Quizá alguien, alguna vez, soñó al país de otra manera y su deseo se desarrolló como una pesadilla. Por no distinguir entre la vigilia y el sueño el pionero persuadió a los demás de que era posible inventar algo diferente a lo padecido. Apresurados, en su empeño por ser distintos ignoraron quiénes eran, qué se proponían y de qué argamasa estaban formados. Ni por sufrir la pesadilla del día después entendieron que no todo corre por el mismo plano -menos aún la vigilia- y que ni un hombre ni un pueblo, como demuestran historias de hoy y de hace cientos de años, pueden desafíar al destino sin saber dónde, cómo y con cuál estrategia sortear los obstáculos.
No solo una, sino dos y más veces los arrojadizos pretendieron hacer de su terruño algo diferente y mejor a lo recibido. Con el estigma del error en la frente, supusieron que improvisar solo por haberse soñado de otra manera les aseguraría un porvenir superior; pero otra vez la pesadilla los sorprendió y continuaron acumulado tentativas fallidas. Con cada experiencia peor a la anterior, las generaciones insistieron en desatender el mensaje del destino y, como sería de esperar, volvió a caerles la sanción de los necios: a cada paso ganado retroceder dos o tres. Así los pueblos, cada vez más caóticos e irritados, aunque sin dejar de ser constructores, como sus antepasados, del infaltable tzompantli para montar los cráneos de adversarios, enemigos y víctimas de sacrificios.
Endurecidos por el síndrome de los vencidos, a los protagonistas de cambios malogrados no interesaba examinar causas ni atender advertencias de los enterados; solo sumaban disgustos e incapaces de conocer la naturaleza del medio y a sí mismos, repetían sueños soñados, suyos o ajenos, convertidos en pesadillas. Fieles a la desgracia que acompaña a los perdedores, preferían buscar culpables de sus errores o seguir imitando sin fundamentos, ya fuera para inisistir en el desacierto por incapacidad e ignorancia o para seguir siendo protagonistas del arraigado complejo de inferioridad, que de antemano negaban, como la cara oculta bajo la máscara.
Pasaron tres y más siglos y nada cambió, salvo los modos de etiquetar supuestos culpables o de incurrir en antiguos y recientes sueños que suponían de renovación. Aun a sabiendas de que allí nadie se atrevía a mirarse y examinar con seriedad lo real, entre pesadillas volvían a la carga por probar fórmulas descolocadas y seguir en la zona de sombras, distintiva del mal soñador. La desgracia fue, desde sus orígenes, quedarse atrapados en el estado impreciso entre el sueño que supusieron luminoso y fecundo, la pesadilla causada y la vigilia malograda: propensión que en tierra tan dada a reproducirse de manera arbitraria, provocaría que los problemas y la insatisfacción popular se agravaran.
Con gran disgusto, al despertar los reformistas han comprobado que por atractiva o pequeña que sea una fábula, no basta para elevarla a utopía ni sirve como proyecto de vida; tampoco tiene sentido perseguir con nostalgia el pasado primitivo. Y eso fue lo curioso: desconfiar del futuro al dejar de soñar hacia adelante y ceder a la idealización del tiempo perdido, creyendo que el paraíso era el ayer de los remotos abuelos. Por más que los de entendederas repitieran que “los dioses ciegan a quienes quieren perder”, los necios continúan ignorando que no se es más de lo que se ha podido ser y que ante tantas derrotas acumuladas, la muchedumbre se queda cediendo a la frustración y a las máscaras para hacer soportable el peso de la verdad. No es que no tuvieran una patria o una idea de patria, es que -derrotados y enmascarados- los vencidos arrastran aún el exceso de artificio que ni antes ni después genera nada.
A grandes rasgos, de eso se trata el síndrome de la derrota: de ir y venir del sueño a la pesadilla sin romper el ciclo de frustraciones. Se menciona la fidelidad al fracaso como si lo comprendieran, pero explicar el complejo del vencido es tan difícil como aceptarlo y descifrar una historia inacabada de tentativas, mascaradas y derrotas. Creer que el deseo y los sueños se corresponden y que juntas las visiones nocturnas son más poderosas que lo real genera más y peores frustraciones. Atorados en tal imposibilidad y por urgencia de hallar salida, se siguen inventando máscaras y más excusas para insistir en ser, parecer y tratar de hacer lo que no se es ni se puede hacer.
Si la frustración individual agrava el sufrimiento y no genera nada, las desgracias son mayúsculas al fabular una y otra vez un país deshechurado que se niega a ser lo que es y por necedad sigue inclinado al error con una fidelidad digna de mejores causas. Entre el sueño y la pesadilla -ya se sabe- está el hecho de soñar: algo parecido a un viaje que comienza en la profundidad del durmiente y, cargado de memoria o de sensaciones de muerte, conduce a lo desconocido, a la pesadilla o al comienzo de algo que podría o no denevir en ficción verdadera, como se supuso en la Antigüedad al dotar lo soñado de contenidos proféticos. No olvido, por ejemplo, que anticipo o advertencia, al comienzo de El proceso Kafka escribió: Josef K. soñó. Líneas después se impuso la pesadilla.
Ni qué decir del fervor de Borges por el sueño y la pesadilla. De tanto que escribió al respecto, comprendo por qué algunos “reformadores” se parecen a los niños y a los primitivos al no distinguir entre la vigilia y el sueño, mientras que, al revés, “los místicos postulan que toda vigilia es un sueño”. Acá, en estas tierras, la pesadilla comienza y concluye en aras de sacrificio, inframundos tremendos, deidades de la muerte, cráneos colgados en tzompantlies, relatos oscuros, vidas sombrías, máscaras y más mascaras… Si bien por el prodigio literario podemos creer que a partir de los sueños podemos construir la biografía de una persona -o una parte de ella- esa misma aventura, respecto de la historia y de los pueblos, equivale a traza enmascarada, a figuraciones tétricas y sucesión de pesadillas.