Gabriel García Márquez*

Getty Images/Archivo

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Latinoamérica, “primer productor mundial de imaginación creadora”,  necesitaba un relato que la sacara del desaliento. Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Alejo Carpentier y Juan José Arreola comenzaron a innovar nuestra lengua a partir del medio siglo pasado, pero faltaban fábulas, signos, mitos y símbolos para contrarrestar con ficciones la inseguridad interna y el menosprecio exterior, cifrados por una historia de intervenciones y sufrimiento. La presión burocrática enfriaba el afán de aventura y el espíritu del cambio se confundía con la explosión demográfica que llenaba de hambrientos y desesperados regiones antes paradisíacas y gradualmente devastadas. Ideales como los de Bolívar y Martí cayeron en desgracia de tiempo atrás, a pesar de tentativas inútiles por recobrar su memoria.

Pesaban los insaciables olvidos de un montón de tiranuelos. La retórica oficial enmascaraba la verdad verdadera durante un siglo XX atormentado con episodios oscuros, por no decir criminales, que arrojaban a las mayorías a la necia costumbre de refugiarse en sueños jamás causados. De lo grato y noble de sus múltiples culturas nada o muy poco se sabía más allá de ámbitos académicos, a pesar de que la imaginación y el ingenio popular se han multiplicado como la injusticia o la pobreza. El mundo era menos mundo sin la voz ni la presencia de millones de indígenas, mestizos, negros, criollos y otros tantos representantes de mezclas raciales, producto del furor sexual de colonizadores, esclavistas, aventureros y “huéspedes de paso” que regaron la simiente del silencio para que los vencidos borraran su rostro, su lengua y su pasado.

Desde la hora de las independencias, algo fétido se fue extendiendo por el Caribe y desde el Río Bravo hasta la Patagonia. Viejos y jóvenes compartían la misma opresión secular, igual desesperanza e idéntica sensación de oquedad que arrojaban a unos a la muerte asegurada durante levantamientos armados y, a los más, a la certeza de que nunca, nada, habría de redimirlos. Por infames o sosos que fueran los gobernantes, los dictadores y un desfile inabarcable de tiranos, caudillos y caciques, en común creían que sus ocurrencias quedarían inscritas en mármol. Así lo fantaseó el gorila cruel y uniformado de El otoño del patriarca de García Márquez y así también, desde su fortaleza de La Ferriére y el Palacio de Sans-Souci, el haitiano emperador negro Henri Christophe, quien sería derrocado por la magia y el vudú del prodigioso Ti Noel: esclavo que Alejo Carpentier inmortalizaría en El reino de este mundo, novela fundadora de lo real maravilloso que encumbraría, por fin, el poder de nuestras letras.

Hasta entonces, la empecinada repetición del tribalismo dramatizaba diferencias de clase, de género, de educación, de lo aparente o especulado. Latinoamericanos y caribeños vagaban alrededor de un vacío sin espejos ni entendederas, como ánimas en pena, despojados de identidad y perdidos en palabras apropiadas, escasamente comprendidas. Eso ocurría hasta pasado el medio siglo XX: la mitad de los cien en la genealogía de los Buendía; y por desgracia sigue así principalmente entre las etnias, aunque con nuevos atavíos.

Pero entonces, de pronto, en un significativo año 1967, apareció en las librerías un torrente de imágenes y relatos deslumbrantes. Como caída del cielo, la literatura sacudió la modorra que afectó a decenas de generaciones sumidas en un sopor equivalente al de la travesía de Bolívar en ruta hacia la muerte. Los lectores encontramos en sus páginas la belleza tejida con metáforas y cuentos inspirados por dios o por el diablo. Cien años de soledad, novela/cifra, nos dio la afectividad compartida. Gabriel García Márquez estaba ahí, con la épica de la soledad.  Un libro no cambió el mundo, pero el arte de la palabra lo aligeró mientras crecíamos asidos al poder de un nuevo lenguaje: el de la narrativa de nuestro mayores.

Inmerso en una pasión hasta entonces oculta, Gabo derramó en sus lectores –minoritarios en principio- el sentimiento de libertad que animaría la patria espiritual del idioma. Dividido en naciones y muchas lenguas, no tenía el continente un pasado, un presente ni un futuro en común. Las diferencias superaban la urgencia de identidad de los hispanohablantes americanos. Una misma desesperación impedía reconocerse en el otro. Afectados por su semblanza imprecisa, los latinoamericanos se sentían alejados de lo que pasaba más allá de sus narices, en “el mundo ancho y ajeno” que un puñado de escritores empezaría a estrechar. Nuestros pueblos no se miraban a sí mismos. Si algo los reflejaba, no lo notaban. Tampoco nombraban un saber que sabiéndolo, ignoraban que lo sabían. El español de la mayoría ocultaba más de lo que decía. El habla era un hipo intercalado con monosílabos. Y nadie, al parecer, entendía nada de nada: tampoco importaba, porque la miseria ciega y analfabeta era uno de tantos hechos que se daban por sentados.

