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Martha Robles

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De mujeres, hoy: escribir como sea, de lo que sea

June 3, 2022 Martha Robles

De la invisibilidad al empujón para ser notadas, aparecen mujeres a puños armadas de párrafos, versos, cuartillas y toda suerte de títulos y ocurrencias que, de preferencia sin calidad, acusan la explosión de un fenómeno sin precedentes en la historia: la urgencia de ser vistas y reconocidas porque sí, sin méritos, porque el tema femenino está en boga. Tanto, que se pretende hacer creer a los necios que basta ser mujer para hacerse acreedora hasta de talento. Aquí prolifera lo opuesto a las batallas libradas por escritoras brillantísimas, ignoradas, perseguidas e inclusive asesinadas desde la Antigüedad hasta nuestros días.  

Sin el auxilio de las redes sociales no habría sido posible publicar esta novedosa búsqueda de “notoriedad de género” que pasa por alto ideologías, curiosidad intelectual y las misteriosas causas que hacen que alguien, por talento y razones de amor al lenguaje y sus atributos, tenga algo qué decir y no solamente sepa cómo hacerlo, sino que lo hace con maestría y a pesar de obstáculos.

Para no abundar en la conflictiva cuestión del talento  -siempre inocultable-, prefiero reparar en esta interesantísima situación que, sin relacionarse con vertientes feministas, se acompaña del brote colateral de “talleres”, clubes o grupos de y para entusiastas no profesionales de la pluma.  No podría decirse que estamos ante un germen masivo de pensadoras, poetas, narradoras o “mujeres de letras”, cuyas obras o tentativas pudieran fortalecer la literatura local o internacional. En realidad, la explosión indiscriminada de candidatas o supuestas escritoras al calor de la estufa acusa lo contrario: el triunfo de la improvisación, la preferencia del menor esfuerzo y una obvia conformidad con la medianía ante el descenso del “ondulante” gusto literario, inseparable del mercantilismo editorial.  

 No me refiero, desde luego, a las escritoras que lo son sin lugar a duda y en aplastante y obvia minoría. Me refiero al mundillo superpoblado donde “brilla por su ausencia” el primer requisito para serlo: formación, curiosidad, estudio sistemático, largas jornadas diarias de trabajo disciplinado y una sólida cultura personal encauzada por el cultivo del arte de la palabra. Por la profusión de indicios que llenan las redes sociales, se trata de “escribir” y echar las líneas al vuelo. Escribir así, en abstracto; darse a notar y hablar con temeridad de lo que sea, acaso como ocurrencia, impulso u opinión, “por contagio”, por deseo: sin gramática, sin ideas ni imágenes ni aportaciones originales. Escribir por que sí, no por saber lo que implica que cada escritor tenga un mundo y una voz propia. Escribir sin sintaxis ni conocimiento suficiente como si, por analogía, el pintor ignorara el dibujo o la teoría del color. Escribir como vaciadero de contenidos previsibles, de lugares comunes, de blablabla que nada sabe del arte de la palabra ni del valor del silencio. Escribir sin tener qué decir ni saber como hacerlo.

Dar el salto de la palabra oral a la escritura acaso se supone más fácil que aventurarse en la ciencia, en la música o en el estudio de otras disciplinas, consideradas “difíciles”. Hay quienes creen que la del escritor es tarea tan sencilla “que cualquiera puede hacerla por el hecho de aprender el alfabeto”. Un buen hombre nada menos que en la UNAM, al enterarse de  que mis jornadas de trabajo no eran menores a las 12 horas diarias, me dijo justamente lo que prueba el prejuicio que priva respecto del quehacer intelectual: “si yo tuviera tu tiempo también sería escritor, pero tengo que trabajar”. ¡Cráneo privilegiado! Así resulta que el del escritor “no es un trabajo”. Quizá por eso se paga tan mal o no se paga. Si aceptamos con Aristóteles que lo que bien se entiende bien se expresa, confirmamos que por no comprender que el proceso cultural va presidido por las letras, el arte y el pensamiento, las sociedades atrasadas se constituyen en defensoras de la ignorancia y los simulacros.

Esto no es un alegato contra las que hacen lo que quieren o lo que pueden. Es, por encima de todo, una defensa personal del arte de la palabra, ante la abrumadora invasión de chabacanerías. Y es que, por el hecho de haber ido a la escuela básica cualquiera cree que leer y escribir es cosa vana.  Aprender operaciones aritméticas no hace al matemático ni al físico; se requieren mucho más  que rudimentos. Así la escritura, pues en el viaje de  significados y significantes se compromete el propio destino.

Ser escritor no es divertimento. Peor en el caso de la escritora, dado el carácter de la sociedad. En realidad, es un modo de vivir demandante y caprichoso, de preferencia poco o nada lucrativo y menos reconocido, celoso, insaciable y sin embargo tan fascinante que quien prueba “el secreto” queda de por vida entregado a su culto. Hay que escudriñar la hondura de los vocablos para apreciar este oficio de solitarios que, desde el Medievo y aun antes, se tenía por privilegiado. Platón, Dante, Petrarca, Shakespeare, Cervantes, Quevedo, Pessoa, Kafka, Kawabata, Dinesen, Proust, Machado, Flaubert, Tolstoi, Malraux, Eliot, Virginia Woolf, Yourcenar, Borges, Mercé Rodoreda, Sebald, Szymborska, Olga Orozco… No confundir: el que lo es no puede dejar de serlo, ni los lectores de notarlo.

Preguntarme el por qué de las cosas me ha llevado a observar esta novedosa y peculiar conducta femenina que de preferencia prolifera en corrillos, por generación espontánea. Apiñada en una suerte de cofradías o asociaciones de amigas, la avanzada femenina de la pluma entraña un acto de solidaridad y acaso reacción contra el machismo, pero por desgracia el entusiasmo no es suficiente para ser lo que no se es. Ya se sabe que la mujer es la ninguneada histórica, pero tratar de descubrirse a sí misma y hacerse visible no la convierte en escritora ni en científica ni en bailarina, aunque se autonombre “la escritora”... Ojalá fuera sencillo hacer de la voluntad un hecho y un destino causados. No hay más que repasar la historia y confirmar que “obras son amores y no buenas razones”.

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Diarios perdidos

May 24, 2022 Martha Robles

Mis diarios han sido una ruta de vida, el paso a paso y guía del destino. Traza de subidas y bajadas, taller y en sus orígenes, suplente del amigo imaginario. Apareció sin saber que creceríamos y envejeceríamos juntos y sin sospechar que los cuadernos perdidos hablan: hablan de la suya y otras ausencias. Hablan de estaciones de ferrocarril, de inviernos, personas, libros y casas de paso; de una de tantas guerras en Medio Oriente, del equipaje robado el día que pasé en Treblinka, del hallazgo en China de una lapidoteca a campo abierto y de cómo las cosas caminan como si obedecieran consignas…

Hablan de lo real y de lo irreal; de lo invocado, lo reprimido y lo que pedía ser nombrado. Hablan de la continuidad imposible y de las preguntas que lanzaba a dioses extintos para que no se borraran de mi memoria. Hablan de mis palabras. Los muertos-vivos salían de mi vida como los olores que dejan huella: iban/venían según los oleajes a condición de que al presentirlos yo decidiera apartarme o salir corriendo. En cambio, la estrecha relación con las páginas no se parece a ninguna. No hay puente posible entre el blablabla de todos los días y el contenido de la escritura; mejor si privada. Su lenguaje es solo suyo: nada qué ver con gestos orales ni con diálogos entre personas; tampoco con tentativas fallidas porque a la página en blanco fascina el fluir de la tinta. La mano es el instrumento del “guión” que subyace en un fondo que pareciera que necesita ser despertado. Su lógica es espontánea y el texto renuente a acatar las normas. El tiempo pervive en los diarios de una manera que nada más corresponde a él,  al llamado de cada frase, a su traza espontánea.

Los diarios que ya no están perviven en un memorial de olvidos tan decisivo que acaso por la Ley de la sinrazón se volvieron aguijón idéntico al de uno de mis sueños más horrorosos: ví el tema redondo. Lo escribí sin tachaduras y de corrido. Leí después una tras otra todas las páginas y me sentí agradecida por haber logrado la hazaña  de que las palabras dijeran tan bellamente lo que mostraban o lo que insinuaran: cada una correspondía al significado en la historia que contaba; cada una era lo que no podía ser de otro modo. Cada una se asociaba a la claridad. Pudo haber sido un sueño vívido, idéntico a los referidos por meditadores budistas. Imposible afirmarlo. Solo supe, como si en verdad estuviera ocurriendo, que tenía en mis manos el libro anhelado y que casi adivinaba o se manifestaba su contenido. Lo titulé y empasté. Antes de entregarlo al editor, en cierto pasaje susurré: “debo recordar cada letra…” Al despertar, nada; ni una línea, ni un vocablo, ni un indicio: solo el vacío que deja lo que debió estar allí. Desolada, perduró la sensación de quedar bloqueada para toda la eternidad o al menos condenada a aceptar que todo carece de fundamento.

Desde la percepción de vacío cerré de nuevo los ojos y me dispuse a ver. ¿A ver, qué? Otro comienzo. Regresar a la imperiosa, inaudita pregunta de si lo visible es lo que se sabe, que si el sueño es la ilusión más perfecta o de verdad la mente, para confundirnos, escoge a capricho lo que quiere mostrar. Así pasaron semanas o meses, pero tanto el sueño como los diarios perdidos se negaban a no ser presencia. Su no estar en mi, conmigo, les otorgaba tal fuerza que me empeñé en renunciar a mi fantasía de lo que fueron para no esclavizarme al sentido imaginario que solo valía para mi.

Pensé en Buda, en su monumental fervor para alcanzar la liberación, en el triunfo sobre el deseo y la turbación causada por lo ilusorio. Un sueño y los diarios perdidos eran la fuente falsa de mis tormentos: representación de una permanencia pueril y lo que los budistas asocian a la ignorancia que nos impide abrirnos al vacío purificador, al vacío liberador. Añoraba algo que era nada. El vacío ni siquiera reflejaba el esfuerzo inútil de hallarle sentido a la irrealidad o al impulso de ceder al desapego como remedio contra la frustración. La ausencia, sin embargo, era una lesión intangible que dolía tanto como el sentimiento de orfandad que, por falta de fe, acomete a quienes claman piedad por pedir certidumbre y sosiego.

Un día se impuso la calma.

Ningún cumpleaños, como el más reciente, me había llevado al pasado o a esa idea de lo perdido que tan claramente transferí a sueños soñados y diarios desaparecidos.  Al amanecer observé el alto y muy privado mueble con decenas de libretas a medida, engastadas en piel y escritas de punta a punta.  Como ráfaga me habitó el sinsentido: algo completamente distinto al vacío porque su golpe era activo para evidenciar la inutilidad de lo que ilusoriamente supuse significativo. Me pregunté  para qué o para quién he resguardado la palabra/baúl urdida desde la infancia. En penumbra y de pie frente a tantos testimonios de sinceridad que con celo vigilé alguna vez de la enfermiza curiosidad de un vampiro domiciliario me reconocí yo misma perdida en el Libro de las preguntas de Jabès y causa de la sonrisa burlona de Montaigne.

Me sentí tentada a tirarlo todo. Inhalé, exhalé, y cuando dudaba entre que sí o entre que no dar al traste con el registro de los ayeres llamó el teléfono y recibí una enorme alegría: con diarios o sin ellos, la vida es así: ondulante, imprevisible…

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Atrapada por los selfies

May 11, 2022 Martha Robles

Tras meses largos o años cortos encerrada en mi cuevita, asomo la cabeza al mundo de los otros y me retraigo, como espantada, al corroborar que no hay confinamiento que impida el caprichoso movimiento de la vida. Intimidados por el bicho que por cientos de miles se ha llevado a conocidos y desconocidos de todas las edades, los ingenuos supusimos que el letargo pondría en pausa los cambios hacia peor, que con suerte se achicaría la población, que las plegarias serían escuchadas por santos laboriosos y que, atentos al bien común, por piedad las Moiras se llevarían al puñado de brutos, odiadores, nefastos y entregados a hacerle infernal la existencia a todo aquel que no se pliegue a sus caprichos ni renuncie a la difícil aunque necesaria capacidad de razonar.

Imprevisibles como son los ajustadores del destino, no hubo entidad ni mensajero que atendiera mis ruegos. Mucho más eficientes que los tutelados por Prometeo, los diablillos de siempre han favorecido a los peores para que el Mal se reproduzca y consiga, de una vez por todas, que una pequeña población o la humanidad en pleno sea y se  reconozca a su imagen y semejanza. La cuestión es que me atreví en domingo a ir a una plaza populosa para darme un baño de multitudes. En vez de sentirme el ser social que según los griegos es propio de nuestra especie, solo conseguí registrar otro fenómeno de “lo humano más que humano”: el estado de autocontemplación y persecución del yo idealizado, típico del siglo XXI, que se manifiesta con la adicción al autorretrato capturado con los “teléfonos inteligentes”.

Caminar en una plaza populosa entre gente ya sin máscara me produjo tal extrañamiento que a ratos me sentí atrapada en un escenario de ciencia ficción. Tanto hablar de realidad, abusar de términos como realidad virtual, realidad política, realidad social y demás jerarquías de “lo real o lo que era” nos ha lanzado al formidable universo de la tecnología reconstructiva de lo imaginario. La otrora “resistencia” que definía al yo y fortalecía la individualidad para sortear “la normalidad” ha sido fragmentada, como la estructura social y el lenguaje. Atacados por la fiebre de creerse nuevos, únicos, originales y atractivos, todo debe transformarse. Las palabras no podían quedarse atrás de las imágenes pues, aunque cortas de suyo, son aún más “recortadas” y reducidas de significación para transfigurarse en memes; es decir, a caricaturas enredadas a signos y rasgos que reinan en el “espacio virtual”. Así como el miedo nos obligó a encerrarnos y a crear estilos antes inexplorados de vivir, la pandemia también enriqueció el ingenio para que el ego se impusiera al anonimato. Así, mientras miraba sin ser mirada medí la importancia de la fugacidad del yo en busca del yo posado y artificioso.

La cantidad de estímulos externos eran nada para los que atesoraban su celular como joya preciosa.  Una y otra vez, la misma escena: el brazo estirado en posición circense y el autor de sí mismo ajustando la pose para sabe Dios cuáles propósitos recónditos. Siempre activa, la cámara capturaba la fantasía del sujeto, no sin reacomodar varias veces el gesto, la felicidad forzada y su actitud artificiosa. El selfie  entraña la necesidad de dar con una imagen de sí mismos lo más diferente posible de sí mismos. Pintado, escrito e inclusive fotografiado, antes el autorretato se pretendía recreación artística de lo menos visible, no de la apariencia; es decir, su acierto consistía en mostrar el lado oculto del ser. El selfie, en cambio, aporta una identidad a medida y solo aparente, como la de los actores. Y claro que hay buenos, malos y regulares actores, aunque todos coinciden en su interés por “representar” a otro, al personaje. De golpe entendí que por qué se atesora el móvil como si se les fuera la vida en ello: acaso anhelado durante siglos, es el instrumento de reconstrucción del yo imaginado que por fugaz no es menos prefigurado por su “creador”.

El sol caía de lleno. Me sentí como una cartuja que, habituada al aislamiento, entre la muchdumbre se asusta, se confunde, se aturrulla. El bullicio sustituía la levedad del silencio, esa energía vital que nos permite ver, trascender, entender…  Vendimias, garnachas, carriolas… Nada competía con la fiebre del selfie, más bien se integraba a la persecusión del yo para sortear la trampa del anonimato. Gordos, flacos, feos, menos feos, chaparros, altos, viejos, muchos, muchísimos jóvenes, más tatuados que sin tatuar, pero igualados por el ansia de capturarse mejores o al menos distintos: la escena me recordó a Marshall McLuhan y sus otrora preféticas metáforas sobre la aldea global, donde privaba la sentencia: The medium is the message.

Y en eso estamos, alcanzados por el futuro. Los buscadores de selfies hacían gestos antinaturales, estiraban de un modo o de otro la cabeza, ladeaban el cuerpo, adelantaba una o otra pierna, sonreían como jalados por las orejas, escondían la papada… y nada de eso los salvaba del estigma del hombre-masa. Todo el esfuerzo concentrado en parecer lo que no son era inútil.  Así el anhelo de ser otro; otro que no se parezca al qe soy; otro mejorado o al menos reformado.

Tanto hablar del drama de identidad para rematar con el triunfo del yo virtual, el yo del celular, el yo artificial que llena de satisfacción al sujeto en pos del autorretrato ficticio, en pos de un reflejo a medida, en pos de la invención de sí mismo.  Posar como me imagino, actuar en la inmovilidad…  Nunca supuse que fuera masiva la adicción a la fotogenia imposible.

Sin selfie, sin teléfono inteligente y fascinada con el espectáculo de la multiplicación de los yoes disfruté mi función de testigo participante de una existencia que no me pertenece ni me identifica. Lo que es, es como es, diría san Agustín. Así que a aceptar  que nadie puede sustraerse de su tiempo.

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No se nace Grinch, lo hacen

April 21, 2022 Martha Robles

“Esta es la época más estúpida que he vivido”. Javier Marías, El País.

No es el único polemista, pero si el de mayor renombre en las letras españolas. Tanto, que acaso sea distinguido con el Nobel. Que sea respetado, reconocido y traducido a decenas de lenguas no alivia el disgusto de Javier Marías contra el mundo. Ser un Grinch con buena prosa lejos de demeritarlo ennoblece su natural republicano: cualidad probada en sus artículos, aunque no indispensable en sus ficciones.  Nada limita su libertad de expresión ni él se retuerce en pos de metáforas para dejar en claro que, para desgracia de los pensantes, la estupidez es el mal de los más. Tiene razón: estamos rodeados.  Ganas no faltan de unirse a la costumbre del deshogo, pero aprudentamos por cobardes, por impotencia ante la fuerza con la que avanza la ignorancia perversa o porque solo unos cuantos, como él, disfrutan de privilegios editoriales y académicos para ejercer de emperadores del despotrique: función nada desdeñable si tomamos en cuenta que la vulgaridad, la mentecatez y la insolencia van ferozmente unidos a la vanguardia política y al declive de la cultura. 

Si callar se consideró virtud apareada a la resignación y al sacrificio, callar en tiempos envilecidos, cuando justicia exige elevar la voz, fomenta la debilidad y acaba por fusionarse a la maldad compartida. Ya se sabe que en eso de jerarquizar la conformidad la religión ha sido maestra, a pesar de que con la imprecisión que procede leemos en el Eclesiastés que hay tiempo de callar y tiempo de hablar. Es tan difícil atinar con la oportunidad para lo uno o lo otro que mejor elegir el riesgo del razonamiento sobre la complicidad del silencio. Eso, por las evidencias del descenso, del yerro y de los vicios del mando. 

