Enojo y desconfianza: la obra del sistema

La vida humana no es prioritaria en política; tampoco la democracia ni la decencia. Bastaría examinar el oprobio para repudiar el estilo de gobernar. Los ciudadanos somos rehenes de la grilla organizada. Esto no debe seguir. Es hora de que la población actúe con cordura en un verdadero régimen de representación popular; y, ante todo, debe hacer valer su voluntad para elegir no mediante el control chapucero de partidos que avergüenzan, sino a traves de organizaciones civiles no subsidiadas ni envilecidas por las nóminas.  En suma, llegamos al límite en que, guste o no a los que se enriquecen a costa de la partidocracia, los candidatos deben ser independientes, avalados por sus comunidades y de probidad demostrada.

Las condiciones actuales son insostenibles. No es posible que, en pleno siglo XXI, en numerosas regiones del país, como Baja California, aunque no solo ahí, continúen vigentes la esclavitud y la semi esclavitud, mientras la sociedad y las autoridades voltean para otro lado. Las víctimas de agravios mayores y menores exigen justicia y se les da desprecio. Jornaleros, indios y millones de explotados hasta la ignominia piden dignidad salarial y se les arroja atole con el dedo, por no añadir baños inmundos de propaganda electoral. Se demanda justicia y a cambio campea el estado deplorable del Poder Judicial, empezando por la elección amañada del ministro de la Suprema Corte, Eduardo Medina Mora. En este sistema de poder, que se degrada más y peor a la vista de todos, a las supuestas autoridades no les importa carecer credibilidad porque mantienen su dominio abyecto con alianzas, componendas y mediante la partidocracia. Es más importante rematar el país que amar, cuidar y mejorar la vida.

El infeliz Santa Anna se queda corto frente a los arrestos de los “reformistas” que nos han dejado con las manos vacías, la boca abierta y el corazón amojamado por el espanto. Éramos poco, ahora no somos nadie: ya no es el problema de identidad que arrastramos desde la Conquista lo que nos aqueja, además añadimos la evidencia de que podemos ser burlados, desaparecidos, asesinados, ultrajados, abusados, despojados, engañados no ya por extranjeros ni los otrora invasores, sino por los de adentro: “gobernantes”, “representantes del pueblo”, vigilantes de las instituciones, “autoridades” y, en suma, políticos de un pueblo tan humillado como miserable.

¿Hasta dónde? ¿Hasta cuándo? La “legalidad” del dispendio electorero es humillante. Subsidiar con nuestros impuestos batallas por el poder y arrebatarse a los pobres por considerarlos la mejor clientela de la partidocracia debería ponerles la cara roja de verguenza. No somos las personas y nuestras necesidades las que contamos en un régimen en que la utilidad privilegiada sustituye a la necesidad. Con demagia y costosísima propaganda se pretende distraer esta verdad embarazosa, inocultable.

Con la fresca el montón de partidos nos ha convertido en recipendarios de 50 millones de costosísimos “mensajes” para dirigir la voluntad de los votantes. Mensajes de idiotas y para idiotas, reflejan no solo falta de inteligencia e imaginación política, sino de mínimo conocimiento de nuestra realidad. El dispendio fluye para publicitar facciones y candidatos espurios como si carencias tan primordiales como alimento, salud, trabajo, educación, vivienda, ecología, participación y justicia social no indicaran lo que ha sido, es y debe ser el compromiso de gobernar.

Lo fundamental está por hacerse: una revolución cultural y, en ella, la organización social. Solo así será posible modificar conductas y actitudes arraigadas. Hay que empeñarnos mediante una verdadera educación en revalorar al humillado, al que no puede ni debe seguir creyendo que es la ínfima criatura que nada merce, que no es digno de nada y que por sabe dios cual castigo oscuro merece la discriminación, las vejaciones y el desprecio que le prodigan propios y extraños.

Conscientes o no y con mayor o menor capacidad crítica, una cosa es común y segura: los mexicanos estamos abrumados, hartos de demagogia, saturados de bribones y validos. No existe facción ni partido confiable. Votar o no votar da lo mismo para escépticos que miran pasar la desgracia como sanción karmática; sin embargo, hay que acudir a las urnas para anular el voto y dejar constancia de nuestro descontento. Lo ideal sería eliminar a los partidos de las contiendas, desaparecer la corrupta fórmula del subsidio a la democracia, y dejar que la sociedad se organice para postular a sus legítimos representantes. No hay otro modo de aniquilar a esta cáfila de pillos; no, al menos en la circunstancia actual que ha hecho de la partidocracia el más bajuno de los negocios. La suma de engaños, abusos y el cáncer de la corrupción dio como resultado tal recelo mayoritario que, acumulado de manera progresiva, estalló en el  desaliento de una población maltratada sistemática y progresivamente.

Ninguna de las tres revoluciones –la de Independencia, la de Reforma y la de 1910- asimiló el espíritu republicano ni educó para gobernar y ser gobernados con principios insobornables. La política se encumbró como negocio, sin control de calidad; y, contagiados de la inmoralidad de los peores empresarios, se discurrieron nichos facciosos, a excusa de una incipiente y dolosa democracia. La batalla por las urnas, animada por el torneo de chapulines, tiene un solo propósito: acumular dividendos sin dar o dar muy poco a cambio del sustento social indispensable en cualquier régimen de representación popular.

Y en eso estamos: inmersos en promesas que se presumen venturosas mientras la vida/vida se deteriora, el agua se pudre y se pone a subasta, el petróleo se suma a las mascaradas nacionales, la tierra se degrada, los bienes se rematan y la brecha de la desigualdad social se amplía de manera abismal. De que somos pacientes, no lo dudo: aguantamos “mensajes” que nos atosigan a mañana, tarde y noche con una sarta de sandeces… y, como si fuera manda, apenas comienza el periodo de campaña que ya exhibe el verdadero descenso del país.