El Quijote en la cueva de Montesinos

El Quijote cabalga en mi memoria otra vez. Será por la violencia imperante, por lo  brumoso de nuestra cultura o porque la heroicidad y el gusto por las grandes hazañas están en desuso, cada final y principio de año me aparto con obvio gusto de los “cráneos privilegiados”, tan bien retratados por Valle Inclán. No que pueda evitar del todo a iluminados y cabezas/piñata que, al primer toque, liberan su depósito de maravillas, es que prefiero a los que aun entre dislates o inmersos en mundos fantásticos, nunca están fuera de lugar; fuera de “su” lugar, digo, porque de otra forma invadirían el inconveniente y más bien impreciso lugar de los otros.

Así es como año tras año, en mi ilusoria y no muy poblada rueda de la fortuna, me doy a las vueltas entre paisajes ya frecuentados, reconocidos y pródigos en sonrisas. En cada cita anual con mis clásicos no faltan el quijotesco Cervantes, creador de Alonso Quijano quien a su vez discurrió al de la triste figura, que más y mejor se rejuvenece con cuatro siglos que lleva a cuestas. Otros como Heródoto, Kawabata, Calvino, Isak Dinesen, Schwob o Malraux –miembros de mi cofradía personal- llegan también al convite, pero siempre alguno despunta para apropiarse de mi interés.  El episodio de la cueva de Montesinos, en esta ocasión, vino a remover piedras en mi muy “educado” corazón y de nuevo me hizo reconocer que entre lo ficticio y lo real no hay más que asociaciones, de preferencia emocionales, incrustadas en la interpretación.

A partir de que el gallardo Basilio irrumpe en “Las bodas de Camacho” para desposar mediante hábiles artimañas a la no menos dispuesta Quiteria, la aventura del Caballero alcanza momentos estremecedores. Así reaparece en mis días el entrañable episodio de la cueva de Montesinos, donde las Lagunas de Ruidera enaltecen la  médula de la Mancha, para confirmar que Cervantes era en verdad un mago porque podía hacer verosímil la ficción y ficticias tanto a personas comunes como sus más arraigadas costumbres.

La afortunada aparición de un tal Primo sin nombre y también zafado, humanista erudito y “componedor” de libros que por compartir su afición a las novelas de caballería valora todo lo dicho por el Quijote, enriquece el episodio a partir de que, en la andadura hacia la cueva, le da por describir sus obras hechas y por hacer. Llegados por fin a donde el Quijote esperaba mirar con sus propios ojos las maravillas ocultas en el lugar de que tantas noticias tenía acumuladas, quiso adentrarse sin más tardanza ni muestras de miedo por aquella boca de lobo que a Sancho le parecía la del mismo infierno. Fue así como el par de ilusos lo ayudan a descender atándolo por la armadura a una soga en ésta, una de las escenas más mágicas, locas, sugestivas e inclusive simbólicas de la segunda parte.

Mientras sueltan la cuerda entre bendiciones y a la espera de una señal que indique que ha llegado a la sima, todo trasmuta en fábula y revoltura de mito, romance y leyenda allá abajo o allá adentro, donde el Quijote se quedó profundamente dormido en uno de los primeros recodos. Lo primero que consignó fue un hueco tan amplio por entre resquicios iluminados “que podía caber en él un gran carro con todo y sus mulas”. Que “ya iba cansado y mohíno de verme, pendiente y colgado de la soga”, les relató a su regreso, sin que lo tentara la duda de cuán reales eran los portentos allá vistos en lo que le parecieron de menos tres días, aunque los de afuera juraron que no transcurrió ni una hora.

Está de más aclarar que el apresurado Cervantes, urgido por publicar su segunda parte y tan dado como era a confundir nombres, distancias, tiempos y geografía, convirtió en espeleólogo al caballero y lo hizo meter a la cueva carente de vela, de tea y de cuanto sirviera en aventura tan peligrosa. Como de todas maneras eran las visiones de una imaginación desbordante lo que en realidad importaba, no hay duda de que éste de las profundidades y el posterior episodio de Clavileño, cuando con Sancho “asciende” a la esfera celeste en caballo de palo, encabezan los mejores y más logrados momentos de la aventura.

Siempre “cuerdo” y persuasivo desde el espacio de su locura, y sin que lo frenaran las discrepancias de Sancho y el Primo, les fue detallanto punto por punto y sin que nada faltara lo sucedido en aquella oscuridad habitada por cuervos, murciélagos y otras alimañas nocturnas que revolotearon con gran estruendo cuando,  desde la entrada  misma de la caverna, puso mano a la espada para derribar y cortar maleza.  Todo empezó –inclusive el relato- cuando le daban más y más cuerda, aunque en vano el Quijote ya hubiera dejado de pedirla a voces. A fuerza de moverla sin resistencia, Sancho y el Primo comprobaron que podían recogerla con mucha facilidad y sin peso alguno. Creyéndolo accidentado o perdido, el buen escudero lloraba a mares porque tras jalar ochenta de las cien brazas de soga no daba señal su amo de seguir atado y con vida. Cuando todo laxo y con los ojos cerrados pudieron por fin sacarlo no de las profundidades como creyeran, sino de la cercanía donde dormía profunda y plácidamente, el anciano parecía sumido en una total inconsciencia.  Tuvieron que sacudirlo y menearlo para que despertara de “la más graciosa y agradable vida que ningún humano ha visto ni pasado”: justo de la que no deseaba apartarse.

