Familia en extinción

Diversidad familiar. Ovejarosa.com

 

La pareja –sea del tipo que sea- nunca ha sido ni es en México el núcleo generatriz de la sociedad, pero sí uno de los indicadores más fieles de la pobreza de orden y cohesión. Para entender esta diversidad esencial y bajarle la temperatura a quienes protestan, se asustan e indignan por los enlaces entre personas del mismo sexo, hay que tomar en cuenta el peso intransferible de lo real: las uniones, de preferencia por la libre, de carácter transitorio y con o sin prole, están fuertemente arraigadas en nuestra pluralidad cultural: salvo excepciones y cual espejo de la injusticia social, “la feliz y tradicional familia mexicana”  ha sido un semillero  de violencia, incivilidad, carencias y sufrimiento evitable, correlativo a la situación de la mujer como eje reproductor de la miseria. 
Es tan pobre la vida familiar de los mexicanos que el tema ni siquiera ha conquistado un lugar significado en nuestra literatura. Si, en cambio, abunda el horror de la sobrevalorada y esquizofrénica “unidad familiar”. Ejemplos de padres de pavor, tiranías tremendas, madres de miedo, historias negras  y vilezas que solían fascinar a Carlos Fuentes en su narrativa, saltan en mi memoria porque la disolución y la brutalidad han sido nutrientes –casi naturales- del realismo social. Bastaría ese prodigio de poema autobiográfico de Octavio Paz, Pasado en claro, para desentrañar  interconexiones dramáticas entre las relaciones íntimas, el carácter del gobierno, la vida familiar y la naturaleza de la sociedad.
No nos engañemos con lloriqueos pro vidas y buenas conciencias porque es inútil  ignorar la pura verdad: no hay, no ha habido y seguramente no habrá un modelo de  familia mexicana. Esta ha sido tierra de madres solas, sufridas, con vientre pródigo y abandonadas. En mayoría, la “familia” consta de la mujer/jefa, su prole y los añadidos a su cargo, con parentesco entre ellos o no.  Legitimar una unión ha sido, desde sus orígenes, cuestión civil o litúrgica más vinculada a los interés de clase y prestigio, aunque poco representativa de los derechos y usos populares. De hecho y hasta hace relativamente poco, porque el Estado no pudo mirar más hacia el otro lado ante las carencias de los marginados, obtener un acta de matrimonio no otorgaba beneficio, garantía judicial o cívica o reconocimiento social ninguno: el pobre no tenía nada que heredar ni repartir; tampoco prestigio, honra ni honor que cuidar ni  acceso a los servicios asistenciales. Así que casarse, más allá del acto ritual, de preferencia religioso o tradicional en  comunidades étnicas, ha sido y es formalidad prescindible, salvo en los casos en que mediante este trámite se puedan acreditar ciertos derechos.
Según INEGI, en 2014 existían 31 millones 374,724 hogares  donde residían 119 millones 729,273 personas. El 18.5% eran uniparentales y estaban encabezados por mujeres entre 30 y  59 años de edad en un 84%. Un 62% del total apenas cursó algo de enseñanza básica, el 22% restante quizá corresponde a divorciadas o separadas de clases medias y altas con educación media y superior. La cifra de mujeres solas ha crecido aceleradamente por el salto revolucionario y liberador del uso masivo de la píldora y los métodos anticonceptivos; luego, como consecuencia del acceso femenino a las aulas superiores y al mercado de trabajo. 
Es interesante observar que el fenómeno de mujeres que han dado la espalda al matrimonio se concentra en los dos extremos de la sociedad, por razones completamente distintas: las marginadas por ignorantes y subyugadas, por arrastrar el estigma cultural del maltrato, del abuso, del desprecio y del complejo de inferioridad ancestral. Agréguese que la escandalosa cifra de embarazos tempranos hace aún más dramáticos el desamparo y la sujeción que, históricamente, han afianzado el machismo en lo público, lo religioso y lo privado. Las adultas de clases más altas, en contrapunto, por hartazgo y decisión propia. Las instruidas renuncian voluntariamente al matrimonio o a la pareja tradicional por el recurso liberador de su educación y su capacidad de adquirir presencia social. La soltera (divorciada o no) fortalece su autoestima y el repudio –cada vez más ostensible- al modelo machista de vida, ahora colmado de señales confusas porque de un lado fomenta el individualismo, las libertades, el consumismo y la ausencia de garantías vitales y de otro tiende a empeorar la sujeción y sensación de vacío provocada, como bien observara Sygmunt Bauman, por los antiguos vínculos ausentes y sin garantía de duración que han exacerbado la fragilidad de las relaciones humanas. 
No existen de hecho uno sino numerosísimos y complejos tipos de familia y de pareja. Cuanta más rápida y accidentada es la extinción del matrimonio convencional, mayor el número de uniones consideradas atípicas en el pasado.  Jóvenes o maduras, por montones las divorciadas o las solteras se aferran a su libertad y no quieren saber nada de sujeción matrimonial.  Las que reinciden en la condena de repetir y repetirse en la convivencia que paradójicamente dicen repudiar no suelen ser tampoco, por cierto y tras la experiencia doblemente fallida, las mejores defensoras del matrimonio.
El resultado del desbarajuste en las relaciones se mide, por consiguiente, con la conflictiva variedad de “familias” inadaptadas, aunque forzadas a seguir  reglas habitacionales,  presupuestales, sociales, psicológicas y hasta religiosas o espirituales cada vez más complejas.  Vemos así parejas con mis hijos, tus hijos y nuestros hijos; y otras, extensas, alteradas por la  intervención de excónyuges y responsabilidades aplazadas, afectos truncos, antiguos y nuevos suegros, yernos y parentela de acogida; agréguense migraciones, poligamia de hecho, nacionalidades, lenguas, religiones y culturas distintas…, hasta coronar con las familias fundadas por homosexuales, transgéneros, etc., quienes a su vez ya aportan hijos engendrados con o sin auxilio de la ciencia y la tecnología, vientres de alquiler o sistemas de adopciones… 

Estamos, pues, en los albores de una nueva sociedad constituida no solamente  por las nuevas parejas legales, sino por modelos familiares que de tan abiertos, disímbolos y complejos ya se parecen, de manera paradójica, a muchas fórmulas y costumbres de la antigüedad, donde el padre embarazaba a una mujer y se iba, la madre era despensera y cuidadora a discreción de la prole y en su hora todos tiraban a su aire, a condición de observar las leyes de la ciudad, ser patriotas y cumplir la función social correspondiente a su posición jerárquica: para eso vino a fundarse el Estado y no la familia, para proteger y garantizar los derechos y libertades del individuo.  

La democracia, sus derechos y libertades, a veces nos hace sentir a la deriva, víctimas de la anarquía y como descobijados, sin asidero. Bien afirmó Karl Popper, sin embargo, que hasta hoy el hombre no ha discurrido un mejor sistema de vida en común. Así que, en bien de la tolerancia que nos dignifique y de la razón que tanto pretendemos alcanzar contribuyamos a crear una mejor sociedad con  maneras distintas de vivir, de relacionarse y de entender la vida.