Desobediencia civil

http://www.sopitas.com/site/405927-marchas-y-bloqueo-pacifico-del-aicm-para-este-20-de-noviembre/

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Cuando un gobierno no está a la altura de sus funciones, decrece o se anula su respetabilidad. Entonces provoca reacciones en la población ofendida que pueden transitar del descontento pacífico a la manifestación violenta. Quienes se consideran ultrajados expresan su enfado de modos distintos: negarse a obedecer a las autoridades y desafiar la normativa con actos de rebeldía u optar por acciones que dañan a terceros, irritan a la sociedad y desencadenan situaciones emparentadas a la sublevación. En principio, la Ley determina qué y cómo sancionar y qué no. Sin embargo, cuando la legalidad es mero formalismo, como  en México, impera lo imprevisible. Todo o nada puede suceder si las normas se aplican u omiten a capricho.

El doble tema de lo políticamente correcto y la desobediencia civil se ha convertido, por consiguiente, en un nudo judicial que pocos pueden y están dispuestos a resolver. Cómo manejar el descontento es la gran duda.  Ante la creciente significación de este recurso civil, lo importante es que los gobernantes respondan por qué no solucionan las causas que mueven a las minorías o a las masas a manifestarse tantas veces, de manera infructuosa, por los mismos motivos desatendidos.

Qué sí y qué no abatir con chorros de agua u otros recursos contra los manifestantes, cuándo hacer uso de las armas, los gases o las macanas, de qué manera repeler agresiones a la policía o a los civiles sin vulnerar los respectivos derechos humanos o si atreverse o no a “limpiar” plantones como el del centro histórico de Oaxaca, son cuestiones que también espejean la calidad moral de los gobiernos impugnados. Está de más insistir en que el carácter, la tolerancia, la legislación y la madurez política del Estado se ponen a prueba en el doble manejo de los móviles de descontento y la regulación, con los menos daños colaterales posibles.

De antemano, tanto el gobernante como el ciudadano deben conocer a lo que respectivamente se exponen al reprimir o incurrir en tal o cuál conducta delictiva o antisocial. La falta de congruencia política y especialmente judicial es contraproducente para todos. Sin distingo de lado, la imprecisión deja el campo abierto a la arbitrariedad y su correlativa prueba de fuerza al actuar a capricho: un día la policía castiga con severidad lo que al otro ignora o pasa por alto; a su vez, el desobediente avanza, retrocede o violenta sus procedimientos según la actitud policial.  De simple denuncia, quien protesta puede transitar a segundos o terceros planos en completa impunidad: destruir edificios, quemar vehículos y bienes privados o públicos, robar, saquear, violar y hasta matar… En correspondencia a tales brotes de anarquía, “las fuerzas del orden” hacen lo propio: balear, agredir, responder a porrazos o mantenerse en abierta y cabal inmovilidad.  Ante unos y otros los demás no entendemos nada, salvo que estamos a merced de la esquizofrenia.

La gente debe saber qué está prohibido y qué permitido; qué se sanciona y qué no. Mientras que en los regímenes totalitarios se persiguen con mano de hierro y de manera indiscriminada los actos de desobediencia civil, por pacíficos que se pretendan, en las sociedades abiertas manifestar en contra de intereses concretos –privados o públicos- se considera un derecho que se debe respetar, en tanto y no afecte los de los demás. Lo inaceptable es este juego de torceduras entre gobernantes, cómplices del crimen organizado, víctimas sociales, fuerzas del orden y poderes arbitrarios.

Cuando se trata de cuestionar pacíficamente y/o llamar la atención de sus “representantes”, cuya legitimidad se ha puesto en duda, la resistencia a una o varias determinaciones gubernamentales se expresa mediante marchas, plantones, huelgas de hambre, paros, manifiestos, desplegados, juntas vecinales, etc. Para tales ejemplos, cada vez más frecuentes en las sociedades modernas, los más avezados negocian acuerdos mediante gestores cuya destreza, elevada a oficio, se ha vuelto indispensable inclusive en cuestiones internacionales. Pero aquí todo ocurre a la sombra y bajo sospecha. Es el “nadie sabe, nadie supo, nadie vido”, consignado por fray Diego Durán.

Es evidente que a mayor número de inconformes y brotes de rebeldía corresponden gobiernos y políticas públicas más ineptos, corruptos, autoritarios o ineficaces. El gran acierto de las sociedades anglosajonas es su habilidad para satisfacer al mayor número de personas con las menos desventajas posibles. Respecto de las demandas de minorías, en las que caben cuestiones religiosas, costumbres étnicas, intereses sectoriales y de género, presiones económicas, legales, fiscales, laborales, ecológicas u otras peculiaridades, existe la muy inglesa, funcional y decimonónica fórmula del lobbying, cuya eficacia depende de la transparencia y la normalización para optimizar el ajuste entre el bien común y los intereses en juego: algo impensable entre nosotros. Corrupción, torcedura en los procedimientos y tráfico de influencias obstruyen la legalidad e impiden los acuerdos razonables.

Los reclamos colectivos crecen y empeoran porque, con conflictos tremendos a cuestas, los manifestantes no poseen otro instrumento para llamar la atención. El problema se complica al hacer ostensible la pérdida de respeto a la autoridad que, para ser obedecida, necesita el reconocimiento incuestionado de la población: algo que, de antemano, no existe en México. A cambio de respuestas no halladas por sendas partes, por consiguiente, tarde o temprano se acude a la coerción bajo alegatos distintos: el gobierno, para legitimarse imponiendo su autoridad; los desobedientes, en atención a su ímpetu contestatario.

En tal disparidad y a falta de negociadores confiables, los bandos se toman el pulso durante actos de creciente presión. Así, de ser una muestra externa y superficial de descontento ciudadano, la desobediencia civil se transforma en ira activa contra el gobierno, con intercambio de ultrajes y degradación del principio de autoridad. Sin respuesta a sus justas demandas durante días y semanas que dejan al descubierto la ineptitud gubernamental, los inconformes han dado el siguiente paso: mover a las masas e incrementar el desconcierto entre la mayoría.

La prudencia indica tomar con cautela las advertencias de inconformidad colectiva. La actitud personal, política y pública de los gobernantes no ayuda a infundir una mínima credibilidad que los salve frente a la población ofendida. Entre casas y fortunas que se plantan como trofeos de la corrupción, correo de influencias, banalidades y decisiones torpes, pocos o ninguno son los argumentos favorables a los funcionarios y sus parientes. Agréguese la arbitrariedad judicial para aceptar que no podemos esperar acciones ejemplares ni coherentes de ninguna de las partes: ni de la ciudadanía indignada ni de la cúspide institucional, decidida a no ceder ni rectificar. El poder político vigente está enfermo y, por tanto, es impredecible. La razón descansa en nosotros, los ciudadanos aún empeñados en construir la democracia con ladrillos ideales. No podemos esperar cordura de quienes fincan en el abuso, la rapiña y el engaño un supuesto arte de gobernar. Corresponde a cada uno de nosotros sacar adelante a este infortunado país, aunque sea mediante lo cotidiano y sus pequeños detalles.