Crónica del cambio, 3

Del amor cortés y el cachondeo tras la cortina al “rapidito” sin compromiso y con condón, la sexualidad ha requerido casi dos milenios para transitar desde el secreto medieval y su cinturón de castidad hasta el grito publicitario que banaliza la intimidad y la estética femenina para supeditarlas al utilitarismo monetarista. En tan prolongado y complejo proceso de cambio, la relación entre los sexos condiciona su densidad desigual. Así consta en el discurso de pensadores, políticos, artistas, prelados, teólogos, comerciantes y jueces que indistintamente y a discreción, definen aún qué son las mujeres, qué les corresponde, qué pueden o no hacer y/o desear y hasta dónde son responsables de endulzar o amargar la vida de los otros.

Los indicios indican que los hombres de las cavernas vivieron su sexualidad como las demás especies, lo que implica que entre lo femenino y lo masculino había diferencias funcionales que no causaban conflictos de poder. Si bien las mitologías están cargadas de coitos, infidelidades, cortejos, engaños, argucias y venganzas que muestran intereses en pugna entre hombres y dioses, los relatos bíblicos dan cuenta de lo prohibido y permitido como principio de heredad y orden comunitario. Lo interesante es ver cómo la mujer ha sido objeto de discusión excluyente, rivalidades, pecado, normativas, cuestiones económicas y “legitimidad masculina” que, con el agregado del sexo como espectáculo, la confina en los hechos a un plano secundario. De responsable de la pérdida del Edén a poseedora de magia negra y dueña de fuerzas oscuras hasta guardiana del hogar, madre coraje o parte del coro llorón en todas las tragedias, conservó durante milenios un mismo papel no solo a la sombra de la historia sino imposibilitado de gobernar su destino. Sin embargo, el salto mortal hacia el quirófano para dejar de ser una misma se antoja inimaginable incluso por las mentalidades más futuristas.

Basta levantar el velo que cubre amañadamente el pasado remoto o cercano para comprobar que lo relativo al sexo y al género ha sido tema de discusión permanente y móvil de inquietud y desigualdad entre las personas. A la par de este capítulo trascendental de la historia se han desarrollado los modelos religiosos, políticos y económicos de dominio.  Aunque la conducta sexual ha espejeado en distintas épocas avances, prejuicios, supersticiones y retrocesos, es todavía tabú y motivo de especulaciones en sociedades modernas, por la misma causa: la mujer es pretexto determinante de la censura, la transgresión y las libertades a excusa de su capacidad creadora y los deberes establecidos a partir de la interpretación circunstancial de su maternidad. Cuando en las sociedades cerradas las inconformes pretenden equidad, siquiera para sortear el cerco de la pobreza y el saber que las inmoviliza, como es visible aún en teocracias islámicas y pueblos regidos por la ley de usos y costumbres, las reacciones patriarcales no reparan en prodigar castigos ni severas medidas de control que llegan al extremo de la lapidación, el repudio público o la humillación en cualesquiera de sus expresiones, sin descontar la vigente y aún popular ablación parcial o total.

Ante el estallido occidental de vertientes feministas que en los años sesenta esgrimieron la sexualidad como puntal de igualdad, Octavio Paz aclaró a regañadientes a Anilú Elías que las mujeres no se daban cuenta de que el feminismo era la mayor revolución del siglo XX. Agudo observador de la reacción en cadena que desataría una rebelión femenina colectiva y consciente, Paz advirtió que nada sería igual en el orden mundial a partir de que las mujeres renunciaran a su postración ancestral, rompieran el silencio, se adueñaran de su palabra, participaran del mercado de trabajo remunerado, asumieran las consecuencias de la libertad sexual garantizada por el descubrimiento de la píldora anticonceptiva y se atrevieran a dejar de ser agentes pasivos en las relaciones de poder.

Lo que no previó el poeta, sin embargo, es cuán difícil sería, bajo el modelo económico imperante, que la mujer dejara de ser eje reproductor de la miseria, a pesar de que la moderna estructura familiar rompiera con las tradiciones y aunque gradualmente accediera al antes proscrito universo del saber y del ejercicio del derecho. Tampoco imaginó hasta dónde continuaría como sujeto de estereotipos que, no obstante presiones feministas, decretan modos de ser,  de actuar, de “agradar” al hombre y de vulnerar la esencia femenina, en detrimento de su propia naturaleza. En sus alegatos por la democracia, Paz no consideró que ésta no es ni será posible sin la transformación radical de las mujeres y su prole ya que vicios, aspiraciones y logros sociales comienzan y recaen en núcleos regidos por las madres.

Ya no se trata, por otra parte, de ser o no un objeto sexual, como se quejaran las primeras feministas ni de legitimar un lugar propio desde el cual desarrollar atributos en situación de equidad, sin descontar el derecho al placer. Se trata de aceptar o no la alienación que provoca la caricaturización de la feminidad supeditada al culto de las cirugías y a las inabarcales y por demás inútiles técnicas “antienvejecimiento”. A base de silicones, liposucciones, bótox y cuanta ocurrencia lucrativa promete un cuerpo y un rostro “envidiables”, se pretende ser otra por fuera, aun a costa de convertirse en esclava de una impostura. De este modo y cada vez con mayor dramatismo cobran vida “Las hortensias”: muñecas sexuales maravillosamente ideadas por el escritor uruguayo Felisberto Hernández, célebre por sus complicadas relaciones con las mujeres. La mirada de los hombres, por consiguiente y con el agregado de lo ilusorio, continúa gobernando la voluntad, las aspiraciones y la conducta de un género subestimado al grado de que tener que enmascararse o reinventarse para –supuestamente- ser aceptadas, valoradas o queridas.

En tanto millones de mujeres en nuestro país y en el mundo sortean el riesgo de subsistir en condiciones a veces infrahumanas, las privilegiadas económicamente se convierten en rehénes del individualismo y del repudio a sí mismas a causa de la edad. Hemos caído en una ezquizofrenia paralizante y peligrosa que no augura buen fin. La sociedad de consumo impone los términos de aceptación o rechazo regidos por lo aparente. Lo actual es el dilema de acatar o no el dictado de una falsa estética –la de “las hortensias” a medida que no envejecen- que arrastra consigo la tendencia a repudiar o encumbrar a la mujer por su aspecto.

¿Dónde está la equidad anhelada? Se modifican los escenarios y perduran las causas para seguir luchando por conquistar una forma de vida digna y armónica. Los contrastes son importantes, pero más significativo es el hecho de que la mujer, en lo general, no deja de ser una invención a medida de la época. La antigüedad está poblada de diosas batalladoras, humanizadas en ocasiones, fecundas o estériles que intervienen directa o indirectamente en las hazañas de los héroes, pero sin dejar de ser, en lo sustancial y salvo excepciones, sujetos pasivos en el gobierno de su destino y la administración del poder. Perduró durante milenios el primordial estereotipo maternal, servicial y doméstico mientras los hombres luchaban y se jugaban la vida rivalizando, saqueando, violando o ardiendo de pasión. Testigos de escaso valor que acompañaban como llorona o en sordina a vencedores y vencidos, a tiranos y víctimas, las mujeres se cansaron de su condición de sombra y, gracias a la rebeldía inaugural de las sufragistas, comenzaron de manera acelerada los saltos hacia su incorporación activa en la sociedad. Más de un siglo y muchas presiones feministas han transformado a las sociedades desde entonces, pero el proceso revolucionario continúa incompleto, como veremos.