Crónicas oscuras. Muñecos sexuales.

Fabricadas a escala humana con silicona pura, con cabello natural, flexibles en cualquier postura, dóciles, tan hermosas como inspiradas en modelos reales, según exigencias a pedido, las “muñecas de amor” no son una novedad en el mercado, pero sí uno de los últimos tabúes universales que salen del clóset, a muy alto precio por cierto: no menos de 6 mil dólares las más sencillas  o semi robóticas y hasta treinta mil o acaso más, según la sofisticación, materiales elegidos y su versatilidad humanoide para satisfacer al nunca mejor dicho, “dueño” de su objeto sexual. Según aseguran los consumidores “que no cambiarían por nadie a sus muñecas”, con ellas disfrutan de todo, sin los reclamos ni inconformidades comunes entre parejas convencionales.

Ya se decía en los años sesenta: basta la primera transgresión para que todo esté permitido. Y, ¡vaya si se han desbordado las transgresiones desde entonces! No es que el fetichismo no fuera abominado en casi todas las sociedades; es que el salto global de lo privado a lo público ha arrancado el velo a lo proscrito para dejar al desnudo un oscilante catálogo de las que, durante siglos, se tuvieran por perversiones sexuales.  Ésta de convivir con simulacros de humanidad, al extremo de sustituir relaciones reales, ha sido uno de los temas menos frecuentados en la literatura.

Recuerdo el ejemplo elevado a mito de Pigmalion, embelesado con su hermosa Galatea. Este relato original de Ovido sobre el rey de Chipre que por buscar a la mujer perfecta acaba enamorado de una estatua, allanó el camino a las ficciones verdaderas que tanto fascinan a los psicoanalistas. De ahí el azoro causado por el casi secreto y talentoso escritor uruguayo Felisberto Hernández cuando publicó, en 1946 o 47, en la revistaEscritura, un largo y en su hora perturbador relato que al tiempo se ha consagrado como un clásico: “Las hortensias”: "amantes encantadoras", dotadas con personalidad propia, que constituyeron el hogar y la vida de un personaje adinerado y obsesionado con el erotismo con muñecas “un poco más altas que las mujeres normales” .

Si este relato no tiene desperdicio, la maravillosa y sin par novela de Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes (1961), se encumbra como una obra maestra y sin duda entre las más valiosas, bellas y perfectas no del Japón, sino de la literatura contemporánea. Lejos de interesarse en muñecas robotizadas, el sutil y refinadísimo Kawabata explora el erotismo de la manera más extravagante: con muchachas dormidas que avivan fantasías, recuerdos, añoranzas, deseos, temores e incluso expresiones de miedo a la muerte y resignación en ancianos adinerados que frecuentan una peculiar posada de las afueras de Tokio.  Imbuidos de una atmósfera casi mágica, los viudos o meros solitarios que por su edad y condición arrastran desesperanza y su historia a cuestas, yacen durante la noche al lado de una hermosa joven –drogada con seguridad- a quien  pueden tocar, observar, oler e inclusive acariciar para experimentar placer y deseo, a condición de no realizar el coito.

Al margen de que nada podría competir con este monumento literario a la sensualidad y a la belleza pura, erotismo y sexualidad se han entrelazado a todas las actividades en sociedades cada vez más complejas, o tal vez más aburridas, dispuestas a probar experiencias anómalas o indudablemente enajenadas. Lo más insólito se oferta en nuestros días, desde máquinas productoras de emociones que nos recuerdan a Barbarella hasta el boyante lucro de prostíbulos “tecnológicos”, particularmente populares en la sociedad nipona. Como antes la posada de las durmientes, en los años ochenta comenzaron a proliferar estos singulares burdeles -que no cesan de perfeccionarse- para que viejos, discapacitados, fetichistas, tímidos, solitarios o simplemente fascinerosos pudieran fantasear y divertirse a discreción con sus dócilestecnochicas (o chicos).

 Depurados y cada día más versátiles gracias al auxilio de la tecnología de punta,  estos juguetes sexuales semi vivos prometen convertirse en la compañía ideal, casi en cualquier situación y sin que su presencia sugiera ningún faltante en las necesidades del "amante". Sin embargo, falta por resolver su capacidad de mostrar emociones, pues para algunos sería magnífico que sus nenas se mostraran "más cariñosas": algo en lo que fabricantes nipones y norteamericanos ya trabajan, toda vez que estos bellos, inspiradores y “sensuales” robots ya pueden ser programados para desempeñar algún número de tareas.

Lejos han quedado los años en que Japón enaltecía el refinamiento sexual con geishas cultivadas en las artes, la espiritualidad y los juegos amatorios. Amos de la tecnología desde su derrota en la Segunda Guerra Mundial, y reconocidos por sus enajenantes jornadas laborales, lo de hoy consiste es disfrutar prostitutas semi robóticas en burdeles cuidadosamente diseñados. Quienes los regentan prometensatisfacer cualquier sofisticación, aunque ya se sabe que entre decenas de miles de usuarios no faltan escrupulosos, precavidos o enemigos de dejar su rastro corporal en personas de carne y hueso, que prefieren adquirir su “muñeca de amor” para su uso y disfrute exclusivo y privado.

Esta ancestral sociedad siempre nos sorprende. Reconocida y admirada por su culto a la estética y a lo vivo, por su dominio de lo sutil y su milenario apego a las tradiciones, ahora no solamente parece más inclinada a preferir muñecos sexuales que a sostener relaciones con personas reales, sino que su pasión por la tecnología ya supera la de cualquier cultura y esto, de manera irremisible, está modificando el carácter de la sociedad y los estilos individuales o colectivos de relacionarse. Pero este fenómeno no es, por cierto, privativo de la sociedad nipona: recientes publicaciones destacan la veloz proliferación del nicho de los muñecos sexuales –vestuario, juguetes y accesorios incluidos- en los Estados Unidos y Europa.

Así pues, en este mundo nuestro, tan fatigado de sí mismo y sus excesos, estamos llegando al imperio de lo tecnosocial y de las figuras animadas, donde videojuegos y ficciones “techno” están más cerca de los placeres arrancados al polímero que de la riqueza de lo humano. Nadie puede dudar de que este engendro del consumismo refleja el descrédito de las relaciones “tradicionales”. Apreciados productos de una industria tan próspera como versátil, los muñecos han comenzado a prefigurar una nueva realidad, porque al permitir el intercambio de fluidos corporales y adaptarse a las fantasías sexuales y de vida cotidiana de hombres y mujeres, va disminuyendo la necesidad del“otro” al ritmo en que se incrementa la autosuficiencia de los solitarios.