Allá, en España, a Marías lo pone muy mal el corte ocasional de las calles; le fastidian las feministas cuyos excesos dejan a los varones atados de manos, expuestos a infundios y con la boca cerrada; odia -y con sobradas razones- a los que elogian las malas letras por piedad, por simulación, por identificarse con la medianía o por la dicha estupidez. De tanto sufrir a los paseantes de perros que no recogen los excrementos, sus lectores le han dicho de todo, hasta solterón y enemigo de las mascotas. Si a más y peor los políticos arrojan dislates sin inmutarse,  en paralelo se multiplican los que hablan de todo y no saben nada: de eso también se nutre Marías. En cambio aquí en estas tierras guadalupanas nos quedamos como golpeados, como jalonados por tanta y tan burda palabrería de políticos y opinantes que sin pudor escupen barbaridades por éste o aquel bando o a excusa de cualquier ocurrencia.  Sin soltar mis lecturas observo cómo crece a mi alrededor el Gran Señor del nuevo credo y no puedo dejar de asociarlo a los signos nefastos, a las señales del riesgo y al vocerío de los mandamases, gorilas y tiranos que Marías podría describir con maestría.

No era mi intención dedicar este espacio a las fobias ni a las filias de un escritor en particular. Sin embargo, cuando la cabeza y el gruñido de un Grinch se atraviesan con el nerviosismo de la escritura, Javier Marías brilla en El País que frecuento hace décadas. Cascarrabias he conocido a puños, pero de pocos podría decir que  a su carácter de buen narrador merecerían agregar  el mote de mala leche en el periodismo. Cuánto habría apreciado al que, con buena pluma, se hubiera atrevido a arrancarle la máscara a tanto advenedizo, simulador y abusivo que anda por la política como buen gente, “trabajando” de listo y redentor de idiotas. 

Marías no tiene carta aborrecida, y eso me gusta. Es el aborrecedor oficial de los que ponderan a las poetas que ni lo merecen ni nos dejan líneas dignas de recordarse. La mediocridad le causa escozor. Y no lo disfraza.  Su disgusto es legítimo. Tiene la gracia de dar en el blanco al  arremeterla contra paisanos, desde Pablo Iglesias e Irene Montero hasta Isabel Díaz Ayuzo y Pablo Casado, por citar algunos. Pero además, cual corresponde al lector que es, sabe mirar más allá para detectar índices de idiotez por toda la geografía: su indiscutible especialidad.  

Perlas como “Famosos imbéciles morales I”, merece ser recordado por su manera de criticar políticos que se merecen el pitorreo. Aunque insiste en que “como de costumbre, España se lleva la palma”, reconoce que “vivimos una época llena de famosos imbéciles (…) que mientras mandan, influyen o son elogiados, su imbecilidad no resulta palmaria ni por tanto célebre y consabida”. Y, faltaba más, por aquello de las obviedades no dejó de citar a Trump y a López Obrador a la cabeza de Bolsonaro, Maduro, Daniel Ortega, Erdogan, Lukashenko, Orbán, Duterte y etcétera, etcétera.

Reconozco que he disfrutado tanto su memorial de odios que con gusto lo traería una temporada a este infierno  para que sepa que eso de convertirse en Grinch es cuestión de niveles. No ignoro que los hay dignos de Dickens, a la altura de Valle-Inclán o de otros dos o tres que me rondan en la memoria, pero el de Marías está tan golosamente engordado  de aciertos que ganas dan de enseñarle “lo que es amar a Dios en tierra de ateos”. Aquí Marías vería de lo que es capaz el populismo de verdad, de cómo es inspiradora la patanería, de lo que se trata la convivencia con la narcocultura y con los crímenes más feroces… Aquí  pués y en breve lapso vería cómo se denigra a periodistas e intelectuales o cómo se fustigan las instituciones que, débiles de por sí, reciben el golpe del Ángel Exterminador sin que le tiemble la espada. Vaya, que para Grinches de verdad hay material  de sobra, aunque para parecerlo y serlo se requieren condiciones solo posibles en las democracias también de verdad.

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De mis diarios. Fidel, otra mirada

April 5, 2022 Martha Robles

Fotografía publíicada por radiotelevisión Martí

La única vez que viajé a Cuba no quise perderme un fragmento de uno de los últimos discursos de Fidel. Egresada de la súper ideologizada Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, nada me era más agresivo que el pregón comunista dividido, durante años infinitos, en tres carriles de alta velocidad: el de los negacionistas de la ferocidad estalinista; otro, concentrado en la complicidad con “la revolución cultural” del  maoísmo bajo el dominio de “los cuatro magníficos”,  a cargo de la temible y temida “Madame Mao”; y ¡faltaba más!, el más ancho, prolongado y frecuentado “en las tierras calientes” a cargo del culto al Comandante Castro, modelo del héroe vencedor del Imperio.  Las tres vertientes de “la pasión revolucionaria”, al margen de contenidos y referentes geográficos, se unían en “todos a una” al denostar periodistas, injuriar maestros y/o escritores que se atrevían a dudar de su probidad e increpar a críticos. Presumían “exhibirlos” con adjetivos vejatorios. No se diga de la costumbre de negar denuncias y brutalidades y, por supuesto, “desmentir” con encono los que no fueran loas, encubrimientos, complicidades y desmesuras del sistema y de los partidos comunistas y sus santos patrones.

A pesar del cúmulo de denuncias sobre crímenes, encarcelamientos, persecuciones y demás crueldades cometidas por el régimen, Castro era el modelo a imitar en el imaginario colectivo: móvil viviente en la identificación inconsciente de un destino.  Su gesta superaba las también idílicas de Bolívar y Martí. Vigente hasta las postrimerías del siglo pasado, a nadie parecía importarle que fuera atosigante la propaganda dentro y fuera de la isla y dentro y fuera de la UNAM. Repetidas a voz en pecho durante más de cinco décadas, las consignas devocionales oscilaban entre la religiosidad y el hartazgo. Plagada de fotografías, alusiones y reverencias, Cuba era según se decía y se confirmaba estando ahí, “la Cuba de Fidel”, inclusive ponderada en la casa de Hemingway, transformada en otro santuario de la ortodoxia revolucionaria.

La Plaza Cívica estaba a tope y él, arriba, hablaba alto, como un dios. Hablaba, hablaba y no paraba de hablar bajo un calor de justicia mientras yo, con los ojos cerrados, los pies ardiendo y sudando a chorros, pensaba que tanta alharaca tenía décadas de antigüedad y que nada me sorprendía; pensaba, además, que sin desdoro de lo logrado en la isla era inevitable no considerar la tarea de Joseph Goebbels y su dirección en el Ministerio del Reich para Ilustración Pública y Propaganda. Desde que los nazis tomaron el poder en 1933, los oficios de Goebbels serían el brazo derecho de Hitler. 

Yo estaba ese día ante la propaganda ideológica pura y dura en las postrimerías del siglo XX: instrumento de combate que no dejaría espacio sin tocar en los libros, en las aulas, en las reuniones, en los levantamientos armados, en las alcobas, en los corrillos, en octavillas… Inclusive llegué a creer en su enorme capacidad de dominar las mentes extranjeras  porque, en el colmo del fanatismo, no faltó el huésped de paso que se empeñaba en meter el castrismo a mi vida privada. Es decir y sin distingo de doctrina o propósito, comprobé de qué tamaño llega a ser el poder de la propaganda al servicio del poder absoluto.  De golpe, en la Plaza sentí la lección de la historia que eterna e irremisiblemente se desatiende.

No ocurrió entonces ni se dijo nada que no conozcamos ni que hayamos dejado de padecer, salvo que ahora la propaganda se trasmite con tecnología de punta.  Aun los populismos que se presumen de “izquierdas” y enemigos del capitalismo que en buena parte los dota de sentido, los huérfanos de doctrina usan las redes sociales para persuadir y convencer incautos, ingenuos y ávidos de notoriedad.  Los sobrantes del comunismo, en extinción desde el derrumbe de la URSS, trasmutaron las otrora plegarias del antiimperialismo y su correlativo odio al capitalismo en mensajes “transformadores”, redentores del mal causado por sus antecesores y en promesas de nuevos Mesías.

Primer indicio del poder de Castro que sentó el precedente en la América Latina, la propaganda cifró la norma del régimen desde el día en que, tras el fallido asalto al cuartel de Moncada, en 1953, proclamó que “la propaganda no puede ser abandonada ni un minuto, porque es el alma de nuestra lucha”.  Renovados por la circunstancia mundial, sus contenidos sostuvieron a Fidel con extraordinaria eficacia hasta su senectud y su silencio definitivo. Los “viudos” y aprendices de su estilo cambiaron la diana de sus ataques.  En vez de imperio, imperialismo, capitalismo, contrarrevolucionarios y traidores de la revolución nutrieron su retórica populista con ataques contra el neoliberalismo, las democracias liberales, los conservadores, los ambientalistas y defensores de las energías limpias, los discrepantes, los pensantes y críticos; en suma, dirigieron su demagogia en favor de la autocracia y las ideologías que solo las buenas gentes creyeron superadas.

Me dijeron que tuve la suerte de estar en La Habana ese día para ver y oír al “Compañero”, primer ministro del gobierno de Cuba y primer secretario del comité central del Partido Comunista de Cuba.  Aturrullada por el calor extenuante y el zumbido de los congregados en la Plaza Cívica, me acometió una extraña sensación de irrealidad.  Medio que entendía frases y palabras-baúl que el gran hombre repitió hasta su muerte fechada, a los 90 de edad, el 25 de noviembre de 2016: “con la revolución todo, contra la revolución nada…” Tampoco olvidó las coronas de su retórica que taladraron el cerebro de varias generaciones: “Esta es la Revolución socialista y democrática de los humildes, con los humildes y para los humildes…” ¿Les suena de algo? Más lo infaltable y cifra del héroe: “Condenadme, no me importa, la Historia me absolverá...” Incapaz de contagiarme del impostado entusiasmo popular, me alejé del lugar anticipando, para mis adentros, lo que después de unas horas se dejaría oír hasta millones de kilómetros de distancia: Patria o muerte, venceremos, como acababa sus peroratas.

A propósito de sus funerales y durante las semanas  que siguieron leímos en la prensa datos curiosos, recogidos por  sus biógrafos. Se calculaba, por ejemplo, que pronunció más de 2,500 discursos, la mayoría de pie y de cinco o más horas de duración. Que en 1959 habló ¡9 horas sin parar!  Y que, por miedo a los atentados, dormía todas las noches en una casa distinta. Los afanes propagandísticos que rozan el delirio de los populistas que se han convertido en quebraderos de cabeza me hicieron recordar la voz, el tono, el cancaneo, las pausas, las increpaciones y los desafíos de que era capaz el dios en la tierra, el Padre de la revolución tropical, líder insustituible en el sagrario de los héroes y, al final, un ruinoso anciano con la voz entrecortada y cara de loco, las barbas y el pelo ralos, de aspecto doliente y vestido con pants, que, expuesto a homenajes de despedida lo sacaban de su encierro de años, acaso con el propósito de exhibirlo como un fantoche mortal, marcado por los horrores cometidos dizque en nombre de la revolución.

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El escritor y la edad

March 24, 2022 Martha Robles

La edad es esa ruta por la que nos vamos moviendo sin conocerla. Como todos los demás, el escritor vive en un presente que se va alargando en los caminos nuevos o no tan nuevos que ve de reojo, a veces con asombro, admiración, desagrado o indiferencia, pero en estado de continuidad entre el punto de partida y lo que sigue después. 

Sin sospecharlo, llega el día en que de golpe el tiempo se manifiesta y los viejos ya no son los otros. Algo ha cambiado también en las maneras de mirar, de apartarse o de entender a los demás. Aun así, el escritor sigue pendiente de la página en blanco, de las palabras que cantan, iluminan, irritan, explican, confiesan, endulzan o desafían; de los vocabularios secretos y del prodigio de devanar el ovillo de imágenes, sensaciones, frases, hallazgos, remembranzas e ideas que -¡maravilla de la creación!- sabe Dios en cuál recoveco de la mente se ocultan.  Llega además el día en que lo leído forra paredes de arriba abajo y de lado a lado, en que se elimina sin dificultad a quienes  hablablablablan y nada dicen o lo que dicen lo escriben mal, en tanto y aquellos con los que se dialoga o se reconoce se van estrechando en espacios cercanos. 

El fluir del lenguaje pone a su vez al escritor frente a los muchos libros que ha publicado, ante los varios y disímiles asuntos que lo han ocupado, los comentarios que, del blanco al negro, van espejeando a uno mismo o al carácter ajeno, al medio y lo experimentado, a los huéspedes de paso  o en casos excepcionales, a los que perviven cual estrellas fugaces en ese mundo -el propio- que únicamente explora, construye y entiende quien vive de, por y para las palabras: un mundo/guía que sostiene y se llena de sentido como forma de ser y de pensamiento: reverso y anverso de lo viviente y de la abstracción que se desprende de sí mismo y, a querer o no, un día trasmuta en confesión -con-fe-, para volverse algo nuevo o renovado, aunque arrancado o más bien rescatado de lo que se sabe sin saber que se sabe.

Para unos la edad cobra sentido al darse cuenta de que hay hijos y nietos con personalidades, rumbos y decisiones propias. Otros gustan formar gavillas de años con recuerdos y listado de anécdotas y naderías que repiten como letanías del rosario. Los más atesoran ausencias, faltantes y no pocos resentimientos, como si “alguien” los hubiera despojado del que creían su derecho, su beneficio o destino. Sobran quienes frecuentan esquelas y, en su ociosidad, llevan la cuenta de los muertos, del número y la peculiaridad de  enfermos, divorciados o abandonadores que huyen de su gente “para vivir sus vidas”. 

Tampoco faltan los que al perder un diente, orinar de más, peinarse las canas, tocar una arruga o sentir cualquier calambre inauguran la etapa de la hipocondría que los hace insoportables. Abundan asímismo los que empobrecen o se enriquecen, los que caen en desgracia,  los que se lamentan, los envidiosos y resentidos que nada les satisface, los inútiles, los parásitos, los que se apartan de los demás e ignoran el ciclo de la vida o que por negar que lo que es es como es buscan compañías a cualquier precio, aun a costa de inclinarse hacia abajo. A fin de cuentas, ya se sabe que para los que no aprenden a vivirse, el tiempo, el camino, lo real y la soledad pueden ser infecundos y fastidiosos.

Por irse moviendo por la actividad literaria, el escritor hace del camino la meta y del andar entre vidas,  párrafos, fábulas, verdades ficticias o ficciones verdaderas una existencia que se completa en sí misma. Aun en pormenores lo supo mi entrañable W. G. Sebald: andarín vitalicio hasta que la muerte se lo llevó a sus 57 de edad en Norwich, al norte de Inglaterra, cuando su coche chocó contra un camión, en diciembre de 2001. De golpe, como suele ocurrir lo importante, la noticia me abrió los ojos. Entendí que el viaje llena el vacío que  se instala en el alma cuando algo se acaba y lo que sigue aún no comienza. Estaba fresca, todavía, la entrevista en que este genio de la melancolía y del destierro había confesado que se había convertido en “algo así como una existencia ambulante” y que encaraba con cierto pánico lo que le restaba de vida que, paradójicamente, era bastante poco. Al saberlo muerto supe a su vez lo que para mí era prescindible e imprescindible.

Los feroces tránsitos de la pandemia me hicieron sufrir el duelo sucesivo de amigos que se morían o se agravaban de preferencia de pronto y de fea manera.  Cobré consciencia de que, aun en la soledad del propio camino, ciertas presencias nos iluminan de cerca o de lejos. Comprobé sobre todo que existen palabras compartidas como amor, compasión, lealtad, silencio, pausa, confianza (con-fe), solidaridad, aceptación, entendimiento, sinceridad, comprensión, reconocimiento, gratitud… que gracias a la edad adquieren una grandeza y significación especiales. Se trata de las voces-vida que dichas o escritas, funcionan como vasos comunicantes y nutrientes del vocabulario esencial. El amor verdadero, como la amistad que en verdad lo es, es hebra/guía de nuestro unívoco viaje. Inseparable del camino, el escritor sabe y lo sabe bien: el lenguaje es el inmenso núcleo generatriz de sentimientos, emociones, significados e inclusive revelaciones que le permiten percibir y trasmitir, de preferencia con intensidad, la ruta recorrida y la del paso a paso que conduce a todo o a ninguna parte porque la letra es el camino y el andar la escritura.

Por la frecuencia con la que nos rodea y aunque no nos toque en cuerpo propio, pienso en la enfermedad y en cómo la edad contribuye a ver de otra manera lo mismo, lo que ha sido, y en lo que para muchos acarrean sus fantasmas. Fiel a la idea del destino, se de lo que se trata la rueda de la vida, aunque ese movimiento suyo no esclarezca el misterio de la sabiduría ni el del nacimiento y la muerte. Y si algo une a los escritores que tienen o han tenido a la palabra por sagrada es curiosamente una similar búsqueda de lo sabio y bello, aunque la mayoría no haya tenido la necesidad de proclamarlo porque está en su naturaleza, está en su palabra esencial.

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Marginadas desde la Colonia: espejo de la verdad

March 7, 2022 Martha Robles

Según noticias del primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, una distinguida católica originaria de Extremadura  y “de reconocida virtud”, recorría casas de “los principales” para sustraer a las niñas y llevarlas a los diez internados femeninos, fundados por ella misma a instancias de los evangelizadores, a partir de 1528. Brazo complementario del encono contra los dioses y las costumbres locales, se las instruía en artes y oficios “femeninos”, hábitos de higiene (cuando los naturales se escandalizaban por la suciedad y falta de pulcritud de los españoles), obediencia y cuidado del hogar. Fue corto el experimento de transculturación que permitió que muy pocas aprendieran a leer y escribir en español para asimilar la doctrina cristiana, a cargo del único varón que podía pisar esos recintos: el misionero encargado de catequizarlas.

Quizá “la primera educadora de Nueva España”, Catalina de Bustamante atrajo a otras españolas con fama de honestidad y buena voluntad. Iniciada en Texcoco desde el antiguo palacio de Nezahuatlcóyotl y solo en vigor durante dos décadas, la tarea re-formativa o “pedagógica” garantizaba su “integridad física y moral”. Se consideraba fundamental la vigilancia de niñas destinadas al mejor mestizaje porque, en 1529, el hermano del presidente de la Primera Audiencia, Juan Peláez de Berrio, hizo sacar a dos de la huerta de Texcoco para violarlas. Las airadas protestas de Catalina no tuvieron efecto en México. Por su enérgica misiva enviada a Carlos I, en la que denunciaba los hechos y exigía justicia y protección real a sus pupilas, doña Isabel de Portugal –entonces regente por ausencia del rey-, se convirtió en guardiana de los colegios de niñas en Nueva España. Mediante  cédula real al obispo electo ordenó apoyar la obra de Catalina para preservar a las colegialas de cualquier tipo de agravios, especialmente en los recintos de Texcoco y Huejotzingo.

Contagiada del furor por cristianizar lo antes posible, la viuda extremeña consiguió atraer para su causa, en 1531, el auxilio de la “Misión Imperial”, integrada por cinco españolas que viajaron especialmente para atender el Colegio de la Madre de Dios, en la ciudad de México. Entre solteras y casadas que iban claudicando por enfermedad, inadaptación o falta de interés, Catalina de Bustamante acudió personalmente al Consejo de Indias en pos de maestras y patrocinio  de la Corona. Consigue traer de Sevilla a Catalina Muela, Isabel Pérez y Francisca de Velazco, en 1535.  Era tan escasa la existencia de maestras como pobre la calidad de esposas, hijas y viudas de los españoles que su propia ignorancia parecía contraproducente. De ahí que la enseñanza de niñas “bien formadas”, acabaría en vientres para ensanchar el mestizaje.

