Parejas extraordinarias León y Sofía Tolstoi

Sofía Tolstoi solo habría pasado a la historia como la controversial esposa del célebre novelista de no haber sido reconocida después de su muerte en Sobre mi padre,  reveladora biografía escrita por su hija Tatiana. Confidente y hasta cierto punto víctima de la telúrica relación de los Tolstoi en el enredado universo tribal en que se convirtió la casona Yásnaia Poliana. Tanitchka echó mano de los respectivos diarios de sus padres, así como de cartas, fotografías y recuerdos desde luego para tributar a su adorado padre, pero también como un desagravio de la memoria de Sofía, su madre.

Con trece hijos de los que ocho alcanzaron la edad adulta, Sofía nunca logró que el testarudo y autócrata conde Lev Nikoláyevich Tolstoi, 16 años mayor que ella, aceptara el uso de métodos anticonceptivos. Tampoco estaba en la naturaleza del hombre más encumbrado de su tiempo reconocer que, tras copiar a mano y “con buena letra” siete veces el manuscrito de Guerra y Paz, existir a su sombra y ser autora de un diario notable, a Sofía sobraban razones, talento y habilidades para brillar con luz propia…  Invisible e indotada a los ojos de los demás, solo podía ser notada a través del hombre que la investía de presencia, nombre, títulos y significación social.  

El caprichoso Conde Tolstoi era el eje de su vida. Inclusive lo fue durante el trágico desenlace de una intensa relación que aún reserva secretos sin descifrar. Las cosas adquirían o perdían sentido en función de sus exigencias, sus ideas cambiantes, su animosidad y su literatura. A su lado ningún día podía ser como el anterior porque una mañana podía amanecer persiguiendo a la mujer con la pasión al rojo y a la siguiente decidir que sería casto. 

Consagrada a servirlo, como se esperaba en el XIX de toda mujer educada y de buena cuna, al casarse a sus 18 años con un ya destacado Tolstoi de 34, no sospechó que, sin tardanza, tendría que soportar las intemperancias del hombre que, presa de imparables contrastes y devaneos sexuales, no solo engendraría cuando menos un hijo fuera del matrimonio, sino que, consecuente con su distintiva inestabilidad,  transitaría hacia la vejez entre desvaríos filosóficos, religiosos, nutricionales y pacifistas. 

Invariable matrona y guardiana de la despensa, se olvidó de la joven ingenua que fue y se convirtió en una gobernanta implacable, mandona y robusta.  Llevaba las llaves de Yásnaia Poliana colgadas del cinturón, con todo lo que implicaba: educar a la prole, administrar los bienes, resguardar las finanzas, controlar criados y siervos, cubrir las exigencias domésticas de la muchedumbre que habitaba la finca legendaria, amamantar, cuidar e instruir a sus niños, que adoraba, y padecer enfermedades rematadas con cinco duelos que la dejarían devastada. Eso, sin descontar la inusual entrega con la que cuidó, celó y amó al hombre que “escribía frenéticamente durante todo el invierno, lleno de emoción y con lágrimas en los ojos.”

El 12 de enero de 1867, en plena factura de la monumental novela Guerra y paz, que de tanto copiarla seguramente acabaría memorizando como Anna Karenina, Sofía describió en su diario una escena típica de su estrecha colaboración que sostenía con el escritor: “Todo lo que me lee me emociona tanto que casi se me saltan las lágrimas. Y no se si eso se debe a que soy su mujer –es decir, obedece a mi simpatía- o a que es realmente bueno. Creo que más bien a esto último. A nosotros, a la familia, lo único que nos reporta son les fatigues du travail, a mi me muestra una impaciente irritación, y últimamente he empezado a sentirme muy sola.”

Recia, decidida, era “un carácter”, como diría Unamuno cuando “cada uno es cada uno”.  Ninguna con un dejo de debilidad podría haber sobrevivido al egoísmo protagónico del patriarca. Y agobiada por los excesos delirantes de su deidad domiciliaria, Sofía fue perdiendo la fe en la medida en que la religiosidad de Tolstoi se exacerbaba. Con el ojo en alerta sobre descubrimientos que abrían paso a la modernidad, desde 1887 se fascinó con la fotografía. Más de mil placas de su autoría y de no desdeñable factura dan cuenta de la Rusia zarista, de la vida familiar, y especialmente de la pasión que la unió a su esposo. 

Debió discurrir un orden preciso para darse tiempo de llevar un diario durante casi sesenta años, desde octubre de 1862 hasta su muerte, en 1919, a los 75 años de edad, habiendo atestiguado la Primera Guerra Mundial, descubierto tardíamente la música y sufrido de manera directa la agitación revolucionaria. Que estaba cansada, escribió; fatigada de sufrir agitados resabios matrimoniales, conflictos familiares, la muerte de cinco de sus trece hijos; cansada de ser sistemáticamente ignorada, devaluada, humillada… 

Los escasos periodos de silencio escritural coinciden con estados de depresión, fastidio o desaliento. Invaluables, sus anotaciones sobre las transformaciones anímicas del monstruo sagrado que debió ser insoportable en la intimidad, en nada desmerecen aciertos de Tolstoi sobre los penares del alma. Ninguno de los fieles y fanatizados devotos que lo tenían por “santo” e iluminado conseguiría integrar, como ella, un registro biográfico y psicológico tan completo y profundo. 

