentos” sobre uno de los capítulos inseparables de la Europa moderna muestran al lector otro modo de interpretar la política. Hombre de mando y acción uno y aventurero y de pensamiento el otro, los dos coincidieron en más de un aspecto al “resucitar a Francia”. Un hecho, sobre lo demás, hizo imposible referirse al gaullismo sin la empresa civilizadora del que fuera su Ministro de Asuntos Culturales: su común certeza de cuán indispensable es la inteligencia educada en la construcción de una sociedad abatida.

En nuestras letras hay varios faltantes, pero el capítulo sobre las complejas no obstante estrechas relaciones entre escritores y políticos es un pozo, intocado aún, de asombros y revelaciones. Alfonso Reyes, Octavio Paz, Carlos Fuentes y Gastón García Cantú, entre tantos escritores vinculados al poder, no registraron su trato con gobernantes, miembros del clero ni hombres del o contra el sistema. Fieles al secreto, antes que a la memoria, se llevaron a la tumba testimonios, lapsus y frutos del lado oscuro. Por lealtad al confidente y no valorar este depósito de saber, la historia está llena de agujeros. Desatendieron que el escritor completa y recrea lo que el historiador apunta o con suerte intuye. Un tartamudeo aquí, un adjetivo allá, la mirada esquiva, el temblor que traiciona, la pausa, el desafío, una presencia inesperada o cuanto escapa al control del observado: todo, de preferencia el detalle,  define al hombre solo que, frente al espejo de la palabra, dice lo que el habla disfraza.  Sin embargo, no obstante ejercer la crítica en cuestiones públicas, estos observadores tocados por la curiosidad política, no se atrevieron directamente con el “rey desnudo”.

De un  López Portillo atenazado por el sentimiento de culpa al De la Madrid fumador compulsivo, de habla cancaneada y lleno de tics o del insolente Salinas que gustaba tender trampas y enredar a incautos hasta el anodino Zedillo, y de la borrosa presencia de ese Ernesto sin sustancia al par de sucesores panistas que no ofrecen desperdicio, el México contemporáneo es un manjar para narradores, ensayistas y psicoanalistas. No que los antecesores no dejaran una larga sombra durante su paso por las codiciadas viñas del poder, sino que la memoria de los mexicanos es de corto espectro y hay que agitarla con baños de verdad.

Ignoro si los escritores citados consideraron que, precisamente por calibrar su estatura y pobre herencia política y social, no se interesaron en describirlos ni en crear un retrato para las generaciones venideras. Hay que reconocer que nuestro país no es pródigo en “hombres de la historia”. Tampoco tenemos equivalentes o siquiera emparentados a los que, desde el intrépido Alejandro de Macedonia y sin descontar a Mao Zedong, Sukharno, Nehru, Kennedy y otros que atraparon la curiosidad de Malraux, fueran considerados sus pares. Lo interesante es destacar que La hoguera de encinas trasmite equidad entre el apasionado del saber y el hombre de poder: algo que, por cierto, se antoja impensable en nuestro entorno.

Malraux vislumbró la trama sutil entre pasado y presente y la siguió con asociaciones felices. Deslindó el fervor religioso de la pasión política. Sensible a la presencia y al significado del héroe, supo que en la acción existen contingencias irreproducibles. Varias veces coincidió con Einstein, aunque dos observaciones suyas lo influyeron poderosamente: una, “La palabra progreso no tendrá sentido mientras existan niños desgraciados”; otra, a propósito de Gandhi, “El ejemplo de una vida moralmente superior es invencible”. Sembrado de frases que no dejan indiferente a nadie, entre su voz y la de De Gaulle, no siempre definidas, aparecen verdades/daga, como ésta: “los gigantes políticos nunca lo son”. Distintivo de su obra, persigue de un tema a otro la huella del destino inclusive entre quienes, como su interlocutor, escapaban de él. 

Varias veces he releído las Antimemorias. Hay pasajes que podría repetir casi de memoria. En ningún caso he dejado de descubrir atisbos y logros singulares. Su agudeza descriptiva, según consta en el estremecedor capítulo sobre la marcha fúnebre de las cenizas de Jean Moulin, logra niveles insuperables. En cierta forma, entraña una de sus preocupaciones más permanentes: el dialogo entre el ser humano y el suplicio, quizá porque es más profundo que el dialogo entre el hombre y la muerte. En esa ocasión, como en su entrevista con De Gaulle, confirmó que la gente quiere que la historia se parezca a sus sueños. Aunque la palabra grandeza ha acabado por significar el fausto y una expresión teatral de las historia, el dolor, la tortura o la guerra demuestran que es el Mal y no la Muerte lo que cifra la duda de Dios.

Fabulador, enemigo de la confesión, constructor de su propia leyenda, incapaz de mostrar debilidades y testigo privilegiado de los grandes acontecimientos del siglo pasado, Malraux tuvo el acierto de retratar de cuerpo entero “una voluntad que mantuvo en vilo a toda Francia”. En Les chênes qu’on abat… casi se toca el sentimiento de eternidad compartido por su admirado De Gaulle. Su retiro durante los últimos meses de su vida y hasta su muerte, el 9 de noviembre de 1970, facilitaron que  el héroe de la II Guerra Mundial e instaurador de la V República hablara en libertad no con el que fuera colaborador, sino con el escritor que, en su hora, hizo decir a Camus que no podía recibir el Nobel porque le correspondía al autor de La condición humana, a quien consideró un talento de excepción.

Desmesuradamente alto y ya tocado por el desaliento y la sensación de abandono, Charles/Francia por fin exhibió un gesto fatigado al mirar la nieve tras la ventana. Cuando sentado en su sillón de cuero, acariciaba distraídamente al gato mientras hablaba de la muerte. La muerte de uno y la de las personas que hemos querido. La muerte que solo tiene importancia en la medida en que nos hace pensar en la vida. La muerte como acto de fe y ajuste de cuentas. Y, como en susurro, como si estuviera solo, aquel monumental De Gaulle, reducido al hombre que finalmente era, dijo:

“No es cierto que las experiencias más profundas dominen nuestras vidas. En la acción, sí. Pero no fuera de ella…”