Apoyada por franciscanos y el obispo Zumárraga, la pedagogía escalofriante de la cristianización eligió en primera instancia a las nobles y futuras madres para extirpar “el demonio de la idolatría” y “las bajas costumbres” de su gente, empezando por el matrimonio polígamo. Según informes de Zumárraga al Consejo de Indias, en 1536, reunieron entre trescientos y cuatrocientas niñas indígenas en cada una de las ocho o diez casas aledañas a iglesias y monasterios. Lo emprendido en Texcoco y la ciudad de México se repitió sucesivamente y con pobres resultados en Otumba, Tepeapulco, Huejotzingo, Tlaxcala, Cholula, Cuauhtitlán, Xochimilco, Coyoacán, Tlalmanalco, Chalco, Coyoacán y Tehuacán; es decir, en las regiones de mayor población indígena y donde mejor se resistían las tradiciones. Para las autoridades solo se requerían dos décadas para inculcar, a tiempo completo, las bondades de la moral del amo, gradualmente derramada a discreción entre las castas inferiores. Una vez concluida la enseñanza de “un nuevo modo de vivir y hasta de vestir”, según la religión y “la práctica de las virtudes humanas” las jóvenes eran devueltas a sus comunidades, para prodigar la semilla. Antes desposadas con indios, se esperaba que “educadas” ellas mismas ya no se dejarían regalar, intercambiar ni vender por sus padres a caciques o españoles. Aproximadamente cuatro mil niñas indoctrinadas se convirtieron en vientres y portadoras del mestizaje cultural. Esta fue la gran aventura educativa de la Colonia, en lo que respecta a las mujeres.

Más allá de aquella tentativa, que no enseñaba más que para ser casadas, “y que supiesen coser y labrar”, no había otro saber que el de la religión mal hablada y “fatigas del apostolado, del hambre, de la desnudez y de la vigilia”. Nueva España era en el XVII y en pleno y prolongado dominio de Felipe IV –calificado de El Grande o Rey del planeta-, una Babel en la que inclusive cabía Ovidio, adoptado con el color local, que por el favor del teatro criollo, el plurilingüismo se iría tiñendo de idiosincrasia mexicana.

No ser como los otros y ya no poder ser como ellos mismos no sería el único conflicto existencial de la población novohispana, ni todos los novohispanos reaccionarían del mismo modo. Lo fue de los grupos más afectados, incluidos mestizos que, resentidos, no podían franquear los privilegios del criollismo. Esta franja de ambivalentes estancados fueron víctimas de los rigores excluyentes de la educación, a cargo exclusivo de la Iglesia. Únicamente una minoría de mexicanos pudo liberarse de la inercia paralizante del resto. La mayoría quedaba “nepantla”, en ninguna parte, sin identidad,  en tanto y el régimen virreinal agravaba el drama de nuestros pueblos: vivir y crecer de espaldas al conocimiento.

Del catecismo es imposible extraer diversidad ¿Cómo aprender el idioma sin alfabeto ni literatura? Confinados en su tradición oral, se gestó un mundo donde los libros pintados eran un bien perdido y la lectura en español no sólo no llegaba a sus manos, sino que su acceso estaba rigurosamente controlado, como rebote de la Inquisición. Los “latines” quedaban en el coto atesorado por el clero, a condición de no contaminar su uso litúrgico con el paganismo romano. 

Si la aduana era el primer filtro para evitar sediciones y brotes de independencia, la astucia de los poquísimos lectores encontraba artimañas para burlarlo. El reto era sortear el cíngulo amenazante de la Iglesia y su pedagogía espeluznante. En todo se anteponían los negocios del cielo: “primero Dios y al último Dios”.  Y alrededor de la palabra, también la principal función de la Real y Pontificia Universidad en donde ni de casualidad habría mujeres.

Para los antiguos mexicanos era imposible concebir el universo sin el eje humano que sostenía la causalidad de sus dioses. Descubrirlo escandalizó a los evangelizadores. Les parecía inconcebible y “mera idolatría” la dualidad de su pensamiento. Opusieron el catecismo al legado náhuatl fundado en la continuidad energética de adentro hacia afuera, desde el corazón hacia el Cosmos. Con ello mutilaron la raíz de su esperanza trascendental. Desasidos, los vencidos perdieron el equilibrio que les permitía relacionarse armónicamente con la naturaleza. Quizá por eso alcanzó tal hondura el problema de identidad que aún agobia a los mexicanos y que se fomentó al través de los vientres femeninos: trasmisores vitales de una cabal ignorancia. La mayoría, excluida de la educación y del contenido del logos de sus dominadores, fue expandiendo a las generaciones el vacío que los abuelos llenaran  con una fantasía mítico/poética poderosa. Gracias a eso daban a las cosas admiradas el ser sustancial de sus propias ideas y creencias. De que perduró su religiosidad singular, no hay duda. Lo interesante es  examinar qué tan cristianos serían los conversos analfabetos en dos lenguas, la materna y la tartajeada y qué tanto la ignorancia femenina impidió que el mestizaje fundara un universo propio. La palabra, hasta nuestros días, continúa viajando de manera oral entre la población marginada, que ha sido y es la mayoría. Esto se agrava porque se repiten los vicios discriminadores. Todavía, como hace siglos, sigue siendo mayoritaria la población que tambalea entre el analfabetismo y una elemental aproximación al saber, que apenas sirve para entender unos cuantos mensajes compuestos con frases simples.

No es que varíen los modos del pensamiento, son las actitudes frente a lo real. Portador deficiente del libro y de la escritura, el de la Conquista no fue solamente un  embate desigual entre dos concepciones de la vida y de lo humano; de la verdad y lo sagrado; de lo profano y lo divino; del hombre integrado a la naturaleza de la que dependían su vida y su proceso evolutivo y los dogmas de fe, teñidos de escolástica, neoplatonismo y un sinfín de prejuicios enredados a la amenaza del pecado; fue, en lo esencial, un portazo al destino, una ruptura sin recursos propios. Por la ignorancia aunada al drama vital, esta mezquindad educativa es de los capítulos más atroces de la intolerancia teñida de codicia. 

De haber logrado una verdadera castellanización otro, civilizado y con instituciones, habría sido la independencia de las colonias. Tan no hispanizaron, en el cabal y helenocéntrico sentido del término, que los hispanohablantes o tartajeantes quedaron sin un discurso lógico y propio. Bastaría que sólo fuera apropiado, pero suficiente para comunicarse y avanzar en el saber. El faltante les impidió gobernarse bajo principios y normas generales en bien de un orden individual y común, como sería la aspiración de las republicas en ciernes. Empezando por la justicia, en el orden social no cabía otra lógica que la de la obediencia y el sometimiento. Sembrado de contradicciones, el lenguaje dejó huecos en los mensajes relacionados con lo inefable y la sabiduría, entre el saber de experiencia y los términos liberadores. También entre la comprensión razonable de los actos y la irracionalidad de los mandatos. De espaldas al universo de los libros, la lengua se constriñó con la preeminencia de la oralidad vigente.

Si educar a las niñas era entrenarlas para servir al amo, al padre, al cónyuge y en suma, “al señor”, esta brutalidad no sería muy diferente después de dos siglos de independencia.  Hoy, como ayer, la realidad del país sólo se mide por la situación femenina. Esa es la verdad desde la infancia hasta la senectud; desde los derechos adquiridos en la cuna, en las aulas, en pareja o en soltería, en el mercado de trabajo, en la Iglesia… hasta la muerte.  La verdad está en la maternidad, en las finanzas, en la abuela o anciana solitaria, en el desamparo femenino agravado por el azote de la violencia, que azota a todo el país. 

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Nuevos tiempos oscuros

February 22, 2022 Martha Robles

Eichmann en Jerusalén. Un ensayo sobre la banalidad del mal

Es difícil que la persona con escrúpulos, compasivo, con un alto sentido del respeto y la dignidad y educado con estándares éticos sea indiferente al compromiso moral de la inteligencia. Al destacar lo importante que es oponerse a políticas abyectas, Hannah Arendt, como judía perseguida en la Alemania de Hitler, señaló que el pensamiento no solo necesita inteligencia y profundidad, sino coraje. Coraje sí, no para impedir el mal, sino para cuestionarlo, rebelarse y no repetir el destino de los doblegados. Es más posible que el ser pensante viva como inconforme en rebeldía a que se transforme en dictador, tirano, populista, ejecutor o representante de la frecuentada costumbre de creerse Mesías redivivo, fundador de una nueva era o cualquiera de las patrañas discurridas por el sujeto ordinario que se hace con el poder. 

Es de considerar que entre el dominador durante un tiempo oscuro y el ser pensante con capacidad crítica, prospera un personaje de extrema peligrosidad: el hombre “normal”: individuo común y corriente que, irreflexivo, es insensible al dolor de los demás. Incapaz de pensar la consecuencia de sus actos, está dispuesto a participar de cualquier cosa, lo que la ocasión ofrezca no por haber elegido, sino porque “así le tocó”: arrojar personas a las cámaras de gas, confinarlos en campos de exterminio, participar en narco bandas, convertirse en secuestradores, feminicidas, correligionarios tramposos, enemigos del saber, perseguidores… El ser intermedio, el que considera que el Mal carece de importancia, pertenece al grupo de sujetos oscuros u opacos que ni son alguien ni pretenden serlo, pero “ejecutan” de manera eficaz las encomiendas y las monstruosidades más inverosímiles.

Tras participar como testigo en el juicio que a principio de los años sesenta condujo a la horca a uno de los mayores criminales de la historia, Hannah Arendt examinó en Eichmann en Jerusalén, la mediocre personalidad del acusado, su contexto sociopolítico y la relación entre legalidad y justicia: lo que más se debe considerar cuando se alega que una infamia es legal, aunque injusta. En este caso, era más que legal participar en la organización del Holocausto, con todo lo que conllevaba ejecutar un crimen de lesa humanidad. Adolf Eichmann, interventor de la “logística” de la solución final, era un hombre sin atributos: un pobre diablo, padre de familia “común y corriente”; mediocre entre los mediocres, no cuestionaba las órdenes “de arriba”. Hacía lo que lo mandaban y lo hacía bien, como “cualquier” burócrata o soldado que jura lealtad a su bandera. Protagonista de un fenómeno que implica al hombre ordinario que transmuta en monstruo sin conmoverse, Eichmann reveló a la filósofa la hondura de “la banalidad del mal”. Con estremecedora claridad escribió sobre la dramática posibilidad de que, propio de la condición humana, no se requieren características especiales para atreverse con lo peor. Tuvo el acierto de notar que Eichmann era cualquier Eichmann, un López, González, García, Smith o lo que fuera: un Fulano de tal que, uniformado, ascendió a teniente coronel “a cargo” de violentar Polonia y transportar en tren a judíos a los campos de exterminio. Allí, según las normas del régimen nazi, se asesinaría a unos seis millones de judíos y otras minorías entre polacos, gitanos, húngaros y disidentes en general. No que ignorara Eichmann el destino de las víctimas, es que “era su trabajo”.

Cuando los de abajo obedecen, los opacos de arriba camuflajean sus propósitos de dominio. Así se atrae al hombre medio, al “común y corriente” susceptible de ceder, conceder y endiosar al que lo manipula. El dominador oscuro provoca sufrimiento y desesperación, fomenta la injusticia, el odio y el ultraje, por decir lo menos. Turbio, es ciego al dolor y a los derechos de los demás.  Desdeña la inteligencia. Si el soldado y/o burócrata fiel es peligrosamente oscuro, más dañinos son los gobernantes oscuros, sus jefes.  A excusa de mantener los mandos en un puño -sean éstos con uniforme (el ejército) o sin el, como los congresistas, jueces, sindicalistas, correligionarios, subalternos, etc.- violentan los derechos de los demás. 

Son notables y actuales las cabilaciones de Arendt no únicamente a propósito del Juicio de Jerusalén y la cuestión judía, también por lo que sucede en tiempos oscuros, como los nuestros: se aniquila el compromiso moral de la inteligencia y se convierte en “legal” lo que éticamente es injusto e inadmisible.  Por cada triunfo de los hombres oscuros, se retraen logros y mentes que podrían enorgullecernos. Obediente y solo apto para cumplir con eficiencia las tareas que le encomiendan, el mediocre Eichmann que la mayoría lleva adentro asciende “por sus méritos” en la escala de la burocracia. Es “reconocido” por las instancias superiores y llega a volverse uno de los protagonistas mejor realizados del régimen que lo acoge, sea como “gobernador”, funcionario, diputado, arribista, lambiscón o lo que resulte.

Al desentrañar el carácter del responsable directo de la solución final, la autora de Los orígenes del totalitarismo descubrió el revés del operario que, carente de juicio propio, como tantos, se sujeta a lo “legal”. Lo demás carece de importancia. Simplemente se coloca “el uniforme” y vigila el orden puntual en la aplicación de la política de extermino. Sin el uniforme es un don nadie, nada. Para entender el alcance de este fenómeno hay muchos espejos no solo en el gobierno, también está la estructura de la delincuencia organizada para demostrar hasta dónde el pobre diablo es una criatura tremendamente peligrosa. Es el tal por cual que no es simpático ni listo ni se reconoce por nada. Es el Eichmann sin atributos que prolifera como “estilo de gobernar” o cual miembro de una sociedad desestructurada. Es el sujeto que, sin conmoverse, se supedita a lo que le toque o le llega. Burócrata al fin, cumple con lo “que hay”, según el empuje de la política de ascensos y/o recompensas de la ideología. 

La historia es la gran maestra de la infamia, la gran desatendida y empeñada en repetir, reinventándose. Es persistente al renovar bajezas y yerros; por ello, es el mejor registro de la condición humana. Basta mirar atrás e inclusive a nuestro alrededor para confirmar  los aciertos directos e indirectos de Arendt  al acuñar, definir y tipicar “la banalidad del mal”: concepto también aplicable al “tiempo de oscuridad”, comandado por mentes perversas disfrazadas de redentores o defensores del “pueblo”; pueblo obediente que no requiere ser un pozo de maldad. Basta con que actúe conforme a lo que sus dirigentes le marcan. Basta plegarse al modelo de no-persona fomentado por la propaganda para que de Fulanito de Tal pasen a ser  parte del batallón de Eichmanns que, a fin de cuentas, no son nada. Más bien son representantes de la condición humana a los que no interesa el beneficio de la virtud ni de la razón.

Reflexionar no es cualidad de la mayoría. Lo común es ignorar la consecuencia de los propios actos, cual corresponde a la banalidad del mal; es decir, el mal es intrascendente, sin  importancia, algo superficial. Si los soldados fueran críticos y reflexivos no habría ejércitos ni guerras ni invasiones ni  oprobios. Tampoco narcopoderes ni dominios monstruosos. Bastante sabe el mundo de este indeseado fenómeno que se repite con terquedad. Pensemos, por añadidura, que la burocracia es una estructura que parece diseñada para aniquilar el espíritu porque  supedita el comportamiento a lo indicado por las instancias superiores.  

El hombre oscuro prolifera en cualquier modelo político porque carece de principios; le importa un bledo si se trata de populismo, dictadura, militarismo, comunismo… No necesita ni le interesa cuestionar si su proceder es justo o injusto, humano o inhumano, bueno o malo. Burócrata al fin, cumple sin conmoverse, sin inmutarse siquiera. Eichmann era inclusive despreciado por muchos de sus colegas y jefes que “lo veían menos”. Los testigos decían que en su ropa de civil parecía inofensivo y hasta tonto, al grado de creer que “los actos malvados” no eran su responsabilidad. Eran órdenes de “arriba”, las instancias superiores.

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A propósito del infierno

February 8, 2022 Martha Robles

El grito. Edvard Munch

Concentrada en descifrar uno de los mitos más ricos e incesantemente renovados, descubro que no es el ave Zu de los remotos sumerios el amo del terror. Tampoco son las feroces Irinias las que discurren castigos pavorosos para sancionar las faltas cometidas ni creo efectiva a la muchedumbre de demonios que intimidan desde la noche de los tiempos, de preferencia  para fortalecer el poder de las religiones. La realidad supera cualquier ficción porque cada uno de nosotros puede crear un averno a medida: pensarlo intimida, pero experimentarlo en carne propia induce a los penitentes a suicidarse antes que seguir padeciendo aguijones tan lastimosos como la melancolía, la depresión, la sensación de vacío, el sinsentido, el absurdo, la desesperanza, el dolor extremo, el terror y la angustia por encima de todo.

No sabemos si es de llamas, monstruos y tridentes el reino de Satanás y su cohorte  de torturadores.  Lo que sigue a la muerte puede ser nada o cualquier cosa ya que, a fin de cuentas, la existencia se encarga de prodigar sufrimientos sin necesidad de amenazas a perpetuidad localizadas en espacios virtuales o físicos; de entre las causas íntimas del dolor, las enfermedades mentales arrojan pesares concretos y tanto o más tremendos que las figuraciones de Dante. Reales o imaginarios aunque invariablemente espantosos, los infiernos interiores pueblan la gran literatura no por su poderosa escenografía ni su riqueza de recursos fabulosos, sino porque son inseparables de la vida. Si Kafka y su escarabajo abrieron las puertas de la pesadilla, con “Una temporada en el infierno” Rimbaud demostró que no se necesitan geografías sofisticadas ni ejércitos de torturadores sobrenaturales para que un Verlaine trasmutado en monstruo convirtiera en relámpagos y soles negros la pasión compartida. No menos mortificado por su monstruo interior, Gérard de Nerval sería otro “sol negro” inmerso en el submundo sombrío regentado por su Hades particular.

Y de demonios supo como pocos Edgar Allan Poe, un legítimo y verdadero residente de la noche.  Rodeada de atribulados y personajes sombríos, Djuna Barnes aprendió a jugar esgrima con la angustia para envejecer y convertirse en relatora de aquel “Bosque de la noche” que arrojaba en París sus frutos podridos. Otro averno nocturno estuvo frecuentado por Lowry, Salgari y Anne Sexton entre un listado tan enorme de escritores que no faltan quienes confunden el amor a las letras con la locura y el desprecio a la vida, con la costumbre de la fuga y -en más ocasiones de las que nos gusta aceptar-, con la incapacidad de armonizar las emociones con la razón. De ello podrían informarnos cabezas tan avezadas como Yukio Mishima, la propia Woolf, Hemingway, mi querida Remedios Varo, Alfonsina Storni, Silvia Plath, un temerario Horacio Quiroga, Paul Celan o Sandor Márai. Cada vez que releo a Alejandra Pizarnik no puedo evitar imaginarla en el vértigo del alcohol sazonado con una buena dosis de barbitúricos para deslizarse hacia la muerte lentamente, como en un sueño, como al parecer también hicieron Pavese y Lugones.

