Más consumo y menos mundo

Desde que los primeros hombres miraron al cielo para crear a sus dioses hasta las muchedumbres congregadas en plazas y templos para honrar al Único-uno; del Hades al Infierno dantesco y al urbano actual, el peor de todos; del Gilgamesh al Bhagavad Gita; de Homero y Sófocles a Shakespeare, Cervantes e inclusive en la hora de Borges, la humanidad fincó su estado social a partir de la indiscutible certeza de qué es lo que había que hacer, quiénes tenían que hacerlo y para qué; es decir: la moral surgió para salvar al hombre de sí mismo. En cuanto se impuso la complejidad en las relaciones comunitarias y el consumo alteró el orden y la conducta, la política hizo su aparición a la cabeza de las culturas, para consolidar la función reguladora del Poder y del Estado.

Mancuerna inseparable de lo que al tiempo habría de denominarse economía, el Poder hizo su entrada triunfal en el deslinde de gobernantes y gobernados para que unos decidieran cuáles acciones tenían que llevarse a cabo y los otros las realizaran de acuerdo a su jerarquía. De proceso tan prolongado y no menos laberíntico puede decirse que en los registros de la humana memoria el comercio estuvo en el eje de avances, enfrentamientos y retrocesos, de riquezas y empobrecimientos e incluso en las modalidades estéticas, artísticas, artesanales y recreacionales.

Expuesta a enfermedades, hambrunas, accidentes y guerras, la humanidad conservó durante milenios un involuntario equilibrio entre nacimientos y muertes, hábitos de consumo, creencias, costumbres y con la Naturaleza. Todo cambió con el “estado de bienestar” que, amparado por la “modernidad”, consagró el capitalismo como antes a los dioses. Así, el hombre fue cediendo indistintamente a su condición de consumidor, dependiente de la tecnología y partícipe activo en el gradual pero efectivo deterioro del “estado social”: uno de los síntomas más críticos de los ecosistemas.

Aturdido por la sobreproducción y su complementaria publicidad, inmerso en una superpoblación asegurada por antibióticos y sistemas sanitarios; invariablemente dócil a la multiplicación de necesidades prescindibles y deseos dirigidos por la industrialización y el consumo masivo, el hijo del siglo XX –condenado a la sazón a vivir hasta convertirse en bisabuelo o tatarabuelo-, revirtió en unas décadas el equilibrio mantenido durante millones de años en el planeta.  En apenas tres o cinco décadas los apetitos insatisfechos de las masas se dispararon hasta volverse rehenes del consumismo y títeres individualistas. En tanto y “los condenados de la Tierra” fueron despojados de patria y destino, los países más ricos se rindieron al dictado neoliberal y la indiferencia aniquiló la otrora función estabilizadora de la ética.

No hay misterio en el estado del hombre actual ni nada que justifique su impulso de muerte: la degradación del planeta no es accidental ni sorpresiva. Los más avezados denunciaron con oportunidad la veloz extinción de especies animales y vegetales, la desertificación y la contaminación. Como sería de esperar y en atención al síndrome de la infortunada Casandra que con el don de la profecía recibió de Apolo la condena de no ser creída, los ambientalistas también advirtieron que se requerirían los recursos de cinco planetas en vez del único que disponemos para cubrir las necesidades de una población mundial que pronto alcanzará la cifra de 10 mil millones de habitantes cuya mayoría, indiscutiblemente, no solo estará en niveles de miseria extrema, sino de furia e inconformidad extrema.

Ésta, así, es la era de la tecnología sofisticada, de las autopistas de la información, la publicidad, los jets y los trenes/bala. Reino del mercado global y del monetarismo, sus excesos habrían sobrepasado la imaginación más diabólica del pasado. Nada qué ver con el mundo de Confucio en su China inescrutable, con los hallazgos de Herodoto allende el Mediterráneo o con los días en que filósofos y artistas viajaban a pie prodigando el saber. Eran siglos de fundación y de un porvenir tan largo y desconocido como los caminos frecuentados por las caravanas de camellos, carros, burros donde los hubiere o tamemes entrenados a cargar como bestias, que hacían del comercio una de las actividades más intrépidas, necesarias y lucrativas de cuantas han existido en la historia.

Nuestra especie no es la racional, también la única industriosa y mercantil de cuantas han poblado el planeta. Las oscuras horas del trueque precedieron a las ciudades y a la formación del Estado, al grado de que aun los nómadas y las tribus más apartadas practicaron el comercio como recurso de sobrevivencia. Una temprana y complicada invención de los equivalentes a pagarés, cheques y letras de cambio contribuyó a proteger a los comerciantes de asaltos y abusos desde el próspero Cinere, en Egipto, y por todo el Mediterráneo hacia el Norte y el Oriente y al revés, quizá hasta abarcar zonas cada vez más impenetrables y peligrosas, como la legendaria China. Por consiguiente y previo al helenismo alejandrino, el sistema bancario creció y se multiplicó bajo el dictado de las mercancías y los correlativos créditos al tanto por ciento, destinados a producir y/o distribuir toda suerte de artículos: aceite, vino, telas, cerámica, muebles, especias, té, joyas…

Tanto el empleo de guías y guardias armados como el uso corriente del sustituto del dinero tuvieron que ajustarse a las condiciones del mercadeo. El establecimiento regulado de divisas y papeles bancarios, de tal modo, trajo consigo una gran diversificación de valores que, además de mejorar las condiciones de vida y ensanchar comunicaciones marinas y terrestres,  fortalecieron las relaciones diplomáticas y civiles entre los pueblos. No hay modo de menospreciar el efecto que el comercio ha tenido tanto en el correo entre culturas como en el historial de las guerras de invasión o conquista; su extralimitación, no obstante, se convirtió en un arma letal, la más nociva de todas.

La literatura es un registro invaluable del enigmático y naturalmente mercantil universo oriental. Si poco fuera el puente imaginativo entre Las noches árabes y la memoria de Marco Polo, allí están la Biblia, las mitologías y una rica narrativa popular para recrear lo que la seda, las especias, la música, la artesanía, el ganado, los granos o los metales dejaron en el imaginario colectivo. Desde que la llamada civilización occidental se hizo de las riendas de una súper industrialización global y en nombre del capitalismo a ultranza se creó la mayor amenaza para nuestra supervivencia en la Tierra, se predispuso a nuestro hogar compartido al autosacrificio.

No es pues el comercio en sí la causa de nuestra veloz degradación. Es la codicia insaciable, la inmoralidad de la minoría de ricos que ha fomentado el consumismo y dado al traste con la otrora función del Estado y la sociedad. En su vejez, al filo de la muerte pero animado por un profundo sentimiento de humanidad, el sabio Sygmunt Bauman conserva arrestos para insistir en la obligación moral de demostrar el fracaso del actual modelo económico. Aferrarse a este delirio augura el peor fin.

“Este podría ser el momento –escribió-  de reconducir la responsabilidad moral hacia su manifiesta vocación: la garantía mutua de supervivencia.” No hay más camino para crear las condiciones reparadoras que revertir el proceso, desmercantilizar el impulso moral, volver a lo fundamental del ser y recobrar la moral que en más de una ocasión ha demostrado que no hay más noble y perdurable invención que un imperativo ético.