Felicidad


© Peter Frey / Survival

© Peter Frey / Survival

Si la felicidad no se aprecia como un fin en sí mismo, la vida carecería de sentido. Digan lo que digan las religiones sobre los mitos edénicos y el valle de lágrimas, no hay bien que en la actualidad supere la saludable sensación de armonía y libertad que nos permite sonreír inclusive en la adversidad. A pesar de su duración variable y por encima de artificios  fomentados por el consumismo, ser feliz es la aspiración más frecuentada en todas las lenguas. Nadie está dispuesto a renunciar al sentimiento de dicha, bienestar real, ausencia de miedo, plenitud y satisfacción que apaga el abatimiento, disminuye la incertidumbre y refina nuestra humanidad. La felicidad, pues, es la corona de la salud mental en nuestra civilización.

Abstracta en cuanto a sus definiciones y móvil de grandes doctrinas como el budismo, el hedonismo y el epicureísmo, la idea de felicidad ha cambiado en el curso del tiempo. De coincidir con la carga del destino regida por los dioses a conquista de logros humanos aparejados al desarrollo con progreso, el sentimiento de bienestar con alegría entraña la complejidad de cada cultura al grado de atraer el interés de la ciencia contemporánea. No obstante, la mayoría coincide en que es un estado vital tan concreto que se reconoce por oposición del infortunio, la amargura y el desaliento.  Se ilustra como un camino hacia sí mismo, hacia la autenticidad del yo en plenitud y conformidad con lo que se es, con lo que se tiene y lo que se anhela.

Indiviso de la capacidad amorosa, la solidaridad y la aptitud para cultivar relaciones gratas, el sentimiento de felicidad allana obstáculos internos y externos que suelen transformarse en patologías sociales o personales. De este modo, el bienestar ciudadano, por ejemplo, contribuye a mejorar la vida en común hasta hacer de la obra política un compromiso para garantizar seguridades, derechos y obligaciones de los pueblos. Está demostrado que el orden progresivo en el cumplimiento expedito de servicios a la comunidad repercute en niveles de confianza que disminuyen la causa esencial del infortunio: el miedo. Miedo a la violencia, al hambre, al engaño, a la improductividad, al aislamiento, a la pobreza, al rechazo, a la falta de protección y, en suma, al mal vivir aunado a la sombra de la muerte... A la sombra del mal morir.

Los estudiosos aseguran que la felicidad coincide con el ideal de realización que ni teme exponerse al riesgo ni elude el compromiso de actuar, sin el cual es imposible enfrentar amarguras, dificultades e incomodidades.  De ahí que sobre los pueblos y las personas más infelices e indotadas para resolver problemas recaigan las peores consecuencias de la adversidad. Inmersos en un círculo vicioso entre  el temor al fracaso, los yerros y la fantasía de un futuro amenazante, los infelices son más proclives a multiplicar a su alrededor causas del sufrimiento de una parte y, de otra, a empeorar su desasosiego a efecto de malas decisiones.

En el caso de quienes acuden al divorcio temprano, durante el proceso de adaptación de la pareja, o a la renuncia prematura de trabajos que plantean desafíos, las investigaciones desvelan que tales rupturas evitables reflejan la incapacidad de los desdichados para asumir riesgos que al final podrían recompensarlos con la satisfacción del acierto: precisamente lo que dispone el carácter a la alegre aceptación de uno mismo, del otro y de su circunstancia. En síntesis: ver el lado bueno de la gente y de la vida redunda en el bienestar armónico en el que se funda la felicidad.

Es más sencillo referirse a situaciones que a pueblos y personas felices. Precisamente por eso los científicos –neurólogos y filósofos sociales incluidos- han tomado por su cuenta el embrollo actual de sus peculiaridades. El optimismo ayuda, cierto, pero estamos expuestos a un sinnúmero de presiones que embrutecen, enajenan y lastiman a las mejores voluntades. Consideremos, por ejemplo, que en la medida en que se elevó el promedio de vida, la senectud arrojó dilemas respecto de su calidad, sus expectativas y  la productividad que la mayor parte de las sociedades aún no puede resolver. Que los ancianos son más infelices que los jóvenes es un hecho innegable. Que sufren aislamiento, exclusión y limitaciones fisiológicas que merman su presencia social, también. El costo político y generacional de su manutención representa una carga para las personas económicamente activas. Esta realidad se agrega a otros alegatos en torno de la felicidad que, por necesidad inaplazable, determinan el reto de un futuro inmediato que se prefigura nefasto de no modificar los términos brutales y discriminadores del actual modelo económico.

