Advertencias desatendidas

Las sociedades, como los individuos y a pesar del propósito unificador de la globalización, tienen sus propias capacidades de desarrollo y expresión. Unas más que otras emergen, maduran y florecen o declinan de maneras diferentes, inclusive en la Comunidad Europea. El misterio es por qué unos se rehacen como el Ave Fénix y otros ceden al  estancamiento o al impulso autodestructivo. Con carácter y esfuerzo coordinado más de una vez pudimos salir reforzados de las crisis, pero invariablemente nos asimilamos entre yerros a la rabia, al lamento separatista y a la tentación de enajenar nuestros mejores recursos materiales y espirituales. La tendencia al declive parece indicar que el autodesprecio teñido de complacencia no habrá de parar hasta convertirnos en la sombra de lo que pudimos ser como nación libre, productiva y soberana.

Desde el ascenso de los racionalistas, la gran pregunta de por qué unas culturas se vuelven punteros de la civilización mientras otras parecen condenadas a la derrota, sigue sin respuesta satisfactoria. Lo frecuente es acudir al argumento de la dominación y la ignorancia si no para justificar al menos explicar un sistemático e inclusive secular atraso que los voluntaristas consideran evitable. El subdesarrollo, de tan arraigado en numerosas regiones, generó conjeturas raciales o de condición del espíritu que no dejaron indiferentes a mentes tan avezadas como Nietszche, Wittgenstein o Spengler por no citar una larga lista de pensadores ingleses y alemanes, concentrados en el análisis del progreso y la significación inequitativa del actual imperio de la ciencia y la economía.

En su espléndida Historia intelectual del siglo XX, Peter Watson examinó esta realidad desde distintas perspectivas, a cual más aleccionadoras. Relató, por ejemplo, que al sufrir el rechazo de su tesis doctoral, en 1903, nada menos que a Spengler le fue vedado su acceso al más alto escalofón académico. Víctima de una crisis nerviosa a causa del alto nivel de exigencia de una sociedad que establecía sus miras en todos los ámbitos, empezando por el rigor de las aulas, pasó un año sin dejarse ver y, a su pesar, se vio obligado a cambiar de residencia para ejercer la docencia en escuelas medias hasta convertirse en escritor a tiempo completo. Autor de un libro decisivo hasta la fecha –La decadencia de Occidente-, Spengler fue una de las mentes que con mayor claridad entendieron que “la Zivilisation  no era producto final de la evolución social, como opinaban los racionalistas al respecto de la civilización occidental, sino el estado de decrepitud de la Kultur(…)”; es decir, “de la experiencia interior de todos nosotros” que, en conjunto, orienta el carácter colectivo: una postura que si bien refleja el arrojo pertinaz de los que no se resignan y aspiran a la superación constante, no basta para comprender la complejidad de las muy embrolladas sociedades contemporáneas.  

Las tesis de Spengler fueron determinantes en su hora, al grado de influir en el rumbo del vitalismo que, para desgracia de una Alemania en crisis y en especial de sus víctimas, declinó en la fundación del Nacionalsocialismo con sus consecuencias históricas. Tras analizar el ascenso de potencias como Francia, Inglaterra y los Estados Unidos, Peter Watson reparó en las directrices liberales para valorar la importancia que ejercen los grandes logros intelectuales, artísticos, científicos y económicos en el progreso que, para serlo en términos de civilización, deben cimentar logros compartidos de previsión, moralidad, prudencia y cálculo. Sin ellos –insistió-, los pueblos no pueden proveerse de energía ni suministros alimentarios; tampoco,  –como señalara el economista Keynes- “pueden reorganizar el equilibrio de poder de manera que favorezca los intereses propios”.

Y de definición de intereses propios, entre otros dramas que han puesto de cabeza a la política, las religiones y a la integración lingüística y social, es una de las cuestiones a debatir y resolver en nuestro país. Nutrición, vivienda, energía, salud e ignorancia agravan un atraso que imposibilita la acción dirigida y colectiva a favor de los propósitos democratizadores. Empezando porque carecemos de capacidad para resolver nuestra demanda alimentaria, tanto la riqueza como el sistema de producción interna están supeditados al control y beneficio extranjero. A diferencia de las sociedades punteras la educación, el trabajo y la correlativa salud social no están siquiera en los primeros peldaños de competitividad internacional.  

Basta el recuento de intelectuales destacados y aportaciones individuales en momentos y pueblos aptos para vencer sus errores y sus crisis para medir cuán grave es nuestra desventaja, en todas sus manifestaciones. Dar la espalda a la inteligencia educada, impedir que la ciencia se democratice y que sus logros alcancen a la mayoría, no apoyar el cultivo del saber ni empeñarse en formar desde la infancia a hombres y mujeres pensantes empeora un secular estado de servidumbre, al que debe agregarse el doble efecto del incremento demográfico y la degradación urbana. Es cierto que la evolución es la traza de la historia de todos y cada uno de nosotros, pero también que el tipo de vida excluyente que se nos ha impuesto no ofrece esperanza ni buen fin.

Si bien la humanidad avanza de manera desigual y no desprovista de tintes trágicos, mal podríamos presumir que los mexicanos estamos preparados y en disposición de asumir el compromiso de enfrentar el desafío del futuro inmediato. El modelo de crecimiento elegido se contrapone a la convergencia social que podría preservarnos de la hecatombe y la sin razón anunciadas.

A diferencia de las culturas avanzadas, cuyos sólidos sedimentos pueden allanar el golpe de la crisis que amenaza al planeta, sobre nuestro pueblo se agrega la indefensión del ignorante que no sabe cómo ni puede participar de la rectificación necesaria. Desatentidas, las advertencias sobre la peligrosidad que nos acecha nos pueden reducir a formas de esclavitud innimagidas. Quisiera creer, como predijo, J. D. Bernal en 1992, que el hombre del siglo XXI será capaz de dirigir su propia evolución. Ojalá que en su búsqueda de una humanidad mejorada la conciencia y la razón consigan situarse entre las prioridades.