Un día está ahí, y de repente aparece la muerte, así de tremenda es la muerte del padre: un umbral de historias que rascan el hueso de la memoria. No importa si era brutal, ausente, abandonador, indiferente, amoroso, irresponsable, simpático, cumplido, mediocre o loco de atar, es que el padre es la frontera simbólica entre la razón y la sin razón, entre lo imaginario y lo real, entre el deseo y la frustración, entre la aceptación y el rechazo, entre el yo y el otro. El padre es la palabra, el silencio y el misterio indescifrable, como el luto de Electra, la devoción filial de Antígona o el incondicional apego de Atenea por Zeus. No importa si el hijo cierra los párpados del cuerpo yacente, si la hija cubre con un lienzo finísimo el rostro que un día miró y ella supo quién era; tampoco hay diferencia entre recibir a distancia la noticia de su fallecimiento o encargarse del funeral, porque el golpe se reduce al instante en que creemos que el mundo se desmorona. Pero no, en realidad todo se reduce a un extrañamiento puro, que no se parece a ninguno.
Lo leo en Paul Auster y un par de frases se vuelve hebra larguísima de un relato sobre la genealogía perdida. Yo misma, en su hora, escribí La Ley del Padre y mientras las palabras fluían como dictadas por el Destino, la mano se reservaba más de lo que la mente gritaba. Después del libro siguió la confesión del espejo. Aparecieron la rabia y la conformidad, lo que sabía, lo que ignoraba o me negaba a aceptar hasta corroborar que la escritura, en su mejor acepción, es medida de todas las cosas. Como Auster, acudí a la palabra para disponerme a reconocer lo que queda después del olvido, de la conformidad y de la aceptación de que lo que es no solamente es lo que es, sino también lo que fue y lo que no pudo ser. Por consiguiente y tiempo después, desde la lectura/relectura, con confirmo con él que, ya sin padre, el hijo se adentra en la región de sombras donde participamos del misterio de la vida vivida al margen del afecto.
Padre él mismo, con la tragedia de su hijo a cuestas, saberse puente entre dos generaciones que le fueran ajenas lo llevaron a atreverse con los vínculos indescifrables. Excelente narrador, como se confirma en Experimentos con la verdad, por no citar una lista de títulos que confirman su lugar en la gran narrativa estadunidense, La invención de la soledad fue ese intento de descifrar lo indescifrable. Me pregunto si el enredo de paternidades es un mismo enigma o filón del gran misterio que determina el carácter, nuestras relaciones afectivas y un modo de entender o confrontar el mundo.
Auster, fiel a su costumbre de convertir la experiencia en escritura, comprendió que su padre se había marchado sin dejar rastro: Pensé: mi padre ya no está y si no hago algo de prisa, su vida entera se desvanecerá con él. Esa preocupación suya me inquietó especialmente, porque recordé que al observar el cadáver de mi padre me pregunté qué de su “vida entera” se iba con él, qué quedaba en mí a pesar de mí o quién era en realidad ese hombre que ostentaba con tanto orgullo un donjuanismo. Al paso de la Invención… se impuso mi reinvención paterna al grado de intercalar sus historias, las mías, las reales, las imaginarias y las más caprichosas de la memoria, esa gran chapucera. Al final confirmé que tanto en su caso como en el mío, la literatura ha sido una invaluable vía de salvación.
Al paso de las páginas tuve que aceptar que toda historia comienza por el final. Escritor de raza, la suya se fue desdoblando -a propósito de la figura paterna- entre autores, libros, referencias y símbolos: muchos y oportunos símbolos para situar el vacío que se crea entre hablar o morir… porque mientras uno siga hablando, no morirá. Fue curioso ver cómo iba intercalando su biografía a la relación del hijo: eterna Scherezade, era la historia dentro de la otra historia y de la otra gran historia para desdoblar la suya propia. Cuando otras ficciones aparecían como soportes o accesorios del relato me daba cuenta de hasta dónde puede enmascararse el peso de una ausencia. Padre de familia él mismo, al morir de cáncer de pulmón el 30 de abril de 2024, los 77 años de edad, dejó tras de sí la sensación de que, impreciso en lo esencial, ausente de sí y de los demás, describió al suyo con una “vida tenaz y opaca, como si fuera inmune al mundo”.
Si al través de la memoria del padre Paul descubrió la parte del hombre hecho de silencios; el mismo que durante años no habló con su hijo, a quien aguardaba un destino trágico. Si bien Invención… data de 1982, con seguridad sufrió un vacío palpable y una mordida feroz al alma al conocer el espantoso final de la nieta y del hijo, muchos años después. Víctima de adicciones terribles desde su adolescencia, Daniel murió de sobredosis, a los 44 de edad, en abril de 1922. Su cuerpo fue encontrado tirado en una estación del metro. Dos semanas antes había sido acusado de homicidio de su bebé, Ruby, de 10 meses de edad. Supuestamente, Daniel la estaba cuidando en su casa de Brooklyn cuando el 1 de noviembre de 2021, la pequeña quedó inconsciente por sobredosis de fentanilo y heroína y no fue posible reanimarla.
Si supuso que la muerte de su padre era el rayo, imagino que la Invención de la soledad era nada ante el vértigo emocional que aguardaba a Paul Auster, como protagonista de su propia paternidad. Considerado durante varias décadas “miembro de la realeza literaria de Nueva York”, quizás el silencio trágico que siguió a la muerte de la nieta y del hijo le impidió sellar su propia existencia con el relato del dolor más profundo. Sobrevivió con mucho a su padre, pero el hijo lo dejó devastado pues, fumador empedernido, a poco de la tragedia familiar se le diagnosticó el cáncer que se lo llevó a la tumba.
En Auster no sólo he hallado el retrato de una generación que enfrenta el vacío como recurso de identidad, también la fragilidad de los vínculos humanos. Lo cierto es que las búsquedas de Auster se convirtieron en dialogo con la sombra y testamento del alma ante la incógnita del origen.
