Quizá nuestra desgracia se deba a haber nacido en un mundo ya viejo, colmado de peligros creados por los propios hombres, con dioses cansados y en extinción y decididos a des-nacer quizás para volver a ser de otra manera en un orden menos imperfecto. Tan agotadas están las divinidades que se nota su decaimiento en la ausencia de hazañas; pero especialmente lo sentimos en el incremento del fuego devorador que ha dado en llamarse calentamiento global.
La turbulencia no parece ser un acontecimiento cargado de futuro ni un suceso aleatorio con vistas al porvenir. Lo que sucede en nuestro mundo enfermo tiene todos los elementos de una agitación del revés para volver al caos del principio, al origen. Así lo relataban los mitos y las remotas leyes al referirse a los ciclos de destrucción y construcción. Así consta, también, en las grandes letras de ayer y de hoy. Por su singularidad esclarecedora, hay que acudir a unos cuantos relatos geniales para entender y sobrellevar las vicisitudes que ocultan Nix (la Noche), el Hado, las horas y los días e inclusive hay que atreverse con el misterio que subyace entre nosotros y los otros.
No puede ser accidente del destino la profusión mundial de gobernantes/bribones que, en conjunto, dan al traste con logros de siglos porque odian las democracias, aborrecen a las personas, eluden la inteligencia y sustituyen cultura con propaganda con el aplauso de las masas. Nostálgicos del Becerro de Oro, estos engendros dictatoriales encandilan a millones de bobos con supercherías y abalorios. Es obvio que, inmersos en el deterioro mundial, tampoco son casuales el daño ambiental, la sobrepoblación humana y la correlativa multiplicación de enfermedades mentales.
El Mal, los poderes nefastos y la confusión popular forman parte de un todo cuando se ha conseguido sustituir lo sagrado con la idolatría del dinero y la estupidez. El pasado demuestra que todo está permitido en plena crisis moral y de la razón porque esto y mucho es parte del caos, signo de nuestro tiempo. Y caos es lo que explica el comportamiento errático que se va potenciando con desorden, confusión, vorágine, anarquía y más destrucción. Como lo verdaderamente tremendo, sabemos cómo avanzan los sucesos caóticos pero nunca cómo se transforman ni cómo terminan.
Kafka demostró que lo más agobiante es lo menos visible y Heinrich Böll que aún al optar por la rebeldía y oponerse al fascismo, a la guerra y a los excesos del poder, nadie escapa al espíritu de su época. Así, pues, el relato de nuestro caos aún aguarda algunas plumas equivalentes ya que sólo los autores/cifra encuentran la aguja en el pajar; sin embargo, los procesos caóticos ensombrecen, menosprecian y marginan a los mejor dotados a cambio de encumbrar la mediocridad y su cohorte de mediocres. De ahí que en el batiburrillo arrojado al cada vez peor concepto de lector, sean rareza las obras literarias que desvelan lo real, anuncian tormentas o ilustran la hondura de que es capaz el absurdo. Pienso, por ejemplo, en las biografías de Kafka y de Böll al comprobar que unas conciencias se forman desde la crítica y otras son absorbidas por la corriente imperante, pero únicamente los mejores dan en el blanco o crean algo excepcional, como el universo del sinsentido. ¡Ni qué añadir al acierto del universo kafquiano!
Böll, por su parte, se aventuró con el sufrimiento del joven combatiente y con el talante alemán de la posguerra. En Opiniones de un payaso -trágica de por sí- logró describir con precisión de relojero los tres tiempos del infortunado hombre que fue sin maquillaje, el actor grotesco de la vida destrozada y el sujeto que podría haber sido no en el medio que lo forjó, sino en una circunstancia diferente.
Vale tener en cuenta las existencias quebrantadas porque estamos tan metidos en el absurdo que no es difícil contagiarse de la superficialidad ni en el endiosamiento de lo insustancial. Hay que tener una gran resistencia intelectual y moral para eludir lo efímero y el dominio de lo aparente. Que sea un payaso el personaje central de ésta, una de las novelas más significativas del siglo XX, hace más visible y angustiante la carga de tragedia y patetismo que, sobre el infeliz payaso, también refleja a nuestra sociedad enmascarada.
El individualismo pretende hacernos creer que el desbarajuste es el triunfo del progreso, a pesar de que todo está dispuesto para enfermar la mente, el cuerpo y el medio ambiente. Al filo del abismo, nos balanceamos entre la confusión, la impotencia y el caos, mientras la voz en off, a todo volumen, repite que la humanidad está al borde del desastre por el calentamiento global que antecede a la destrucción del planeta.
Estamos, pues, atrapados en el caos. Y así lo vemos sin alterarnos demasiado ni buscar la luz propia como el sediento el agua. Permanecemos indiferentes aun a sabiendas de que un país irritado, dividido y descontento influye a los individuos. Insatisfacción y enfermedad es lo que se respira en nuestro mundo. Me pregunto cómo se convirtió el caos en muestra divisa. ¿Cómo los peores se hicieron del poder… y consiguieron permanecer?
Ante panorama tan horrible y ferozmente real, repaso la tercera Ley de la Termodinámica y pienso en la cantidad inabarcable de energía que se requiere para contener este caos. Todo sería más sencillo si la conciencia fuera simplemente ser consciente. Pero ésta se desgaja, se erige con libertad ante un horizonte de posibilidades. La conciencia puede trascender la realidad y caer en una nada vertiginosa, o bien volverse un Dios en el que todo alcanza su plenitud, pero los dioses están viejos, cansados o dormidos en sus templos, mientras la otrora feligresía se distrae con ruido y sus propios menesteres.