La bestia negra se adueñó de todo un régimen y, deshumanizado, el fascismo torturó, asesinó e hizo del sufrimiento emblema de la demonización del poder.  Eso, sin descontar lo que Stalin discurrió por su cuenta en relación con los infiernos de este mundo que, sobre sus crímenes, provocaron suicidios tremendos entre pensadores, artistas y los que se oponían a su averno oficial. Es que a nuestra especie le fascina construir infiernos y protagonizar a las más indignas criaturas para irse con todo contra sí mismos y sus semejantes. Hay dominios que, además de especializarse en tortura física, son maestros devastadores de espíritus. De eso dejó tomos enteros de historias de locura y bajezas la “Santa” Inquisición, experta en aniquilar cerebros y, si no en matar de la manera más cruel, dejar a los infortunados que acosaba como muertos vivos. Una más, entre millones de víctimas sobrevivientes de los campos de exterminio, al ser rescatado por los aliados como esqueleto de lo que fue, un brillantísimo Primo Levi escribió sus dudas en Si esto es un hombre. Tras dejar obras cuya lectura nos arranca la piel, el fantasma de Auschwitz lo empujó al vacío desde el cubo de la escalera de su vivienda. La paz que la vida les negó a los supervivientes y perseguidos que vagaban como reales almas en pena también fue buscada por Arthur Koestler, Walter Benjamin, Stefan Zweig y cientos de judíos o no judíos que, con el alma quebrantada, eligieron la muerte antes que continuar arrastrados por la pesadilla que, de tiempo atrás, se había adueñado de sus días.

A propósito de conmemorar el 140 aniversario de su nacimiento, no solo repasé lecturas relacionadas con la depresión y el suicidio de Virginia Woolf en el río Ouse, a sus 59 años de edad, también retomé la antigua inquietud que he tenido por las enfermedades mentales. A mis quince años de edad tuve que darme cuenta de lo que se trataba y lo que ocultaba el suicidio cuando nuestro vecino, estudiante de la preparatoria militarizada, se pegó un tiro cuando jugaba a “la ruleta rusa” con cuatro compañeros suyos. No solo nos tocó en suerte a mi hermana y a mi acompañar al moribundo en la ambulancia de la Cruz Roja, también tuvimos que corroborar que uno tras otro, y con pocos meses de diferencia entre sí, hicieron lo propio los demás miembros del grupo. Abrí los ojos a partir de entonces, y de cerca y de lejos advertí que los infiernos privados campeaban con peligrosidad alrededor de nuestros días, con la salvedad de que nadie, bajo ninguna circunstancia, podía ni debía revelar ESA verdad “vergonzosa”. No tuve que cavilar demasiado para darme cuenta de que el atraso de la neuropsiquiatría y de las terapias especializadas guardan una temible y terrible correspondencia con los prejuicios que indican que las enfermedades del alma son una mancha familiar que muy pocos están en aptitud de soportar.

Es fascinante repasar la inmensa galería de infiernos discurridos por los pueblos, desde la antigüedad remota. La imaginería que en el pasado mesopotámico podía matar del susto a quienes creían que aquél “que lleva rápido”  “tenía un cuerpo negro como la brea y su rostro era como el de un zu; llevaba una capa roja; llevaba un arco en la mano izquierda y una espada en la derecha; con su pie izquierdo pisaba una serpiente...” Aquel bisabuelo del demonio era visible y tangible, lo que indica que los monstruos, por íntimos que parezcan, andan todavía sueltos como aves de rapiña o perros rabiosos. Amo del terror, aquel de los orígenes personificaba el mal y  la fealdad. Se anunciaba con un grito violento. Encarnaba la crueldad reconcentrada y el placer de desencadenar penalidades en seres inferiores a sus verdugos: sospecho que el ave Zu algo sabía de los que sufren en silencio su propio infierno. Apareció sin embargo el psicoanálisis y proliferaron los nombres para clasificar a los monstruos particulares a partir del árbol de la angustia. Aunque la literatura nunca abandonó su apego a lo sombrío, se multiplicaron las maneras de entender e interpretar el sueño y la pesadilla. 

Desde Sócrates y Safo, Séneca o personajes trágicos como Antígona hasta literarios como Anna Karenina o Mme. Bovary el suicido demuestra que, como dijera, Camus, es el único problema verdaderamente filosófico. Pienso en Virginia, en Alfonsina, en Safo, en Anne, en Silvia… y en el dolor insondable que las habitó antes de decidir despacharse. Pienso, además, en los miles y miles de enfermos del alma, en los atenazados por la depresión y la angustia, en los atrapados en la noche oscura y me duele el atraso de la psiquiatría. Me duele el abandono y la incomprensión que rodea las no-vidas de los atormentados por el demonio interior. 

No queremos chamucos ni diablos de cola ardiente: la angustia es suficiente para sustituirlos. Tampoco hay necesidad de más fantasmas porque el infierno es el yo y la pesadilla. El infierno está en el alma desmembrada, en la mente rota, en la emoción herida. 

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Decir no o dejarse caer

January 25, 2022 Martha Robles

Sabemos que las crisis carecen de fondo, pero no somos obnubilados para no darnos cuenta de que en los últimos meses hemos ido a peor, a más bajo, a más perverso. Sabemos que la historia de México poco, muy poco tiene para enorgullecernos y que la mayor parte de la población desconoce lo que, en términos idílicos, se llama “estado de bienestar”, pero quien diga que lo que estamos padeciendo es ejemplo de superación sociopolítica, de desarrollo con progreso, de fomento a la obra pública, de inteligencia estratégica, de rectificación de errores pasados y/o enquistados y de talento en los modos hiper personalizados de gobernar es, de menos, un ignorante o un enchufado. 

Nuestra sociedad está en bastante mal estado. Tanto, que el sufrimiento evitable se ha incrementado de manera escandalosa en la población. Hay que decirlo alto, para que se escuche y no seamos cómplices: crear, encubrir y fomentar conflictos y daños a terceros desde el poder es una forma innegable de terrorismo de Estado.  Lastimar deliberadamente a otros no puede ni debe ser tarea de las políticas públicas. Aberraciones como estas pretenden pasar ante la opinión pública como recursos políticos para sabe Dios cuáles propósitos, pero callar agrava la humillación.

No es suficiente chocar con los acontecimientos cada mañana, hay que sumarse a los que dicen que no.  Si ya lo decíamos de tiempo atrás, hay que repetirlo a viva voz: no al crimen; no a los feminicidios; no a los asesinatos de periodistas; no al odio a la libertad de expresión; no al robo de niños y de adolescentes; no a los encubrimientos delictivos; no a la farsa del Poder Judicial; no al empeño oficial de acabar con el deber moral de la educación pública, por pobres que fueran sus logros (o precisamente por eso); no a la contaminación; no al descrédito de la cultura; no a la destrucción de las instituciones democráticas; no a la autocracia; no a la batalla oficial contra los recintos académicos; no a nombramientos espurios ni a la protección gubernamental de acosadores, violadores y delincuentes; no al vituperio como máscara política; no a las imposturas de “el otro es el culpable”; no al encubrimiento ni la complicidad delictuosa; no a la violencia disfrazada de logro político; no a repudiar energías limpias y propuestas ecológicas; no a la inversión en más gasolinas y productos contaminantes; no a la destrucción del campo; no al descenso general del país que pretende remontar el siglo XIX… 

Sobre todo decir no a la presión para igualarnos hacia abajo. No confundir la manipulación de las masas como instrumento de “transformación”. No aceptar que uno tras otro, día con día y sin que falte ninguno, se repitan asesinatos -y concretamente asesinatos contra periodistas y mujeres-.  No al horror como el del cadáver del bebé robado para dejarlo en un basurero del penal. No a la venta de niños ni al comercio sexual forzado; no aceptar la excusa de que el pasado es el hoy y el ahora es presa de su ignorancia, de su irresponsabilidad y del enamoramiento del poder absoluto.  No por favor, no más esta farsa que presume democracia cuando ni siquiera existe conciencia ciudadana, ni se ha cultivado la capacidad electiva de las personas.

Decir no es un derecho al que no podemos ni debemos renunciar. Una y mil veces lo repitió Marguerite Yourcenar: “sólo importan los que dicen no (…) Cuando los utopistas comiencen a ser la mala conciencia de los gobiernos, la apuesta está a medio ganar.” Aquí, por desgracia, se escribe en la arena, se protesta para oídos sordos y se defiende la democracia con la convicción de un artilugio prescindible. De ganar es poco lo que se obtiene aquí, donde los partidos políticos son un simulacro, la oposición un fantasma y la crítica apenas susurro al oído del puñado que aún confiamos en que no seremos un pueblo más en el historial de fracasos, retrocesos y descensos latinoamericanos.

No renunciar al beneficio de la crítica: repetirlo para creerlo y persistir. No menospreciar la inconformidad; sin ella no hay propuestas ni la sociedad se dispone a observar, a entender, a asociar, a proponer y a actuar. Hacer de nuestros días un combate de divergencias es una trampa mortal. Crear timos como “nosotros los transformadores, ustedes los conservadores” es una opción tan infundada y necia como autonombrarse de “izquierdas” aquí, en el imperio del surrealismo.  Zaherir a los discrepantes y confundir deliberadamente a la masa vulnerable son recursos perversos.  Desde la caída del muro del Berlín y los subsecuentes fin de la Guerra Fría y desaparición de la Unión Soviética quedaron en letra muerta las ideologías y la chapucera división del bien y del mal como sinónimos de las imprecisas y engañosas derechas e izquierdas. Los que se encapsularon en sus quimeras, desde Korea del Norte hasta Cuba y de Venezuela a Nicaragua, sin desdoro de ejemplos intermedios, la teatralidad de los ismos de ayer (marxismo, comunismo, socialismo, conservadurismo, clericalismo, triunfalismo…) declinó como otros ingenuos, desconsoladores y peligrosos chauvinismos, como mesianismo y populismo. 

Luchar por los derechos, la justicia, la conservación del planeta y las libertades. Eso, en el siglo XXI, resume las aspiraciones universales para lograr una vida digna y con los menos sufrimientos evitables posibles. 

Fortalecer la indiferencia con propaganga trae como consecuencia el descrédito de los que dicen no: no a la contaminación de la flora, la fauna, del aire, de los ríos, del mar, de los lagos; no a la violencia en todos los frentes (santo Dios: ¿Cómo es que hay tanta y tan espantosa violencia en el país?). Algo grave debe de estar ocurriendo desde que la defensa de la vida se sustituyó con la publicación cotidiana de estadísticas rojas: tantos asesinados, tantos desaparecidos, tantos violados, tantos secuestrados, tantos robados, tantos desmembrados, tantos feminicidios, tantos árboles destruidos, tantos animales en peligro de extinción, tantos funcionarios espurios, tantos acusados y refundidos en cárceles sin fundamento ni acceso a la justicia, tantas víctimas, pues, del horror cotidiano.

Triste y con una sensación de honda impotencia me han dejado las noticias recientes sobre los espantosos asesinatos de dos periodistas. Si alguien lo sabe, que por favor lo diga: ¿qué nos sucede a los mexicanos? ¿De qué es síntoma esta indiferencia? ¿Son la crueldad y la nula capacidad compasiva parte de nuestra naturaleza?

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Meditación sobre la tontería

January 10, 2022 Martha Robles

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Sobre el misterio de los árboles y las flores, cuya belleza sobrepasa nuestra comprensión al ver cómo sus raíces se ramifican en el subsuelo, lo que más me intriga es de lo que es capaz nuestra especie: ruidosa, insaciable, chapucera, imprudente, perversa; pero sobre todo pueril, tonta, injusta, cruel… Tanto frecuenta y se deleita en el lado nefasto que no hay modo de negar que la humanidad sólo se salva y se ha salvado de yerros gracias a  contribuciones y aciertos de los mejores; es decir, avanzamos y sobrevivimos por la minoría. Una y mil veces lo demuestran la historia, la ciencia y las letras: la masa nunca nos ha sacado de apuros. Todo lo contrario: cuando la muchedumbre se junta, lo único sensato es optar por el rumbo opuesto, inclusive en cuestiones políticas. Mientras que el gentío arrolla, vocifera, condena, destruye, mata, se equivoca y sigue a los peores, los menos piensan, trabajan, crean, discurren, ordenan y sortean como pueden el caos y los embates rabiosos de las masas. 

Para no distraernos con el anecdotario brutal de saqueos, “revoluciones”, guerrillas, guillotinas, hogueras, luchas civiles, enfrentamientos políticos, persecuciones y matanza y media, no hay más que meditar sucesos como el ocurrido el  reciente 1 de enero en un templo hindú -el Vaishno Devi-, en la ciudad de Katra, en el norte de la India. En estampida, la gente aplastó a la gente cuando pretendía entrar a donde no cabía. La fórmula es obvia: hay que observar y calcular de antemano porque lo que no fluye se atora. Así de simple. La muchedumbre apelatonada pasaba encima de cuerpos caídos y más y peor trituraba cuanta mayor el ansia de librar el atolladero. En vez de asistir a una ceremonia religiosa de año nuevo, el desquiciamiento masivo dejó dolor, muertos y un montón de heridos. ¿Cuál fue el detonador? Pues lo más común y corriente: el altercado entre unos más vivos que otros, entre los que más empujaban, los que resistían y los que no cedían para no perder su lugar. ¿Cuál lugar? Pues ninguno: así es la irracionalidad. Así se pelea y se arrebata por sinsentidos. Así se fomentan los fanatismos y así, por imitación y “espíritu de la masa”, se encumbra al Fulano de Tal por suponerlo el Guía, el ungido, el elegido… Y vaya que en India, como en tantas sociedades con reminiscencias tribales y/o primitivas, campean los guías, los iluminados, los redentores, profetas, semidioses, avatares, “enviados”…

Aunque muchos templos en India suelen ser amplios y abiertos, también abundan sagrarios estrechos donde no son infrecuentes tales desastres. Pero la vida sigue y todo se repite… Si acaso, queda el registro de las cifras: tantos muertos caídos de los trenes, tantos atrapados en tal o cual hacinamiento, tantos cadáveres en los enfrentamientos de autobuses maltrechos; tantos “accidentados” en caminos que de verdad parecen  diseñados por Medusa; tantos atrapados en casinos, antros, salones y “lugares controlados”… No es que en India exista otra especie, es que son tantos que sirve de catálogo de lo humano, lo infrahumano y lo inaudito que anda repartido por todas partes.

Para quienes hemos estado en ese país durante periodos “suficientes”, el tema de las estampidas letales y acontecimientos insólitos no tiene nada de excepcional. Después de China, India es la región más poblada y contrastante del mundo; la más llena de analfabetos, testarudos, fanáticos y aferrados a prácticas retrógradas, a pesar de que, en contrapunto, matemáticos e ingenieros de excepción proceden de allá, donde lo que menos se espera es que la ciencia, lo bello, lo deslumbrante y la filosofía florezcan de manera excepcional sobre el manto de estiércol y podredumbre acumulada. 

Por sus logros, no es arriesgado creer que el uno es más que todos, especialmente porque cada segundo suceden cosas horribles y/o prodigiosas que, de menos, “nos paran los pelos de punta”. Reconozco que en India aprendí a ver al Hombre. A verlo, lo que se dice enfrentar su misterio, “por hallarse en la mano del Dueño del Cerca y del Junto”, como enseñaban los sabios toltecas.  Rodeada de enigmas, lo lejos me trajo a lo cerca, lo que me rodea y permanece en estas tierras, en el submundo que nada sabe de geografía, de justicia, de culturas ni de patrias o necedades que en vano pretenden clasificar lo inclasificable. Desde la tiniebla descubrí a México y la verdad de México: la costumbre de la bajeza, su apego a la mentira, al desprecio por lo distinto, su necedad, la inclinación a engañar porque sí…  

Entre hedores nauseabundos y escenas que se quedaron tatuadas en mi memoria vi más allá de lo aparente y me pregunté qué hay detrás del “espíritu de la masa” que aquí mismo, frente a nuestra mirada, se niega a romper sus ataduras nefastas; se niega a elevarse por sobre sí misma y acceder a un estado de dignidad.

Tan de cerca y tan frecuentes, las tragedias causadas por la estupidez en estado puro acaban por endurecernos la piel. Al principio la angustia se adueñaba de mis noches ante la pavorosa e insondable realidad concentrada en las niñas: niñas aborrecidas, negociadas, vendidas, esclavizadas, amaridadas. Niñas condenadas a la sujeción desde que son concebidas. Niñas/madres, violadas porque sí, porque es su karma… Niñas/viudas confinadas de manera vitalicia en casas malditas. Niñas, pues, que absorben el drama de todas las niñas de todos los tiempos y de todos los modos discurridos por la barbarie y la estulticia…  ¿Oaxaca? ¿Chiapas? ¿Hidalgo?...

Uno tras otro se sumaban ejemplos tan atroces que me dejaban “lacia”, sin aliento ni esperanza en el dizque homo sapiens, como el del padre que decapitó a su pequeño hijo en un altar consagrado a la diosa Kali, “para que con su sacrificio no le enviara calamidades”.  No ignoro que la mayoría de los estadios en el mundo están equipados con corredores de la muerte: pasillos diseñados para que se aplasten y se maten los aficionados que por cualquier causa se convierten en borregos.  En vez de correr  hacia el espacio abierto, las estampidas pretenden salir por las angosturas del averno, como la más tremenda ocurrida hace unos años en una estación de Bombay donde, con el apuro de llegar a una celebración religiosa, la multitud dejó una siembra de cadáveres. 

Bastante sabemos los mexicanos de lo que es capaz “el espíritu de la masa”. Cada vez que  un año comienza, inevitablemente recuerdo el día en que mi abuelo Emiliano me llevó a ver (de lejos) un desfile en Guadalajara. Sobre la Avenida Vallarta divisamos a la muchedumbre apostada a sendos lados de la calle. Yo era pequeña y él un gigante que me enseñó el vuelo de las cometas. A distancia prudente, sin acercarnos demasiado, me preguntó: ¿Ya viste, niña, a ese gentío? Pues tú para otro lado: apréndelo bien. Y vaya que lo aprendí porque su lección se convirtió en carácter.

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Olvido e ignorancia: misma desventura

January 2, 2022 Martha Robles

La memoria es nuestro golem particular, el motor del carácter. Aunque caprichosa y chapucera, es el hilo conductor entre lo que ha sido y lo que es. De ahí que la carga de recuerdos, emociones y sensaciones sea un poderoso reloj existencial: el engranaje mente/corazón que nos dota de sentido.  Ese precioso saber, por desgracia, es lo que destruye el Alzheimer. Entonces el olvido crea un doloroso estado de no-persona. Sin embargo y a pesar de sus dotes de gran maestra, la memoria es para muchos un aguijón indeseado, especialmente en esta cultura que cree que, si algo, ha elegido la ignorancia y/o el olvido para no reconocerse ni perturbarse. 

Si no hay identidad sin historia, tampoco justicia porque aún no se atreve a  definir lo que ha sido, lo que es y el pozo en el que se encuentra. Esta defección no se ha consumado de la noche a la mañana. A pulso se ha labrado este fenómeno poblado de taimados, abusadores, agachados, abusivos y simuladores que, a vuelta de página, ha impedido tanto la creación de un gran Estado como la acreditación de la verdadera educación, en lo individual y en lo colectivo. Y si el arriba no ha ocultado su (pobre) identidad, lo de abajo ha sido nutriente y reflejo. Habría pues que atreverse con la propia historia para enfrentar la verdad y subsanar un ambiente tan malsano como la costumbre del poder en complicidad entre gobernantes y gobernados.