Feliz herencia la del exilio español, cuando abrir una librería o una editorial en nuestros países era lanzar una moneda al aire. Nos trajeron el aire fresco, los espejos, las traducciones, las voces y los títulos con otros modos de ver, entender, nombrar e interpretar la vida. Igual que a Cortázar, Fuentes y Vargas Llosa, Faulkner fascinó al joven García Márquez. Influido por el ficticio condado de Yoknapatawpha, quiso recorrer el Misisipi, donde transcurren la mayor parte de sus relatos y Macondo fue el fruto tropical de su oportuna influencia.

Antes del ascenso de la nueva novela latinoamericana, nuestros escritores desdeñaban tradiciones y símbolos que podrían unificarnos. Creían que su realidad apagaba, más que iluminar e inspirar a las letras. Se desdeñaban peculiaridades y mitos sin darse cuenta de su potencial vivificante. A los novelistas les atraían el anecdotario del campo, los amores rurales y las faenas en los corrales. Generaciones enteras sólo conocieron antagonismos. La Revolución Mexicana aportó la violencia, el caudillismo y las huestes de violadores, mentecatos y borrachos que romperían con la escritura a media luz y con el miedo de describir la realidad que pugnaba por hacerse visible. Sería un principio; el tranco inicial de una carrera larga, de obstáculos, y con entradas y salidas de muchos participantes que poco a poco fueron creando los “sedimentos culturales” referidos por Alfonso Reyes.

Los temas, la épica, el revés del poder, fábulas, recuerdos y cuanto hace a la gente ser como es permanecía a buen seguro: no fuera a ser que la tinta corriera y se desvelaran los rostros múltiples de un continente que, a ojos del Conquistador, ocultaba más riquezas de las que mostraba, que eran bastantes. Los colonizadores saquearon cuanto pudieron. En las  venas ocultas se refundieron los muertos, el dolor y la melancolía. Al contar su historia y narrar bellamente las peripecias de los Buendía, García Márquez realizó la hazaña anhelada: remover siglos de búsqueda de un territorio enfermo de soledad, con las tripas llenas de fantasmas y agobiado por el Poder, por el poder absoluto, que no acaba de renunciar a la tentación de eternizarse.

Lo suyo es contar la vida. No explica. Tampoco interpreta, recrea. García Márquez ha visto y narrado su humanidad de un solo golpe, sin divisiones. Soñar, pensar e imaginar ha sido lo mismo en su mente global, en su golem particular. Por intuición o por genio, supo que la realidad todo lo abarca: la vida y la muerte, el mito y la épica; el drama y la tragedia, la ficción y la crónica. Trasmite, no inventa el habla ni los asuntos de sus mayores. Ha dicho a quien pregunta sobre las peculiaridades de su método que así son las cosas en su Caribe natal. Que para eso están los ensayistas, para analizar el por qué; para prever y entender. Al escribir no discute ni se pregunta las causas de una manera de ser. Su audacia expresiva es emocional, afectiva. Ve, oye y ha escrito artículos periodísticos, crónicas, novelas o cuentos con la eficacia del saber trasmitido por los abuelos y la soltura aparente del repentista. Su pensamiento es viajero. Su vocabulario trasciende la magia del diccionario porque el suyo es el puro don de contar. No hay complejos ni himnos ni banderas ni celebraciones; tampoco en su prosa se advierte un problema insalvable: ahí están los difuntos para dialogar con los vivos y ofrecer respuestas asombrosas a lo cotidiano y posible. Están las voces del diario, las propias de su región y las que, ignorantes de su raíz, circulan en el Caribe en libre invención; también por el Altiplano. Cuando falla el folclore, acude a la magia del alquimista. Si la desesperanza entorpece el rumbo, el amor lo resuelve. Si el mundo se cierra, un encantamiento lo abre. Si no existen techos, sobran mujeres para construirlos mediante relatos. Levitaciones, magos, ríos de semen, gallos, putas, el hielo… El universo apretado en la ficción verdadera. Macondo es la casa y el huracán la arremetida que acabaría con un páramo alucinado.

Muerto él, apenas hace unas horas, miro uno a uno en el anaquel sus libros leídos y releídos. Gracias a él nuestras letras dieron un salto gigantesco a la cima del arte de la palabra. La levedad se infiltró a la escritura y por la gracia de su talento Latinoamérica entró por la puerta grande al cerrado cenáculo de los clásicos de la hora. Repaso una línea, reconozco un pasaje y de una historia evocada a otra mi memoria me regresa al día en que, sentado junto a mí durante una comida, sonriente, Gabo me dijo a boca de jarro: “tienes una vida para contarla… No le tengas miedo.”

 

*Fragmento editado de “GM: La épica de la soledad”, en Voces de su tiempo, de próxima publicación.