Tras pedir de comer, pues aunque de ascetismo probado, el Quijote solía relatar mejor sus historias cuando en la yerba disponía su escudero el vino y algún bocado, se dispuso a recrear sus visiones. Y así fue como comenzó a referir al par de azorados no un sueño vívido, sino la pura verdad oculta en la cueva a partir de que, en un rebuscado enredo fantástico, apareció un venerable anciano con larga túnica morada, capa de raso verde, gorra negra, barba blanquísima y un peculiar rosario de cuentas en mano.  Se presentó como el mismísimo Montesinos, alcaide y guarda perpetuo del cristalado alcázar subterráneo, que desde allí mismo podía divisar. Tras darle la bienvenida al “señor clarísimo” y enterarlo de los cómos y por qués de su estancia en ese lugar, Montesinos –o su fantasma- lo guiaría con gran ánimo hasta la pequeña sala de alabastro donde se hallaba el secular sepulcro de Durandarte, “flor y espejo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo”. El fiel vigilante no tardó en aclararle al huésped que ahí, como a muchos más, los mantenía encantados Merlín, el francés encantador de quien decían que era hijo del diablo:

“Lo que a mi me admira –le dijo- es que sé, tan cierto como ahora es de día, que Durandarte acabó con los de su vida en mis brazos, y que después de muerto le saqué el corazón con mis propias manos; y en verdad que debía de pesar dos libras, porque según los naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de mayor valentía del que le tiene pequeño…”

Muerto y con la mano derecha en el pecho estaba tendido Durandarte, pero eso no le impedía quejarse ni suspirar  entre ruegos al fiel Montesinos para que llevara su corazón a Belerma. Sin el referente del romancero, el episodio de la cueva con este nombre carecería de sentido, pues de Montesinos se cantaba que, con una afilada daga, había sacado del pecho el corazón de Durandarte para que, según le pidiera en su agonía, lo entregara a su señora como prenda de amor tras haber caído en la batalla de Roncesvalles*.    

Cervantes hizo advertir al Quijote algún rastro de la laguna formada en el fondo con  agua de lluvia que se filtra por las paredes de la caverna. Es de notar que ya no abundan en este trayecto hacia la cordura, el desencanto y la muerte aventuras similares a las de sus primeras salidas. Inmerso quizá en la tristeza y el desaliento, el de La Mancha identificaría en la cueva no solo a su guía Montesinos y al de la gesta de Roncesvalles, sino a Lanzarote y a un montón de encantados también por Merlín, como la reina Ginebra. Transmutada en campesina que saltaba y brincaba cual cabra con dos rústicas labriegas, no podían faltar la vaga sombra del mago ni la figura de Dulcinea eternamente confundida con una gran dama. Que lo más extraño, diría el Quijote, fue  que a través de sus acompañantes Dulcinea le pidiera seis reales. Aunque solo le diera cuatro tras breve diálogo, no acababa de comprender cómo es que los encantados necesitaban dinero.

Enojoso a veces, querido siempre, tras releerlo confirmé por qué un disparatado soñador de proezas justicieras ha reinado sin rival en las letras hispanas durante cuatro siglos: hazaña nada desdeñable si consideramos que, desde el apócrifo de Alonso Fernández de Avellaneda, cuya identidad sigue intacta en los mentideros cervantinos, no han faltado los que anhelan brillar a costa del Quijote.  Irritable para unos, conmovedor para otros, el Caballero andante se ha sacudido elogios, envidias y críticas para seguir, con la lanza en ristre, cabalgando en los tiempos de nuestra palabra. A diferencia de las letras inglesas, donde no hay un personaje sino que priva el universo de un enigmático, genial e inimitable Shakespeare, que como nadie ahonda en la condición humana, nuestra lengua se ha nutrido de una voz dominante y de una sola ficción durante cuatroscientos años: las de Miguel Cervantes Zaavedra quien, un año después de publicar la segunda parte del Quijote, murió a los 68 años de edad el 22 de abril de 1616.

 

[*] La precisión del sabio Martín de Riquer nos aclara que “algunos romances hacen de Montesinos primo de un caballero llamado Durandarte (en su origen era éste el nombre de la espada de Roldán, pero se la creyó una persona en las leyendas castellanas), que se suponía muerto en Roncesvalles.”