Llegó el lobo

 

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Primero, lo fundamental: México tiene intelectuales, científicos, técnicos, profesionales y personas cultas, aptas y de gran calidad en todos los campos. Hay hombres y mujeres de excepción, a pesar de las deficiencias educativas mayoritarias, de obstáculos interpuestos por la burocracia educativa y cultural, de mezquindades presupuestarias que entorpecen o aíslan el arte y el conocimiento, y no obstante la desarticulación de la sociedad. Sin embargo y aunque nada ni nadie puede destruir la obra del pensamiento, al talento ocurre lo que a nuestros recursos naturales: se le degrada, se le enajena, se le vulnera, desperdicia y menosprecia, en vez de cuidarlo como nuestro más preciado tesoro. Es hora de valorarlo y ponerlo al servicio del rescate del país.

En segundo término, el drama de los contrastes y la ancestral tentación de ser y continuar siendo un pueblo de vencidos. Pueblo enfermo de paternalismo, devaluado, depredador y atenido desde los días del gran Tlatuani. Pueblo a las órdenes, beneficios, amenazas y castigos del Padre, el Jefe, el Señor, el amo, el Presidente y “el ogro filantrópico”, que dijera Octavio Paz.  Eternos menores de edad, en vez de la malhadada e infecunda resignación católica, a los mexicanos les hubiera venido mejor el espíritu del trabajo protestante, la conciencia responsable y su correlativo sentido del deber de superación colectiva y personal. Cuestiones culturales aparte, lo cierto es que el talante de los agachados, sometidos y violentos, ha sido uno de sus peores enemigos y de las principales causas del atraso que ha impedido vencer limitaciones ancestrales.

Y entre los extremos, la realidad: vivimos bajo una ráfaga de espantos. La violencia es el aire de los días. Inseguridad, crímenes dantescos, corrupción, complicidades: no hay justicia. No hay inteligencia para gobernar. No hay sociedad estructurada. No hay modelo de país. No hay orden ni congruencia. Faltan planeación y autocrítica. No hay instituciones confiables. En suma, no hay patria ni patriotismo comprometido. Dilapidados, rematados o robados, tampoco recursos. No tenemos para dónde arrimarnos, salvo en nosotros mismos. Dominados por la medianía, la ignorancia y el descenso cultural, el pensamiento y la inteligencia educada están marginados de la acción y las decisiones. Improvisar, culpar al otro, desacreditar a la razón y tender la mano es la peor parte de nuestra  historia, lo que en verdad nos avergüenza.

En este panorama, nada más oportuno que recordar que desde los días de Carranza –o quizá antes también- lo más digno coincide con los grandes y sonoros NO a los Estados Unidos. Se les dice NO y no pasa absolutamente nada grave, todo lo contrario. En tal sentido tiene razón Héctor Aguilar Camín al indicar cuál debe ser la reacción del México intimidado por las amenazas de Trump y del que, desde hoy, será su club de millonarios investidos de miembros del gabinete. Asimismo es atendible la observación de Jorge Castañeda sobre la existencia de recursos que nos convierten en negociadores equitativos y de calidad ante el lobo que sopla y nos hace creer que destruirá nuestra morada.

Ojalá sólo se tratara de intercambiar adjetivos. La responsabilidad histórica nos obliga a reaccionar con hechos tan sólidos como ladrillos perdurables. Nunca antes revelaron tanta vaciedad los discursos de este lado de la frontera, por una causa: carecen de propuestas, de planes concretos, de acciones confiables respecto de la producción, del trabajo, de la verdadera educación, del rescate digno y firme de nuestro país, nuestro territorio y nuestra nación.

En medio de la tormenta no estamos viendo compromisos; compromisos especialmente éticos, prácticos y capaces de movilizar la ciencia, la técnica, las humanidades y esa maquinaria productiva en el campo y las ciudades que empiecen a acabar con la maldición de la dependencia de los Estados Unidos. Hay que decir NO, otra vez. Hay que elevar la voz y hacer lo que nos corresponde. Hay que ejercer la crítica y corregir errores que nos tienen en estado de postración. No hay otro modo de civilizarse ni de aspirar a formas dignas de vida en común.

Nos alcanzó la pura verdad. La sacudida es real; tan real como la extrema desigualdad entre riqueza y pobreza, la súbita subida de los precios, la bajada de la calidad de la vida, las protestas colectivas, el enojo popular, la criminalidad, el hartazgo y esa inepta y carísima partidocracia que no sirve para nada.  La pura verdad es la suma, también, del problemón que se nos viene encima con los migrantes de regreso, las inversiones que se van, los tratados que se rompen, las deudas en ascenso, los impuestos que se añaden al desempleo, a la desesperanza, la multiplicación de la miseria, al incremento de la dupla violencia/inseguridad… En fin, que esto es cosa seria y ya es hora de moverse con cordura y responsabilidad.

En tiempos de fe en las veladoras, novenarios y promesas juradas, propias del colonizado, se orientaban los ruegos al cielo y los ojos al suelo.   ¡Que Dios nos ayude!, decían los abuelos. Pero Dios, en el imperio del individualismo monetarista, es el dios del dinero y no hace milagros. No es compasivo. No oye el clamor del desesperado. No es sensible al dolor ni frena el sufrimiento evitable. El dios neoliberal carece de ética, ama la desigualdad y en esencia es estúpido: a imagen y semejanza de sus criaturas.

El mundo está a la expectativa, mientras México se encuentra atorado, sumido en un pozo de corrupción e ineptitud por su falta de previsión y decencia.  Nos llegó la hora tan temida y nos encontró con las manos vacías. Públicos y  privados, los errores no perdonan. Con el mapa de lo esencial hecho trizas, las amenazas del ya Presidente de los Estados Unidos estremecen la economía y dejan al descubierto nuestra situación: un sistema educativo de los peores, deuda por los cielos, economía de horror, el campesinado en el umbral de la miseria, millones de indocumentados balanceándose sobre el abismo, migrantes sin rumbo ni destino…

Empeñar la voluntad, marcar un rumbo, explotar  recursos con inteligencia, confiar en las propias capacidades, ser responsables, productivos, útiles a los demás y participar con fortaleza y cordura en la construcción de un gran país: para eso también sirve la cultura, para rectificar. Ya no hay tiempo para seguir desperdiciando ni para estar imitando a los demás. Hemos llegado al límite en que no hay para nosotros segundas oportunidades: cambiamos para superarnos con nuestros mejores atributos o este declive nos hundirá en el subsuelo de la historia.

Que nadie se llame a sorprendido por las desgracias que nos acechan. No nos han caído del cielo, ni a nadie podemos culpar de nuestro atraso ni de nuestras torpezas. Éste es uno de esos momentos en que no se puede esperar a ver que se le ocurre al otro para actuar mal y tarde en consecuencia. La historia, hoy, nos está espetando el verdadero desafío: hacer un gran país con lo mejor de su gente para adueñarnos de nuestro destino.