De seños, damitas y madrecitas

Que me llamen damita en la calle me pone los pelos de punta. Ya teníamos bastante con los que gritan pinche vieja o vieja pendeja en la línea peatonal. La retahíla empeora al conducir. Seguir en nuestro carril en vez de arriesgar la vida para que den vueltas prohibidas, se pasen la luz roja, rebasen viboreando o alimentando la fantasía de que los insultos a las mujeres desaparecen embotellamientos les desata una furia asesina.  Más piadosos no obstante complementarios de igual machismo están los taimados que, a propósito de pum, le dicen madrecita a la que ya no consideran objeto de su deseo: curiosa manera de contrastar el archiconocido mamacita, dirigido a las muchachas que parecen contentas con su cuerpo.

Muchas veces he estado tentada a elaborar un diccionario del machismo mexicano. Me lo ha impedido el enojo de una vida de padecer agresiones gratuitas por el hecho de ser mujer. A diferencia de la relación de hombre a hombre de acuerdo al rango y posición social, en general a las mujeres se nos trata como desclasadas. De lumpen para arriba cualquiera es más que nosotras. Así lo demuestran choferes de autobuses, cargadores y cuanto pelafustán se atribuye el derecho de denostarnos. Agregar al abultado léxico antifemenino adefesios como damita, señito o madrecita confirma una vez más que aquí la forma es fondo. Y en el fondo pervive un menosprecio brutal que nos deja sin aliento porque la equidad es puro cuento. En esto no caben interpretaciones: el lenguaje habla por sí mismo.

El diminutivo desmerece a la mujer experimentada que, de preferencia distinguida, ostenta cualidades bien ganadas por su trato con las personas, su educación, su edad o posición social: atributos apreciados especialmente en las monarquías al elegir acompañantes femeninas para servir, formar u orientar a la realeza. Aplicado también  a las actrices principales o primeras damas, en ningún caso –ni siquiera en el del poeta que canta a la “dueña de su corazón”-, el término damita cabría para referirse a una mujer, madura de preferencia y casada o no, como sinónimo de señora. Da la impresión, sin embargo, que anteponer el título de señora a quien lo es conlleva una imposibilidad psicológica que a todas luces indica que el machismo  no es solamente un problema cultural, sino una grave deficiencia íntima y racional.

Con ser añeja la costumbre mexicana del diminutivo, tanto el machismo como los prejuicios religiosos contribuyeron a deformar términos relacionados con la sexualidad y especialmente con las mujeres. De reciente proliferación en el habla que no habla, la voz damita conlleva una aberración humillante que de ninguna manera debemos aceptar. Son de preferencia hombres de baja extracción social y menos escolaridad quienes creen acentuar su consideración al modificar el sustantivo con este horror degradante.

De hecho y por extensión, a nadie se le ocurre decirle caballerito, señorcito o padrecito al hombre maduro. El colmo de esta tendencia a menospreciar la condición femenina acentuando su inferioridad alcanza el lenguaje de los ginecólogos. Más de una vez, a su pregunta de cómo está mi vaginita he tenido que responder, indignada, que gozando de buena salud, quizá como su penecito: palabra proscrita, si las hay, toda vez que el orgullo masculino comienza por el tamaño de su miembro. Creer que por disminuir nuestra fisiología y tratarnos como bobas están demostrándonos amabilidad es una de tantas falsedades que se cultivan en nuestra cultura. Hay que insistir en que el lenguaje no se equivoca: los giros verbales, enmascarados o no, confirman  el profundo desprecio popular a nuestra feminidad.

La imposibilidad de que los mexicanos llamen a las cosas y a las personas por su nombre atrajo poderosamente la atención de José Moreno Villa al llegar como expatriado a nuestro país. Lo consignó, asombrado, en Cornucopia mexicana. Y no es para menos: ¿cómo se puede estar medio embarazada? ¿Cómo ser medio puta o medio ladrón? ¿Medio enfermo, quizá? Absurdamente se cree que, por añadidura, señito suaviza el trato con señoritas, muchachas, mujeres jóvenes que han perdido la virginidad o adultas de cualquier edad. Algo por cierto tan falso como el prejuicio de deformar las palabras para eludir el incómodo “compromiso” de sugerir su sexualidad o su estado. Así el abominable señito, supuestamente, sirve para dirigirse a cualquiera sin correr el riesgo de suponer su estado, que de manera irracional consideran ofensivo.

Abrumado por vicios lingüísticos equivalentes a los citados, Ignacio Ramírez elaboró una lista para “traducir” términos pecaminosos en el siglo XIX. Propios del peor conservadurismo que aún nos domina advirtió, por ejemplo, que ante el peligro de mencionar las nalgas las buenas conciencias dieron en decirles asentaderas. Al culo (de uso corriente en España) no solo lo redujeron a insulto sino que devino en trasero. Por su alusión al pene, se eligió uno tras otro en vez de chorizo, pechos  en vez de tetas; blanquillos por huevos, estar en estado por preñada o embarazada; aliviarse para no mencionar parir; estar en esos días en vez de menstruar, oiga por el invaluable doña; señoritas galantes o picos pardos a las prostitutas ahora renombradas sexoservidoras; rabo verde al anciano pederasta o acosador de jóvenes y así sucesivamente…

No contentos con enmascarar la identidad, disfrazar el lenguaje encumbra la gran mentira mexicana. La enorme desigualdad social empeora la discriminación mediante los usos del habla. Aunque sabemos hasta cuáles honduras llegan las diferencias entre personas y situaciones sociales, la tendencia es negarlas con palabras que agravan la confusión, aunque se pretenda lo contrario. Enredo verbal y engaño corresponden a una y la misma cosa: incapacidad de entender y aceptar la realidad aunada al miedo a ser rechazado. Así lo advierte no únicamente  el extranjero que de ningún modo puede arrancarle precisión ni claridad a un mexicano, sino los que sabemos que nuestro pueblo es incapaz de aceptar que lo que es es como es.

Por consiguiente, hablar en torcedura tiene mar de fondo, como el montón de expresiones vejatorias  contra la mujer. Si voces como señito, damita, mamacita y madrecita ponen de manifiesto deficiencias de la vida en común, el renglón de los insultos antifemeninos no tiene parangón. La lista llega a ser dramáticamente ofensiva. Basta repasarla para confirmar que la situación femenina  sigue en el subsuelo del respeto, inclusive por debajo de la homosexualidad y de los animales.

Cuesta aceptar que seguimos entrampados en el lenguaje de los siervos, pero la evidencia nos sobrepasa. Pensemos, por ejemplo, que si lo correcto es decir mesero o mozo a quien sirve alimentos, aquí se acude al socorrido joven para que quien desempeña este oficio no se llame a ofendido. Ni qué decir de las criadas o sirvientas porque, aunque hagan lo mismo que las muchachas o empleadas domésticas, no está bien visto aplicarles el término consignado el diccionario para tales fines. No vaya a ser que el sustantivo acentúe la condición de inferioridad social del que sirve al señor o a la señora que paga por ser atendido.

¿ Alcanzaremos alguna vez la dignidad anhelada? Esta es una de varias dudas que nos hacen creer a las actuales generaciones que moriremos sin conocer un México justo. Sin idioma no hay justicia, no puede haberla. Las palabras nombran, sitúan, ordenan el pensamiento; pero  la lista de yerros lingüísticos que abundan en la injusticia es inabarcable. Lo importante es cobrar conciencia de la verdad que se oculta detrás  de estas máscaras.