A partir del tortuoso y en tantos aspectos quizá inacabado siglo XIX, cada gobierno ha absorbido y reflejado su pasado; es decir, lo que ha sido un país que ahora, en el año que comienza, se pretende exhibir como pendón de “otra” o alguna transformación. Así consta en la palabra, en la escritura, la política y en el día a día del México decidido a distorsionar por no mirarse, no recordar, no saber de dónde viene, qué lo define, cómo es en realidad  y cuál es su lugar respecto de sí mismo, de los demás y en el mundo. En suma, cuando la memoria falla o se la pretende manipular, sucede lo que a los mexicanos: culpar a otro de nuestros males y limitaciones, eludir la responsabilidad de nuestros actos, enmascararse para no reconocerse ni ser reconocidos y, en suma, tratar de ser otro para no-ser ni parecer el que se es o tal vez sólo negar para no perturbarse. 

No tolerar el propio relato borra la historia y envilece la identidad con expresiones groseras y acciones burdas. ¿Y qué otra cosa es el machismo, por ejemplo, que una ilusión de supremacía? Denigrar hace sentir o creerse más poderoso al que practica el vicio de humillar porque sí. Esa ausencia de empatía ha fortalecido una manera colectiva de ser miserables, como si se tratara de un acierto. Ya no es inusual aceptar la proliferación del insulto desde la tribuna hasta las redes sociales, en la calle y con más notoriedad en el lenguaje inocultablemente ordinario de gran parte de los “políticos”: una manifestación de la ignorancia aunada al olvido de lo que cada uno es, empezando por sí mismo.

Mediante el vicio de negar y distorsionar el contenido de la memoria se afecta la interpretación de lo real. Por este medio el culto a la mentira causó el sueño de cualquier autocracia: hacer creer a los subyugados que lo falso es verdadero y lo verdadero “invención de los enemigos del pueblo”. Justo lo que, ante nuestro ojos, se ha manifestado como un estilo personal de gobernar. A la par, se encumbra la distorsión como “programa de gobierno”: mentir para confundir, negar para desviar y entre sorna, agresión, majadería y parodia, asegurar con el índice en ristre que lo que es no es como es; tampoco es lo que ha sido porque lo que es y lo que será es “como lo digo yo”. Resulta así que, en galimatías tan expansivo, la realidad viene a ser el deseo de quien adora y ostenta el poder sin considerción por los demás; menos aún por las normas y las instituciones; es decir, al no atender el mensaje de la memoria el capricho personal vulnera lo que con tan prolongado y dificilísimo esfuerzo se ha logrado para civilizar. Se ha hecho creer a nuestra sociedad que civilización y cultura son perversiones “neoliberales” que hay que repudiar. En eso consiste el pitorreo del dominio sin Ley, en sumar sometidos y lambiscones en detrimento de ciudadanos dispuestos a ejercer sus derechos y obligaciones.

Es cosa sabida que hay pueblos que le dan la espalda a la memoria, pero ninguno se libra de las consecuencias: no hay más que repasar el pasado remoto o cercano para comprobarlo. Esto no significa que los memoriosos que han enriquecido el conocimiento de la historia estén exentos de cometer errores (el hombre es el hombre, es el hombre…). Sin embargo, mantener el ojo en alerta sobre la historia permite evitar linchamientos, persecuciones e injusticias. También ayuda a ordenar, a rectificar y a hacer valer la democracia. 

Dar la espalda a lo real no significa que no exista. Así la vileza, la crueldad y el infierno en que se ha convertido la parte del país que muchos no quieren mirar ni aceptar. Aunque se pretenda voltear para otro lado, sigue aterrorizando la cifra de tres mil mujeres asesinadas en México, únicamente durante el 2021 que recién concluyó. Se podrá hacer chunga del valor de la denuncia, pero la vileza no borra lo que significa que al 26 de noviembre de 2021, según datos del Comité de las Naciones Unidas contra la Desaparición Forzada, en este país que en las Mañaneras se presume paradisíaco, más de 95,000 personas estaban registradas oficialmente como desaparecidas. Durante su visita a 13 entidades en esas fechas, los miembros del Comité fueron informados de que 100 desapariciones se habían sumado en las últimas horas. Como si tales datos no fueran espeluznantes, la impunidad que los agrava es hecho sabido entre propios y extraños.  Que el Poder Judicial carezca de autoridad moral es innegable al grado de que se habla de impunidad y castigos discrecionales como de tantos lugares comunes que, por repetidos hasta la saciedad, han conseguido que la mayoría los de por sentado y acaso sin importancia. 

Así el aumento de niños, niñas y mujeres desaparecidas y/o secuestradas para fines diversos, especialmente para un forzado comercio sexual. Si gracias a la prensa aborrecida y vilipendiada por el Presidente y sus huestes se muestran aspectos de una verdad monstruosa, lo que se calla, se desconoce o se ignora es un pozo sin fondo. Casi ciento treinta millones de habitantes y una conformidad vergonzosa… ¿De qué materia estamos hechos los mexicanos? Ni qué agregar sobre la situación infrahumana de los migrantes, de los encarcelados sin juicio, de los perseguidos, los humillados… El submundo dantesco en el que estamos inmersos está lleno de escenarios estremecedores. No se diga de lo que son capaces los narcos, los secuestradores y los estafadores también disfrazados de “delincuencia organizada”. No olvidar, en fin, que hay más de 52,000 cuerpos de fallecidos no identificados. Y las fosas clandestinas…, madres y mujeres en busca de sus seres queridos; y las enfermedades mentales sin atención suficiente, sin el soporte indispensable de la investigación, así como la vigilancia de terapeutas y terapias mediante controles de calidad y recursos a la altura de la necesidad… El atraso, pues, es como la cabeza de la Hidra.

En fin que no podemos seguir abultando fechas y desgracias sin atrevernos con la verdad y con la crítica. Debemos saber y aceptar quiénes somos, a qué tenemos derecho y cómo hay que dignificar a esta pobre sociedad desarticulada. No olvidar el acierto de Svetlana Aleksievich: “Recordar asusta, pero no recordar es aún más terrible”.

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Del Kîs que escribe en mi memoria

December 15, 2021 Martha Robles

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Uno de los libros más perturbadores y perfectos que me ha acompañado es La enciclopedia de los muertos, de Danilo Kîs. Cada uno de sus relatos confirma que cada persona es intransferible. Este extraño pariente literario de Borges describía las peores aberraciones con un estilo tan refinado que provocaba la rabia comunista sin que identificaran por qué: genialidad que habría fascinado a Kafka. Y él, serbio cirílico que tuvo que huir tanto de la Hungría paterna como de su Yugoslavia natal para evadir las acusaciones que pretendían anularlo, respondió a distancia como mejor sabía: con una extraordinaria Lección de anatomía. Llevaba en la punta de los dedos historias de judíos aniquilados por los nazis en distintos campos de concentración, empezando por su padre y un montón de familiares y amigos húngaros. Sabía, pues, de lo que se tratan las guerras, las invasiones militares, las persecuciones, los infundios, la soledad y las ideologías; sobre todo las ideologías que, impuestas como dogmas de fe, condenan por herejes a los distintos y rebeldes.

Era tan feo como genial. Sabía dónde y cómo poner cada palabra para que, con apariencia de fábula, atinara con el realismo en la página. Libro a libro, su complejidad me ha cautivado: conoció la vida, el dolor, el acoso, las guerras, las pérdidas y más allá de la muerte, de tantos muertos, daba con el signo luminoso del Hombre y su conciencia; del Hombre y los secretos de su inconsciente. Cuando recorrí su geografía antes del pavoroso estallido bélico en la antigua Yugoslavia, caminaba despacio por donde suponía que el destino lo pondría frente a mi. Por más que lo imaginé, eso no ocurrió allí ni en el París de sus últimos años ni en ninguna otra parte. Cuando se lo llevó el cáncer de pulmón, en 1989, sentí que la literatura quedaba algo coja, algo opaca. Entonces mi memoria lo agregó a los imprescindibles con quienes dialogo en mis diarios. 

Tuvo el don de ver cómo se imponen mentiras y cómo, en su nombre, se crean infiernos a excusa de “la decencia política”: nada que no sepamos, salvo que su mirada trasmutaba en tinta, en tanto y los “iluminados”  se parapetaban tras el fascismo, el comunismo o la ideología que fuera surgiendo en la atormentada Europa del siglo XX.  Describía la verdad como literatura fantástica. A veces sueño con Kîs; a veces lo invento: traspasamos juntos el muro de los engaños. Quitamos trapos, discursos y máscaras a los embusteros y los dejamos como el rey desnudo. 

 El quehacer de las ideologías es repugnante, antinatural por donde se le busque. Las he visto pasar como promesas de gloria y justicia divina y caer de modos grotescos. Fábrica de fanáticos y tontos, hay que carecer de curiosidad o de juicio para convertirse en cruzado de falsificaciones libertarias. Narrarlo con arte, en cambio, convierte la parte oscura de lo humano en gran literatura. Releyendo el relato que da título al libro, recordé el drama de una de mis amigas más queridas, hija de un enardecido republicano o anarquista español que nunca bajó la guardia. Conociendo la intolerancia del padre, no me extrañó que siguiera a un idiota a la guerrilla de Nicaragua. Fue víctima de una violación multitudinaria, y cayó asesinada de manera tan cruel que aún me hierve la sangre al corroborar la historia del día después: la comandada por el fantoche Daniel Ortega y su impúdica cónyuge, artífices de la revolución/contrarrevolución que merecerían el final de los rumanos Nicolae y Elena Ceaucescu.

Conservado en Suecia para registrar las concisas no obstante elocuentes biografías de quienes carecieron de fama o cualquier reconocimiento, este único y peculiar documento secreto fue elaborado por sabe dios cuál secta de creyentes en la resurrección bíblica. Kîs, en voz de la narradora, describe la biblioteca insólita cuyas salas, alineadas e idénticas, correspondían a cada letra del alfabeto.  La penumbra polvorienta apenas iluminaba el estrecho corredor desde dónde se vislumbraban los gruesos tomos de tan singular Enciclopedia. Si una afanosa señora Johanson no se hubiera empeñado en enseñar a la protagonista “todo lo que como mujer podía interesarle”, ignoraríamos que existe un registro de gestos, encuentros, vestimentas de un día y pormenores que “recrean” la vida  de los muertos. Muertos que, por descontado, vuelven a latir por el prodigio de la letra impresa.

 No es descabellado suponer que la amiga, que desde la cuna absorbía las alharacas de su padre transterrado, podría ser rescatada del olvido en una indispensable “enciclopedia de los muertos” correspondiente a este feroz lado del mundo, donde ni siquiera los difuntos valen ni son tomados en cuenta. Al centro de la página pondría su mejor fotografía: la simpática universitaria de cabellos cortos y ojillos vivísimos que sonreía con gracia contagiosa. La reconocería a ella como complejo y ejemplar producto del tránsito de los años sesenta a los setenta. Indicaría sus ideales, sus relaciones, sus cigarrillos, los paisajes que le atraían, los chocolates que le encantaban, el cochecito que conducía por toda la ciudad para brincar de un trabajo a otro, para llevar a sus hermanos a donde tuvieran que ir, para pasear con las amigas o sacar de vez en vez a la calle a su madre, deprimida vitalicia… Aquí nada podría omitirse, ninguna edad, ninguna de sus lecturas, sus canciones favoritas o las flores que gustaba guardar entre páginas. Hallaría los sueños que no nos contó, los secretos que se llevó a la tumba y el llanto infinito que derramó cuando tuvo que renunciar, por no ser judía, al amor del Isaac que adoraba. En suma, leería con especial interés el episodio nefasto de Nicaragua y el sinfín de detalles que constituyeron su corta vida: si acaso se hizo de armas, si disparó y a quién,  si el Fulano que la arrastró a su desgracia sigue por ahí, entre las huestes de Ortega… 

 Recobrar la memoria de las vidas “borradas”: ¿qué más pedir? Enterarnos de las pequeñas anécdotas del cura de la parroquia de san Juan de los Palos, las de la meretriz que lloraba sobre una tumba sin nombre, las fantasías de la empleadita de medias rotas, alfiler en la falda y gesto ausente que viajaba en toda la ruta del “Sonora-Peñón”. Más que la muchedumbre fantasmal que ha pululado por estas regiones estigmatizadas por su afición a los sacrificios humanos, una hipotética enciclopedia mexicana de los muertos contendría el registro biográfico de miles y miles de mujeres violadas, asesinadas, descuartizadas, “desaparecidas” y humilladas al grado de que sus restos anónimos han acabado en cloacas o basureros…

Con tanta calamidad ensangrentada, hemos llegado al extremo de tener que elaborar un registro depurado de la violencia, de la crueldad y la perversidad extremos y no por el gusto literario, no, sino por una cuestión de decencia para mirar lo que somos, cómo somos y de lo que hemos sido capaces. Los datos podrían competir con una detallada “Historia universal de la infamia”, que Borges apenas dejó en leve traza. Ir al fondo de la que se presume ficción para desvelar la verdad del Mal anidado en nuestro territorio quizá maldito, quizá condenado a no superar una derrota ancestral: la del que no sabe ni nunca supo quién es. Me refiero al Mal en sí, al encumbrado  en la normalidad simulada. El Mal que, con máscaras o sin ellas, nadie puede negar.

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Jimena Canales: historiar para cambiar la historia

December 7, 2021 Martha Robles

Fotografía de la Ed. Arpa

A más avanzaba en la lectura de El físico y el filósofo. Albert Einstein, Henri Bergson y el debate que cambió nuestra comprensión del tiempo, más coincidía con Jimena Canales en que “para escribir la historia hay que cambiar la historia”. Lograrlo, sin embargo, requiere una gran cultura.  Por necesidad, ésta facilita la fusión de memoria, hallazgo y literatura: acierto que, según voy descubriendo, caracteriza a esta autora.  La perspectiva no solo depende de la agudeza, la circunstancia, la buena pluma y el género de quien escribe, también hay vertientes que atraen, modifican o discriminan a discreción las maneras de ver, entender, desentrañar e interpretar la vida, la naturaleza, el sentido de la razón e inclusive el universo. La recompensa consiste en dar en el blanco. La diana, en este caso, está en pensar y hacer pensar las bondades del conocimiento.

Para conocer la trascendencia de esta confrontación entre el mayor físico y el más destacado filósofo del momento, la autora de libro tan singular como atractivo y brillante se aplicó a ver más allá de lo conocido y reconocido para revelar, al final de su examen exhaustivo, “una historia del apogeo de la ciencia en un siglo dividido, una historia de desacuerdo y desconfianza y de las cosas cotidianas que nos desgarran.”

Auscultar un suceso o cualquier situación que se daba por sentada genera dudas, nuevos enfoques y otras respuestas que desafían supuestas verdades inamovibles. La contraposición de miradas entre el científico y el filósofo fue, de menos, una sacudida para el pensamiento bergsoniano que aseguraba que el empirismo verdadero es la verdadera metafísica, por lo cual no puede haber oposición entre los imperativos de la ciencia y la filosofía. Para él, tanto el frío racionalismo mecanicista cultivado por Descartes, como la división jerárquica del conocimiento establecida por Comte -que tanto influyeron en la deificación de la supuesta “objetividad” científica-, desatendían la importancia que en todos los actos tienen la emoción, la creatividad, la intuición, los sentimientos y la flexibilidad de los seres de carne y hueso. La rigidez de la ciencia, extendida a los espacios académicos como logros de la lógica y la matemática, constriñe la sutil sabiduría contenida en los recuerdos, el sueño y la risa porque no considera que el tiempo es acción.  

Que para saber la hora -reiteraba- no solo vemos un número en un instrumento: los relojes se fabrican para significar algo relacionado con nuestras vidas; marcan un momento, una rutina, una expectativa…  Cifra y signo, en las horas depositamos expectativas vitales y cargas subjetivas que, por descontado, fueron excluidas por el físico al escuchar la pregunta de qué nos llevó a supeditarnos a la condena del reloj y cómo podríamos “usar nuestro tiempo” para escaparnos de sus garras. Para el aquí y ahora, sojuzgados como estamos por el yugo de la tecnología y la manipulación amañada del “tiempo” y de la idea del tiempo, cabría como nunca antes considerar el valor de la sentencia del filósofo francés, no sin agregar la duda de hasta dónde, además, actúa como instrumento de enajenación -o excusa- que absorbe una compleja consideración del trabajo, de la economía y de la vida social: El tiempo es para mi lo que es más real y necesario; es la condición necesaria de la acción. ¿Qué estoy diciendo? Es la acción misma.

A partir de la desigual consideración del tiempo en sí y de la noción para sí, para uno mismo y para los demás, se manifiesta la necesidad de abarcar ambas posturas con una nueva metafísica o pensamiento totalizador por no decir unificador; es decir, dado el modelo de vida o de no-vida de la sociedad actual se hace cada vez más inminente conciliar un enfoque  incluyente de las ciencias y las humanidades, pues “sin una metafísica la ciencia sería abstracta y carecería de sentido”. Einstein, al igual que sus colegas, veía con más desdén que horror la perspectiva de Bergson.  Lejos de ceder o de conceder aun en los detalles, se opuso afianzando sus tesis sobre la dilatación del tiempo y su relación con el espacio. Únicamente concebía al tiempo como un cuerpo físico dividido en segmentos iguales y en movimiento, por lo cual, ante el entusiasmo de sus partidarios, no dudó en proclamar que “el tiempo de los filósofos no existe”. 

Aunque Bergson celebraba el acierto de la teoría de la relatividad, proponía que, para que fuera completa la noción del tiempo tendría que humanizarse. Fundó sus argumentos en la experiencia vital y existencial del tiempo, la conciencia y la libertad: temas que centraban su interés y que lo convirtieron en una celebridad ampliamente reconocida.  Sin embargo, no había tomado en cuenta o no con tal ahínco en sus escritos, hasta entonces, la pertinencia de que la filosofía se fusionara a la misma intuición o método que la ciencia en atención a que el hombre es una entidad cambiante y compleja. Lejos de cumplirse la original intención de armonizar lo hasta entonces inconciliable, la discrepancia provocó un choque tan tremendo que, a partir del memorable 6 de abril de 1922, en la sede de la Société Française de Phlosophie, en París, comenzó de manera pública e inocultable la veneración que actualmente se profesa por la ciencia en detrimento del arte y las humanidades.  

No es casual que aun habiendo sido distinguidos ambos con el Nobel con unos seis años de diferencia, Einstein fuera creciendo en prestigio y presencia social mientras que la obra y la figura del hasta entonces popular Bergson decrecían hasta reducirse a un nombre y un referente casi desconocido por las actuales generaciones. La explosiva discusión entre ambos iría más allá de la contundente sanción de Einstein de que su oponente no entendía la teoría de la relatividad ni la implícita “dilatación del tiempo” como un movimiento a velocidades rápidas relacionadas al espacio.  