A pesar de que sus diarios se publicaran décadas después de su muerte, siguen siendo tan fascinantes como imprescindibles para inquirir la complejidad de una excepcional, apasionada y en muchas ocasiones brutal relación de pareja. Con maestría describe el filón demencial de uno de los Inmortales de la literatura rusa y, con la aceptación de una maternidad cumplida como parte de su naturaleza, desvela sin darse cuenta “la pura verdad” de una mujer “peligrosa”, intimidante e incómoda a causa de su inteligencia.

Por su parte y a diferencia de quienes ascienden arañando el destino desde un pasado familiar lastimoso, Tolstoi nació en la finca familiar de Yásnaia Poliana y, aunque huérfano temprano a cargo de sus tías, creció rodeado de privilegios reservados a la nobleza. Allí escribió gran parte de su obra. Y desde  allí fue y vino por los contrastantes y disipados escenarios de la Rusia imperial hasta que, cansado de la ociosidad y la vida disoluta, “sentó cabeza”, guardó profundas discrepancias con la Iglesia ortodoxa y sufrió una gran conmoción al darse cuenta de la infortunada realidad de los campesinos. 

En su primera juventud probó el Derecho y los Estudios Orientales en Kazan, pero  en el frívolo mundillo de San Petersburgo y Moscú se cocinaban las mejores historias, donde él mismo resultaba protagonista. Al participar casi accidentalmente en una de las campañas de la Guerra de Crimea en la brigada de artillería en la que su hermano era suboficial, sufrió su primer golpe de conciencia y tanto en la memoria como en sus páginas el Sitio de Sebastopol perduraría como referente de heroicidad. 

Enamorada, ella era todo frente a él y nada para sí misma: oído, lectora, copista y crítica; correctora invariable, guardiana de la casa y de las cuestiones mundanas, amante sin horario, anfitriona, esposa a tiempo completo... Y él, que sabía escudriñar como pocos los entresijos del alma humana, era incapaz de tratar y valorar con justicia a su esposa. En sus fases más críticas, cuando las ideologías y sus adeptos se beneficiaban de sus desvaríos dejó que la violencia se metiera a la casa por la puerta grande. Abominó de la intimidad sexual, se declaró pacifista, vegetariano y víctima de los furibundos celos de una Sofía abandonada que no supo qué hacer con la profunda depresión que siguió a su sentimiento de fracaso.  

Apenas cubierto con un modesto sayal al uso de los campesinos de la región, se dejó crecer la barba, adelgazó y adquirió el aspecto del santón o gurú oriental, cuyas fotografías suelen reproducirse como testimonio de su “conversión”. En vano pretendió deshacerse de los bienes para “repartirlos” entre los siervos y no pocos oportunistas que lo cercaban, aislándolo de los suyos. Entonces huyó de casa, no sin antes dirigir a la desesperada Sofía esta reveladora despedida:

“Tú le has dado al mundo cuanto has podido: un gran amor maternal y un gran espíritu de sacrificio. Pero durante el último periodo de nuestro matrimonio, desde hace 16 años, nuestras vidas se han separado.”

Los testimonios coinciden en que las pasiones campeaban en Yásnaia Poliana, mientras llegaba toda clase de gente para ver al gurú. Lejos estaban los días de sus tránsitos ideológicos. Imbuido de piedad y ascetismo, al final de sus días renunció a la vida mundana, inclusive a sí mismo. En uno de sus habituales arranques autoritarios el “iluminado” conde, elevado a las alturas de la más inexpugnable espiritualidad, habría arrojado a las manos de la canalla y de los oportunistas que lo cercaban hasta el último pliego de su obra y la última semilla de sus tierras. Solo Sofía se lo pudo impedir, pero al precio de la tragedia que sellaría su memoria y su relación matrimonial.

La conflictiva muerte de Liev Nikolálevich Tolstoi en una estación perdida de ferrocarril, cercado como estuvo por su médico y el grupo de “oscuros” liderados por el fanático Chertkov, la dejaría desolada desde aquel fatídico 20 de noviembre de 1910. El final de la historia no pudo ser más dramático: él, aquejado de pulmonía, dejándose llevar por nadie hacia ninguna parte para acabar tirado en el catre del vigilante; ella, con el alma y el corazón heridos, clamando a distancia que la dejaran ver al marido agónico.

Contrapunto sombrío en la vida del novelista, según la versión de sus adversarios, ella lo sobrevivió nueve años. Para encumbrar a Tolstoi, el régimen soviético ensombreció la memoria de Sofía. Sus diarios y fotografías solo cobraron vida y sentido cuando declinó el comunismo. A casi un siglo de distancia de su muerte, ocurrida en noviembre de 1919, Sofía Tolstoi ofrece otra lectura, mucho más conmovedora, de su realidad femenina para dejarnos una certeza: la inteligencia de una mujer es un arma mucha más peligrosa y temida que una descarga de artillería.