El consumo indiscriminado desquicia el afán de poseer hasta niveles patológicos. Sin distingo de pobres o ricos, el exceso es péndulo del deseo y éste, motor de inequidad. De ahí que la codicia corone el éxito del monetarismo gracias a que la publicidad incita a desear más y más, a obtener para desechar, aparentar, ostentar o ser envidiado en la contracultura autodestructiva. El mercantilismo nos ha convertido en generadores de basura y devotos de la corrupción. Sin ideales, desaparecieron a la par los escrúpulo. Quedamos sin visión de futuro y agarrados al hoy, sin expectativas: no más espacios sagrados ni monumentos para la posteridad; tampoco obras, símbolos, logros ni rituales para celebrar la vida, la razón, la grandeza, la memoria, el genio creador, el valor o la probidad. Aun las palabras, la música, la imaginación o las ideas participan del letargo depresivo que sustituye pasión con ruido e intensidad con estallido. Ante la indiferencia popular, en esta contracultura del exceso y la autodestrucción, el estado del arte y del pensamiento va reflejando el alcance del desprecio a lo mejor del Hombre. Mediatizados, nos domina la avidez de satisfacción, el deseo no de absoluto sino de cosas, fullerías, ilusiones, movimientos de la nada a ninguna parte. Los medios se encargan de fomentar el terror a razonar, crecer, envejecer, vivir o no vivir... Aun la política participa de la devaluación de lo humano con embustes que, encandilantes, nos distraen para impedir el saber de lo real.
Enemigos de la memoria y de atributos que en el pasado reconocían al Hombre, somos víctimas del poder, del dinero, del lucro, la vileza y lo efímero. Mientras se afianza el mantra “lo quiero, lo tengo” o “el deseo es poder”, se multiplican los nuevos Tántalos con apetencias insaciables. Al anhelar lo artificioso, se pretende ser el que no es. Respiramos la codicia ilimitada que llevó al mítico Tántalo a sufrir en el Tártaro uno de los más horribles tormentos: quedar hundido en agua clara hasta la cintura y rodeado de árboles de frutos exquisitos. Por ladrón y codicioso, Zeus lo condenó a no poder agacharse para beber ni alcanzar nada para comer.
Contrapunto del mito de Sísifo, cabe preguntarse, ¿quién era este Tántalo que tan bien retrata nuestra época? Rey de los frigios, hijo de la ninfa Pluto, padre del legendario Pélope, no fue héroe ni personaje trágico; tampoco realizó hazañas ni cultivó virtudes. Disfrutar era su única razón de ser. Se jactaba de haber convivido con las deidades, de conocer sus placeres y de que, a saber por qué méritos, Zeus le prometió cumplir sus deseos. Tántalo amaba el poder tanto como el gozo. Para fortalecerlo intrigaba, atesoraba confidencias, robaba y hacía regalos a discreción. Apoyado en Fortuna, utilizaba influencias, presumía y por el capricho de hacerlo declaró, por ejemplo, la guerra a Tros para secuestrar, disfrutar sexualmente de su hijo, el efebo Gaminedes, y acaso después regalarlo al Padre del Cielo para que también lo gozara.
Orgulloso de sus privilegios, organizó un banquete en el Monte Sílipo para agasajar a los dioses con abundancia de ambrosía y néctar: su alimento sagrado. Cuando la comida comenzó a escasear, el anfitrión ordenó descuartizar y cocinar exquisitamente a su hijo Pélope para que las deidades no identificaran el origen de la carne. Dioses al fin, al advertir que eran miembros humanos los que les servían, repudiaron la ofrenda, salvo Deméter. Por estar apesadumbrada por el rapto de su hija Perséfone, ella se comió sin darse cuenta el hombro izquierdo del infeliz muchacho. En un desplante justiciero, Zeus ordenó a Hermes sacar del Hades el alma del joven para reconstruirlo en el caldero sagrado. A Hefesto correspondió forjarle un hombro y cubrirlo con marfil de marsopa. Rehecho por manos divinas, tocó a las moiras dotar a Pélope de vida nueva, con cualidades agregadas a su iniciación en los misterios sagrados, pues solo unos cuantos mortales volvían de la muerte y del Hades. El mismo Poseidón concluiría el proceso en el Olimpo para convertirlo en amante y hacer de él el monarca que protagonizaría una singular historia.
Confiado en la impunidad, porque conseguía lo que deseaba, el insaciable Tántalo no sólo tuvo el arresto de robar néctar y ambrosía de sus convidados, además se atrevió a revelar sus secretos mientras repartía entre amigos estos alimentos sagrados. La tolerancia de Zeus llegó a su límite al corroborar que este miserable mortal pretendía igualarse con los seres supremos. Decidido a llevar al extremo la promesa de cumplirle lo que pidiera discurrió uno de los castigos más espantosos: confinarlo en el Tártaro -lo más profundo del Inframundo- con una piedra sobre su cabeza y medio cuerpo hundido en el agua fresquísima para que no pudiera beber ni comer los frutos que no alcanzaba a cortar.
No es Tántalo representativo de las figuras que prometen el paraíso y entregan el infierno? Cercados por fortunas mundiales incalculables, nunca antes existieron narcotraficantes, bribones, políticos e industrias dedicadas a fabricar estímulos para exacerbar la enajenación de modos distintos. Nos hemos acostumbrado a vivir rodeados de idiotismo, insatisfacciones, ansiedad, depresión y del sentimiento de vacío que sufren millones de inadaptados y adictos a lo que sea, anodinos y consumidores sin control no solo de alcohol o estupefacientes para dormir, despertar, engordar, enflacar, fantasear, olvidar o dizque “rejuvenecer”, sino a las redes sociales, a los coches y a cuanto pueda distraer el tedio de los que no saben qué hacer con sus vidas. Un síndrome se expande en este planeta enfermo y superpoblado: el síndrome del deseo insaciable que nos está destruyendo y destruyendo al planeta.