Simpatizante de Bergson por ser más afín a mi modo de pensamiento, he releído varias veces el ejemplo de los dos relojes estacionarios que se fijan al mismo tiempo en el mismo punto.  Que si uno de ellos se separa y viaja a velocidad constante, ambos empezarán a marcar tiempos diferentes dependiendo de sus velocidades respectivas, se repetía en favor de Einstein. Cierto, este descubrimiento merece la importancia que acompaña al mayor avance del conocimiento científico de la historia; sin embargo, coincido con Paul Valery al creer que este grande affaire del siglo XX abrió para todas las disciplinas una caja de Pandora llena de dudas y preguntas sobre el hombre y su universo. 

Separar lo físico de lo metafísico, la razón de la intuición, lo femenino de lo masculino, las humanidades de las ciencias, el universo y el ser, etc., nos alejó de “la Edad de Oro” -como Valery ponderaba especialmente a la edad ateniense-, en la medida en que determinó las formas de percibir, de estar y comprender el mundo que nos rige. A casi un siglo de distancia del debate y considerando que ambos conocieron el fascismo y los extremos de que es capaz la deshumanización y el desprecio, se antoja irrefutable el principio de indeterminación y cambio contemplado por Bergson y, curiosa o paradójicamente, compartido por la posterior física cuántica que no llegó a conocer Einstein. 

Con timidez comencé su lectura y la concluí como si hubiera viajado a un mundo inexplorado y tan atractivo como pudo ser un debate de las ideas de tal envergadura durante el agitado puente entre las secuelas de la Primera Guerra Mundial y los prolegómenos de la tormentosa tercera década europea del pasado siglo.  Entre idas y venidas por capítulos que ocasionalmente me permitían reconocer algunos nombres, ideas y situaciones, avancé durante 500 páginas para concluir que mi limitado conocimiento de la ciencia empobrece la visión que ingenuamente supuse totalizadora de las humanidades. En todo caso, es tan inadmisible la brecha entre unas y otras como la absurda inequidad de género, el racismo, la discriminación o la prejuiciosa jerarquización de la inteligencia que en unos medios con más obviedad que en otros no consiguen asimilar la interacción del hombre y la naturaleza.

Física por el TEC de Monterrey, Doctora por la Universidad de Harvard, maestra de Historia de las Ciencias en la Universidad de Illinois y acaso la única mexicana visitante en centros académicos del prestigio de Princeton o del Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia de Berlín, cuanto más descubro la obra de Jimena Canales mayor respeto intelectual profeso por quienes, como ella, investigan con pasión cómo se ha formado el conocimiento. Ante el furibundo propósito gubernamental de igualarnos hacia abajo y degradar la obra del saber y de la crítica como si fueran enemigos “del pueblo bueno y sabio”, celebro doblemente la tarea de una intelectual mexicana que página a página agrega razones para defender el saber y de manera implícita repudiar la demagogia. Con enorme desaliento, no obstante, entiendo por qué vive en los Estados Unidos y por qué su obra es reconocida en el exterior entre lo mejor de esta disciplina tan desconocida en México. 

Recientemente ocupada en desvelar sombras y demonios, ya podemos leer en un nuevo título  esas historias que subyacen en el revés del conocimiento. El pensamiento científico es inseparable de la curiosidad, de la intuición, del juicio y de esa terca búsqueda de respuestas que llevó a los remotos abuelos a crear mitos para inventarse respuestas y nuevas preguntas sobre sí mismos y la naturaleza. Si examinamos el salto de la edad ateniense a la visión excluyente del monoteísmo el hombre aparece supeditado a su sentimiento de orfandad, y en posesión de unos cuantos hallazgos liberadores sobre su presencia en el mundo.  De Oriente a Occidente se fueron ampliando los triunfos de la razón sobre el pensamiento mítico, pero la batalla entre las amenazas infernales de la ortodoxia y los recursos de la inteligencia sería titánica durante los últimos y más fructíferos cuatro siglos de descubrimientos: justo el periodo estudiado por Jimena Canales en Bedeviled: A Shadow History of Demons in Science, libro tan original como prometedor, según leo en diversos medios. Gracias a Amazon comenzaré el difícil año que apenas asoma sus dientes afilados en este ámbito tan ensañado contra la razón y la inteligencia educada.

Concentrada en mejorar la comprensión que tenemos sobre el necesario equilibrio entre la ciencia, la tecnología, el arte y las humanidades, esta acuciosa investigadora mexicana-estadunidense aclara que Bedeviled: A Shadow History of Demons in Science “no es un trabajo de divulgación de la ciencia sino que se trata de aprovechar una perspectiva distante, histórica, para ver cómo se forma el conocimiento… Coincido con ella al creer que es el conocimiento lo que habrá de salvarnos inclusive de lo peor de nosotros mismos, de los prejuicios y supersticiones que anteponen lo más bajo y lo peor en detrimento de lo que más nos dignifica. Y, al respecto, agregó: Creo que es algo muy importante sobre todo en un momento como el actual donde todos tenemos dudas y quisiéramos saber más de medicinas, de los virus…” Así lo voy confirmando al conocer su quehacer, su independencia intelectual y su obra en su sitio web: www.jimenacanales.org

Agradezco a Rocío González el regalo de esta lectura que tanto he disfrutado.

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Mi pesadilla, nuestro infierno

November 17, 2021 Martha Robles

Ciudades perdidas

De todos los infiernos discurridos por el imaginario colectivo, no hubo uno solo que contemplara la sobrepoblación y sus efectos: gente aglomerada al ritmo en que disminuyen las demás especies. Cinturones de miseria y calentamiento global. Hambre; hambre irremisible de cientos de millones de personas. Marginados ávidos de guías. Hordas cada vez más infames que destruyen cuanto tocan. Negociantes rapaces, gobernantes corruptos. Urbes hacinadas en las peores condiciones. Depredadores sin escrúpulos. Cárteles, sicarios y matones que superan a las Moiras que prodigan castigos espantosos. Muchedumbre que vaga sin destino en el desierto o por mar y tierra en pos de lo que sea. Criaturas famélicas que contrastan el culto de los gourmets a “la cocina de autor…” Insuficiencia de servicios asistenciales. Viviendas que no merecen su nombre. Aire pútrido, aguas contaminadas, selvas aniquiladas, animales y plantas extintos. Niños que nacen, crecen y mueren abandonados a su suerte. En suma, el planeta ahogado en basura, víctima de los peores tratos del inquilino más depredador y autodestructivo de que se tenga noticia: el hombre mismo, criatura que, paradójicamente, se distingue de las demás por poseer atributos tan magníficos como el discernimiento, la palabra, la imaginación y el saber. Sin embargo, y aunque es la única especie que puede aprender cosas extraordinarias y realizar grandes hazañas, es imposible que deje de ser enemiga de sí misma, de la vida y de la armonía. 

La Antigüedad miró el inframundo de modos tan fríos y estériles como ardientes y atenazados por monstruos justicieros. Contempló el firmamento y creó a sus dioses: unos más terribles o protectores que otros.  Al darse cuenta de su sentimiento de orfandad depositó su debilidad, sus fantasías y su necesidad de protección en distintas teocracias.  Supo o intuyó, desde entonces, que sólo sobreviviría sometido a figuras intimidantes y a poderes sombríos. Si de la esperanza surgieron paraísos, promesas, redentores, recompensas y seres inauditos para hacer tolerable la existencia, el síndrome del amo y del esclavo se convirtió en aval de tiranías. 

Al probar el sinsentido el hombre vislumbró las sombras, pensó en la muerte y, ante la sospecha del vacío y la nada, discurrió la resurrección y las reencarnaciones. Auscultó el tiempo cuando nada se sabía del tiempo. Puso nombre y rostro al Miedo coronado con serpientes.  La sexualidad llamó al descubrimiento de los sentidos. Cuando soñó el futuro surgieron intérpretes, adivinos, prelados y profetas; luego, mandamases, jefes, guías, mesías, autócratas y gobernantes que en mayor o menor medida han pretendido competir con las entidades. Hacinado en condiciones infrahumanas, sin embargo, para “el condenado de la tierra” e hijo de la explosión demográfica no ha habidos dioses, credos, gobernantes, redentores ni milagros que rompan la condena en cadena, generación tras generación.

Muchas cosas horribles ocurrieron en el remoto pasado, durante la Edad Media y en épocas sin cuento, pero ningún infierno compite con el creado en algo más de un siglo. Antes de que el hombre matara a sus dioses y se deificara él mismo, la religiosidad se adueñó del ara de sacrificios y los mitos se adelantaron al hallazgo del inconsciente, al arte de las letras y a la reinvención de lo real.  El orden de las cosas y de la vida nunca unificó la dualidad entre el bien y el mal ni combatió la violencia asociada a la crueldad y lo abominable, a pesar de que, desde que hubo memoria, el dolor encabezó los padecimientos humanos: única condena de la que nadie se libra y la que, de manera absoluta, supera todas las creencias. Y aun repasando las bajezas de que han sido capaces los humanos, nunca hubo casi 10 mil millones de personas que, incompatibles con cualquier equilibro ecológico, muestran el rostro más terrorífico de la creación.

Por más que se empeñaran propios y extraños o antiguos y modernos en instituir reglas para relacionarse, mitigar causas evitables de sufrimiento y no matarse entre sí ni dejarse llevar por los peores instintos, nunca se ha conseguido civilizar la índole primitiva de los más. Está visto que el hombre no solamente es el peor enemigo del hombre, también lo es de todo lo vivo en el planeta. A diferencia de las aportaciones minoritarias que elevan la calidad general de la vida, la historia ilustra el lado nefasto de nuestra condición siempre e invariablemente con movimientos masivos. Imposible negar que el poder, en todas sus manifestaciones, transita de los templos a los báculos de mando con el mismo dominio del pastor que conduce a su rebaño. Gracias sin embargo a las individualidades cansadas de la tribu, el raciocinio, la imaginación, la sensibilidad, la creatividad y la voluntad de saber han facilitado los cambios que, paradójicamente, la colectividad asume como propios.  Ni siquiera se toma en cuenta que al distinto se le persigue, se le desdeña y se le margina por no ser ni actuar como los demás. La masa es rebaño en todos los tiempos y situaciones, aunque nunca como ahora estuvo superpoblado el mundo, con todas sus consecuencias. Lo vemos en las favelas, las ciudades perdidas, los slums que crecen y se multiplican como plaga espontánea. A diferencia de otras características humanas exageradas por héroes, antihéroes y seres extraordinarios, el pensamiento mítico previó una reacción estrictamente humana en la necedad de los aferrados a su ignorancia en el mito de la caverna. Mientras que el más avezado o más cansado de su condición se aventuró a romper sus cadenas y descubrir la luz, los demás defendieron la oscuridad, condenaron al distinto y continuaron cautivos. No creer que la claridad es liberadora y que atreverse con lo desconocido también contribuye a sacar a los demás de su postración es, todavía, característico de los sometidos.

Convertida en pesadilla, la figura del planeta en ruinas me deja sin aliento. Pienso en esto a propósito de la malhadada costumbre de los latinoamericanos a caer bajo los mismos yugos, a encumbrar a los peores y a no salir de su postración. Aunque desde los movimientos de independencia la población se ha multiplicado de manera escandalosa, conservamos nuestras cavernas a excusa de la autopiedad, de lo malos que han sido los otros o porque llevamos en la frente el estigma de los cautivos. No se si es falta de talento, de autoestima colectiva, de voluntad de superación, del complejo del vencido que aborrece a los que se adelantan y se atreven en solitario a vencer la inclinación a la derrota, pero es obvio que no levantamos cabeza. Con ser monstruosos los problemas que padecemos, los fantoches, populistas, dictadores y redentores se reproducen con inaudita fertilidad, ahora en países con enormes cantidades de habitantes que en nada se parecen a las sociedades prehispánicas ni a las coloniales. 

Hemos construido sociedades desarticuladas, enfermas de si mismas, sea por su estigma inescrutable, por la espada y el acero intimidantes durante la Colonia o porque, libre e independiente al fin, el latinoamericano no ha podido ni sabido  qué hacer consigo mismo. Nunca lo ha tentado la cultura del libro ni ha aprendido a  conducirse para superarse. Así que, en su infierno “inmerecido”, sistemáticamente se niega a crear Estados a la altura de sus ideales y gobiernos que siquiera no se presten al ridículo ni a la condena de repetir y repetirse en los errores que dicen redimir.

A los habituales fantoches que apenas se pretenden personajes de ficción o de mitos, se agregan consortes peculiares, como la que actúa de chamana o adivina que, según nos dicen, cogobierna un pobre país (un pobre país pobre) condenado a la postración como Nicaragua. No que el protagonismo femenino sea novedad, tampoco el culto a magos, brujos, charlatanes y sibilas en posesión de artes oscuras, es que la historia parece empeñada en superarse a sí misma cuando se trata de padecer episodios y personajes oscuros. 

Antes aparecían “líderes” a fuerza de empujones y dizque revoluciones, como la cubana eternamente consagrada. Siguieron los “movimientos populares” y la sucesión de gorilas a punta de golpes, fiestas de balas y pilas de cadáveres. ,Ahora los fantoches se incuban en las urnas; unas urnas más embarazadas que otras, más nutridas con la simiente populista o esparcidas donde las promesas fertilizan más que las aulas, mejor que las actividades agrícolas y laborales y con la seguridad de que el más codiciado capital político es la miseria con ignorancia. Hay esperpentos de todo pelaje en estas tierras donde se culpa de nuestros males a españoles del siglo XVI y a los que resulten (“el otro, el otro es el culpable”). Lo importante es tener al chivo expiatorio en la punta de la lengua para no asumir las propias faltas ni reconocer las deficiencias. 

Al margen de los índices acusadores se han multiplicado los dictadores y los fantoches aplaudidos por las masas, protegidos por las fuerzas militares, encumbrados por los narcos y endiosados por lambiscones y trepadores. Creadores de intrincadas redes de complicidad y componendas, no faltan iluminados que reciben mensajes del más allá al través de pajaritos, ni herederos de los herederos del libertador, como en la pobre Cuba convertida en una inmensa cárcel. Ungidos, pues, los autócratas son espejo y reflejo de los “votantes” que los eligen, los consagran y dejan que los “guíen”, los “protejan” y los liberen del mal encarnado en los enemigos y explotadores corruptos “del pasado”. 

Desde Río Bravo y hasta la Patagonia, además del Caribe, encontramos evidencias de hasta dónde las generaciones se han multiplicado geométricamente y de espaldas a los logros acumulativos de la cultura.  Los que no aceptan ni han aceptado ser parte del rebaño son señalados, menospreciados, ninguneados...  Ni siquiera el prodigioso Dante imaginó un averno emparentado al nuestro. Sus figuraciones se corresponden con la idea del pecado. Su distribución de castigos me parece casi infantil -sin desdoro de su genio- ante la realidad que nos ha tocado en suerte y que, convertida en pesadilla, me obliga a mirarla de frente en la oscuridad más profunda que antecede al insomnio.

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Los muertos. El otro relato, 1

October 24, 2021 Martha Robles

Tibio aún y casi como dormido, su color fue adquiriendo un tono verdoso hasta que, en cosa de minutos, estaba completamente muerto: un estuche vacío, acartonado, algo que fue alguien. De pronto, nada; un cadáver: apenas una historia en mi cabeza. Hubo sin embargo un instante en que la vida y la muerte colgaban de un hilo. Los dos perros ladraban allá afuera. Ladraban sin cesar en un tono distinto, entre aullido y gruñido. Eran las 6 en punto de la mañana. Estaba oscuro. Hacía rato que yo había llegado al pie de su cama. Me lo quedé mirando sin acercarme de más. Sentía y no sentía: era un vacío peculiar, el que aparece cuando se acaba lo que se acaba.  Abultado en su hora, allí tendido, sin continuidad ni futuro, comenzaba a trasmutar en palabras. Palabras pensadas, las mías. Traté de decir algo, lo que fuera en atención a los bardos en que creen los budistas. Bardos o no bardos, sólo advertí que algo pesado llenaba el cuarto que había sido de mis hermanos. Oía mi respiración en medio de la penumbra. Estábamos solos ahí, el difunto y yo. Entre creer que me percibía y saber que no era más que un cuerpo yacente, traté de decir lo que fuera a modo de despedida. Intenté ser amable, pero la sensación de levedad que iba poco a poco ascendiendo desde los pies hasta la cabeza me mantuvo en silencio. Sentí la necesidad de correr las cortinas. La intuición me decía que abriera de par en par la ventana. Todo ocurrió en un segundo: el alborear que atravesaba el fin de la noche, el silenció súbito de los perros, el golpe del amanecer fresco en la cara y un hálito extraño, denso, que salió de la habitación como si en verdad fuera el alma que ya se iba.

Inmóvil, entendí que a mí me reservó el acto último, el tránsito entre dos vidas según el budismo, el de la partida definitiva entre nosotros. El Oriente de siglos cabía en mi mente: sus rituales, sus libros sagrados, su certeza de las transmigraciones, los ritos funerarios, la rueda de la vida, mis lecturas y, otra vez, la figura de los bardos recién rescatada durante la relectura de El libro tibetano de la vida y de la muerte. Horas antes me preguntó ¿qué sigue? “Al menos esto -susurré como si me escuchara-, si yo supiera”.

Noticias así, tan de media noche aunque esperadas, a mi me hacen más lenta: me baño despacio para sentir el agua de punta a punta. Pienso en el fin del relato, en esto y aquello sin importancia. Hablo sola y, mojada, advierto que el agua es vida. Perfumada y peinada, evito el espejo. Mientras envuelta en la bata plancho mi uniforme de funerales, intento echar a andar la memoria, pero lo inmediato está a flor de piel y presiento que debo moverme no se para qué. En situaciones como ésta invariablemente apura la prisa para llegar a hacer nada o sólo para llenar el oído con lugares comunes. Prisa y letargo: todo se junta frente a lo irremisible. En tanto y yo me concentraba en darle salida por la ventana al espíritu del difunto, el más práctico o más sociable telefoneaba en el comedor de la casa para informar a medio mundo -como si les interesara- “que ya había descansado”. A distancia, yo oía y sonreía: ¿descansado? ¡Ni que hubiera sido un trabajador formidable! 

De manera espontánea se dividieron en grupos organizadores y organizados. Yo, como siempre, observaba a distancia: soy de las que registran voces, gestos, alguna frase furtiva, miradas que se cruzan o se evitan… En su oportunidad avisaron al médico y a los de la funeraria para realizar los trámites necesarios. El tiempo avanzaba al ritmo en que se va sintiendo la proximidad de la muerte. Vi a dos empleados de rostro siniestro subiendo por la escalera con una bolsa negra de plástico. Entraron al cuarto donde yacía el difunto y cerraron la puerta. A poco salieron cargando el bulto: uno sostenía los pies, el otro la cabeza. Ya con gente que llegaba a puños, al verlo pasar se impuso el silencio. Un silencio largo, de los que calan y hacen sentir, como ninguna otra cosa que “nada se parece a la muerte”.