Aun así y a pesar de la violencia imperante en muchas partes del mundo, la humana naturaleza se aferra al principio esperanza y sobrevive a experiencias terroríficas mediante esfuerzos de autoafirmación que permiten prefigurar una existencia mejor. Si el ideal de felicidad no estuviera en la mira de esclavos, presos, humillados, hambrientos, enfermos, ancianos, condenados y sufrientes los índices de mortalidad superarían a los del nacimiento. Con esta hebra delgada entre la conciencia de la derrota y la esperanza se ha anudado la historia. Cualquier experiencia gratificante  activa reservas de energía para buscar fórmulas –inclusive mágicas, espirituales, terapéuticas o religiosas- para subsanar desgracias. Sin tal proyección hacia la salud, las mejoras materiales y un estado mejor no se explicarían los trabajos monumentales que emprende la gente en situaciones límite.

Justamente una pequeña dosis de felicidad llevaba a los griegos a sacrificar al Miedo antes de la batalla, para que no los cegara la perversa visión de la Muerte. Por corto que fuera, en su destino impreciso se prefiguraba la recompensa del placer. ¿Y qué otra cosa animaba a Odiseo a realizar hazañas extraordinarias y vencer tentaciones letales si ni fuera su vehemente voluntad de “regresar a la patria”, donde lo aguardaba la felicidad del hogar?

La riqueza literaria en torno de la dicha y la desdicha es inagotable. Cada época y cada cultura, sin embargo, establece sus propias categorías sobre lo grato y lo ingrato, así como de lo soportable, lo deseable y lo insoportable. En esta edad de la ciencia, del monetarismo, del culto a la reconstrucción de la belleza o de la juventud perdida nos ha tomado por sorpresa la aventura de la felicidad y aún no sabemos qué hacer con ella.

Entre sus contradicciones exacerbadas, el progreso arroja medicamentos, objetos de consumo y clínicas del dolor para suavizar o enmascarar otro enemigo mayor de lo placentero: el sufrimiento. Ya nadie duda de que la infelicidad causa enfermedades físicas y psíquicas. Empezando por las depresiones que han enriquecido a la industria farmacéutica de manera escandalosa, una enorme lista de patologías se relaciona con la soledad, la angustia, la frustración, problemas no resueltos y la incapacidad de ser útiles a los demás. Si la compasión se fusiona a la actitud positiva de la vida, el egocentrismo, en cambio, expone sus aspectos oscuros y agrava la melancolía.

La abundancia acumulativa que nos diferencia sustancialmente del pasado, tiende a hacernos más infelices por esta carga artificiosa de motivos fugaces que presuponen lo que debería agradarnos, como las compras sin sentido. Más pronto que tarde desaparece la euforia del consumidor y se manifiesta la frustración con  síntomas de ansiedad. Ante el fenómeno del malestar de la cultura, uno es el pregón para recobrar la salud mental: estar en posesión de la suficiente paz interior para ver, apreciar y disfrutar la enorme belleza que existe aún entre tanta fealdad perversa.

La literatura, finalmente, está poblada de personajes embrollados, víctimas de trampas familiares, económicas, políticas y amorosas que inducen al suicidio o a cometer actos tremendos. De esclavos de la desdicha  está llena la galería de obras maestras desde Shakespeare hasta Goethe, de Tolstoi y Dovstoievski a Flaubert y Somerset Maughan; del nauseabundo Antoine Roquentin de Sartre al estremecedor universo de Sandor Marai…  La cumbre del fracaso de la vida, no obstante, continúa presidida por Kafka. Este genio del absurdo puso de manifiesto el laberinto del terror que se extrema cuando la alienación hace insalvables los conflictos entre el hombre y la sociedad, entre padres e hijos, entre la religión y la burocracia o entre la política y la realidad.  Si alguna reserva de energía queda al lector para explorar la infelicidad, no tiene más que acudir a Anna karenina y Mme. Bovary para confirmar que, paso a paso, se van anunciando las derrotas de la sociedad burguesa con los engaños de una felicidad ficticia.

Tiene razón Eduardo Punzet al afirmar que por primera vez la humanidad tiene futuro y se plantea, lógicamente, cómo ser feliz aquí y ahora. Nos hemos sumergido en esas aguas desconocidas, prácticamente, sin la ayuda de nadie. Iluminar el camino es el reto y lograrlo la gracia que habrá de encarecer no solo nuestras vidas, sino la condición humana.