Se han juntado y no hay quien los pare. Son hombres comunes, vulgares de preferencia, que por su prepotencia, demagogia populista, odio a las instituciones democráticas y una enorme capacidad de desprecio para ser temidos y no respetados, se han adueñado del destino colectivo, inclusive por medio de triunfos electorales. Cada uno peor a los otros, el puñado de demonios mundiales lleva el Mal por divisa, las amenazas en el discurso y las armas con la cancelación de derechos y libertades como instrumentos de intimidación. Ninguno se libra de ser ni de parecer un fantoche que linda en lo caricaturesco; las masas, sin embargo, se supeditan a sus delirios deshumanizantes con más docilidad que la dispensada a monarcas divinizados en la Antigüedad remota.
Puede decirse que distintos en apariencia pero semejantes en lo esencial, Netanyahu, Trump, Putin, Kim Jong-un, Ortega y Maduro retratan de manera atroz las expectativas fallidas del siglo XXI. Equilibristas entre la megalomanía, la crueldad y la locura, estos impresentables saben que, ante el fracaso de las democracias, el poder ejercido como espectáculo no necesita legitimidad, sino decisiones radicales, ruidosas y sostenidas con grandes mentiras. Sin excepción, el yo dictatorial se impone a las razones de Estado. Para nuestra desgracia, estos monstruos dominadores hacen suya la lección de Goebbels que dicta que, a fuerza de repetirla, la mentira se convierte en verdad aplaudida por la muchedumbre: una maniobra mucho más efectiva y de largo alcance que la legalidad si consideramos que la conciencia crítica ha sido gravemente vulnerada por las redes sociales y las nuevas tecnologías.
Aun en los casos de tiranuelos de segunda, como han dado en multiplicarse en nuestras regiones latinoamericanas, el diablo ya no necesita el truco de hacernos creer que no existe. A cielo abierto, el poder absoluto se encumbrado con cinismo, teatralidad, menosprecio y dos infaltables: impunidad garantizada y corrupción en cadena. Hasta en la cerrada tiranía de Corea del Norte, donde el aislamiento de la población se mantiene con una feroz intimidación, la dictadura hereditaria impone “su autoridad” con amenazas de muerte. La obediencia obligada incluye el aplauso indiscriminado para eliminar cualquier vestigio de razón o de resistencia.
Nuestro tiempo se ha rendido a la supremacía de los tiranos: sujetos extraídos de los bajos fondos y empeñados en participar de los grandes capitales en connivencia con el crimen organizado. Aunque se hagan presentes, ya no se requieren ideologías ni uniformes militares ni discursos marciales; tampoco monarcas revestidos de divinidad. Los poderes de hoy están en manos de individuos sin escrúpulos y sin interés por la vida de los otros, sean humanos, animales o vegetales. La autocracia se arraiga desde la legalidad aparente y, una vez reconocida, mediante la opresión se erige en dueña de la verdad y del destino colectivo. Con recursos tecnológicos, económicos, militares y de propaganda cada vez más avanzados, nuestro mundo está padeciento -encarnecido por las innovaciones-, el retorno del temible autoritarismo.
Antes de que Donald Trump se atreviera a reducir la potencia estadunidense a peligrosísimas bufonadas intimidantes que espejean su ambición y sus tendencias persecutorias, Vladimir Putin ya había convertido al estado ruso en prolongación de su cuerpo: una macisa maquinaria de guerra, de espionaje, de asesinatos furtivos, acosos y silencio obligado. Formado en la KGB, la URSS es su arma y el pasado imperial su nostalgia política. Sabe como el que más que quien domina el miedo domina el medio y que las invasiones armadas son el sustento de los poderes absolutos, basados en la imposición que oscila entre la autoridad y la barbarie. En ese sentido, no ahorra esfuerzos ni vidas para encarecer sus triunfos letales.
Más allá, en la península más aislada del mundo, Kim Jong-un perpetúa una dinastía de terror basada en la esclavitud. No se sabe qué es más espantable: un pueblo espectral y obediente o la sombra que proyecta su imagen omnipresente, de adoración obligada. Y acá, en nuestra región, nada tenemos que envidiar a la degradación de los otros países. Pródigos en “revolucionarios” feudales, nuestra aportación a las autocracias modernas parecen inagotables. Maduro y Ortega, por ejemplo, han hecho de sus países su botín personal, sin dejar de auto encumbrarse caudillos. Ambos controlan el pensamiento disfrazado de libertad. Encarcelan al pueblo en nombre del pueblo y no sueltan un ápice de dominio para evitar cualquier indicio de oposición o resistencia. Cada cual es más fantoche y ridículo que el otro, la verborrea del venezolano contrasta sin embargo el silencio del pequeño e idiotizado Ortega. Hay que verlo sin quitarse jamás la cachucha de beisbolista ni la pijama azul con la que fuera aclamado héroe sandinista para llorar el infortunio nicaragüense. Acaso enfermo de demencia senil, dejó el poder en manos de Rosario Murillo, quien hace política con brujería y reparte castigos y exilios con sorna de pandillero. Tan extravagante y “peculiar” esposa se ostenta vicepresidenta, lo que le permite hacer de este pobre país un reducto del infierno, donde cualquier expresión del Mal está permitido.
Catálogo de ejemplares y situaciones kafquianas, el tiempo de tiranos que nos ha tocado en suerte no tiene desperdicio: la teatralidad de Trump, su lengua viperina, la mentira como religión, el afán de dividir, degradar, marginar; su antifeminismo insultante y pobreza de juicio… Como pocos esgrime la arrogancia como método y reduce la democracia a idolatría… Pobre mundo nuestro con estas joyas. Y qué agregar del peor del todos: un representante del pueblo judío, que de víctima histórica trasmuta en verdugo genocida… Nadie como él ha cruzado el límite moral que debe garantizar el Estado. Incapaz de compasión, todo para él está permitido. Su discurso contra el terrorismo de HAMAS justifica los crímenes que han encendido la indignación mundial ante el genocidio y la destrucción de la Franja de Gaza. Su propósito es exterminar a un pueblo entero mediante el sufrimiento más inaudito…
Desde tiempos inmemoriales se repite que el verdugo existe hasta que la víctima se levanta y que los pueblos tienen los gobernantes que merecen o que reflejan el alcance de sus miedos. En realidad, el Poder absoluto es una de las tentaciones incesantes que se repite y debilita lo mejor de las civilizaciones. Los malos gobernantes son el peor producto de la historia y nada tienen que ver con merecimientos de los gobernados. En todo caso, hay que insistir en la razón educada porque es la única defensa contra la bajeza, la cobardía popular y el autoritarismo.