 Nos informaron “que había que preparar el cuerpo”. Cosa curiosa: disfrazarlo para el sepelio e incinerarlo después para sellar el ciclo. Dolientes de primero, segundo, tercer y ningún grado, se reunían en corrillos en tanto y “llegaba” la hora de abrir una sala en la funeraria. Cada uno sabía más del difunto que el otro; cada uno era experto en su biografía.  Con la suma de pésames los atributos se iban inventando o multiplicando. Yo agradecía asintiendo. No faltó señalar que hay gente buena para cuidar y otras para curar; que los hay eficientes que se mueven de aquí para allá y en un santiamén resuelven desde el acta de defunción hasta la urna de tal material donde quedarán las cenizas. El registro es puntual hasta en pormenores. Y no se digan las cuestiones de herencia porque las espinas brotan por generación espontánea. Yo fui la encargada de traer al jesuita pues con todos menos conmigo, incluido el difunto, se había disgustado: es difícil conciliar opiniones donde los resentimientos apuntan a rumbos distintos.  Además, las cuestiones de fe nunca llegan a ningún acuerdo, menos aún desde que los escándalos sexuales y monetarios salpicaron al Vaticano.

Amigo de los que lo son desde que tenemos memoria, el jesuita y yo sonreímos con la complicidad habitual. “¿Y qué vas a decir en la misa?”, le pregunté. “Ya veré: el Espíritu Santo ilumina cuando más lo necesitamos” -respondió. Sólo se cauteloso con la retórica sobre la Resurrección… -le pedí. Cuando llegó la hora y se situó con sus atavíos frente al féretro, imaginé que se estremecería el ataúd al recibir el agua bendita. Con los ojos bien abiertos y los pensamientos dispuestos, atendí la misa a sabiendas que el jesuita estaba entrenado para salir bien librado. Algo logró, pues ya se sabe que la Iglesia es experta en acudir a generalidades.

Un sollozo grande se dejó oír entre los presentes. Desde luego, no era de ninguno de nosotros. Desde pequeños sabíamos que “en esta familia no se hacen papelitos”. Y, “sin papelitos ni papelazos” cumplimos con lo que había que cumplir. Al final del todo, cada uno se despidió con su carga de episodios negros, recuerdos oscuros y experiencias que de tan disímiles nos hacen pensar que, enfrente del muerto, ninguna historia se parece a la otra.

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Página del diario. Idea del desprecio

October 12, 2021 Martha Robles
imagen del desprecio de elcorreo.com

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Conocí de cerca a un profesional de la paranoia. En su fantasía, los demás vivíamos pendientes de su vida y de sus pensamientos. Autoritario, se sentía el ombligo del mundo aunque, en su impostada modestia, sería incapaz de reconocerlo. Si alguno me hablaba a mí, era para fastidiarlo a él, ¡faltaba más! Sus antipatías y diferencias estaban reguladas por las alteraciones de su ánimo. Nadie mejor que los huérfanos de criterio para celebrar su agilidad al enjuiciar y discriminar al distinto. Acumulaba desprecios en función de una complicada red de supuestos de lo que imaginaba que opinaban de él. A su ojo avizor, siempre en alerta, debía su habilidad de tejer historias a partir de cómo lo saludaba Fulanito o no lo saludaba, con qué entusiasmo Menganita lo buscaba, qué tan miserable era Perenganito por no decirle de frente lo que pensaba o cómo percibía un desencuentro.

Su ojeriza al que se atrevía a contradecirlo rozaba extremos intimidantes. No por nada acumuló enemigos públicos y privados que clasificaba en la categoría de “miserables”. Al darse cuenta de sus enemigos reales, que él mismo cultivaba,  alzaba la voz para que todos oyeran: “¿paranoico, yo? Pero no hay más que ver…” También se fijaba en los coches “de los otros”, en qué tipo de casas tenían, cuáles restaurantes o lugares frecuentaban o si se vestían de este modo o de otro; que si con joyas y cuáles o en el colmo de alegato, si viajaban, gastaban, a dónde y con quién. En su vocabulario personal no faltaban términos como convicciones, honradez, humildes,  pobres, corruptos, traidores… Vaya, que asombraba su cachiza para dictar lo correcto y lo incorrecto, lo justo y lo injusto.

Aprendí que la paranoia no camina sola: hay que regarla con resentimiento y envidia para que este trastorno fructifique en un medio de por sí señalado por su profusión de prejuicios, falta de autoestima y lucha de clases.  También descubrí que creer que los demás nos ocupamos en perseguirlos, desacreditarlos y hacerles daño se agrava con el añadido del síndrome del vencido. Dejarse llevar por tanto y tan ostensible desprecio social en esencia refleja un peligroso complejo de inferioridad: nada que no hubiera atraído la atención, por ejemplo, de Samuel Ramos u Octavio Paz, pero que por ser tan obvio y a veces cercano no deja de ser intimidante.

En mi falta de experiencia supuse hace miles de años que este era un modelo común entre “las felices familias mexicanas” o, si acaso, característico de los Mussolini, Hitler, Stalin, Franco y demás especímenes de la jungla dictatorial. Empero, bastó arrancarle páginas al calendario para corroborar que creerse el Único-uno acosado por los demás nada tiene de caso aislado: mi entorno ha estado sembrado de odiadores de lo que los supera en aspecto  físico, talento, posición social, gracia, obra, simpatía, ingenio, inteligencia, logros académicos, educación, refinamiento o reconocimientos. Es decir, el dizque perseguido ha sido  un perseguidor envidioso e implacable que no duda en dar rienda suelta a sus exabruptos cuando sospecha que “alguien trata de ponerlo contra la pared”.

Y luego, en mi experiencia, seguía lo demás: que si ése lo veía feo; si el artículo tal se refería a él sin atreverse a poner su nombre; que si el político tal por cuál estaba tratando de contradecirlo; que si los empresarios eran entreguistas vendepatrias y los conservadores, burgueses abominables; las mujeres, “de cuidado…” Y así sucesivamente, hasta abarcar un modo de ser y no-ser con el que el sujeto en cuestión -representante de una nutrida tribu de absolutistas paranoicos- hacía valer sus complejos “hasta sus últimas consecuencias”. De hecho, al percatarme de que el desprecio del paranoico y concretamente su desprecio social se había convertido en lenguaje oficial pensé, con desaliento, que el Onfaló u ombligo del Anáhuac no es una piedra labrada, tampoco un mito paternalista del Mediterráneo ni una figura retórica: es el estigma que, con el machismo, nos impide salir de la postración.

Con poder o sin él, el odiador de referencia revelaba con idéntica autoridad el pasado del país y de las personas. La legitimidad de su juicio dependía de la animosidad que le provocaban. Prefiguraba el porvenir, separaba a los buenos de los malos, a los reaccionarios de los revolucionarios, a los miserables de los (escasos) confiables… Su índice en ristre era vara de la justicia y su lengua el rayo con el que pretendía igualarse al Padre del Cielo. Si de algo tuve que darme cuenta al dar por concluido mi estado de inocencia sería de lo comunes que son estos individuos y de lo fácil que es tolerar sus desplantes ofensivos.

Con frecuencia debemos acudir a otras perspectivas para llegar al núcleo de la cuestión: ¿que hay en los que se sienten el ombligo del mundo? Tuve que remontar hasta el pensamiento mítico para esclarecer estos vericuetos.  Recordé que omphalós llamaban en Delfos al ombligo del mundo. Cargado de referencias sugestivas, el centro del todo estaba representado por el sagrado betilo o monolito de forma cónica hermosamente labrado.  Según versiones del mito, era nada menos que la mismísima piedra que, envuelta en pañales, Rea le hizo engullir a Cronos para salvar a Zeus del  infortunio de sus hermanos: haber sido tragado por su padre para que no se cumpliera el designio de que -ley de vida- sería destronado por uno de ellos. Rey del universo y padre de dioses, de héroes y hombres desde entonces, Zeus presidió el Olimpo, una nueva edad y un machismo tan caprichoso que, como millones de consultantes en la Antigüedad, tuve que acudir hace tiempo al santuario del Oráculo para preguntar por qué en mi tierra, tan cerca de Huitzilopochtli y tan alejada de la herencia ateniense los pequeños Zeus han superado en crueldad, lujuria, mañas, celos y capacidad de desprecio nada menos que al Olímpico portador del rayo.

Hay varias respuestas tanto al curso de la paranoia implícita en el machismo, como al desprecio social como instrumento del poder. Empero, todas son tan intrincadas como la historia y el presente de México. Lo que nadie me ha podido explicar es por qué, en lo público y lo privado, engendramos, toleramos y hasta endiosamos a estos monstruos hasta extremos demenciales.

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Cuando me da por pensar en Lobo Antunes

October 1, 2021 Martha Robles
foto: escultural.com

foto: escultural.com

En su lucha contra la desesperación, a António Lobo Antunes le dio por escribir cartas: muchas y largas misivas desde la Angola ocupada, a donde fue llamado a filas y reclutado como médico de las fuerzas portuguesas, en 1970, con veintiséis años de edad. Disciplinado, acumuló recuerdos traumáticos de la guerra que lo acompañarían de por vida, porque hay sucesos que nos persiguen todo el tiempo.  Cargado de  imágenes de la corrupción, la violencia, la crueldad, el poder, el dilema moral y la destrucción que campeaban tanto en Portugal como en el campo de batalla, creó un universo con voz propia que lo convertiría en uno de los autores contemporáneos más reconocidos. 

Hay que  aclarar que eso de los premios no está en sus prioridades, pero la distinción y el reconocimiento le agradan inclusive a él, el más reacio de los escépticos que habla como escribe y al revés: directo, sin esquivar la confesión y lanzando frases como dardos, acaso dirigidos a aliviar al ser interior. 

Aunque con puntualidad dice que nunca dudó en ser escritor, su forma de vivirse como tal está lejos de ser placentera. Si entendemos que la autobiografía es sustancia, su convicción de cuán difícil es escribir encaja en su aparente propósito de sobrellevarse y sobrellevar el mundo para no morir o mejor aún: para estar vivo. Se lo que dice cuando dice que escribir exige una vida para aprender, pues comparto la sensación de que la experiencia es como un pliego que se escribe desde el trapecio, mientras se inscribe a sí mismo: En este trabajo, uno no sabe nada. Y, entonces, por cuanto más escribes, más humilde te vuelves…

Con la memoria y la atención en ristre,  ha dejado correr la pluma sobre el papel a la espera de aliviar el horror alojado en su alma, como “una especie de espiral autodestructiva”. No por nada reconoce sentirse a sus anchas en el psiquiátrico donde trabaja como en casa. Allí convive con los internos aunque “ya no practica su profesión”, y con naturalidad se ajusta a la medida de quienes, siquiera una vez, han viajado al fondo del infierno. Con sus infaltables Conrad o Gogol, cuyas obras sacan a la superficie el lodo de la vida, Lobo Antunes sabe que “vive mirándose en un abismo” y que sin autobiografía no existirían las letras. A fin de cuentas, no se trata de disfrutar la escritura, sino de trabajar; de comenzar no sabiendo y seguir como el trapecista que, habitado por el miedo, se balancea sin parar sobre el vacío: esa incertidumbre y esa angustia se parecen a lo que siento frente al libro que escribo: no sabes si lo vas a conseguir…

Es obsesivo. Sin necesidad de preguntárselo, lleva el sello de los que trabajan sin parar en la frente. Que a fuerza de insistir todo se consigue, le escucho por accidente en la radio extranjera: Cada vez tengo más miedo… De tanto mirar muerte, pobreza y dolor, el psiquiatra ya encaminado en las letras conoció el revés y el derecho del colonialismo, desde el aquí del colonialista y el allá del colonizado: dos lados como dos caras tiene la libertad, según se encuentre quien la anhele. Quizá desde entonces se le metió al cuerpo el absurdo de que son capaces los hombres. Dejó que anidara en su alma esa mezcla de escepticismo malhumorado y pesimismo activo y, tan lisboeta como el fado, aunque no podría haber nacido más alejado del mundo obrero, sus respuestas trasmiten una melancolía gráfica, de bulto, como sólo podría hacerlo el que canta bajo un rayo de luz en la oscuridad, acompañado por la guitarra tradicional.  

Al escucharlo o leerlo tengo la sensación de que podría tocar las paredes ruinosas que, apenas mediante trazos ornamentados, dan cuenta del esplendor perdido del Portugal que sabe que fue, pero aún no aprende a aceptarse como es. Viajo por sus letras como Antonio Tabucchi por las calles sinuosas de Lisboa. Como Tabuchi, también percibo la incapacidad de Lisboa por vencer su reconcomio y, aun así, caigo rendida a los giros de su lengua y al decaimiento arquitectónico que, como el emblemático estilo manuelino, no le faltan recovecos ni vestigios de glorias antiguas.

Tengo una relación de amor lejano con Portugal y un dialogo nunca real y siempre vivo con António Lobo Antunes. Leo sus libros como el que reencuentra al amigo.  Siento algo parecido a fray Luis de León cuando regresa a su cátedra en Salamanca, después de padecer durante años las mazmorras de la Inquisición: Como decíamos ayer…

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Ironías de la historia: seguimos nepantla

September 23, 2021 Martha Robles
Ilustración del Código Durán

Ilustración del Código Durán

El símbolo de trascendencia del mítico Quetzalcóatl fue quebrantado por la Conquista. Triunfó el mestizaje étnico (no exactamente cultural), sobre la población huérfana de dioses a partir de que los súbditos de Moctezuma quedaron nepantla: ni aquí ni allá, en punto muerto, en ninguna parte. Despojados de lo suyo, avergonzados por su origen y con la derrota en la frente, los vencidos carecieron de opción a madurar un saber propio no más pobre ni más rico, sólo distinto al traído por mar. La “nueva” autoridad impuso su jerarquía excluyente para asegurar la continuidad del sistema de privilegios que perdura  en todos aspectos: saber, riqueza y poder para los españoles de entonces. Beneficios discrecionales a la población criolla. Cuenta gotas a los mestizos en expansión y  esclavitud, epidemias y trabajo para castas y etnias condenadas a nacer, reproducirse y morir con su evolución mancillada.

El conquistador dividió las comunidades agrícolas en reparticiones y encomiendas. La repartición de suelo era la cruel verdad; la encomienda de almas, el eufemismo sangriento. No sin contradicciones, la Iglesia decide a la par “proteger” a los sometidos: cuida sus tierras y junta en el atrio a las familias espantadas. De tanto “cuidar tierras y familias” acaba por quedarse con ellas. Convierte en huerta todo el campo y se alza como un señor más que desafía inclusive a la autoridad virreinal.

La rebatiña tiraba para el lado de Dios, de los amos armados o de la insaciable Corona. A la par, el idioma se ensanchaba con ajustes fonéticos, sintácticos, regionalismos y neologismos. Las razas hacían lo propio mezclándose de cualquier modo, a condición de dejar a negros importados e indios abajo. Los españoles arriba y en medio del todo, sin desdoro de la soberbia criolla, los avezados mestizos que con más sutileza que ruido  engendraban el carácter hispanoamericano. Condenada en su nepantlismo, la enorme no obstante mermada población de  macehuales era arrojada gradualmente y con violencia a sus últimas trincheras: las peores  tierras para el cultivo, donde no llegaban voces nuevas ni el eco de sus antiguas deidades. En la deformación del olvido se iban perdiendo la dualidad sagrada, las aves preciosas, los pasadizos calendáricos hacia la cuenta del Destino, las ataduras de los años, el fuego en las piedras, historias pintadas, el sagrado juego de pelota, sus jerarquías, el Calmecac o sistema escolar y las lecciones de los tacuilos o sabios ancianos.

En el centro y las urbes el fluir de lenguajes era imparable.  Se entremezclaban tantas hablas locales cuantas colonias había en las islas y en tierra firme. Entre el universo de la escritura y el predominio de la tradición oral un abismo separaba al vencido del amo. Reinaban la confusión, cotos infranqueables, la intolerancia y las subsistencias en pugna. Mientras avanzaba el olvido disminuía la esperanza de un porvenir digno para los nativos. El ayer y su anhelo de otra edad quetzalcoatliana desaparecían bajo el conflicto de identidad. Pueblos sin voz y sin rostro, el mítico legado tolteca se perdió antes de crear culturas comunicantes.

Como gran obra sustentada por una lengua propia fue poco lo realizado, como no fuera  “enseñar en cristiano” en las escasas escuelas para indios a cargo del clero. Los  escogidos para castellanizarse aprendían “primeras letras y un oficio” en tres años; en seis, “las letras divinas y humanas”. En realidad, diría Justo Sierra, los indígenas que bogaban en sus largas canoas planas henchidas de verduras y flores, “oían atónitos el murmullo de voces y el bullaje de aquella enorme jaula, en la que magistrados y dignidades de la Iglesia regenteaban cátedras concurridísimas, donde explicaban densos problemas teológicos, canónicos, jurídicos y retóricos, resueltos ya, sin revisión posible de los fallos, por la autoridad de la Iglesia.” En aquella urdimbre de conceptos teológicos, no había nada accesible al oído del indio. Sólo palabras huecas y un universo que ni entonces ni después pudiera fertilizar en su habla.

A fray Diego Durán debemos el término nepantlismo, recogido de un natural quien, al ser reprendido por continuar practicando la idolatría, le respondió que eso ocurría porque allí todavía estaban nepantla, según lo relata en Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme, escrita hacia 1579: (…) Padre no te espantes pues todavía estamos nepantla y como entendiese lo que quería decir por aquel vocablo y metáfora que quiere decir estar en medio torné á insistir que en medio era aquel en que estaban me dijo que como no estaban aun bien arraigados en la fé que no me espantase de manera que aun estaban neutros que ni bien acudían á la una ley ni á la otra ó por mejor decir que creían en Dios y que juntamente acudían a sus costumbres antiguas y ritos del demonio y esto quiso decir aquel en su abominable escusa de que aun permanecían en medio y estaban neutros (…)

Los mexicanos no concebían el universo sin el eje humano sostenido por sus dioses y sus creencias. Descubrirlo escandalizó a los evangelizadores. Les parecía inconcebible y “mera idolatría” la dualidad “humanizada” de su pensamiento. Opusieron el catecismo al legado náhuatl fundado en la continuidad energética del adentro hacia afuera, desde el corazón hacia el Cosmos. Desasidos y enajenados, aún sin sedimentos sólidos para civilizarse, perdieron el equilibrio que mantenían con la naturaleza. Quizá por eso alcanzó tal hondura el conflicto de identidad. La mayoría, excluida de la educación y del logos, fue trasmitiendo a su descendencia el vacío que sustituyó a la mentalidad mítica que trasladaba a lo material el ser sustancial de sus creencias. De que perduró su religiosidad singular, no hay duda. Lo interesante sería examinar qué tan cristianos serían los conversos analfabetos en dos lenguas, la materna y la tartajeada. Es indudable que la Palabra se continúa trasmitiendo de manera oral entre la población marginada, que ha sido y es mayoría que tambalea entre el analfabetismo y una elemental y hueca aproximación a la lectura.

No es que varíen los modos del pensamiento, sino las concepciones de lo real y lo que constituye la circunstancia. Portador del libro y de la escritura con resabios de la Edad Media desconocida en estas tierras –y no se diga del Renacimiento en boga-, el de la Conquista fue un  embate desigual entre dos versiones de la vida y de la muerte; de la verdad y lo sagrado; de lo humano y lo divino; del hombre integrado a la naturaleza, los dogmas y cuestiones de fe teñidos de escolástica, neoplatonismo y un sinfín de prejuicios que perduran hasta nuestros días.

