Bosque pintado de Oma

A partir de que en los años cuarenta el genial Isamu Noguchi empezó a esculpir y pulimentar piedras y trozos magníficos de madera, se modificó el diálogo del artista contemporáneo con el medio ambiente. Hijo de poeta japonés y madre americana, refinó su sensibilidad con lo mejor de Oriente y Occidente. Crecer y desarrollarse entre la palabra esencial, una amplia cultura y la ancestral pasión por la simplicidad que llevaba en los genes aguzó sus sentidos para desentrañar la forma y la estructura íntima de las cosas que, ya inertes, reanimaban su vida oculta gracias al talentoso cincel del artista. 

Noguchi adelgazó la hebra que separaba su gusto por el diseño de la obra escultórica.  Al fusionar su natural minimalismo y su visión de arquitecto paisajista  a las artes plásticas, no solo atinó con una poderosa expresión estética, también creó las bases de lo que en la revolucionaria década de los sesenta se llamaría Land Art: corriente originada en los Estados Unidos, y cultivada posteriormente en Europa, que habría de caracterizarse por estrechar el medio ambiente al sentimiento de humanidad que ya clamaba por el rescate de la conciencia dormida. 

Si bien Noguchi amplió desde los años de la preguerra y hasta su muerte -ocurrida al concluir 1988-, el lenguaje del arte al elegir materiales que se creían impensables, como barro, arena, madera y piedras, quienes dos o tres décadas después encumbraron el diálogo con el mundo vegetal y mineral no fueron indiferentes al ecologismo destinado a encabezar una de las mayores preocupaciones de nuestro tiempo. Crear parques, jardines y áreas abiertas con criterios conservacionistas y sin desdoro de la fusión de estética y espiritualismo, distintiva del Land Art, sería una de tantas aportaciones de los Baby Boomers a la cultura contemporánea. 

Sin este antecedente sería difícil valorar, en su justa dimensión, la extraordinaria obra de Agustín Ibarrola en la Reserva Natural de Urdaibai, realizada a contracorriente entre 1982 y 1985. Tras una obligada estación en Guernica y gracias a la avezada formación de mi hija Sofía, que tantas veces me ha servido de guía y compañera invaluable en hallazgos artísticos, entregarse al paisaje vizcaino ofreció la doble recompensa de revelar pedazos de historia en cada pueblo y de convertir el camino en una de la experiencias más singulares y placenteras, sobre todo cuando el viajante, aunque sepa lo que busca en principio, va dispuesto a absorber lo que lo desconocido le ofrezca. 

A salto de preguntas sin respuesta, de referencias y mapas incompletos y una intuición que desdibujaba el gesto de ¿what? de quienes oían por primera vez el nombre de su paisano pintor y escultor, Agustín Ibarrola, llegamos casi por accidente al Bosque de Oma (Omako basoa en euskera), al detenernos en cierto punto cercano a la otrora residencia del artista para pedir informes en la única casa divisada al pie de la carretera.

“Allá enfrente y arriba del todo”, dijo el hombre en la localidad de Cortézubi, cerca de la Cueva de Santimamiñe, mientras la familia en pleno se acercaba a darnos la bienvenida en euzkera con la advertencia de que había que llegar a pie con dos pequeñitas en brazos sorteando el mal clima y el cerco de las propiedades privadas. De buen grado aceptamos la oferta de comer ahí horas después, a nuestro regreso, tras caminar por veredas más de un kilómetro bajo una llovizna pertinaz y contra el viento helado entre lodazales, pedruscos y agujeros que a gritos pedían el uso de botas que, desde luego, nadie llevaba. Al alcanzar finalmente lo que supusimos la cima, gracias a la destreza de Aldo, mi yerno, así como a los paraguas y a nuestra condición física, descubrimos que aún faltaba una tortuosa ruta por recorrer. De pronto, cuando menos lo imaginamos y ya se imponía la fatiga, se dejaron venir la señales entre la yerba hacia el bosque pintado y sentimos “que la virgen hablaba”.

La bruma y claros aislados en la meseta acentuaron la belleza que estallaba en un verdadero deslumbramiento. Enormes ojos en blanco inauguraban en la ladera el conjunto de troncos húmedos que, vistos desde posiciones distintas, formaban la traza de figuras humanas en movimiento; luego, la geometría intercalada a animales pintados y líneas magníficas que de suyo se antojaban incomunicadas, pero que cobraban unidad y sentido en perspectiva, como si  aquellos brochazos rojos, verdes, amarillos y azules evocaran al dios mineral de una poesía que obligaba al recogimiento.

La lluvia cayó de lleno antes de aproximarnos al borde abismal donde, allá abajo, se divisaba un espléndido paisaje boscoso sembrado de caseríos. Nada nos impidió, sin embargo, sentir hasta el nervio la hermosura de aquella arboleda pintada con indicios de deterioro  que, no obstante la tala deliberada y agresiones organizadas contra el conjunto, sería restaurado en 2013 gracias a la presión ejercida principalmente por el artista nacido en Basauri, en 1930, y cuyo activismo político no disminuye pese a sus agitados 85 años de edad.

Comunista y defensor vitalicio de la Naturaleza y de los obreros, en la biografía de Ibarrola se cuentan varios encarcelamientos y atentados contra sus numerosos “Bosques”, incluido el “Animado” de Oma, a causa de sus batallas políticas y sociales, entre las que destaca  su lucha contra el terrorismo de ETA. Cabe citar su hoy desmantelado “Bosque encantado”, a orillas del río Tormes, en Salamanca, donde el artista auxiliado por sus alumnos pintó un conglomerado de olmos secos y enfermos de la letal grafiosis que afecta a esta especie: ejemplo notable de lo que puede lograrse cuando el arte y la conciencia social se congregan en nombre de la defensa de un bien que enaltece la capacidad transformadora del hombre. Pero también la desaparición del “Bosque encantado” y los reiterados ataques de los propietarios contra el de Oma son una muestra de hasta donde el capitalismo degrada lo mejor de la vida y la inteligencia cuando se antepone el interés económico al equilibrio ecológico.

En la memoria quedó para siempre, no obstante, aquella tarde de plenitud y belleza perfecta. Tan accidentado el descenso como el ascenso, al refugiarnos por fin en la casa donde comenzó la aventura nos aguardaban el coche enfangado, toallas calientes y una comida digna de cinco estrellas que todavía celebramos. Los lugareños hospitalarios nos agasajaron con vino y numerosos platillos locales, entre salados y dulces, y vimos caer la noche en medio de una tormenta que amenazaba con despedazar el techo del cielo. A partir de esta maravillosa experiencia, que nunca me cansaré de agradecer a Aldo y Sofía, me concentré en estudiar a los artistas vascos, con Eduardo Chillida y Jorge Oteiza también en el templo del arte donde dejé consagrado a Ibarrola.