Estar nepantla significaba imposibilidad de sintetizar fe  y ortodoxia porque se enredaba la idea de la gloria eterna, el más allá o un no-lugar identificable en su propia cosmogonía y la verdad/verdadera, infernal, de todos los días. Si los predicadores pregonaban resignación “por amor a Dios”, los indios trasladaban su ancestral espiritualidad y su esperanza de ser comprendidos a la incondicional madrecita guadalupana: una idolatría por otra, a partir del traslado de Nuestra Señora Tonantzin, para dejar intacto el pensamiento mágico y primitivo. No cristianización, sino sustitución de devociones mediante el sincretismo. Tampoco hispanización en su sentido cabal, sino imposición de un vocabulario para servir a los amos, desprovisto de elementos para ascender al juicio, al criterio histórico, a la lógica, a la crítica, a la idea de justicia y a la disposición transformadora hacia el porvenir de una identidad bien lograda.

De haber realizado una verdadera castellanización otro, civilizado y con instituciones, habría sido el movimiento de independencia. Tan no hispanizaron, en el pleno sentido, que los hispanohablantes o tartajeantes se multiplicaron sin un discurso lógico y sin razón de ser, aunque su lengua fuera apropiada. Al independizarse, el faltante impidió a los novohispanos  gobernarse bajo principios y normas generales en bien de un orden individual y común, acorde a la aspiración de las republicas en ciernes en el siglo XIX. Empezando por imperativos de justicia, en el orden social no cabía otra lógica que la de la obediencia y el sometimiento teñido de resentimiento. Sembrado de contradicciones, el lenguaje dejó huecos en lo inefable y la sabiduría, entre el saber de experiencia y los términos liberadores y entre la comprensión razonable de los actos y la irracionalidad de los mandatos. De espaldas a  los libros, la lengua se constriñó con la preeminencia de la oralidad vigente.

Y así seguimos: arrastrando atavismos y cada vez más nepantla, más entrampados en la irracionalidad agravada por el resentimiento social, la ignorancia sobreprotegida y versiones caprichosas  que pretenden hacernos creer que era glorioso  el pasado y abominable lo que tanto respecto del ayer como el hoy dignifique nuestras vidas con el cultivo del saber, de lo bueno y lo bello.

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Lo feo. Su falsa reivindicación

September 13, 2021 Martha Robles
Así la estatua que sustituirá a la de Colónfoto: politica.expansión.mx

Así la estatua que sustituirá a la de Colón

foto: politica.expansión.mx

Lo feo comienza con un golpe de vista. Se mete a los sentidos y produce una sensación entre el desagrado, la hilaridad, el miedo, el estremecimiento, el morbo y la curiosidad. Esta reacción múltiple hace que la fealdad, por variable según los puntos de vista, sea uno de los móviles menos resueltos de la interpretación. No ha nacido el listo que defina la fealdad en sí, pero varios autores la describen con ejemplos, detalles y asociaciones supeditados a las maneras de apreciar o repudiar lo distinto y ajeno, propias, apropiadas o inducidas por poderes e intereses vigentes. 

Del demonio, la perversión y las aberraciones para arriba, se espanta a la gente con adefesios y versiones grotescas que relacionan lo oscuro con la maldad y lo innoble con lo chocante. Empezando por Medusa y las Grayas, en la Antigüedad lo horripilante cumplía una función moral. Lo exquisito, el refinamiento, el equilibrio y lo armonioso, en cambio, daban cuenta de  los avances culturales y del bienestar que redundaba en la población orgullosa de sus logros. En contrapunto con los referentes históricos y religiosos, el comunismo elaboró su estética política para imponerla en todas las expresiones del arte y del pensamiento.  No hay más que dar una vuelta por los espantajos arquitectónicos que aún se mantienen en pie para corroborar cómo se materializaba el desprecio “al arte de vivir”. No se diga del culto a los monumentos, la pintura, la literatura, el teatro, la música, la danza o la poesía: nada escapaba al dictado de lo siniestro cual reacción al prejuicio de que la belleza es repudiable. La gran demagogia consistía y consiste aún en hacer creer a la muchedumbre de incautos que lo sombrío, gris, carente de gracia, burdo y lleno de mensajes propagandísticos es el summun de la justicia social y del triunfo de las izquierdas.

No es casualidad que ninguna sociedad relacionada con el marxismo-leninismo haya aportado obras significadas al arte moderno y contemporáneo. Los enredos entre el conflicto de clase, el repudio al “gusto aburguesado”, la depuración cultural que de suyo impone, excluye, discurre y añade concepciones de lo feo tienen el propósito de ideologizar el gusto y la sensibilidad. El culto a la fealdad se ha convertido en indicador del carácter de nuestro tiempo. De hecho, entre  la presión de economías y estilos de gobernar, los gobernados estamos cada vez más marginados de los beneficios de la belleza y del pensamiento adelantado. Para entender esta complicación no hay más que reparar en el gusto amañado y dirigido al hombre-masa por la publicidad; sin embargo, no podemos negar que la sensibilidad existe y que basta que caigan dictadores, demagogos, autócratas, populistas y regímenes dominantes para que, más pronto que tarde, tras ellos caigan estatuas, monumentos espantables y la cantidad  ingente de ejemplos de su impostura.

A Karl Rosenkrans se le considera el padre de esta preocupación desde que publicó, en 1853, su Estética de lo feo;  sin embargo, ni él pudo descifrarla, a pesar de  reconocerle cierta comicidad  que, a querer o no, espanta o hace reír al que se para ante lo grotesco, desajustado, bizarro, desproporcionado, monstruoso, siniestro y cuanto se aleja de la armonía elevada a condición primera de lo bello que atrae y complace a los más. No poder definir lo feo, aunque pegue sólo de verlo, se volvió motivo de reflexión al toparme con la fotografía de una falsa cabeza olmeca que, a criterio de sabe Dios quién, habrá de plantarse como un pegote en el cruce del Paseo de la Reforma y la Avenida de los Insurgentes, donde estuvo Cristóbal Colón en un hermoso conjunto.

No es cosa de darle vueltas a la filosofía cuando la evidencia se impone: la tal Tlali de Pedro Reyes es fea, diría horrorosa y carente de sentido y de contexto.  Su autor debió “romperse la cabeza” (valga la redundancia), para discurrir “algo” evocador, simbólico o relacionado con la población prehispánica. Como  representante del indigenismo actual es un despropósito. Vaya, ni siquiera Quetzalcóatl, héroe mítico de varios pueblos mesoamericanos, podría  convertirse en figura reivindicadora de los vencidos.  La cabeza no guarda ningún parentesco que pudiera enaltecer a las comunidades monolingües que, no obstante mestizadas en grados diversos, tienen  su propia manera de mirar, de mirar al otro y de mirarse. Así que habría que preguntarles a los supuestamente aludidos qué tanto los honra y representa el monolito (¿es monolito?) que las malas lenguas y los peores memes asocian al retrato de “la maestra Elba Esther.”  A saber.

 El extrañísimo monumento fue encargado a un escultor desconocido no sólo por la población indígena aludida, sino por más de cien millones de mexicanos hispanohablantes que andamos como perdidos respecto del enredo étnico cultural de nuestros verdaderos orígenes, a los que también debemos añadir la sangre negra y el montón de mezclas raciales de maravillosos nombres. “Horrible”, pues, dicta el consenso. En suma: la figura no agrada, no produce alegría, no enriquece el carácter de la ciudad, no encarece la memoria de los olmecas que caricaturescamente pretende imitar.  Recuérdese que la olmeca es una cultura extinta desde antes de la Colonia y de la cual sólo conocemos algunos rasgos, como sucede con tantas desaparecidas. Tlali no nos identifica, no nos reconocemos; tampoco engalana el cruce de caminos donde se pretende plantar contra la voluntad de la mayoría. En suma y a  todas luces está fuera de lugar, de su circunstancia y de significación.

Tlali o Tlalli en náhuatl, Tierra en español, de pretensiones olmecas no obstante semiasiática y de intención moderna, no es otra Cabeza Colosal, como las extraídas de la Sierra de los Tluxtlas, en Veracruz, que fueran labradas en basalto en los orígenes del período preclásico (1500-1000 a.C). Sacada de la manga, Tlali es un batiburrillo condenado a convertirse en hazmerreír. Lo será, sin duda, hasta que en el futuro incierto de la sin duda efímera 4t,  “otras autoridades” no mejores ni peores a las que estamos acostumbrados, confirmen su fidelidad al síndrome de la pirámide y determinen sobreponer, cubrir o quitar esta herencia bizarra.  Para nosotros continuará mancillado el pedestal que ocupara Cristóbal Colón desde antes de que naciéramos.  Un conjunto escultórico que aprendimos a asociar con los monumentos del Paseo de la Reforma, mismos que, por su orden, también han sido menospreciados, robados  y/o agredidos en gobiernos anteriores.

Decían los abuelos que el tiempo pone todo en su lugar. Tenían razón, aunque también  quita todo del lugar y nos deja sin referentes, con las manos vacías.

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    • Jan 30, 2021 La magia del Cid campeador Jan 30, 2021
    • Jan 22, 2021 Contracultura y fracaso educativo Jan 22, 2021
    • Jan 12, 2021 Un mundo poscovid Jan 12, 2021
  • December 2020
    • Dec 31, 2020 Madre piedad: una deuda de amor Dec 31, 2020
    • Dec 19, 2020 Un tiempo raro Dec 19, 2020
    • Dec 9, 2020 Meditación sobre la tristeza de nuestros días Dec 9, 2020
  • November 2020
    • Nov 23, 2020 Página del diario. El virus del desasosiego Nov 23, 2020
    • Nov 14, 2020 José Revueltas, peldaño de la denuncia* Nov 14, 2020
  • October 2020
    • Oct 29, 2020 De mis diarios. Entre toros y Covid-19 Oct 29, 2020
    • Oct 10, 2020 Página del diario. Alfabetos soñados Oct 10, 2020
    • Oct 1, 2020 1968: memoria imperfecta Oct 1, 2020
  • September 2020
    • Sep 12, 2020 Los diarios: su fondo misterioso Sep 12, 2020
    • Sep 4, 2020 Fernando VII. Realidad que supera la ficción Sep 4, 2020
  • August 2020
    • Aug 20, 2020 Nuestra deuda con Agustín Millares Carlo Aug 20, 2020
    • Aug 13, 2020 Alfonso Reyes, otra mirada Aug 13, 2020
    • Aug 1, 2020 Esther, un alma errante Aug 1, 2020
  • July 2020
    • Jul 19, 2020 Lo mexicano: La vida no vale nada Jul 19, 2020
  • June 2020
    • Jun 25, 2020 Memoria de un cleptómano Jun 25, 2020
    • Jun 12, 2020 Sobre el arte de la biografía Jun 12, 2020
  • May 2020
    • May 26, 2020 De la enfermedad, el sueño y los dioses May 26, 2020
    • May 17, 2020 Fragmento de autobiografía inédita May 17, 2020
    • May 7, 2020 Confinamiento y silencio. Página del diario May 7, 2020
  • April 2020
    • Apr 22, 2020 María Zambrano. Palabras del regreso Apr 22, 2020
    • Apr 18, 2020 A propósito del FONCA Apr 18, 2020
    • Apr 9, 2020 Página del diario. A propósito de Alberti Apr 9, 2020
    • Apr 1, 2020 Otra caverna, mismas sombras Apr 1, 2020
  • March 2020
    • Mar 17, 2020 Escenas medievales Mar 17, 2020
  • February 2020
    • Feb 29, 2020 La confesión. Página del diario Feb 29, 2020
    • Feb 17, 2020 Me acuerdo, me acuerdo Feb 17, 2020
    • Feb 4, 2020 Kafka, a la vuelta de la esquina Feb 4, 2020
  • January 2020
    • Jan 27, 2020 De mis diarios: Auschwitz y Trzebini Jan 27, 2020
    • Jan 14, 2020 De mis diarios. Conferencias Jan 14, 2020
    • Jan 7, 2020 84, Charing Cross Road Jan 7, 2020
  • December 2019
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    • Dec 9, 2019 Los huesos de Montaigne Dec 9, 2019
  • November 2019
    • Nov 15, 2019 De mis diarios. Deleites perdidos Nov 15, 2019
    • Nov 9, 2019 De mis diarios. Lo que el Muro derrumbó Nov 9, 2019
  • October 2019
    • Oct 18, 2019 Judía y mujer: una cabeza incómoda Oct 18, 2019
    • Oct 11, 2019 Memoria. De mis diarios Oct 11, 2019
  • September 2019
    • Sep 26, 2019 De libros y Los creadores Sep 26, 2019
    • Sep 16, 2019 La mediocracia, una pandemia Sep 16, 2019
  • August 2019
    • Aug 29, 2019 De mis diarios. Con Elizondo en el CME Aug 29, 2019
    • Aug 22, 2019 Narciso, otro símbolo de Borges Aug 22, 2019
    • Aug 2, 2019 Sobre La otra vida de Daniel Aug 2, 2019
  • July 2019
    • Jul 23, 2019 Esta curiosa pasión por las letras Jul 23, 2019
    • Jul 12, 2019 Primer recuerdo. Página del diario Jul 12, 2019
    • Jul 2, 2019 Vasconcelos: un antihéroe consagrado* Jul 2, 2019
  • June 2019
    • Jun 22, 2019 Cultura, un privilegio. ¡Claro que sí! Jun 22, 2019
    • Jun 7, 2019 Noa Pothoven. Del pene y la llaga Jun 7, 2019
  • May 2019
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    • May 2, 2019 De mi ficción verdadera May 2, 2019
  • April 2019
    • Apr 25, 2019 Lo sagrado y las urbes Apr 25, 2019
    • Apr 16, 2019 Apr 16, 2019
    • Apr 8, 2019 De mis diarios. La maldición de la culebra Apr 8, 2019
    • Apr 1, 2019 Reinvención del pasado Apr 1, 2019
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    • Mar 7, 2019 De la dificultad de ser mujer donde todo lo impide Mar 7, 2019
  • February 2019
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    • Feb 19, 2019 Páginas del diario. La mirada del otro Feb 19, 2019
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    • Feb 5, 2019 Ni los dictadores son lo que eran Feb 5, 2019
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Culpas viejas, mujeres nuevas. Entrevista. https://youtu.be/9go7A0-hmso

En Huellas de la Historia, con Francisco (Paco) Prieto y Blanca Loolbe, Alejandro el Grande. Los pasos del héroe”, Radio Red, México, https://podcasts.apple.com/mx/podcast/alejandro-magno/id1243780697?i=1000431633702

Entrevista sobre los pasos del héroe, lunes 11 de marzo, 2019, 2019, Fabián Vázquez y Rafael de la Lanza; Revista Gandhi Lee+

https://www.facebook.com/mascultura/videos/451974625342403/

“Del amor a las letras y otras pasiones” en Poéticas de las inteligencia, programa de radio coordinado por Patricia Galeana y Beatriz Saavedra. Conductora Lourdes Enríquez, IMER, CIUDADANA, 660 am, jueves 27 de agosto de 2020. https://www.mixcloud.com/MujeresalaTribuna/po%C3%A9ticas-de-la-inteligencia-del-amor-a-las-letras-y-otras-pasiones/

A partir de septiembre 2020, colaboraciones en La noche es joven, programa de radio de Enríque García Cuéllar, Tuxtla Gutiérrez, Chis.:

Octubre 2, https://www.facebook.com/MuseodelaMujerMexico/videos/325674728612136/

Octubre 10, Casandra en la mitología, https://www.facebook.com/757213191075830/videos/362463818454782/

Octubre 16, Las migraciones en el mundo, https://www.facebook.com/757213191075830/videos/2675104412742380/

2020

- https://www.facebook.com/757213191075830/videos/3443483862406877 , “intelectuales y poder”, programa La noche es joven dirigido por Enrique García Cuéllar desde Tuxtla Gutiérrez, Chis., Oct. 26, 2020.

- “Helenismo en Alfonso Reyes”, video conferencia organizada por la Sría de Cultura, el Dep. de Literatura del INBA y la Capilla Alfonsina. Con Javier Garcíadiego (director de la Capilla Alfonsina) y la traductora del griego Natalia Moroleón. Moderadora Beatriz Saavedra, Trasmitido en vivo por Facebook, noviembre 5, 2020. https://www.facebook.com/283189608464004/videos/654522281924283/

“Intelectuales, prensa y poder”, en el video programa La noche es joven dirigido por Enrique García Cuéllar desde Tuxtla Gutiérrez, Chis., Nov. 6, 2020. https://www.facebook.com/757213191075830/videos/1034311790327823

“Mujeres y otras penas”, https://www.facebook.com/757213191075830/videos/286419819321195 en el video programa La noche es joven dirigido por Enrique García Cuéllar desde Tuxtla Gutiérrez, Chis., , Nov. 13, 2020

“Gobernar con sermones”, https://www.facebook.com/757213191075830/videos/815646722545743, Ibid., Nov. 27, 2020

“La amistad entre Alfonso Reyes y José Vasconcelos”, Capilla Alfonsina, con Javier García Diego y el dr. Hurtado, Capilla Alfonseca, junio 30 de 2021. https://www.facebook.com/watch/?v=357786745726168

 “Actualidad de Marguerite Yourcenar” , Julio 8 de 2021, en el programa La noche es jocen de Enrique García Cuéllar. https://www.facebook.com/100063493035749/videos/834712267158793


Debate 22, entrevista con Javier Aranda, Octubre 10, 2022, Canal 22. (https://twitter.com/MarthaRoblesO/status/1579661774965866496?t=jl5UKjczBPPI52y91C_now&s=03)

https://twitter.com/MarthaRoblesO/status/1579661774965866496?t=LNgpCJXplWwnHJVKfBU9EQ&s=08

“Las palabras, espejos de la vida”, conferencias, Noviembre 9, 16, 23 y 30 de 2023, Plataforma ZOOM, dos horas por semana, Instituto dde la Cultura y las Artes, Cancún, Quintana Roo. Disponibles en YouTube con este enlace: https://www.youtube.com/playlist?list=PLOOto7Tr4g7IWZRngC2m_3zwvuTIrqE4H

Agosto 7, 2024 A medio siglo del fallecimiento de Rosario Castellanos. Capilla Alfonsina. Coordinación Nacional de Literatura. Sigue en directo la charla especial en honor a Rosario Castellanos. Acompáñanos y explora su impacto en la literatura. Una oportunidad única para reflexionar sobre su legado. Participan: Martha...

www.facebook.com.

https://www.facebook.com/share/v/nw26bULtQ6sooEGs/?mibextid=jmPrMh

“Martha Robles”, entrevista de Beatriz Saavedra para el Diario de Madrid, Noviembre 27, 2024. Entrevista a Martha Robles - https://www.eldiariodemadrid.es/articulo/critica-literaria/entrevista-martha-robles/20241127090423084011.html?utm_medium=social&utm_source=whatsapp&utm_campaign=share_button

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Enero 16 de 2025, Alfonso Reyes y el exilio, Ateneo Español de México, A.C

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